¿Qué viene después del
beso final? ¿Después del «the end»?
¡Sería estupendo que los guionistas dijeran algo! ¿Son felices? ¿Cuántos hijos
tienen? ¿Alguna sabe que se puede ser feliz incluso con su marido? Ahora es el
momento de aprender la obediencia leal y generosa, la sumisión. Y, entre
nosotras, podemos decirlo: debajo siempre se coloca el que es más sólido y
resistente, porque quien está debajo sostiene el mundo.
Cásate y sé sumisa
Experiencia radical para mujeres
sin miedo
ePub r1.0
Carlos. 05.08.14
Título original: Sposati e sii sottomessa. Pratica estrema
per donne senza paura
Costanza Miriano, 2011
Traducción: Mariano Catarecha y Sebastián Montiel Diseño de cubierta: Armando
Bernabéu y Paco Gómez
Editor digital: Carlos.
para www.epublibre.org Corrección de erratas: Carlos.
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¡Mira quién fue a hablar!
«Costanza,
dime de nuevo por qué debería casarme. Y sólo faltan quince días». Necesito el
auricular. Colocar la lata en el huequecito, benditos coches americanos.
Escupir las pepitas de la mandarina (marido, te prometo que algún día traigo
una bolsa de basura y lo limpio todo, también los papeles de los bombones).
Transformar esta pocilga, mi coche, el refugio de una disoluta que come en los
semáforos de la orilla del Tíber, convertirla en un recibidor apropiado en unos
segundos. La Oprah Winfrey de los pobres.
Porque
lo bonito de la amistad no es tanto tener al lado a otra que tenga el valor de
decirte en tu cara que los reflejos de esas mechas color de níspero podrido no
van con tu nuevo sombrerito; a otra que se esfuerce, con sinceridad, en
encontrar una buena razón por la que debes comprarte
el noveno collar de azabache, porque con ese lacito que tiene realmente te
arreglaría el armario, cómo no; a otra que te diga que organizaste las cosas de
maravilla y lo hiciste fantásticamente bien, pero que era imprevisible que los
catorce amiguitos de los niños que tenías en casa se te fueran de las manos y
reventaran a balonazos los dos únicos rosales que habían conseguido florecer.
No,
desde mi punto de vista, tener amigos es algo necesario fundamentalmente porque
me permite repartir consejos, actividad máximamente gratificante.
El
caso es que con los amigos, con las amigas más concretamente, sólo paso un
tiempo limitado, y por eso pueden tolerar que, por mi parte, las moleste un
poco más de la cuenta.
En
cambio, los niños, a los que estoy pegada como una lapa, escuchan mis sermones
en modo «off» y me observan creo que
fijando la mirada en uno de mis pendientes, con elección libre de oreja,
mientras piensan en la alucinante aventura de los X-men que podrán acabar de leer cuando yo haya terminado de
ilustrarlos sobre los beneficios de un estudio metódico y cuidadoso.
En
cuanto a mi marido, es un hombre inteligente, y aprendió muy pronto a
responderme: «¡ajá!», o «¿de verdad?», o también: «pues yo pienso lo mismo» y «es
cierto», casi siempre con el tono correcto, lo cual le permite simular que
conversa conmigo haciendo un esfuerzo mínimo. Si empiezo a dudar de que me está
escuchando y para comprobarlo le digo: «querido, estoy embarazada otra vez», a
pesar de todo, emite un sonido ahogado, y eso significa que, no sé cómo, parece
que hay una parte superficial de lo que le digo que le llega a afectar.
Por
el contrario, creo que mis amigas escuchan mis opiniones e incluso, a veces,
las toman en consideración. Más por afecto que porque yo tenga, con mi agudeza
psicológica de delantero centro en punta, muchas probabilidades de decirles la
palabra justa. Aunque, a causa de un mero fenómeno estadístico —seamos honrados
—
también yo acierte, a veces, a encontrarla.
Normalmente,
sin embargo, mi respuesta a cualquier problema es una de las siguientes, a
elegir: tiene razón él; cásate con él; ten un hijo; obedécelo; ten otro hijo;
vete a vivir a la misma ciudad que él; perdónalo; intenta comprenderlo; y, por último, ten un hijo.
Por
eso, las amigas que no quieren oír cómo les digo estas cosas, porque cuando yo
me empeño soy delicada como una hormigonera, desaparecen de las pantallas del
radar: con todo, yo soy perspicaz y, después de haber enviado trece correos
electrónicos al vacío y de haber recibido cuatro SMS más que gélidos, acabo por
comprender.
Las
que piensan como yo, en cambio, o que, a pesar de todo, me quieren bien,
continúan llamándome. Y ésas sí que dan satisfacciones.
El
motivo que hace necesarios tantos «perdona un momento, saludo a una amiga y
vuelvo enseguida», marido mío, es que, como ya he dicho, dar consejos es algo
maravilloso. Además, no hay otro modo de fingir que tienes algo que hacer
cuando dos de tus hijos se están pegando
golpes con el bote de agua de la bicicleta
porque los dos quieren la
cabeza de un mismo muñequito Lego que, a pesar de no medir más de medio
centímetro, tiene bigotes, y sin el cual no puede pasar ninguno de los dos,
mientras que dos de tus hijas han tirado al suelo una caja de doscientos cincuenta
gramos de sémola calibre «especial 5 mm».
Pero,
más que nada, las amigas nos hacen falta porque nosotras, las mujeres, no
tenemos ahora por delante ningún camino claro, como sí tuvieron muchas
generaciones anteriores.
A
veces nos hace falta razonar juntas en voz alta, aclarar nuestras ideas sobre
la vida, sobre nuestra identidad, sobre las posibilidades a elegir, que son
muchas más que en otros tiempos. Y por eso tenemos que llamarnos. En este
momento, es necesario como nunca lo fue antes de ahora, es indispensable,
destinar sumas estratosféricas a las compañías telefónicas (la expresión «te
llamo un momentito», al menos en Roma, es un oxímoron).
Nuestras
vidas están hechas de equilibrios personales, tan personales que a veces nos
sentimos solas. Tenemos que encontrar
nuestro propio estilo de pareja, porque no tenemos tiempo, un estilo de hacer
las cosas en común y en colaboración (he asistido a fatigosas discusiones de
pareja acerca del menú semanal, y echo dolorosamente de menos aquellos tiempos
en que los maridos aparecían solamente a la hora justa preguntando «¿qué hay de
comer?»: menos colaboración, quizá, pero también muchas menos complicaciones); tenemos
que buscar un sitio para el trabajo
y un sitio para la familia, para el marido y probablemente,
eventualmente, hipotéticamente, si nos queda algo, también para nosotras mismas.
En
cambio, si digo la verdad, ninguna mujer de carne y hueso que yo conozca
jamás ha tenido problemas semejantes a esos de los que, con tanto celo,
se preocupan ciertas feministas y muchos periódicos.
Todas
las proclamas sobre el cuerpo de las mujeres, usadas sólo por su belleza, sobre
las crueles reglas del éxito y de la sociedad de la imagen que nos quiere
siempre jóvenes, y que nos empuja, pobrecitas, a la cirugía estética, y sobre
la necesidad de reconquistar nuestra autonomía, a nosotras —cuando estamos en
la cola del supermercado y llueve y están a punto de acabar a la vez el fútbol
y el catecismo y una hija está dormida y la otra tiene que ir al baño— nos
importan muy poco.
Puede
que yo haya efectuado una cuidadosa selección y haya admitido en mi círculo de
amigas solamente a mujeres fuera de lo común.
No
hay ninguna de ellas que sienta su autonomía seriamente amenazada por nadie.
Ninguna
que, cuando comienza una relación, se sienta real y concretamente oprimida, o
como mucho interpelada, por la posición del Papa sobre el tema, ninguna que se
plantee siquiera el problema, ninguna cuya libertad en la gestión de su
fertilidad haya sido sofocada alguna vez por algún pronunciamiento de la
«Iglesia del no», cosa por la que,
sin embargo, una y otra vez, todos los periódicos claman al cielo. Porque
hablar mal de la Iglesia es como el color negro: va bien con todo y nunca pasa
de moda.
Ninguna
de mis amigas está preocupada porque se le haya impedido abortar
confortablemente en su propia casa; en cambio, muchas de ellas sí se preocupan
porque el hijo no llega: por la edad, por un marido cobarde, por una vida que
es demasiado complicada para programarlo.
No
conozco a muchas preocupadas por los contratos temporales renovables, ni por la
inestabilidad que dificulta cada vez más hacer proyectos a largo plazo.
Estamos
preocupadas, y mucho, por la hostilidad que muestra el mundo del trabajo en
relación con los hijos, porque sólo si los ingresas en un orfanato puedes
aspirar a estar casi al mismo nivel que las colegas que no los tienen, además
de que no debes hablar demasiado de ellos en la oficina. Quizá una foto en el
fondo del segundo cajón, bajo un ejemplar de Vanity Fair, porque eso sí
se permite. Nosotras, las mujeres normales, nos preocupamos cuando alguno de
los niños tiene treinta y nueve de fiebre precisamente la semana que los
abuelos se han ido de vacaciones — es una evidencia científica, siempre pasa—,
y además la cuidadora no viene (ha cogido el mismo virus que el niño), y las
obligaciones del padre no se pueden posponer.
Entonces, una madre que se queda en casa con el niño, y que no finge
estar enferma para no decir una mentira (cosa que no se hace, estoy convencida
de ello al menos desde el primer año de catecismo), ve como: a) se le reduce el
salario, y todavía con eso podríamos estar de acuerdo; b) desaparece su
contribución para la pensión de jubilación; c) se le pide una declaración
oficial —¿qué es eso?—, que es
necesario hacer ante un funcionario municipal, para lo cual habrá que
pedir otro día libre. Porque está claro que los hijos son un bien para toda la
sociedad. Eso es lo que nos preocupa.
Nos
preocupan las películas para niños que rebosan de equívocos y que están llenas
de guiños para los mayores, y que desgraciadamente nos impiden decir todas las
veces que quisiéramos: «cariño, vete a ver la tele un poco». Porque a veces
viene bien un truco sucio para descansar, aunque la Madre Decente que hay
dentro de nosotras está siempre alerta y no descansa.
Ella,
la Madre Decente, es la que nos obliga, por ejemplo, a modular aflautadamente
la voz para decirle al niño: «cariño mío, quizá sería mejor que no te tiraras
de cabeza de la litera usando el único vestido presentable que me queda como si
fuera la capa de Batman». Porque vamos a mantenemos tranquilas controlando la
situación, y esta vez no vamos a chillar.
Siempre
es ella, la Madre Decente que yo debería ser, la que me obliga a sonreír
empalagosamente cuando me levanto después de haber trabajado de noche y, con
cuatro horas de sueño en el cuerpo, tengo que dirimir una discusión suspendida
la tarde anterior, mientras quisiera emplear todas mis energías en acordarme de
cuál de las dos lentillas es la de la derecha, que, si no me equivoco, es la
que está en el mismo lado que la mano de escribir (en un país civilizado, no se
deberían exigir ciertas habilidades tan de mañana).
Éstos
son nuestros problemas cotidianos, y no ese cielo de cristal, esa barrera,
transparente pero insuperable, que —según las feministas— impide
que nos sentemos en alguna altísima
poltrona.
Hoy
día se definen nuevos tipos de pareja, ahora que los roles, que anteriormente
estaban asignados desde el inicio, se renegocian con más asiduidad que el
convenio colectivo nacional del metal, que por lo menos dura dos años.
Hoy
día las familias son inestables.
Hoy
día la fertilidad ha llegado a ser controlable, y eso ha tenido enormes y
graves consecuencias, todavía inexploradas, en la vida de las mujeres que, si
quieren, pueden decidir incluso esto: cuándo y cuántas veces dar la vida. Salvo
imprevistos, porque la naturaleza no se deja manipular gratis.
Hoy
día las mujeres tienen ante ellas muchas más posibilidades que elegir, casi siempre trabajan y, por tanto, la división de tareas y de
identidades es difusa, por usar una palabra muy de moda.
De
este modo, siempre acabamos reflexionando sobre estos temas, buscando un
terreno común.
Se
hace con las amigas, se hace también con las conocidas, dado que a nosotras nos
basta un encuentro de una hora en una fiesta para niños para poner en común
nuestras intimidades, entre trozos de pizza pisoteados y ríos de zumo de pera.
También
las ponemos en común cuando hablamos de esas mismas cosas entre aperitivos,
queso y mermelada picante; aunque no tengamos de fondo el Zecchino d’Oro[1],
reaparecen las mismas preguntas.
Y, en mi opinión, también serían
comunes las respuestas, sólo que, no sé por qué,
nos
damos prisa en olvidarnos de ellas.
Y
cuando nos desnaturalizamos acabamos infelices, inquietas.
Todos
los días nos toca la Primitiva: vivimos en la época justa y en el mejor sitio
del mundo, en un momento y un lugar privilegiados en que podemos leer lo que
nos parece, están a nuestra disposición libros e Internet; podemos ir a hacer
footing sin miedo a que nos disparen; entrar a una iglesia y encender una vela
ante un Pinturicchio porque no vivimos en sitios donde la obra de arte más
antigua es de 1902, ni en otros donde nos cortan el cuello por tener en casa
una Biblia; comer más o menos lo que nos gusta; y basta un abuelo, ni siquiera
muy entrado en años, para recordarnos tiempos en que se lampaba por una
cucharadita de azúcar, en los que el salami se restregaba un poco por el pan y
se guardaba para la vez siguiente, consumiendo sólo un poco de su aroma.
Por
estos y muchos otros motivos, deberíamos saltar de alegría cuando ponemos el
pie en el suelo cada mañana. Si no lo hacemos, es porque en nosotros hay un
profundo y misterioso deseo que nunca se sacia. Y porque hemos olvidado para
qué estamos aquí.
Las
mujeres están llamadas a dar la vida de todos los modos posibles. A engendrar,
sostener, escuchar y animar a hijos carnales y no carnales.
Nuestro genio
propio, antes que cualquier otra cosa, es tejer relaciones. Me parece evidente
que esa tarea es algo nuestro, y la prueba de ello es que, si los hombres se
encargaran de la vida social de la familia, iríamos por las calles del barrio
sin saludar ni a una sola alma, pues cada vez que cruzamos dos palabras con el
vecino, con la pediatra o con la catequista, ese oso que va junto a nosotras
nos pregunta: «pero
¿quién era?», y sobre todo, «¿cómo has conseguido acordarte del nombre
de sus hijos?». Sólo nosotras sabemos encontrar palabras, y traducir, porque a veces
el intérprete hace más falta para hablar con quien más cerca está de ti (cuando
mi marido dice «por supuesto, querida», por ejemplo, eso significa «lo voy a hacer, pero que conste que antes preferiría ir a la fiesta de comunión de los hijos del vecino»,
una de las eventualidades, según creo yo, más horrorosas para él, que es
un tipo tan sociable que si no se dan causas externas de cierta gravedad como,
por ejemplo, haber perdido las llaves, prefiere no malgastar con nadie una
palabra, mucho menos un cumplido).
Nosotras,
principalmente, tenemos el talento de acoger, de aceptar y de educar, y no sólo
a los hijos. Somos capaces de ver el bien en nosotras mismas y en los demás.
Con esperanza también, cuando ese bien no es todavía más que una luz lejana. Ver
el
bien en las situaciones, aun cuando haga falta llegar a destrozarse los
ojos para encontrarlo. Aun cuando
fuera «una noche oscura y tormentosa»[2], y haya momentos en los que, para encontrar el
lado positivo de las cosas se necesite una fantasía tan grande como la de un
perrito piloto de la Primera Guerra Mundial.
Y
se necesita paciencia, una paciencia infinita, para repetir siempre las mismas
recomendaciones básicas, porque, además, una se contentaría con que los niños no
pusieran los zapatos en el sofá, no se metieran el dedo en la nariz, no
metieran las manos en el plato y, sólo
en caso de auténtica emergencia, llegaran a hacer uso del jabón (mi hijo mayor
volvió del campamento con el bote de gel sin abrir,
por lo visto, aquella semana
no hubo ninguna emergencia).
Si
negamos esta vocación nuestra, hay algo que no encuentra su equilibrio.
Nosotras
tenemos que dar, defender, sostener y apoyar la vida. A veces, creo que las
mujeres de mi generación, que, por primera vez en la historia, pueden decidir
si aceptan o no ese papel, dicen que no con demasiada prisa y ligereza. Quizá
simplemente porque es posible decir que no.
A
no ser que después, cuando ya sea demasiado tarde, se den cuenta de que quizá
aquélla no era la respuesta que ellas querían dar. A no ser que después se den
cuenta de que la mujer se encuentra al donarse. A no ser que después se den
cuenta de que, cuando hay alguien a quien proteger, una encuentra las fuerzas
para volver a levantarse en cualquier situación personal en que se encuentre,
por muy desastrosa que sea.
El
instinto maternal es una fuerza poderosa, algo que cierto feminismo se ha
empeñado en negar; y al que diga que no existe ningún instinto natural, que se
trata de un condicionamiento cultural, le bastaría pasarse por una guardería
para observar ejércitos de pequeños guerreros, camioneros y constructores, y
filas de esposas, madres con bebé, enfermeras y cocineras en ciernes: ¿todos
son hijos de padres que los han oprimido y los han manipulado?
Se
puede ser maternal con cualquiera que tenga necesidad de ayuda; también
nuestras oraciones —como dice Orígenes— «son madres de lo que pasa en el
mundo». Las mujeres, cuando llegan a la maternidad, aun cuando no sea una
maternidad física, se transfiguran de felicidad. Dejan de lado los problemas
propios y se remangan. Se convierten con frecuencia en madres afectuosísimas,
en mujeres generosas, aunque anteriormente hubieran sido unas alocadas (¿por
qué me miráis?,
¿quién
os lo ha dicho?).
Renunciar
a toda pretensión por la felicidad del otro es algo que cura de cualquier herida, aunque en el momento
pueda ser algo gravoso, como cuando estamos intentando salir furtivamente para
una cita amorosa —Philip Roth nos espera en la librería— y la cuidadora,
diligente, nos avisa de que un niño tiene treinta y ocho de fiebre, cosa que sospechábamos, sí, pero ¿no se podía
haber esperado a que
estuviéramos
en el descansillo de las escaleras para ponerle el termómetro?
Muchas
otras mujeres, que siguen posponiendo, probablemente por nimiedades de tipo
práctico y organizativo, el momento de zambullirse valientemente en la vida
—de
convertirse en madres— sufren, muy a menudo sin saber por qué.
Así que, a todas ellas, a nosotras, cuando olvidamos para qué estamos
aquí, siento la urgencia de
decirles dos o tres cosas.
Por
otra parte, la llamada sonó en mi puerta en tercero de primaria, cuando de mi
propia cosecha le soltaba a la maestra —y a cualquiera que lo deseara, para mí
es importante precisarlo— algunas perlas del calibre de «todos debemos
esforzarnos en ser muy buenos». Me di cuenta rápidamente de que era mucho más
cómodo decirlo con las palabras que con el ejemplo silencioso. La discreción,
la compostura, la reserva, el trabajo intenso y callado no están hechos para
mí, son demasiado duros y demasiado poco gratificantes. ¿Y si después de todo
eso nadie se fijara en mí?
Abracé
desde entonces con gran celo mi vocación de predicadora. No estoy segura de por
qué, pero recuerdo con claridad los almohadazos en las gafas que me daban mis
hermanos cuando los invitaba a apagar los dibujos animados y a dedicarse en vez
de eso a la lectura, que habría contribuido a su desarrollo personal más que
Mazinger Zeta[3]. Tenía nueve años.
Por
eso, cuando resulta que recibo en el coche la llamada de una amiga en plena
crisis prematrimonial, me preparo en centésimas de segundo. Una consejera digna
de tal nombre siempre está dispuesta a lanzarse a una edición extraordinaria,
aunque lleve puesta una falda de Gap[4] con
huellas digitales de Nutella[5] incorporadas
y una camiseta que en un tiempo fue blanca y ahora es de un tono «Costanza,
marca registrada» (un gris ceniza apagado que sólo se puede conseguir programando
mal la lavadora con mucha precisión siete veces consecutivas). Tengo que ser
convincente.
Señalar que la fuerza del sacramento hará nuevas todas las cosas. Añadir que Domenico es un chico muy guapo.
Subrayar
que el miedo es inevitable cuando se está a punto de hacer algo que durará toda
la vida, incluso si se trata de aceptar el regalo de una tarjeta vitalicia y
gratuita de los almacenes Macy’s.
Insistir
en el hecho de que si no deja de vivir sola, por sí misma no dará ningún fruto.
Dejar
para más tarde el hecho de que llegará el momento en que ella tendrá ganas de
dormir cuando él quiera hacer, no ya una cosa fascinante, como enseñarle alguna
función de su nuevo ordenador, qué escalofrío, sino también convencerla para
que decida de una vez, con los ojos cerrándosele de sueño, el asunto de los
azulejos del baño. Que además, nadie sabe por qué tiene una que decidir: ¿qué
es esa crueldad? Yo, todas las veces que me he cambiado de casa, le he
preguntado al dependiente (y mira que he visto en su cara la mueca de dolor
cada vez que me presentaba en la
tienda) que si podía hacer una mezcla con los azulejos que estaban en
los primeros puestos de la clasificación que tanto me había costado hacer. ¿Por
qué esa manía de encargarlos por metros cuadrados?
A
pesar de todo, encontraré argumentos para tranquilizar ese ataque de pánico de
la futura esposa. Si no me encuentro todos los semáforos en verde —imposible—
me quedan por los menos veinticuatro minutos de teléfono para impedir la
tragedia, aunque, tal como yo veo la cosa, me bastaría con unos segundos:
Domenico sabe preparar la panzanella[6], sabe tocar I can see clearly now[7] con
la guitarra, tiene el Camino de perfección[8] en la
mesilla de noche, y está a punto de conseguir una buena beca. ¿Qué más se puede pedir?
No
sé qué más queremos nosotras, demasiadas veces un poco quejosas y descontentas.
Quizá nos falte coraje para ver nuestra grandeza, la de verdad. Para comprender
que tenemos una enorme capacidad de dar, de gastarnos, solucionando así muchas
inquietudes inútiles, contagiando también a nuestros hombres sin infectarlos
con exigencias.
Estas santas
palabras podrían dar una imagen
de mí quizá demasiado benévola, de mujer laboriosa, virtuosa y prudente, que nunca, por motivo
alguno, se pondría a picotear frutos secos delante del ordenador intentando
sacar fuerzas para ir a eliminar unos cuantos metros cúbicos de ropa para la
plancha. De mujer devota y dueña de sí que desde el primer día de su matrimonio
habría sabido dejar a un lado su propio egoísmo y aceptar con generosidad
hacerle un sitio a su consorte (un cajón sí que le he dejado, a pesar de todo).
De madre paciente y cariñosa, pero fuerte y con autoridad, que en ningún caso
tendría una crisis histérica sólo porque su collar de perlas se haya roto en
una refriega entre dos princesas, y que sabría con certeza cómo educar siempre
a sus hijos. De un ángel del hogar que nunca preferiría, en lugar de cocinar,
ponerse a leer cualquier cosa que cayera en sus manos en la cocina, textos
fascinantes como las instrucciones del puré liofilizado o el folleto de la
pomada para las quemaduras, porque
cualquier palabra escrita
atrae su atención
más que el filete.
Prohíbo
con firmeza consultar este asunto con mi marido —no es correcto, sería un golpe
bajo—, aunque puedo reconocer espontáneamente y admitir sin coacción que la
mujer prudente y laboriosa que quisiera ser, además de dar consejos, también
los pide con profusión.
El
flujo de los consejos presupone ida y vuelta. Y las compañías de teléfonos lo
agradecen.
Para
las dudas de tipo sanitario, está mi hermana, una médico informadísima que yace
bajo los despojos de una ingeniero de caminos. Mi hermana se revela
particularmente apta en aquellos casos en que me diagnostico a mí misma alguna
enfermedad fulminante, cosa que no me puedo permitir al menos hasta que todos
mis hijos hayan aprendido las artes mistagógicas de meter los calcetines sucios
en la cesta
de la ropa para lavar. Sería terrible imaginarlos tirados por toda la
casa, mientras se dicen uno a otro: «vamos a leer sus diarios, puede que ahí
esté escrito qué hay que hacer con los calcetines».
Por
eso, llamo a mi hermana, le describo los síntomas, ella me pregunta: «pero
¿justo encima del páncreas?», y yo le respondo: «¿dónde está el
páncreas?, no me hagas preguntas difíciles, dime solamente que no es nada».
Normalmente me conformo con respuestas genéricas como «si te duele, no es un
tumor», y cuando comienza a hablarme de la tiroides y de otras glándulas que yo
no estoy segura de tener (¿me habré tragado la tiroides?), desvío rápidamente
la conversación hacia el nuevo bolso verde de Miu-Miu.
Para
las dudas de salud pediátrica, acudo a veces a la hermana de mi marido, dentro
de la cual yace en paz otra médico eficacísima. Aunque tiene un hijo casi a
punto de graduarse, se acuerda de las dosis de Dalsy que corresponden a cada
peso, porque ella, a diferencia de mí misma, sabe cuánto pesan mis hijos, y
distingue los síntomas de todas las enfermedades con erupciones cutáneas.
Desafortunadamente, para mí, cualquier información de carácter médico es nueva
e intrigante como una novela negra que no haya leído nunca, porque borro de mi
cabeza todo aquello que tenga que ver con el asunto con una rapidez fulminante.
Sin embargo, aunque pasen años, me acordaré con todo detalle del agente
Peterson, magnífico personaje que creé después de que uno de mis hijos hubiera
metido un pie entre los radios de la bicicleta del abuelo. Cualquiera le habría
puesto hielo, me imagino. A mí, lo primero que se me ocurrió fue inventarme
urgentemente una historia para consolar sus lágrimas (me he seguido sirviendo
de él durante años para repartir la sopa de verduras, porque todos sabemos que
el agente Peterson consiguió un puesto entre los más selectos policías de Nueva
York a base de comer muchas verduras).
Después,
está Emanuela, a la que, sin embargo, no aconsejo llamar a la hora de las
comidas, porque si la conversación se desliza inadvertidamente hasta caer en el
«¿qué estás haciendo para cenar?», dirá que había visto en el mercado
un brócoli buenísimo y un lenguado fresco fresco. Una, en cambio, que no sabe
ni siquiera qué aspecto pueda tener un lenguado fresco ni cómo se distinguen
los brócolis buenos de los malos, se vería obligada a responder que ahora
mismo, puesto que ya son las ocho, abrirá el frigorífico e intentará apañar una
especie de tortilla, si es que hay algún huevo que no haya caducado. A veces,
también se encuentra una con unos canelones olvidados, con elegante
negligencia, por mi suegra después de haber pasado por casa tras recoger a
alguna de las niñas de sus lecciones de danza.
Una
pequeña precisión sobre mi madre: le pido una y otra vez la receta del pastel
de judías verdes porque la apunto en un papel de cocina que después utilizo
diligentemente para limpiar la encimera de mármol. La única receta que he
conseguido memorizar con total precisión es la más impresentable para mi tipo
de
invitado habitual —bastante por debajo de los once años, mellado y a
veces con chupete—, una versión superpicante del gulash.
Con
Costanza, mi tocaya además de compañera de pupitre en el instituto, cambio
impresiones sobre las amenidades del hombre contemporáneo, como las fiestas de
cumpleaños en los centros comerciales, la plaga de los animadores infantiles y
sobre la vuelta al analfabetismo, yo entre mis colegas periodistas, ella entre
sus estudiantes universitarios.
Si
tengo que organizar cualquier cosa, la reina del sentido práctico es Chiara,
capaz de invitar a cenar a ocho personas tres días antes del parto y de
preparar seis platos con los puntos de la cesárea y dándole el pecho a la niña.
Cuando la veo, pienso que yo necesitaría un entrenador personal para mi vida.
Si pudiera elegir, me gustaría Pep Guardiola, que en su primer año de banquillo
ganó todo lo ganable (y no
es que yo lo prefiera porque sea guapísimo, no, por supuesto), pero no creo que
me sea asequible su caché.
Con
casi todas mis amigas —con mi amiga del alma, Marina, y con todas las demás— se
puede pasar con extrema facilidad del nivel más elevado de conversación (espiritualidad, arte,
literatura) al más bajo (cotilleos, forma de las cejas, compras compulsivas).
Con
todas hay una disponibilidad continua para hacer análisis interminables y repasar
nuestras respectivas existencias: se puede seguir contando con todas, y sin la
contribución de ninguna sustancia psicotrópica, hasta bien entrada la noche
(también porque hasta que no se acuestan todos los niños tenemos que limitarnos
sólo a concisas comunicaciones domésticas: mañana a las cuatro en el campo de
fútbol del Testaccio, los llevo yo, los recoges tú, tienen que llevar
merienda).
Porque
tú, querido e ingenuo hombre que estás a nuestro lado, piensas que muchas de
estas llamadas son superfluas, que el análisis de la semana pasada es el mismo
que el de ésta, puesto que no ha ocurrido ningún acontecimiento histórico, como
el nacimiento de un nuevo hijo ni un cambio de trabajo o de maquillaje base.
Pero las cosas no son así. Ese análisis tiene que ponerse al día. Siempre puede
una mejorar en el arte de la queja, en el cual yo personalmente alcanzo grandes
cotas de creatividad y convicción. «Estoy reventada, querría ser la
corresponsal de golf de la CNN. No, mejor, retirarme a un monasterio en el
Passo del Furlo para escribir un libro, cuidad vosotras de mis hijos. No,
mejor, dejo el trabajo, me pongo a bordar y me quedo para siempre en casa con
los niños: ¿creéis que puedo contribuir significativamente a la economía
familiar sabiendo que coser un botón es para mí como hacer un encaje de
bolillo? ¿Habrá mercado para una cosedora profesional de botones?».
Una
se queja y escucha las quejas de las otras, no sirve para mucho más. Lo cual
es, por otra parte, la versión femenina de ese amigo «al que si lo despiertas
de noche,
y ya ha ocurrido, sale en
pijama, e incluso recibe tus golpes, y después te los devuelve»[9].
Y
ahora, lo primero de todo, es el turno de la novia.
Monica
o
¡Hacia el infinito, y más allá!
Querida
Monica:
Me
preguntas que por qué deberías casarte.
Yo, como dice mi amiga Giulia,
una valiente recién casada de veinticinco años, le daría la vuelta a la pregunta y
te la haría a ti. ¿Cómo puedes pensar en no casarte?
¿Cómo
piensas afrontar toda una vida —que además sería la única que hay— con un
hombre solo, dejando la puerta de casa entornada para irte en caso de que algo
no funcione?
Es
obvio que habrá algo que no vaya bien. Venga, seamos razonables: se trata de un
hombre solo dando vueltas por la casa; siempre es lo mismo, un lote completo
que incluye la frialdad periódica, el dominio del mando a distancia y los
silencios repentinos. Alguien que te pregunta cómo estás y que después se va de
la habitación cuando estás empezando a responderle, que durante años no
conseguirá acordarse del nombre de tus amigas (pero sí del de la Solarino[10]),
y que nunca sabrá apreciar del todo la sutileza de tu crítica cinematográfica,
capaz de analizar una película, directamente en la sala, susurrándosela a él en
primer lugar en exclusiva mundial.
Vale,
pero esto son sólo minucias. Yo misma te he oído decir algunas cosas rotundas
sobre Domenico, y no he visto que por tus ojos pasara ni la más mínima sombra
de duda, unos ojos felices al hablar como nunca lo han estado desde que te
conozco.
Basta
la perspicacia de una oveja para darse cuenta de que estáis hechos como dos
piezas que encajan una en otra, como los rompecabezas de patitos de madera de
mis hijos que, dicho sea de paso, nunca consigo armar. Siempre pongo la cola en
la parte del pico, y los niños
empiezan a ser más hábiles
que yo con sus manitas pringosas más o menos desde que
cumplen los veintitrés meses (con el ordenador superan mi torpeza manual hacia
los tres años). Tú eres su entusiasmo, él tu equilibrio. Él es tu impulso
genial, tú eres su brazo. Y no me gustaría seguir como si estuviera escribiendo
la letra para alguna canción de un concurso de segunda fila, pero tú me entiendes.
Es
cierto que también tiene algunos defectillos: se viste como un daltónico; tiene
una pasión insana por la vida al aire libre y se aplica con entusiasmo a
enseñarte a reconocer la llamada de la abubilla, cuando el único sonido que tú
querrías escuchar es el rumor del lavavajillas mientras estás leyendo en
el sofá; es un maniático de los complots y siempre intenta explicarte las
tramas secretas que manejan los hilos del mundo, cuando a ti te cuesta trabajo
recordar lo que sucedió ayer, y eso en su versión más simple y corriente.
Pero
sobre los fundamentos de la vida estáis en perfecta sintonía, y sobre lo que de
verdad importa, lealtad, solidaridad, bondad, es exactamente como tú querías
que fuese. Habíamos hablado de esto muchas veces antes de que os fuerais a
vivir juntos, en aquellos años interminables en que siempre estabas sola, y nos
esforzábamos en imaginar cómo se presentarían ante nosotras nuestros míster
Persona Apropiada.
«¿Lo
encontraré haciendo la compra embutido en un repelente chándal? —te preguntabas
angustiada—. ¿O será el compañero de trabajo nuevo que llega mañana?». Con
motivo de tal acontecimiento hiciste un montón de compras que culminaron en
aquel vestido ajustadísimo de Givenchy, todo para nada; Dios mío, todo para
nada no, porque al final te lo pusiste cuando te decidiste a salir con el
pseudoamigo que te quería desde siempre, con Domenico, porque reconociste que
tú también estabas enamorada de él.
Él
te esperaba con la lengua fuera, porque ya se sabe que nada atrae más a un
hombre que un no, o que un teléfono que comunica, o que una puerta cerrada (yo
nunca he conseguido hacerlo, pero las mujeres estilosas saben cómo se hace).
Entre las razones para convencerte de que te cases, yo no incluiría
lo de que los preparativos
ya están muy avanzados. ¿Quién se iba a preocupar de eso si finalmente decides
no casarte? Afortunadamente, habéis decidido mantener la calma y casaros mucho
más por el sacramento que por las demás razones. Está claro que no os casaréis
para sacar de apuros al peluquero que, por la módica cantidad de ochocientos
euros, se había ofrecido a montarte una especie de croqueta blanca en la cabeza
y ponerte, como mínimo, tan ridícula como la maquilladora que te había hecho
aquella prueba que podría llamarse «cara de zorra».
Perfil
bajo, ágape en casa, elegancia sin estridencias, porque las fiestas de bodas
están tan sobrevaloradas como la comida ecológica (que se consume entre
bocanadas de contaminación) y casi siempre son tan horteras como unas
vacaciones en el Mar Rojo. Por tanto, no pienses en esas cosas, aún estás a
tiempo de volverte atrás con poquísimos daños materiales, salvo la crisis
histérica de tu madre que pensaba que ya te había encasquetado.
Pero
precisamente la sobriedad de vuestra boda, en mi opinión, es un presagio
añadido de vida feliz, porque
ahora todo el mundo celebra
«el día más bello» (pero
¿quién se habrá inventado eso?) con tonos cada vez más triunfales. Esa
sobriedad sirve para intentar
darle un mínimo de sentido
a una ceremonia que para muchos
ya
no tiene ninguno.
Está claro que no tendrá lo de la «consumación» de la primera
noche, que ya es
un recuerdo remoto, que si no fue en la primera cita poco le faltaría; es posible que dos que viven juntos, decidan casarse
probablemente buscando «un revulsivo»; Dios, llamado a ratificar la unión, es
una especie de sombra vaga que se mueve al fondo. Y puede que ni siquiera
llegara a eso, a esa sombra al fondo, si no fuera porque las iglesias
proporcionan una escenografía más romántica, más solemne, con todo su aparato
de velas y de pinturas, la mayoría de las veces privado de significado por los asistentes.
¿Qué
te puede aportar entonces el álbum encuadernado en piel con las fotos de ella a
un palmo de él, la cena con trescientos invitados y el cochazo alquilado? Se me
ocurre que, la mayoría de las veces, hay una relación inversamente proporcional
entre los vulgares excesos de la boda y la solidez del matrimonio.
Tu
ceremonia, mesurada, elegante, coherente, es el preludio del nacimiento de una
verdadera familia, estoy segura.
Pero,
con el «día D» que se cierne sobre ti, según lo veo yo, aparece siempre una duda posible o, más bien, una duda obligatoria. A mí también
me pasó, a pesar
de que estaba convencida, a pesar también del escenario perfecto, que no
hubiera podido ser mejor ni aunque lo hubiera diseñado Nora Ephron: imagina, yo
con trece años menos y sin los cuatro hijos y con un poquito más de vitalidad —
elementos todos que, según el director del casting hubieran pesado lo suyo—, un
pequeño restaurante italiano en Nueva York y
los mejores spaghetti con tomate y albahaca
(variante sin meat balls) que he
comido en mi vida, pero no se lo vayas a decir nunca a mi madre.
Y
es que las palabras «¿Quieres casarte conmigo?» siempre causan su efecto,
aunque una se las espere, y aunque las haya solicitado con sutiles presiones
psicológicas («¿No tenías que decirme algo? Si me quieres decir algo, ¿por qué
no me lo dices ahora que el escenario está a la altura del momento?»).
Luego
la cosa sucede, y te sorprende. «Pero ¿qué ocurre? ¿De verdad lo está diciendo?
¿Y si después de todo me he equivocado? ¿Y si cuando nos vayamos a vivir juntos
descubro que los domingos se pone un chándal de papel plastificado?
¿Y si acaba embruteciéndose, y si emite ruidos molestos, y si quiere
también un espacio para él en el estante del cuarto de baño, en ese estante
que, desde que el mundo es mundo, es todo mío?».
Yo
explicaría tu crisis, más bien, como la reacción normal de quien hace una
elección de una vez por todas. Una acción obsoleta en un mundo que exalta la
duda y la provisionalidad como caracteres distintivos de las mentes libres e
ilustradas.
En
cambio, es evidente que elegir es siempre decir un no junto con el sí que se
está diciendo. Imposible escapar. Incluso
el que cree que no elige, en realidad, está escogiendo un camino único. No escoge
todos los demás. El que decide que prefiere relaciones ocasionales está
diciendo que no a la complejidad, a la profundidad, a darlo todo si quedarse
con nada. Quien se decide por el compromiso
definitivo dice que no a muchas otras cosas; puede que a la ligereza
y, con seguridad, a la
independencia. Tú estás por decirle que sí a Domenico (porque se lo dirás, está
claro, a no ser que quieras que te persiga con mis reprimendas los próximos
quince años) y estás por decirle que no a ese colega tenebroso tuyo, y además a
todas las personas de tu pasado y de tu futuro, y también al trabajo free lance[11] en
Bruselas, al contrato en Pisa (de casados sería oportuno vivir juntos, si es
posible), y a todas las demás Monicas posibles que todavía de vez en cuando te
rondan para que las tomes en consideración. La ansiedad forma parte del
procedimiento. Todos los días de tu
vida hasta que la muerte os separe, efectivamente, podrían ser muchísimos días.
Pero ¿de qué sirve vivir si no
construyes algo que te supere?
Si
se deja abierta la posibilidad, está claro que a uno le asalta la tentación de
largarse al menos una vez cada cuarenta años (a alguna con más frecuencia aún,
generalmente después de la novena hora de repeticiones y comentarios sobre las
excelencias de Totti[12]).
Pero
eso sería un error. Un gran,
estupidísimo e irreparable error, porque
en el lote completo del matrimonio entra esa adhesión total a que aspira todo
corazón. Hay uno a quien puedes
mostrarte toda entera,
y sentirte amada
así. Hay uno al que aprender a amar siempre más profunda
y completamente, de un modo que ni siquiera puede soñar el que no ha elegido a
una sola persona para toda la vida, full
optional[13].
Y
hay «muchas más cosas que no puedo decir aquí», como diría Gino Paoli[14].
No puedo, no soy capaz y soy demasiado pudorosa, pero, fíate de mí, una
relación estable puede reservarte sorpresas desde todos los puntos de vista.
Serás feliz por haber
esperado que se convirtiera en marido tuyo,
aunque puede que ahora no te guste haberte
metido en algunas
historias precedentes como tributo
al consumismo sexual que respiramos en el aire de esta edad de la razón.
El
problema no es tanto que fueran relaciones prematrimoniales, es que eran
relaciones extramatrimoniales. No hablaban de unión, no eran la continuación
natural de una donación cotidiana, continua y definitiva de ti. No eran tu
proyecto de vida.
Algo
muy agradable, ciertamente, quién lo niega, pero que no tiene nada que ver con
lo agradable que puede ser el amor físico cuando se ama con entrega total,
compartiendo cargas, espacios y tiempos. Cuando se supera la fase de cansancio y, como en un videojuego, se pasa al nivel
superior, descubriendo nuevos territorios.
Es verdad, limpiar vómitos de recién nacido puede que no sea el no va
más de la excitación, eso sí, pero después se vuelve a la vida. Se sale del
túnel.
Porque,
además, el viejo truco (desde que pasó lo de la manzana) es siempre el mismo:
hacernos creer que autodeterminándonos, siguiendo inmediatamente todas nuestras
emociones, somos libres y felices, no como esos pobres reprimidos que esperan
el más allá como premio de consolación.
Nada
de eso es verdad. Veo a un montón de
infelices ejecutores de sus propios caprichos. En cambio, como escribía
Chesterton, «no hay nada más transgresor y excitante que la ortodoxia». El
matrimonio es divertido, y natural, y responde a nuestras necesidades y a
nuestros deseos de felicidad.
Mi
marido no lo admitirá nunca ante testigos oculares, pero hasta él está contento
de haberse echado a la espalda la carga de esta ridícula criatura que olvida
las patatas en el horno y se acuerda de ellas a treinta kilómetros de casa, y
así y todo se empeña en buscar el lado positivo del asunto (todavía no lo he
encontrado, pero debe haberlo, estoy segura); que, de vez en cuando, se da
cuenta de que se ha llevado a las niñas de paseo sin braguitas; que, después de
muchos años, sigue sin conocer más que tres itinerarios en Roma y que siempre
los toma, aun cuando el sitio a donde vaya sea totalmente distinto, con fe
ciega en que la Providencia la conducirá de algún modo a su destino.
El
matrimonio es un exoesqueleto que nos defiende, ante todo, a nosotros, hombres
y mujeres que hemos elegido este estado. Nos protege de nuestra inconstancia,
nos viene bien. Nos anima a encontrar caminos nuevos cuando los viejos parecen
no tener salida (tengo que comprarme un navegador), nos dice quiénes somos en
una confrontación continua con otra persona que lo sabe todo de nosotros y de
nuestro egoísmo. Y es divertido, puede que ya lo haya dicho antes, pero ¿qué
esperas de una que olvida las patatas en el horno? Ah, acabo de darme cuenta de
cuál fue el lado positivo: que la casa no ardiera. También se puede tener una vida matrimonial satisfactoria si, cuando
estéis en la cama, en silencio, y a ti te
parezca que estáis en plena crisis de pareja, y le estés dando vueltas a la
cosa en secreto, preguntándote a qué punto ha llegado vuestra relación, lo ves
a él mirando fijamente al techo en silencio. Si te dice que no piensa en nada,
fíate de él: no piensa en nada. No creas que está pensando en dejarte. Si mira
fijamente al techo, estate segura de que está produciendo pensamientos que no
tienen doble fondo alguno, por ejemplo:
a) mira qué agujero, tengo que darle una mano de escayola;
b) esperemos que el domingo nos toque un buen árbitro; c) me tomaría
una cerveza pero no tengo ganas de levantarme. Y vuestra relación no estará en crisis:
se trata solamente de que sois distintos.
Realmente,
al principio hay que suavizar muchas aristas, como su forma insensata y torpe
de usar los paños de cocina y tu tendencia a dejar que se pudran
los pepinos y los tomates en el cajón de verduras del frigorífico. Y
algún día podrá parecerte inconcebible el modo en que tu marido deja la ropa
abandonada en lugares incoherentes. E incomprensible su habilidad para cambiar
de canal cuando va a llegar el beso, irrefrenable su obstinación en tachar
siempre de la lista de la compra lo más importante, justo lo imprescindible
para preparar la cena. Impenetrable el muro de su sueño cuando los niños lloran
de noche. Imponderable el hecho de que las enfermedades de los niños se presenten exclusivamente cuando
él está fuera en viaje de trabajo, y cuanto más lejos esté más alta será la
frecuencia de los ataques de tos. Imprevisible su elección del momento en que
decreta que hay que airear la habitación, sin importarle el hecho de que fuera
esté helando y tú le estés poniendo el pijama a los niños. Inexplicable su
incapacidad de hacer más de una cosa a la vez, y no me refiero a escribir un
tratado de filosofía y tocar simultáneamente
el violín, sino a algo así como hablar y calentar un biberón.
Sólo
hay una manera de limar las aristas. Tendrás que aprender a ser sumisa, como
dice San Pablo. O sea, a ponerte debajo, porque tú serás la base de vuestra
familia. Tú serás los cimientos. Tú sostendrás a todos, a tu marido y a tus
hijos, adaptándote, aceptando, dejando pasar las cosas, dirigiendo con dulzura.
Quien sostiene el mundo es el que está debajo, no el que se pone por encima de
los demás.
Sólo
lo podrás hacer tú, porque, entre Domenico y vuestros hijos, serás la única
mujer adulta y, por tanto, elástica, tierna, sólida, resistente, paciente y
prudente.
Acabemos
con las hembras alfa y los machos omega. Tendrás que aprender a aflojar las
riendas, a renunciar a la tentación del hipercontrol. No podrás dirigirlo todo,
tendrás que hacer un acto extremo de humildad y confianza, y dejar hacer a tu
marido. Aun cuando apostarías diez a uno a que tú eres la que lleva razón. Haz
la prueba. Y no digas «no me da la gana». Muérdete la lengua y ten el valor de
esperar a ver qué sucede si el mundo se queda sin una opinión tuya. Las cosas
no se realizarán a tu modo, pero, increíblemente, el mundo tendrá una razón
para hacerlo así. Y él empezará a pedirte tu opinión, dado que no se la quieres
imponer.
Renunciar
al control quiere decir también que él es el Ministro de Hacienda y, puesto que
te fias de él, tienes que resistirte a la tentación de controlar las cuentas.
Nada de debates parlamentarios sobre presupuestos, finge que el gobierno ha
planteado una moción de confianza y dásela.
Cuando
tengas que criticarlo, hazlo con respeto, y sin humillarlo, aun cuando estés
segura de que la crítica es indispensable. Si puedes esperar a mañana por la
mañana, mejor.
Cuando
se haya pasado las últimas veinte horas pintando el salón en ese tono gris
perla pálido del que tú sentías una necesidad urgente e improrrogable, evita
insistir
en que ha llenado de gotas el parqué.
Cuando
se haya tirado toda la mañana haciéndole la revisión al coche, porque tú eres
una inepta total y cuando se te acaba el líquido del limpiaparabrisas te parece
más práctico poner el coche en venta que aprender cómo se rellena el depósito,
por lo menos evita protestar porque ha llegado tarde.
Te llamas Monica, como una
de las primeras mujeres santas, la madre de uno de los más grandes cerebros que
ha tenido la humanidad, San Agustín (perdona Santa Mónica, de madre a madre:
¿me quieres decir qué juegos educativos usabas para tu hijo?). Fue una mujer que esperó
con paciencia, durante
años, a que marido e hijo
acabaran comprendiendo.
Con una protectora así, no nos defraudarás.
Un beso de tu amiga de guardia.
A
veces, cuando le pido a Guido, mi marido, una prueba de amor particularmente
ardua —como, por ejemplo, hacer en una misma jornada el tour de force de visitar algunas iglesias, invitar a unos amiguitos
de los niños y montar unos estantes— y recibo, claro está, la negativa
habitual, le recuerdo que me prometió fidelidad eterna ante Dios.
Lo
escuché, le digo. Me acuerdo.
Él
responde que sí, que probablemente eso ocurriría en mi matrimonio, y subrayo lo de mío, pero que él no se acuerda de haber oído o dicho
nada parecido a «hasta que la muerte os separe».
Y
cuando, el otro día, la cajera nos preguntó «¿los señores van juntos?»,
respondió «por el momento parece que sí». Hizo suyo el papel de Harry, el de Sally, que nunca
acompañaba a las novias al aeropuerto, ni siquiera después de la primera cita
apasionada, para evitar que se acostumbraran a unas prestaciones demasiado altas[15].
Guido también prefiere no mojarse. «Pero ¿por lo menos me quieres?». «A veces».
Por otra parte, yo me inclinaría a considerar como un indicio bastante
significativo de su, digamos sin exagerar, estima y simpatía por mí, el hecho
de que hayamos tenido juntos cuatro hijos en siete años.
Es verdad que no corro el riesgo de
aburguesarme, y tengo que decir que me
gustaría
mucho.
Contrariamente
a la imagen de la vulgata —el matrimonio tumba del amor, «a falta de otra cosa,
me acuesto con mi mujer» y otros clichés de ese tipo—, casarse hace que uno
entre en una relación dinámica y exigente, y siempre nueva. Dicen que con el
transcurrir de los años aparece la posibilidad de la rutina. No lo sé: yo no
veo venir el momento de aburrirme.
Pero,
si tal cosa sucediera, tengo una larga lista de cosas que hacer que ocupa tres
páginas. (Seguro que me la llevo a la tumba. ¿Quién va a ordenar, entonces, si
no soy
yo, el cajón de las fotos de los niños? ¿Quién va a leer todos esos
libros? ¿Quién va a desempolvar el griego que estudié? ¿Quién va a correr todas
las maratones que yo quería correr? ¿Quién va a llamar a todas las personas que
todavía me gustaría volver a ver o, al menos, volver a escuchar?).
Si
no se cierra la puerta al mundo, es difícil correr el riesgo de habituarse.
El
matrimonio tiene sentido. Tiene muchísimo sentido si uno es cristiano, porque
es una ayuda de lo alto para el que lo pide, como cuando en los videojuegos
aciertas con la base enemiga y se triplican tus puntos, como mis hijos me
enseñan.
La
ayuda que hace que uno ponga el corazón en el lugar adecuado y que hace fecunda
la vida. La ayuda que hace que uno se enfrente al cansancio y a la dificultad,
no como por obligación, sino por la certeza de haber apostado todo a la carta
ganadora.
Dado
que el cansancio, el sufrimiento, las caídas y los arañazos en las rodillas
están previstos en el menú básico de la existencia, en la de todos, sin
excepción, conviene decidirse por el cansancio.
Y
conviene decidirse por alguien con quien compartir una parte del nuestro. Si es
posible, evitando echarle encima todo el peso muerto. (Monica, cuando estés de
muy mal humor ve a darte un paseo, llama a alguien, aunque no sea a mí, o
tómala con el bote de Nutella, pero, si puedes, no lo hagas con Domenico).
De
este modo, el camino puede ser agradable, aunque sea cansado, pero no quisiera hablar
también por mi marido. Cada vez que empiezo a especular —y pienso
«él también es feliz»—, en mi superpantalla interior aparece la imagen
de mí misma como devota mujercita que prepara la cena con amoroso esmero,
rodeada de muchachitos. En ese momento, creo que mi marido está en el trabajo,
cuando en realidad está bailando junto con una fila de brasileñas en tanga,
tocando con un pito de carnaval las notas de «Brigitte Bardot Bardot».
Ciertamente,
salir de la lógica de la reivindicación ayuda a crear un clima positivo, como
bien sabe un amigo mío casado con una mujer lo bastante imprudente como para
protestar por su pasión por la montaña (pasión que tiene la ventaja de no poder
practicarse en las escaleras de la casa y que requiere el alejamiento del área
urbana en la que se encuentra esa quejosa mujer).
Con
todo, la lógica que parece prevalecer en muchas parejas es la del contrato:
«Yo he cuidado a los niños para que tú fueras a jugar a fútbol-sala, tú
tienes que quedarte con ellos ahora para que yo vaya al gimnasio». Más que una
pareja, una empresa. Y las empresas se abren y se cierran según las exigencias
del mercado.
Así se entiende el vertiginoso aumento
de los divorcios, con las mujeres poniendo en crisis los antiguos
equilibrios —a veces con razón—,
pero sin saber proponer otros nuevos.
En
otro tiempo, la gente también se casaba por motivos económicos, o de
seguridad, y aun cuando no se quisieran, al menos se respetaban. Ahora,
en la época de la dictadura de los sentimientos y las emociones, se espera
muchísimo del matrimonio. Para que, en estos días, una unión dure, tiene que
ser feliz, de otro modo no es satisfactoria. No sé si esto es más o menos justo,
pero ciertamente es más difícil satisfacer tantas exigencias y
tantos imponderables. Sobre todo, si no se está dispuesto a tolerar, a esperar, a esforzarse por encontrar soluciones creativas, puesto
que se dijo «en la salud y en la enfermedad, en la riqueza
y en la pobreza, hasta que la muerte os separe». Y no sólo se dijo
«amar», sino también «honrar».
Al cuestionar su papel, la mujer ha cuestionado igualmente ese «talento
innato suyo» —como dice Cesare Pavese[16]—, esa
«disposición originaria, que es un virtuosismo absoluto para conferirle un
sentido a lo finito. La mujer reconcilia con el mundo tanto al hombre como a sí
misma, está en armonía con la existencia en una medida desconocida para el
hombre, porque la mujer explica la finitud, ella es la vida profunda del hombre: una vida tranquila y escondida como
lo es siempre la vida en las raíces».
¿Qué
hay que hacer para «ser la vida» de alguien? Lo primero de todo, ayudarle a llevar
sus cargas y debilidades, estando a su lado sin sentirse superior. El riesgo del
«lo hago yo, que soy muy capaz», donde se sobreentiende el «y tú no», está
bastante presente. Yo, por ejemplo,
de cuando en cuando, me sorprendo disparando a mi alrededor juicios tan
tajantes como la espada láser de Obi-Wan[17],
y cuando me visto de cruzada es mejor ponerse fuera de mi alcance (cosa
que mi marido sabe hacer de maravilla; llegado el momento se desmaterializa, y su teléfono
móvil, si se acuerda de encenderlo, misteriosamente siempre
permanece en una zona sin cobertura).
Esa
actitud es siempre mejor que la nuestra, la de las mujeres, cuando nos ponemos
a hacernos las víctimas, como mártires resignadas cuyos estigmas espera uno ver
sangrar de un momento a otro. Y ésa es otra de mis especialidades: me hago la
pasiva, me quedo en silencio, suspiro conmovida por mi nobleza de ánimo, por mi
magnánimo aguante, por mi heroísmo. Las limitaciones del otro —que las tiene
exactamente igual que nosotras— se deben acoger dentro de un contexto de lógica
constructiva, no obtusamente pasiva.
Después,
para «ser la vida» es preciso prestar atención, hacer gestos de ternura, de
delicadeza, recordar que el otro va antes que yo: cosas todas que se tienden a
olvidar conforme aumentan los años pasados juntos, los culitos que lavar y los
deberes que corregir, hasta el punto de que, a veces, cuando uno se encuentra
con el otro en el pasillo está tan cansado que ni se digna mirarlo.
Yo,
una noche, cogí a una niña al revés, con los pies junto a mi cara y la cabeza
bocabajo y no me explicaba por qué no se calmaba ni siquiera en brazos. Y le
daba golpecitos enérgicos para ayudarla a digerir la leche, pero se los daba en
los muslos en vez de en la espalda. Probablemente, llevaba sin dormir algunas
noches y de mi
marido no me venía a la mente
ni su nombre (había un señor en mi cama,
es cierto, lo recuerdo, pero no con claridad, porque
yo estaba casi inconsciente). A veces, acercarse para dedicarle alguna atención
a ese señor desconocido puede ser muy peligroso; si pierdes el ritmo, algo
escapará a tu control, un hijo se irá a la escuela en pijama o lo detendrás a un
milímetro de la tragedia antes de meter un destornillador en el enchufe. Pero
es necesario encontrar el modo de hacerlo.
«Ser la vida» también
es ocuparse del nido, o sea, de la casa,
de la alimentación, y se podría decir que yo lo hago si pasamos de puntillas sobre algunas cosas, como, por ejemplo, que siempre me acuerdo tarde
de que tengo que preparar la comida (¿habéis probado a descongelar los filetes
echándoles el aliento o poniéndooslos bajo la axila?) y que, de vez en cuando,
por la noche, ya muy tarde, semiinconsciente por el sueño, intento poner un
poco de orden en el caos, sentada, con sólo el poder de la mente, mirando
fijamente cada objeto
con la máxima concentración (no funciona).
«Ser la vida» es amar sin medida, es decir, sin tener en cuenta la medida
en que el otro lo hace, o sea, justamente de la forma en que uno desea
ser amado. Por poner un ejemplo: si él está cansado y quiere un poco de tiempo
para él, no es un gesto de amor organizar una velada con los amigos, aunque eso
fuera exactamente lo que nos apeteciera.
Y
también ser discretas, no entrometidas, delicadas. Seguir llamando a la puerta,
diciendo gracias, respetando. El amor es un sentimiento violento, pero el otro
no es tuyo.
Y
también hacer un esfuerzo continuo por ser auténticos, aun cuando ser sinceros
no conlleve la necesidad de decirse todo; hay problemas que lo único que hacen
es cargar al otro con un peso inútil. Pero sí que implica no tener miedo a
mostrarse como uno es (Guido, aprovecho ahora y te lo digo delante de todos: no
entiendo el fuera de juego pasivo).
Es
acompañarse el uno al otro hacia el misterio, porque al final nuestra esencia
más íntima, profunda y última tampoco está en ser varón o hembra, sino en una
impronta de eternidad, en un anhelo de felicidad, de absoluto, que está en
ambos.
Livia y Lavinia
o
Cuando se es rosa por dentro, se es rosa por dentro
Queridas Livia y Lavinia:
Pasemos rápidamente por alto el hecho de que
ahora sois mis hijas y, también, para ser muy precisos, de que todavía sois
niñas de guardería. Así que no os haré las
recomendaciones con las que normalmente alegro vuestras jornadas. Demos por descontado lo que ya os he dicho hoy. Por turnos: Livia, hay que dejar el chupete, porque ya eres «un nene», como tú
dices, es decir, ya eres casi tan
grande como tus gigantescos hermanos
varones (uno de ellos ya está en quinto
de primaria). Y no, tener un caballo en
el jardín no me parece un proyecto factible. Sí, sé que a una verdadera princesa siempre la salva un héroe, pero si
aprendieras a bajar sola de la camita
sin darte un golpe en la cabeza, sería un gran alivio para mí. Lavinia: no le des patadas a las cosas
cuando pases con aire indiferente, y que sepas
que mamá te ve siempre, incluso cuando estás en otra habitación. Y también cuando en el futuro estés en el extranjero,
de viaje, si es que tengo que decirte: tira ese
cigarrillo. Entiendo que te fascine la estilográfica de oro que me regaló el abuelo y que siempre me quitas para escribir
unas anotaciones preciosas (AAEEBOO) en
tus dibujos, pero si usaras un modesto bic te quedaría muy agradecida. Puedo
comprender que cuando una es rosa por dentro, es rosa por dentro, pero creo que, al menos, en cuanto a
la ropa interior podrías hacer una excepción
y, aunque lleves unas braguitas
blancas el día que encuentres a tu príncipe, no ocurrirá ninguna catástrofe.
Demos también por descontado que a vosotras
y a vuestros hermanos os queremos más que a nuestra misma vida, yo y ese padre vuestro de mirada lánguida, que
cuando os contempla, sobre todo a vosotras
las niñas, se derrite; así que ya os ha comprado, prudentemente, unas camisetas con un letrero que dice: «Algún
día llegará mi príncipe y mi padre lo
machacará».
Ciertamente,
habéis conseguido que haga cosas que eran impensables en él, como poneros un par
de leotardos en menos de quince minutos, distinguir una sombra de ojos —el
elegantísimo matiz rosa años ochenta que os gusta más— de un rojo de labios, y
aprender a columpiarse en una hamaca de cinco plazas (se tumbe donde se tumbe,
siempre acabáis todos encima de él).
Demos
por descontadas todas las cosas maravillosas que se pueden decir de vosotras,
el sentido del humor de Lavinia, la sensibilidad de Livia, la inteligencia de
las dos, y todos los demás truquillos que nos contamos en privado y que ahora
no
es momento de decir.
Demos
por descontadas igualmente las recomendaciones que serán la banda sonora de
vuestros años de primaria: «esa página la tienes que volver a escribir desde el
principio»; «¿has preparado la mochila?»; «no, sabes que las Winx no
nos gustan, papá y yo no os compramos muñecas que digan: “Siento un
impulso frenético de ir de tiendas”».
Pasemos
más allá de toda la adolescencia, porque me odiaréis, y todo lo que diga podrá
ser usado en mi contra. De todas formas, si no queda más remedio que pintarse,
al menos que la raya de los ojos sea del mismo color que la máscara. Sobre el tema del maquillaje, más tarde, cuando seáis grandes,
tened en cuenta dos
principios básicos: en primer lugar, jamás
sin crema base (un minuto de silencio por su benemérito inventor, que merece un
Nobel); en segundo, jamás se presta una bolsa de maquillaje de Chanel a una a
la que acabáis de retirarle el pecho recientemente.
Finjamos
ahora que ya sois unas mujercitas. Sigo con mi trabajo, en el caso de que no se
cumpla mi segunda peor pesadilla, la de morirme antes de que lleguéis a ser lo
bastante grandes y fuertes. Porque la primera de las pesadillas de mi lista es
que os suceda algo a vosotras, pensamiento que por sí solo haría mi vida
intolerable, si no me acordara de que la vida misma no es nuestra, sino que
está asentada en las manos de Alguien que nos quiere mucho.
No sé cómo será el espíritu de la época en que vosotras empecéis
a preguntaros por vuestra identidad. No sé cuánto
habrán cambiado los tiempos con respecto a los que yo he vivido; por lo que veo ahora me parece
que habrán cambiado
mucho. Lo primero, la adolescencia. Actualmente, en su mayor parte, los (pre)adolescentes me hacen sentirme como una
especie de retrasada, con sus vestimentas, maquillajes y actitudes cargados
de alusiones a una realidad
muy misteriosa —el sexo— de la que yo, a esa misma edad, ni siquiera había oído hablar. Chicas,
el tanga sobresaliendo por encima de los vaqueros
en segundo de la ESO, olvidadlo: papá os comprará
braguitas de flores hasta las axilas; seguro que en alguna mercería
de pueblo quedarán
dos o tres pares que os vendrán
que ni
pintados.
No
se pueden usar expresiones —que he escuchado con mis propios oídos— como «estoy
nerviosa, tengo que ir de tiendas» a una edad en la que yo llevaba el aparato
de los dientes, los zapatos ortopédicos y la ropa heredada de alguna prima más
entrada en carnes (yo era un palo) o más bajita. Digamos la verdad, era un
verdadero callo, pero era demasiado pequeña para darme cuenta de algo.
Ahora,
sin embargo, los mismos dibujos animados que os quieren proteger de todos los
traumas —fuera la muerte, fuera el miedo, fuera el dolor— están llenos de
alusiones a una emotividad barata y al sexo, alusiones con las que os
bombardean literalmente desde la cuna. Historias de amor e intrigas de
pareja, como si lloviesen los príncipes azules. Y no es suficiente con no ver
la tele; de todas formas, de un modo misterioso, todo eso llega a vosotros.
La
adolescencia que comienza antes de tiempo proseguirá después hasta el final,
hasta la vejez, porque quisiera yo saber cuándo se resigna una a calificarse de
vieja, porque los setenta son los nuevos sesenta, los sesenta los nuevos
cincuenta y así sucesivamente, desde que Gloria Steinem[18] se inventó ese embuste: cuarentonas con el cochecito marca Smart de Hello Kitty, señoras
con las camisetas decoradas
con enanitos y mujeres maduras con collares de muñequitos color rosa (vale, yo
tengo uno, pero me lo han regalado y, además,
hace tiempo que me lo habéis requisado).
El
análisis económico no es mi fuerte, aunque
tenga veleidades de editorialista,
como bien sabe Luca, mi antiguo jefe de redacción que siempre hacía
pedacitos mis divagaciones para el telediario: profundas y magistrales estampas
de costumbres de los fenómenos económicos. Modificar, seleccionar, tecla «delete».
«Pero, Luca, ¡me has quitado la parte más inspirada! ¡Me cortas las
alas!». «Te las corto para que no tengas el mismo final que Ícaro. Tienes que
darme los datos del Instituto Central de Estadística. Además, no quiero
homilías». Me respondía así cada mañana sin alterar su imperturbable expresión
facial (pero creo que reía para sus adentros).
En
resumen, quizá el análisis no sea mi fuerte, pero como ahora esto no lo está
leyendo Luca, puedo dar vía libre al economista que hay en mí y preguntarme si
toda esta prolongada adolescencia no vendrá potenciada de algún modo —medios de
comunicación y publicidad— por las leyes del mercado. Si acaso no servirá para
aumentar hasta el paroxismo falsas necesidades de consumo, haciendo
imprescindibles algunos productos que una mujer de cincuenta años debería haber
olvidado hace tiempo.
De
todos modos, durante la adolescencia, suponiendo que vuestro padre os deje
salir solas antes de los treinta años, el juego de la seducción estará en su
apogeo. Es el momento en que siempre tienes que estar «a tiro», para atraparlo
a él, precisamente a ese único chico que hay en tu campo de visión que no te
mira a ti. Un jueguecito de conquista que tiene que ver muy poco con el amor
(«Me gusta él, porque no me quiere», y todos los demás mecanismos elementales
de funcionamiento de la mente humana en su versión más básica) y que obliga a
presentarse de forma vistosa, cuidada, a la moda y siempre diferente.
Así
que, consumidoras compulsivas llenas de necesidades inducidas: la felicidad de
todos los directores comerciales es la mujer soltera con sueldo. También son muy queridos los dink: double income no kids, las parejas
que se reparten los gastos pero sin hijos y, por tanto, con un montón de dinero para
derrochar.
Lo
mío no es pauperismo: la riqueza es una bendición, pero si se usa
juiciosamente, con criterio, buscando el bien, el nuestro y el de los demás.
Por
tanto, niñas, por eso recibís tantos noes (nunca los suficientes, según las
abuelas) como respuesta a vuestras continuas peticiones, para que aprendáis lo
antes posible que las necesidades no se sacian con las cosas, aun cuando en
algunos momentos me parezca clarísimo que el bolso
de Dior de pelo de Mongolia
me aportaría grandes beneficios psicológicos.
Sí,
porque al educaros a vosotras me educo a mí misma, porque, a decir verdad, yo encontraría algo que vale la pena comprar en casi todas partes. Una vez,
descubrí un sombrero irresistible (¿me habéis visto alguna vez con sombrero?),
según creo, de los años sesenta, en una tiendecita minúscula de un minúsculo
pueblo de las Marcas, que tenía un poco de todo, reunido a partir de los
sobrantes de una boutique cerrada hacía ya una vida. Inmediatamente me pregunté
cómo había podido vivir sin aquella tienda hasta aquel día. Cuando me fui,
seguramente brindarían en la trastienda por todas las cosas de las que se
habían liberado. En compensación, enriquecí con un nuevo y prestigioso artículo
el pabellón «nunca más sin» de nuestra casa, rico en zapatos, cuadernitos,
postales de época, plumas, bolsos, objetos nunca utilizados que en su momento
me parecieron esenciales para mi bienestar psicosomático.
Después
de la adolescencia, llega la fase de los estudios, que también se dilata mucho
en el tiempo: ahora tenemos bachiller, grado, máster, doctorados, becas de
investigación y prácticas de empresa. Con lo cual, la entrada en la vida adulta
— algo extravagante y audaz, como tener una casa y pagarla tú o una familia propia
— cada vez se retrasa
más. Así, los hijos, si vienen, se presentan cuando los padres tienen las energías físicas de una
persona madura (¿y el cerebro de un adolescente?). En cuanto al sexo, yo no soy
una madre amiga, por lo tanto, no vengáis a contarme nada. No nos
intercambiaremos los tacones de aguja (de todas formas, yo no tengo) ni la ropa
interior de calidad. No os contaré nada personal, porque, lo mismo que Cam en
el Génesis, debéis permanecer fuera de mi dormitorio.
Hablaremos,
cuando llegue el momento. Os diré fundamentalmente que no os echéis a la calle,
eso será algo bueno, sobre todo para vosotras. Nunca os arrepentiréis de haber
esperado, de haber dejado pasar un poco el tiempo, de haber dejado tiempo para
que las emociones se decanten. Con el sexo se puede dar comienzo a una vida
nueva, que es eterna, y con la vida no se juega. Haber roto ese lazo entre
hacer el amor y dar la vida ha convertido el sexo en algo triste y cobarde,
poco audaz y nada valiente. Darle su peso justo —que es enorme— a hacer el amor
lo convertirá en algo increíblemente más precioso y verdaderamente
emocionante para vosotras. Y, de
hecho, las investigaciones, los sondeos, los periódicos hablan de una pérdida
generalizada del deseo o, más bien, de la muerte del deseo por exceso de
satisfacción. No es difícil entender el motivo de esa muerte viendo,
por ejemplo, la obstinación con la que pedís y esperáis regalos
que, una vez conseguidos, pierden gran parte de su atractivo (¿hablamos
de esas Barbies abandonadas?, ¿o del pobre monito Ringo que yace en el fondo
del cesto?).
Cada
vez más, con los años, las mujeres nos preguntamos qué queremos ser. Porque la
respuesta no está predeterminada, como lo estaba en otro tiempo, por ejemplo,
para vuestra bisabuela, la abuela Irma, que no creo que en ningún momento de
sus noventa y seis años se hiciera ni por aproximación una pregunta como ésa,
pues estaba ocupada principalmente en mantenerse y mantener a sus hijos.
Poder
preguntarse qué quiere ser una, tener delante un abanico de posibles respuestas
y no un camino marcado desde la cuna, es sin duda un gran privilegio, como también
lo es la libertad. Pero de la libertad, lo mismo que de la riqueza, hay que hacer buen uso. O sea, que en
cierto momento hay que responder, hay que elegir y hay que rebelarse contra el
juvenilismo y contra la retórica de las sliding
doors —la otra vida posible que hubiéramos vivido si hubiéramos cogido el
otro vagón del metro—, que ha hecho rica a una generación entera de escritores
contemporáneos.
En
resumen, chicas, en cierto momento hay que elegir y responsabilizarse. No, no
ahora que sois pequeñas: ahora elegimos nosotros, y no se discute (falta sólo
una veintena de años, y después podréis olvidaros libremente de las espinacas).
Lo siento, pero esta casa no es democrática. Ser entrenadas en la obediencia os
hará mucho bien, y sólo bien, para cuando llegue el momento de tomar
decisiones. Dentro de vosotras
habrá arraigado, esperemos, algo firme, algo tan obsoleto
como distinguir el bien y el mal, lo justo y lo injusto.
«¿Quieres
decir que realmente piensas que lo que tú crees es verdad y lo que yo creo está
equivocado?», me preguntó una vez un colega en el colmo de la indignación, y
con un sincero dolor. Había en sus
ojos un estupor genuino: «¡Y me parecía una muchacha muy simpática!». Ni que le
hubiera dicho que iba por las guarderías distribuyendo alcohol y drogas. Sí,
Renato, me reafirmo: por increíble que pueda parecerte, pienso que existe lo
verdadero y lo falso. Que no son intercambiables, que non son relativos, qué
pretensión la mía, desde mi punto de vista.
Volviendo
a la pregunta sobre la propia identidad, nosotras, alumnas de secundaria a
finales de los ochenta, crecimos con la idea de que lo tendríamos todo.
Estábamos convencidas de ser iguales a los hombres. Entre nosotras y
nuestros hermanos varones, en casa no había diferencia, ni tampoco en
clase. Estudiábamos sin que ello nos pareciera conquista alguna; llegar a ser
médicos, abogadas o profesoras de universidad (estoy pensando en mis compañeras
de clase) era algo que se daba por supuesto, y también dábamos por supuesto, en
nuestras previsiones, que lo tendríamos todo, trabajo y vida personal. No
esperábamos tener que pagar precio alguno, porque ninguna de nosotras puede
serlo todo, realizarse en todos los frentes.
Por
eso, cuando a los quince años mi abuela Gina —la bisabuela que vosotras no
habéis conocido— me echó una bronca por haberme servido la pasta antes que a mi
hermano, o sea, antes que al tío Giovanni, me iba a morir de la risa. En la lucha
cotidiana por la conquista de la propia comodidad, en casa, darse codazos entre
hermanos no era la prueba de una lucha de sexos, sino de una lucha por el
espacio vital.
La
idea de la abuela era que, en la mesa, las mujeres se debían sentar después de
haber servido la comida a los hombres, aun cuando también ellas hubieran estado
trabajando en el campo. Tenía debilidad por mí —llevo casi siempre sus
pendientes y su Madonnina está en el centro de mi casa—, pero yo le parecía
bastante marampta, que en el dialecto
de Perugia significa «despreocupada». Digamos que yo no era una mujercita de su
casa. Abuela, no lo creerás, pero he aprendido a planchar y a medir la fiebre
poniendo la mano en la frente, con sólo dos décimas de error.
Ahora
te escucharía de otra forma. Ahora, nosotras, las mujeres, ya no estamos obligadas a ser criadas, pero
podemos elegir servir por amor y como respuesta libre a nuestra vocación.
Nosotras
somos muy distintas de los hombres, ni siquiera somos iguales en oportunidades.
No somos iguales para nada, y no reconocerlo es fuente de sufrimiento seguro,
como cada vez que se niega la verdad.
Entre
la abuela Gina y nosotras, y todavía más entre ella y vosotras, niñas, se
consiguió la emancipación de las mujeres, se libraron las batallas feministas
que fueron su motor y se llegó a la inserción, ahora prácticamente obligada, en
el mundo del trabajo. Y nos olvidamos de que no se puede tener todo: trabajar
como un hombre y estar en la casa como una mujer.
No
es que reneguemos de todos estos cambios, por favor. Cuando nacieron, mis
abuelas no podían votar, y en la televisión de los años sesenta un comentarista
podía decir imperturbable: «Las mujeres son como el pulpo, mejores cuanto más
se las golpea». Lo sé porque vuestro padre sólo me deja ver Rai Storia, qué aburrimiento, no ponen
nada que pase de los años setenta, te esperas una comedia romántica y te tragas
un especial sobre los suburbios de Roma en la posguerra. No obstante, así he
aprendido que para elegir a una buena mujer hacía falta estar
seguro de que fuera
una mujer che piasa, che tasa e che la
staga in casa[19].
Todo
esto está ya tan lejos de vosotras, gracias a Dios, que ni siquiera hace falta
que hablemos de ello. No es ya una amenaza para vuestra vida de mujeres
adultas.
Pero
la reacción contra esas injusticias ha ido mucho más allá.
El
feminismo fue, a su modo, una primavera. Fue la explosión de una exigencia de
sentirse amadas, comprendidas y valoradas. Sólo que tomó el camino equivocado,
el de la afirmación de uno mismo. También nosotras
acabamos entrando en la lógica del poder; en cambio, tendríamos que haber echado
abajo esa lógica que
rechazábamos. Con lo de nosotras me refiero a nuestras madres y hermanas mayores.
Al
final, fue peor aún para nosotras. La emancipación —que surgió por una
exigencia de justicia— llevó a una idea distorsionada de la paridad. La paridad
no es igualdad. Es dar dignidades parejas a dos identidades que no podrían ser
más diversas. Vosotras lo veis claro con vuestros hermanos, ¿no es así? ¿En qué
os parecéis, aparte de en el desorden, el gusto por las grasas hidrogenadas y
los colorantes, y cierto talento para llenar de manchas indelebles cualquier
ropa u otro tejido con el que os pongáis en contacto, como cortinas, manteles y
cojines, mejor cuando no tienen forro protector?
El
Génesis —el comienzo del «libro gordo de Jesús» como decís vosotras—, cuando
cuenta la creación del hombre a imagen de Dios sólo dice «macho y hembra los
creó». No dice una criatura inteligente, libre y dotada de alma. Ninguna de
esas cualidades fundamentales es la primera de la lista a la hora de describir
los orígenes. Macho y hembra.
Ahí
está, ante todo, nuestra identidad.
La
de la mujer, su genio particular, es la acogida. El feminismo ha negado tal cosa,
y nos ha jorobado. Porque cuando se traiciona la propia naturaleza se pierde el
juicio, y conozco a muchas mujeres que viven así (a algunas también las
conocéis vosotras, aunque sois demasiado pequeñitas para daros cuenta). Están
tristes, furiosas, amargadas, resentidas, celosas. Están divididas en su
interior.
Queriendo afirmarse se deforman, porque
nosotras estamos hechas
para acoger. Lo dice también nuestra misma conformación física, y el
hecho de tener la capacidad de hacer sitio a otra persona en nuestras entrañas.
Muchas
mujeres luchan con los maridos, con los compañeros, y llegan a ser
insoportables. Sólo porque no han comprendido el secreto de la acogida, ni
tampoco el de la sumisión, ni el de la obediencia como acto de generosidad.
«Bernardo,
según tú, ¿qué cosas tenemos en común nosotras, las mujeres, con vosotros, los
varones?», le pregunto a vuestro hermano que, como sabéis, desde lo alto de sus
ocho años nos ilumina a todos con su sabiduría filosófica. «Que todos
somos seres vivos», responde, tras haber reflexionado y masticado
concienzudamente varias croquetas de pollo. «Pero, Berni, un árbol también es
un ser vivo. ¡Tendremos algo más en
común!». «No se me ocurre nada», corta secamente, probablemente no muy bien dispuesto hacia el otro sexo, por un exceso de presencia y de ruido en casa y
en la escuela, rodeado como está de madre, hermanas, maestras y compañeras
enojosamente extrovertidas para él, joven oso en ciernes de poquísimas palabras.
Por
tanto, somos distintas de los hombres, y creo que cuando os lleguéis a
preguntar qué queréis ser deberíais tener eso en cuenta. Así se realizará
vuestra vocación a la acogida que, de algún modo, quedará integrada en la vida
que escojáis, y no rechazada ni sofocada. Por curiosidad, que sepáis que vuestras
respuestas típicas ahora son «bailarina» y «médico de caballos». «Pero —además
dices tú, Livia— también quiero ser la que busca los piojos», es decir, una
mamá. Qué alivio, porque yo debería ser un modelo para vosotras. Paciencia si
os parece que mi rasgo más característico es el arte de eliminar parásitos.
En
fin, ¿qué puedo deciros? Espero que vuestra generación de mujeres sea una
generación pacificada, que podáis realizar vuestra identidad más profunda
eligiéndola conscientemente. Por eso, aunque sea un deseo pasado de moda,
espero que, ante todo, seáis fuertes y, por
tanto, acogedoras, abiertas a los demás, capaces de unir. En una palabra, buenas. Si
podéis.
Con
amor,
Mamá
Ya está, lo sabía, otra vez
me ha pasado. Me ha vuelto a salir el tonillo de telepredicador. Me pasa de vez en cuando, y no es lo peor que me sale cuando
alguien se pone a tiro, sobre todo si ha superado los nueve años. Pero
no puedo hacer nada por evitarlo.
El
hecho es que me veo rodeada de mujeres que sufren o, al menos, que están
inquietas, en búsqueda, insatisfechas. Aunque aparentemente lo tengan todo.
De hecho,
cuanto más tenemos,
más trabajo nos cuesta —y aquí tengo
que pasar a la primera persona del plural— tenerlo
todo a la vez, renunciar al hipercontrol, al perfeccionismo.
En mis primeros años de mujer y madre, y por casualidad también
de trabajadora, cuando se
encendía mi teléfono móvil la pantalla me decía: vas con retraso. Así, de tanto
recordármelo, ya apenas me hace efecto.
Creo
que, para empezar, debemos dar un paso atrás en la vida personal. Se nos exige
mucho, demasiado: la emancipación nos ha dejado agotadas, sobrecargadas.
Trabajo, marido, hijos, casa, relaciones sociales y todo lo demás que cada una
sabe. Sencillamente, no es posible hacerlo todo, y hacerlo además sonrientes y
en buena
forma,
arregladas y elegantes.
¡Santo
cielo!, sobre lo de arreglarse corramos un tupido velo. Por poner un ejemplo,
en mi peluquería soy una paria, me presento dos veces al año con una pinta
inadmisible, con la ropa que conservo planchada después de una semana de trabajo, y siempre tengo que irme con el pelo
chorreando y, mientras, estoy allí
inclinada y silenciosa para aprovechar ese precioso tiempo
—¿sentada?, ¿sin hacer
nada más?,
¿en qué otro momento voy a tener la oportunidad?— leyendo uno de los
sesenta o setenta libros atrasados apilados sobre ese estante que me mira con
desaprobación cada vez que paso a su lado. No hablemos de la desaprobación del
peluquero por mi pelo abandonado hasta el extremo.
En
cierto momento, hay que dar un paso atrás, y aceptar con serenidad que vas con
retraso o, con más precisión, que no eres perfecta.
No
me viene a la cabeza ninguna mujer que yo conozca que no se queje de no tener
bastante tiempo, que no se encuentre agobiada.
A
ese respecto, podría ser útil aprender a hacer las cosas con rapidez, y la que
lo consiga que me diga luego cómo se hace, porque yo tiendo a tomarme cada
cuestión como decisiva y no negociable, cada jornada como una final del
Campeonato de Europa, cada conflicto como un desastre.
Cada
vez me doy más cuenta, casi con estupor, de que, a pesar de todo, al final se
sobrevive, casi siempre. He aprendido con sincera sorpresa que ninguno de mis
hijos se muere porque pille un puñado de microbios; porque mientras tú acabas,
arrodillada, de darle el último fregado al suelo, ellos se te acerquen gateando
con un zapato enfangado en la boca (y esperemos que sea fango); sobreviven
igualmente aunque se hayan comido una porquería que alguien les haya comprado,
o si les enciendes la televisión para que vean algo irresistible para ellos y
acabas cayendo rendida en el sofá junto con ellos cuando el sueño es realmente
excesivo; sobreviven también si, cosa increíble, durante un año entero no eres
representante de padres, y te pierdes una reunión en el colegio referente a la
oferta formativa de la escuela, y eso que cuando yo voy leo otra cosa por
debajo del pupitre porque para entender el dialecto «escuelés» me hace falta un
intérprete.
Con seguridad, hace falta aprender
a reducir las propias expectativas y, si uno está casado, a fiarse de la persona que
tiene al lado, de su forma de hacer las cosas (aun cuando, que quede claro, mi
forma de quemar las empanadas no la acepta nadie en nuestra casa),
a delegar, a renunciar al control total,
a optar por hacer menos de todo.
La
mujer no funciona cuando pone su seguridad fuera de sí misma: en el éxito de lo
que hace, en los hombres, en el trabajo o en la belleza, y no en el Único que
le puede dar esa seguridad.
La
mujer está perdida cuando se olvida de quién es. La mujer es, principalmente,
esposa y madre. Tiene que ofrecer espacio y protección. No sólo en los
estrechos
límites de la familia: somos capaces de hacernos compañeras y madres de
todas las personas que entran en nuestro horizonte (si alguna de mis sabias y
acogedoras amigas me quiere adoptar, aquí estoy: no soy orgullosa, no me ofendo
y me vale con una adopción a distancia, con la consigna de que las comidas las
podéis traer a casa; somos seis, pero los platos os los devuelvo lavados).
Como
dice Edith Stein, el alma de la mujer ha de ser extensa, o sea, abierta a
todos; cálida y luminosa para ayudar a crecer también a las florecillas que
tienen dificultades; llena de paz, porque cuando llega el temporal las yemas
que brotan puede que no prosperen; reservada, porque hay momentos en que las
intrusiones de fuera son tan peligrosas como una tromba de aire; vacía de sí
misma para dejar sitio, porque se necesita terreno fértil para que algo crezca;
dueña de sí, porque debe estar preparada para servir; y no esclava de sí misma
ni temerosa de sus estados anímicos como de una tormenta de granizo que se
pudiera desencadenar en cualquier momento.
Nuestra alma es extensa,
ciertamente, porque nos interesan los asuntos de quienes
están a nuestro alrededor. No siempre
con la más noble de las intenciones. Basta decirle a una amiga que debe
callarse para que rápidamente telefonee: «Era sólo para decirte que me he
enterado de una cosa, pero es algo reservado», y está claro que la amiga
tampoco se callará. No por hacer daño, no; sino por su propio bien, faltaría
más.
No
era ésta exactamente la idea que tenía de la grandeza de ánimo Edith Stein, que
antes de llegar a ser santa y patrona de Europa con el nombre de Teresa
Benedicta de la Cruz era una cultísima filósofa discípula de Husserl, y que ha
escrito sobre la mujer páginas fundamentales.
Nuestra
dotación básica no es habitualmente un alma silenciosa y reservada, al menos,
la mía no, digamos la verdad, aunque sería el sueño de mi marido, que nunca me encuentra tan irresistible como cuando tengo cuarenta de fiebre y decido meterme en la cama bien calladita y con
hielo en la cabeza. No obstante, es verdad que debemos aprender el silencio:
sin silencio no se escuchan
las voces más débiles.
Sólo
así, trabajando primero ese silencio, podremos hacer que nuestra alma se vacíe
de nosotras mismas y se recoja, para dejar sitio a los demás, para
proporcionarles un modo de hacerse escuchar.
Es
cierto que somos cálidas, a veces demasiado, con una calidez no siempre
equilibrada, por lo menos yo. En este sentido, los hombres tienen más lucidez
que nosotras, y deberíamos aprender de ellos.
Pero
si nosotras no mantenemos vivo el trabajo de acoger a los demás, nadie lo puede
hacer en nuestro lugar con aquellos que nos han sido confiados. Como dice Billy
Joel, un «filósofo» menos profundo que la Stein pero de textos más pegadizos,
la mujer puede sacar del hombre lo mejor y lo peor que lleva dentro (¿quién de
nosotras no se ha enorgullecido al menos una vez al escuchar Always a woman[20]?). El mundo
está en nuestras manos, por tanto, está en un mal lugar, porque
nosotras nos hemos
extraviado. Es algo muy evidente que, a nivel de relaciones humanas, de
crecimiento personal, de la educación, somos nosotras las que tenemos que
sostener el frente, que hacer la mayor parte del trabajo.
Por
eso, si nosotras traicionamos nuestra naturaleza, se acaban las relaciones.
Las
mujeres que han llegado al extremo de la traición, a menudo víctimas de
acontecimientos en los que se han extraviado, y han llegado a abortar, se echan
una gran carga a la espalda. Son mujeres heridas y necesitadas de ternura,
porque admitir que una se ha equivocado tanto en la vida es muy doloroso.
Junto con ellas, todas
nosotras debemos aprender
el don de la acogida,
un don con el que se transforman los demás y, antes que nadie, el hombre que tenemos al lado. La mujer
«realizada» ama ante todo. Escucha, consuela, anima, perdona, une y les hace
sitio a los demás. Pone la ternura en su familia. Construye al padre con su
sumisión, porque lo pone por encima de ella, le confiere autoridad. Se fía porque
sabe quién es, y no tiene miedo a perderse dejando
que gane otro, mejor dicho,
que gane el otro.
Marco
o
Break on through to
the other side[21]
Querido
Marco:
Eres
la prueba viviente de que el teorema de la película Harry y Sally —los hombres y las mujeres no pueden ser amigos,
porque tarde o temprano el sexo se entromete— es falso. Falla raramente, eso es
cierto. Pero tú eres un amigo de verdad, de ese tipo cálido y confortable que
no puedes dejar de echar en falta, como aquel compañero
gordo del instituto
al que le confiábamos terribles penas de amor (con lo
cual me declaro oficialmente ofendida por el hecho de que jamás hayas alimentado —¿ni siquiera una vez?— pensamientos impúdicos hacia mí).
Tú,
a cambio de afecto sincero y confianza, provees la preciosa mercancía del punto de vista masculino sobre las cosas,
un eco de otro planeta,
huellas de vida en
una lejana galaxia.
A
ti se te pueden pedir opiniones masculinas sobre los muslos de una misma, sobre
el pelo o sobre el tamaño de una falda, temas que no le interesan en absoluto a
tus semejantes, a no ser que se encuentren en el momento exacto de disfrutar de
los objetos en cuestión.
Aún
más, puedes sostener una conversación, con abnegación heroica, acerca del tono
que otro ha empleado al responderme. Mártir de la amistad, me has escuchado
durante horas enteras durante mis crisis de celos. Examinas conmigo problemas
inexistentes, ante los cuales tus semejantes se limitarían a intercambiar una
viril palmadita en la espalda.
Prefieres,
incluso, hablar conmigo o con otra integrante de tu nutrida tropa de amigas, en
lugar de emitir sonidos inarticulados junto con tus semejantes ante un partido
cualquiera de un deporte cualquiera, en el que un objeto esférico se agita en
todas las direcciones del espacio.
Además, y ésta es una razón
que aduciré para abogar por tu canonización, no te enfadas
prácticamente nunca.
Por todo eso, y porque te quiero de verdad (¿hace
mucho que no te lo digo?), te lo pregunto por enésima vez: ¿por qué
no os casáis Chiara y tú?
Probablemente,
porque convivís desde tiempo inmemorial y, no siendo creyentes, no tenéis
motivos para pedir la bendición de Dios, que según vosotros no existe, ni para
hacer oficial vuestra convivencia ante el estado, que no os interesa.
Además,
más allá de toda polémica de mala fe sobre las parejas de hecho,
sabéis muy bien que a los no casados se les favorece mucho y en muchos
sentidos. Por ejemplo, por razones realmente impenetrables para una mente
normal, si hay hijos, al no sumar los ingresos de los dos, una pareja que
convive tiene muchas más posibilidades de recibir ayudas familiares —nótese el
extraño nombre— que un matrimonio. Son argumentos difíciles de rebatir, por lo cual, como se hace cada
vez que se pierde terreno, paso directamente al insulto. Eres un cobarde, un
crío, un invertebrado.
Ya
es hora de que te cases con Chiara y de que renuncies a tener abiertas todas
las puertas, de que dejes de mirar alrededor con actitud ambigua, de proyectar
irte a París a abrir una crepería o un bar sushi en Manhattan. Qué pedazo de
ideas, ¿y por qué no un chiringuito de salchichas en Múnich?
Todo eso son fantasías, no
tienen nada que ver con la vida, sino sólo con el halo de emoción que la
circunda. ¿Has hecho alguna vez algo concreto en esa dirección? ¿Has pedido ya
algún permiso? ¿Tienes alguna
experiencia en esos quehaceres? Sigues diciendo que no te vas a morir
dependiendo de tu empresa, pero mientras tanto no mueves un solo dedo para
cambiar las cosas, salvo el que te
sirve para abrir el sobre del sueldo a final de mes.
A
causa de una idea cinematográfica de la aventura y del negocio, puede que hayas
visto demasiadas películas de Salvatores[22] y
compañía, de algún modo te has convencido de que irte a un país lejano para
hacer algo nuevo abriría para ti horizontes de conquista. Creo que, más que
cualquier vida novedosa, no hay horizonte más aventurero que levantarse cada
día como Dios manda.
Además,
perdona que te lo diga a ti, un viejo rockero que vive la música, pero ya pasó
la época de tus queridos Doors. Break on through to the other side pudo
tener su sentido en la América de los años sesenta, pero ahora no. Ahora, tengo
la obligación de recordártelo, el verdadero other
side es ser leal, cuidar de alguien para siempre, de tus hijos, por
ejemplo; la verdadera aventura es gastar la vida en algo serio, no estar
buscando siempre la utilidad. Me tienes que explicar qué hay de heroico y de
audaz en hacer solamente lo que te apetece. En eso todos somos buenos. La
verdadera transgresión es ser leal, y ciertamente no el evadirse.
Además,
una cosa es gritar que vas a romper con todo hasta llegar al otro lado antes de
que el día destruya la noche cuando eres Jim Morrison en las playas de Venecia
en el 67 y otra cosa —porque el sentido del ridículo es un don que pocos
reciben— es cantar las alabanzas de la vida temeraria cuando eres el señor
Rossi de Zocca[23]. Por no decir cuando eres
Marco queriendo darte una vuelta por la parte salvaje de Ostia Lido.[24]
Si tienes que romper con todo no
seas miserable. Hazlo a lo grande, con estilo,
con clase. Coge todo lo que tienes, véndelo todo y lárgate sin volverte
a mirar atrás; arriesga algo.
Tú,
en cambio, mientras te arrullas con la idea de la fuga —ésa sí que es una
modalidad de pensamiento profundamente masculina— te lamentas solo y no miras
lo que tienes. Tienes una mujer inteligente (y deja de una vez de olfatear a
las demás, porque si Chiara te deja, eres hombre muerto) y un trabajo
interesante, aunque siempre estés quejándote de la asquerosa rutina. Es verdad,
eres capaz y podrías hacer algo más de lo que normalmente haces, pero dime qué
trabajo no incluye una parte poco creativa y gratificante —y da gracias por no
ser, qué sé yo, reponedor en un supermercado o trabajador de una central de
llamadas telefónicas a pesar de tener un grado. Quizá también, a veces, a los
grandes artistas se les pasa por la cabeza copiar, no siempre se puede escribir
la Novena de Beethoven.
Admito
que para ti y para Chiara pueda resultar difícil estar casados, aun cuando
llevéis años conviviendo (o quizá precisamente por eso), porque el clima
cambia. La puerta de casa se cierra y, aunque siempre puede uno escapar, se
entra en el orden de ideas de lo definitivo, de lo inapelable. Sólo tengo una
vida y la pongo en manos de esta persona. Me rindo. Si se piensa bien, es para
sentir escalofríos.
Te
comprendo, soy la última del grupo de coetáneos que ha conseguido que la
contraten (sin encontrar demasiada resistencia por parte de los directores, la
verdad), y soy la única de los antiguos interinos que, al conseguirlo, no lo ha
festejado. Ni siquiera unos dulces en la redacción. Un contrato indefinido, qué
miedo.
Pero
la vida personal es otra cosa. Nada puede sustituir a la fecundidad de una
lealtad definitiva.
Afrontarás sin red las diferencias que hay entre Chiara y tú. Porque
las hay, por mucho que
vosotros, pareja posfeminista apóstol de la no diferencia, os obstinéis en negarlas.
Pero ¡qué igualdad! Yo, que tengo dos hijos varones
y dos hijas, te aseguro
que hay diferencias desde el primer llanto.
Recuerdo
muy bien cuando mi hija Livia, la niña más obediente que pueda existir, cogió
una crisis histérica imparable tras el encuentro repentino con el objeto de sus
deseos. Estábamos en Loreto, adonde habíamos ido a saldar una cuenta con la
Virgen. Tenía un año, no hablaba y no andaba bien. Desde su carrito empezó a
gritar loca de alegría para que la acercáramos al escaparate de sus sueños:
estaba lleno de muñecas de trapo.
Después de un año de juguetes
de tercera y cuarta mano, dragones y monstruos
peludos, figuras geométricas de plástico y juegos de construcción, que yo
pensaba que darían el mismo resultado que con sus hermanos varones, resulta que
por fin podía elegir algo verdaderamente suyo. Una muñeca para acariciarla,
cuidarla y darle el biberón. Obviamente, fue imposible resistir, y así Livia consiguió
la
primera de una larga serie de personitas a las que alimentar con tazas
de tierra y hojas del jardín.
Cuéntaselo
a las feministas que niegan la existencia del instinto materno.
Su
hermana, en cambio, prefiere a pobres y desafortunadas princesas en busca de
marido, y recibe a los numerosos visitantes masculinos que llegan a casa,
atrevidos jovencitos de entre siete y once años, permanentemente vestida de novia. Nunca se sabe. Un vestido sucio y
andrajoso que sólo puedo lavar a escondidas, con la esperanza de que el
príncipe azul no se presente justo cuando lo estoy enjuagando.
Son
distintos en todo: los varones vienen a la iglesia resoplando, las hermanas me
siguen contentas, aunque, como verdaderas féminas, me regañan si no me arreglo lo
bastante: «¡Mamá, no se puede ir a ver a Jesús sin maquillar!».
No
es que yo sea una desgraciada, una mujer «no liberada» que administra
estereotipos con la leche materna:
con todos he comenzado de la misma forma, me he pasado tardes enteras maniobrando
inútilmente con letras de cartón que supuestamente introducirían a estos
tesoros de hijitos en el maravilloso mundo de la lectura. Sólo que, antes de
que yo me diera cuenta, la habitación de las niñas se había convertido en una
exultación de raso rosa y sobrios adornos de abalorios y lentejuelas, y la de
los niños en un arsenal.
Mientras
que yo, madre inexperta, leía manuales cuyo único objetivo era convencerme de
que la culpa era mía si mi hijo no solfeaba a Mozart o no escribía alguna obra
maestra sentado en su orinal, mis hijos encontraron algún modo de desarrollar
sin trabas la naturaleza con que los ha dotado el Creador.
Tienes
ganas de leerles la Biblia y los relatos cortos de Tolstói: los mayores, si es
que se les puede llamar así, son dos buenos lectores, no me puedo quejar, pero
ninguna página impresa puede resistir la comparación con la Playstation, cuya
fascinación se incrementa con el uso, pero aún menos con la escopeta de aire
comprimido. Aunque las realmente irresistibles son las escopetas de verdad del
abuelo, que ya hace tiempo, tras su primera jornada de caza, me devolvió al
Tommaso más feliz que yo haya visto jamás.
Y
las diferencias que empiezan a verse durante la infancia, según mi experiencia,
no tienden a atenuarse más tarde. Un varón adulto tiene mirada de cazador, cosa
que podría revelarse muy útil si apareciera una perdiz en el pasillo, pero que
le impedirá del modo más absoluto encontrar la mantequilla en el frigorífico.
No hablemos de cómo se oculta a los ojos del predador el papelito con el
mensaje «comprar yogures» dejado en el centro de una mesa vacía (probablemente
porque, en casa, no todos consideran que el yogur sea un artículo de primera
necesidad).
En
cambio, los ojos de la mujer, incapacitados para leer planos topográficos, le
permitirán distinguir una alianza en el dedo de un guitarrista a muchos
metros del escenario. Porque, para nosotras, entre las informaciones de primera
necesidad se encuentra saber si un hombre está comprometido o no.
Cuando hay algún problema, tú quieres encerrarte en tu cueva
y que te dejen en paz, y si Chiara te invita a hablar
del asunto te da un ataque de urticaria. Ella, por su parte, quiere compartir
contigo sus preocupaciones, examinarlas, analizarlas, liberarse de cargas que
probablemente olvida una vez acabada la conversación, mientras que tú continúas
dándole vueltas buscando una solución para ella, porque
«yo Tarzán, tú Jane», y por eso sientes la necesidad de resolver
problemas y de proveer. De llevar a casa las presas y de proteger el nido.
Chiara
quiere controlar y programar, tú quisieras que las cosas simplemente ocurran,
aunque mi modesta experiencia me dice que nunca ocurre que la seguridad social
de la limpiadora o los recibos de la escuela de fútbol vayan solos,
espontáneamente, al banco a pagarse. Es obvio que estoy con Chiara, que es mi
semejante: algunas cosas no se pueden regular ni con una agenda inteligente.
Tu
sentido práctico es de subnormal; cada vez que te veo llenando tu mochila de
treceañero me pregunto por qué la maestra es tan cruel y no te ayuda; por qué
nadie te pone la merienda en la bolsita.
La
valentía y resignación con la que has emprendido la aventura del año —
comprarte unas gafas nuevas— te ha permitido afrontar el asunto con abnegación
masculina y desprecio al peligro: nada menos que visitar al oculista —¡con una
cita que había que respetar!— y después ir al óptico.
En
cambio, sobre los hombros de Chiara está toda la gestión práctica de vuestra casa y, a pesar
de ello —o quizá precisamente porque tu mente
está libre de preocupaciones—, te sientes con
derecho a pavonearte con tu encantadora colega, a ofrecerle generosamente tu
hombro para un desahogo periódico, y si te ves interrogado puedes responder con
una imperturbable cara de bronce, a estilo Fred Buscaglione, «y después,
adivina, como siempre hemos hablado de ti»[25].
Porque
vosotros, los machos, tenéis que sentiros libres, y Chiara, que es una mujer
sabia, lo sabe y finge no darse cuenta de tus fantasías.
Y
esa misma raíz de inquietud barata, de incapacidad para tener los pies en
tierra —que es, por otra parte, el signo de la inmadurez— es la que te hace
soñar, cada vez que ves un documental, que te vas a ir de cuando en cuando a
hacerte pastor en Nueva Zelanda o pescador en Reykjavík.
Pero
¿adónde vas a ir, sin competencia
alguna, sin preparación, como no sea para tu propio trabajo? Un trabajo que
harías bien en aprender a amar y en aferrarte
a él. Ésos son los (no)problemas de una generación o, mejor dicho,
de una parte privilegiada de
nuestra generación, que jamás se ha enfrentado al problema de la subsistencia. Y ya está bien, es una suerte
tener de qué vivir,
no es que yo
quiera exaltar la época en que se abandonaba la escuela a los seis años
para que lo mandaran a uno a guardar ganado. Pero, al menos, valora lo que
tienes.
Y
valora a tu Chiara. ¿Qué otra mujer podría soportar tus lloriqueos, llevar
sobre sus hombros tu buen humor y tu serenidad? Porque cuando las cosas se
tuercen, para vosotros, los hombres, se tuercen, mientras que, para nosotras
(sobre todo si somos madres) el mal humor es un lujo: no nos lo podemos
permitir. Para una madre no hay previstos días de aburrimiento ni vacaciones ni
pausas para evadirse.
La
lista de las diferencias podría alargarse mucho más, pero lo que quiero decirte
es que quizá precisamente vuestra opción por la pareja paritaria, al menos como
declaración de intenciones, al estilo de una especie de «feministas
reciclados», os ha llevado a no madurar. A no tomar ninguna decisión nítida y
definitiva. Si sois iguales, ¿qué os dais el uno al otro, además de la
recíproca satisfacción de algunas necesidades accesorias que no os hacen
imprescindibles el uno para el otro?
No
queréis engendraros a vosotros mismos uniendo lo que os falta a cada uno, esa
semilla de salvación que está en igual medida en el hombre y en la mujer pero
de formas muy diversas, y ni siquiera tenéis el deseo de tener hijos. Entre las
dos cosas hay una profunda relación.
Mira
que yo no te voy a prestar a ninguno de los míos para que te cambie el pañal de
viejo. Ya es hora de que penséis en vosotros, ¡dentro de poco será demasiado
tarde!
Casaos
y tened hijos, porque si no, no tiene sentido estar juntos toda la vida. Si no,
es mejor que lo dejéis y os divirtáis. Cambia de mujer cada noche. Nuevas
idiosincrasias, nuevas neurosis, nuevos estilos de pelea. No se puede estar
juntos durante quince años y no producir nada.
¿Cómo
mides tú un año de tu vida? ¿Por amaneceres, por puestas de sol, por risotadas,
por tazas de café, como cantaban los bohemios de Broadway en los años ochenta?
¿Cómo sabes tú que ha pasado un año? Eso se mide en gestos de amor, en
veces que has sabido negar
tus deseos para darte a otra persona,
en vida que has
sabido transmitir a alguien —no necesariamente a un hijo— más pequeño, más
débil, más pobre.
No
basta con ser el amigo del alma de muchas personas, y particularmente de una
maravillosa y francamente excepcional como yo. Mereces ser enteramente para alguien,
porque sabrías serlo de un modo realmente
especial. Porque, digamos la verdad, has recibido muchos
dones, muchos talentos, cosa que, sin embargo, he considerado irrelevante subrayar. Y es que, de vez en cuando,
despierta en mí el modo «mamá de época» y, como
una madre de otros tiempos, retomo como parte fundamental y principal de mi misión
hacer una lista de todo lo que se puede
mejorar. Piensa en mis hijos, pobrecitos, que no se pueden librar de
mí. Tú, en cambio, tómatelo como signo de afecto: es decir, que te quiero.
Tu amiga de la otra raza.
C.
Cada
vez que veo a un padre tembloroso dialogando con un niño arrogante de cuatro
años que pretende categóricamente jugar a algo demasiado peligroso para su
edad, al pequeñín que acaba emberrinchado y a él, el presunto cabeza de
familia, que acaba transigiendo, y obteniendo del niño, de rodillas y
trabajosamente, la promesa de bajarse del columpio a cambio de dar otras siete
vueltas en el elefantito rosa, me pregunto para qué se hicieron los padres.
Me
lo pregunto cuando veo a hombres adultos maltratados por niños, tratados a
patadas alguna vez, con más frecuencia con malas palabras, y sin que el niño
reciba a cambio ni siquiera una colleja. Me lo pregunto cuando veo a
muchachitos que desoyen a conciencia las llamadas de sus padres, unos padres
que gritando
«¡Matteooo!» por vigésima vez intentan hacer salir de la piscina a una
especie de pequeña bestia ingobernable, y cuando por fin el adorable Matteo se
decide a obedecer ni siquiera le tiran el videojuego a la alcantarilla más
cercana, así, como suena, sólo para recordarle, con calma, quién manda. Me lo
pregunto cuando leo el estupor en los rostros de mis vecinos de sombrilla al
ver a niños normales que obedecen, no de buena gana y no siempre sonriendo,
pero al fin y al cabo respondiendo a estímulos externos.
Me
pregunto quién les hablará a los hijos alguna vez de valentía y de honor,
ciertamente no ese padre tembloroso. Quién leerá con ellos Corazón o Los muchachos de la
calle Pal, y quién les hablará de Nemechek que muere por no traicionar su
deber.[26]
No
sé cómo saldrán mis hijos, probablemente más o menos como la mayoría. Hace
tiempo decidí que no pretendo tener fenómenos en casa, muchachos geniales o
especiales, porque la meta de esta vida es la vida eterna y no el Nobel, o menos aún el éxito. Puede que abran una ferretería,
y que les vaya muy bien (basta que no se llame
«Algo más que tornillos», sería triste, o «La boutique de la tuerca»,
sería pretencioso). Pero, entretanto, si yo o, mucho mejor, su padre decimos «Nos vamos», nos vamos sin que el
correspondiente debate se prolongue durante horas.
¿Cómo
lo hacéis?, me han preguntado alguna vez. No lo sé, porque el padre dice
«Cuento hasta tres», pero el caso es que a tres nunca ha llegado, y no
sé tampoco qué sucedería si llegara. Sencillamente, nuestros hijos saben que
nosotros tenemos pocas ideas, pero claras;
no consultamos con ellos cada decisión, y nos hemos ganado cierta credibilidad con algunos castigos
simbólicos y, mucho más, con muchísimo
tiempo
gastado
en estar con ellos.
Porque
hacerse obedecer desde la hamaca bajo la sombrilla, en decúbito supino, es
imposible de conseguir; uno no se hace escuchar sin buena voluntad y
dedicación, a menos que use la violencia, pero eso no vale para nada.
Uno
de los principios fundamentales de la vida —eres lo que haces— con los hijos se
puede comprobar con bastante facilidad, porque ellos ponen en práctica lo que
ven hacer, no lo que oyen decir. Oyen con los ojos. Yo, por ejemplo, me permito exponerles a los niños una teoría
exhaustiva sobre la importancia de comer solamente a la hora de las comidas, sólo
que, en general, desgraciadamente lo hago con la boca llena de queso; yo picoteo mientras
cocino, a la vez que les niego
a ellos un aperitivo.
Y,
mira por donde, no me explico por qué, esto de las comidas es objeto de
transacciones continuas.
Por
el mismo motivo, es inútil extenderles a los hijos certificados oficiales de
excelencia para criticarlos después a cada paso que dan; y es difícil que
funcione decirle a gritos a un niño «¡No chilles!». Ni se le puede enseñar que
no pegue a los otros niños a base de cogotazos.
La
autoridad procede del reconocimiento de la autoridad moral, y yo, a ese
respecto, tengo cierto
carisma. Cada vez que largo una proclama
en casa, del tipo «En tres minutos todos en la puerta con
los zapatos y las chaquetas puestos», cuando expira el amenazante ultimátum hay
gente arrellanada en el sofá mordisqueando algo de comer, peinando a la Barbie, escuchando música o intentando
acabar una exploración digital de la propia nariz. En esos momentos es cuando
me vuelvo a prometer que me presentaré a las próximas elecciones
presidenciales, yo, que sé manipular así a las multitudes. Por suerte, con el
padre es diferente. Si él habla, lo escuchan.
El caso es que creo que son sobre
todo los padres
los que deben retomar su propio
papel, con empeño y ganas de hacerlo. Y, en este caso, por una vez, la
responsabilidad no es en primer
lugar de las mujeres, sino de sus compañeros.
Los
padres de hoy deben remangarse hasta los codos y volver a encarnar la ley.
Un
padre puede ser un magnífico caballo para un aspirante a Zorro, batirse en
duelo con una espada láser, dejarse
peinar por peluqueras en ciernes y, después,
matar arañas, cazar fantasmas y preparar meriendas maravillosas a base
de triglicéridos. Pero, lo que debe hacer fundamentalmente —en vez de ponerse a
lloriquear por no poder amamantar, que se lo he oído a más de uno— es guiar, indicar un camino, dar una
orientación general y ayudar a ponerla en práctica cada día, establecer límites
y dar seguridad.
Puede
intentar compartir objetivos y decisiones, sobre todo cuando los hijos crecen,
pero eso si sabe también imponerse cuando llega el caso. Porque, a la pregunta
«¿Qué dices, Andreuccio, hacemos los problemas?», no existe niño alguno
en
el mundo que responda «Sí, encantado»; ni tampoco lo hará cuando se le pregunte
«¿Qué te parece,
volvemos a casa?»,
mientras se desgañita con los amigos
jugando al pilla-pilla, o
«Andreuccio, ¿crees que ya es hora de irse a dormir?», cuando está realizando
una actividad cualquiera, incluso limpiar las juntas de las baldosas del cuarto
de baño, porque a la hora de irse a descansar, para un niño, todo es mejor que
la cama.
Sin
embargo, cada vez oigo con más frecuencia a padres y madres que siempre piden
opinión a sus hijos en asuntos sobre los que son ellos los que deberían dar las
indicaciones pertinentes.
Ese
proceder se basa en una idea, propuesta por los ilustrados, dominante en la
actualidad y que se ha convertido en idea de masas: la bondad sustancial y total
del hombre. Si crees que esa personita que tienes frente a ti, colocado en la
situación adecuada, sabrá encontrar dentro de sí mismo los motivos y la fuerza
para elegir siempre lo bueno, ¿para qué sirve la autoridad? La humanidad se
autorregularía.
En cuanto
a lo de la autorregulación, probemos a ofrecer
en una fiesta de niños de
seis años un plato de verduras y otro de caramelos de pura goma y colorante;
probemos a decirles delante de un cesto lleno de juguetes: «Poneos en fila y
coged uno cada uno, teniendo también en cuenta a los que vienen detrás de
vosotros»; probemos a decirles
«Apaga la Playstation cuando creas que es bueno que te dediques
un poco a la lectura de esta bella paráfrasis de la Eneida».
El
que ha elaborado esta teoría no ha visto nunca a un niño sacarle los ojos al
amiguito para apoderarse de su cochecito, que ha de ser conquistado
forzosamente porque es más grande y más brillante. No ha visto nunca a
agradables niñas rubitas destripar a mordiscos un gatito de peluche. No ha
visto nunca a niños a los que les llueven los regalos ensombrecerse sólo porque
su hermano ha recibido también un regalo «chulísimo».
Y
tampoco ha mirado nunca con honradez intelectual a los adultos, que, desde la
mañana a la noche, si las cosas van bien, combaten contra su propia inclinación
al mal para intentar ser, al menos ese día, personas decentes, poniéndose a
veces máscaras que cubren más o menos la gusanera interior.
Eso
si las cosas van bien, porque, si no, el susodicho adulto emplea todas sus
energías para obtener, desde la mañana a la noche, la máxima ventaja con el
mínimo esfuerzo, empezando con un adelantamiento por la derecha y continuando
con el trabajo mal hecho o truculentamente endosado a un colega (así le queda
más tiempo para cotillear del que ha faltado ese día). Y da vía libre a toda
una serie de malas acciones que ni siquiera son demasiado imaginativas —el mal es banal—, pero que se llevan a cabo con tenacidad y
perseverancia, para saciar la sed que todos tenemos de poder, de privilegios y de comodidad (que, al final, si se
piensa, no es más que deseo de amor y de aprobación). Porque en cada uno de nosotros hay una semilla
de mal
que nosotros, los católicos, llamamos pecado original, al que nos
enfrentamos intentando aprender, durante
toda la vida,
a desobedecerla de manera creativa, semilla sin la cual no se puede explicar la mentalidad del mundo.
Esta
lucha por la conquista de la libertad y la felicidad verdaderas constituye el
sentido de nuestra vida, y debemos seguir aprendiendo a ejercitarla hasta
nuestro último día, e intentar enseñar a hacerlo a nuestros hijos desde el
primero. No solamente por el premio futuro, sino porque así podremos vivir
felices ya desde hoy mismo. Y nosotros, los creyentes, pensamos que sin Dios,
un Padre bueno que siempre está por nosotros, no se puede vencer en esa lucha.
Todas
estas certezas no las sabemos enseñar porque ni siquiera nosotros las tenemos.
Ahora la duda se lleva más. Parece más inteligente decir que no se tienen
certezas.
A decir
verdad, a mí, los hombres
que tienen opiniones
pétreas y las transmiten de forma tajante y valiente, me gustan
muchísimo. No sé, quizá en eso no soy normal, porque veo pocos de ese tipo a mi
alrededor, al parecer no hay mucha demanda de dicho artículo. Pero, por lo que
respecta a los padres, estoy segura de que no me equivoco. No pueden circular
con una pegatina que diga «No me sigáis, yo también estoy perdido» pegada en la
espalda. Debería estar prohibido por ley y, si
no tienen certezas, las deben encontrar urgentemente desde el mismo momento en
que su sucesor sale de la sala de partos.
El problema es que el hombre no sólo está perdido como padre, sino
también como hombre.
Será
como fruto de otras transformaciones, económico-socio-político-psico-algo,
llamadas así por alguien a quien yo no sé responder, pero a mí me parece que
hay demasiados hombres en busca de identidad. «¿Sabes cuál es la última
tendencia para hombre este verano?»,
me pregunta mi hermana. Me llama por teléfono desde un sitio de vacaciones mucho más de moda que
el mío, que es frecuentado sobre todo por familias modestas de zonas
interiores. Llegan a la playa (llegamos, es inútil que me haga la snob) con seis vagones de cestas y
bolsas térmicas llenas de comida como para alimentar a todo un club de bolos en
gira de exhibición.
No,
no sé cuál es la tendencia; en pleno atracón de sandía en la fiesta del día 15
de agosto no se nos ha ocurrido preguntárnoslo. Ahora vendrá el chascarrillo
desagradable, la bromita de este año, como los quince últimos.
«Es
el …ado del bañador masculino», me revela mi hermana desde su parlanchina
localidad.
«¿Qué?
¿El aclarado del bañador masculino?». No escucho bien, pero el aclarado no me
parece una gran novedad en cuestión de tendencias, también mi marido enjuaga sus pantaloncitos, hasta la rodilla,
porque el agua salada le irrita la piel; y usa
el mismo modelo que mi suegro, el mismo desde que lo conozco.
«No,
no el aclarado. ¡El realzado! Un corte, ¿qué sé yo?, una costura en la parte
anterior del slip que confiere al accesorio una forma particular, digamos que
más aerodinámica, y que realza especialmente las dimensiones».
No
me gusta, será la edad, pero ese tipo de hombres me excitan lo mismo que el
capó de una furgoneta. Vistoso, abultado, pero totalmente inerte. No sé qué
porcentaje de hombres se atendrá a esta nueva perspectiva de lo físico, ni si
serán sobre todo los más jóvenes.
El
hecho es que veo con abatimiento a muchísimos muchachos presumidos, vanidosos,
con un ambiguo olor a mujer, que frecuentan al esteticista para depilarse con
más frecuencia que yo, que pasan horas y horas en el gimnasio. A mí esta clase
de machos me da una impresión «demasiado suave, como el perro de un señorito»,
como se dice en Perugia.
Sospecho que hay cierta
relación entre la pérdida de identidad y los diversos
tipos de transexuales, metrosexuales e, incluso, hombres afeminados, en
otras palabras, entre el realzado del bañador y la pérdida de una idea común y
sólida de paternidad, pero, lo admito, no consigo decir cuál.
Agata
o
El talento para elegir al Hombre Equivocado
Querida
Agata:
Tú
sí que eres «un pedazo de mujer»[27], como me
dijo una vez un colega napolitano a modo de halago, probablemente más
interesado en que le prestara mi vídeo sobre la economía islandesa que
impresionado por mi vestido de espalda escotada. Pero ¿para qué preguntárselo?
Lo
que, en cambio, sí me pregunto a mí misma es cómo es posible que semejante
pedazo de mujer, y me refiero a ti, no se vea abrumada por toda una tropa de
hombres dispuestos a todo sólo para tenerte, casarse contigo y hurtarte a la
vista del mundo encerrándote en un castillo.
¿Por qué no tienes novio, no estás casada,
(¿no eres madre?),
como en el fondo querrías?
Es
notoriamente cierto que el juicio de las mujeres sobre lo que les gusta a los
hombres es poco fiable, como intuyo por ciertas sonrisillas disimuladas que a
veces esconde trabajosamente mi marido, adiestrado como está para no dejarse
pillar en voz alta como un incauto. A propósito, y a modo de inciso, su paquete
básico de adiestramiento incluye una serie de respuestas estándar
que ha aprendido a darme, contestando automáticamente y sin volverse
siquiera para mirarme, por ejemplo, «Querida, estás delgadísima», cuando le
pregunto cómo estoy (porque una mujer, como
decía Coco, nunca está ni demasiado exuberante ni demasiado delgada), o también
«Pero si estás guapísima también sin maquillar», cuando le pregunto si tengo
tiempo para una reparación de urgencia.
«¡Qué
mujer más vulgar!», les digo a los colegas de la redacción, a la vista del
bellezón que hay en antena. «¿Eh? Sí, es muy vulgar», y, conciliadores, me dan la razón. «Está mucho mejor Charlotte
Gainsbourg, poco pecho, la nariz un poco irregular, pero elegante a su manera»[28].
«¿Eh? Sí, muy elegante sin pecho», dicen a media voz, mientras no le quitan ojo
a esa tipa de mirada vagamente impúdica (y
pecho ofensivo, para nosotras, las mujeres normales).
En otras palabras, no entenderé mucho sobre los gustos de los varones,
pero yo me comprometería
contigo, si es que existe alguien que haya sobrevivido a Donna Letizia[29] y que use todavía esa forma de hablar.
Eres guapa, inteligente, simpática,
agradable e irónica.
No me puedo explicar
cómo no tienes que dar números para poner orden en la cola de los que
deberían desear cenar contigo.
Y mucho menos me puedo explicar tu insistencia en elegir
siempre al Hombre
Equivocado: lo hueles
a varios kilómetros de distancia, apuntas con pulso firme y finalmente lo
consigues a placer, dando todos los
pasos necesarios para que el cabezazo sea más
eficaz.
No
obstante, te debo alguna de las piedras angulares de mi formación de mujer
adulta y responsable, como el arte de ese maquillaje que te da un aspecto
vagamente desaliñado y sugerente, los bedroom
eyes (¿comprendes, Guido?, no es que se me haya derretido el lápiz de ojos,
lo hago adrede) y algunas reglas de oro, como: «Si los tacones te hacen daño en
la zapatería, te harán daño siempre», o «Si te pintas las uñas pero te vas a la
calle vestida así, es como ponerle corbata a un cerdo».
Eres
la mejor consejera de estilo que una amiga podría desear, claro que porque tú tienes estilo, y no como yo, que una
vez cada seis meses inserto una tienda en mi trayecto entre
el trabajo y la casa y me llevo todos
los artículos negros y grises que consigo probarme en
cuarenta minutos, con el propósito de combinármelos con algo de color que no
compraré jamás.
Sabes
llevar con naturalidad y clase unas caderas siempre abundantes, que no te
impiden vestir con elegancia medias tupidas hasta la rodilla y botines. Siempre
sabes cuáles son el accesorio justo y el zapato perfecto —porque, según tú me
has enseñado, el estilo se juzga por los zapatos— para resolver el vaquero más
normal con un jersey de cuello alto. Eres capaz de mantener una conversación
siempre agradable y brillante. Quizá no muy profunda, pero tú lo reconoces sin
problemas: puede que no hayas leído el Elogio
de la conciencia de Ratzinger, pero los romances del año siempre te los
sabes, y no hablemos de las películas.
Se
ve que sabes estar en el mundo: has estudiado lo justo, has viajado, sales y te
ves con seres humanos por encima de los ocho años de edad, sabes hacer
perfectamente un brindis en una fiesta de cumpleaños, incluido el discurso ante
treinta personas casi todas muy diferentes entre sí sin perder el dominio de la
situación (¡os ruego que nunca me lo pidáis a mí, quizá escribiría treinta
cartas autógrafas, sería divertido, pero un brindis no!).
Si
nos topamos juntas con alguien «que merece la pena», tú das lo mejor de ti
misma, yo lo peor. O más precisamente, casi siempre me quedo callada, y no
quiero decir que eso sea lo peor. Pero deberías saber qué cosas tan ingeniosas
se me ocurren en casa, dos o tres días después…
Sabes
salir con destreza de cualquier encerrona, existencial y profesional; si fuese
por mí te enviaría a cualquier lugar para cubrir en directo cualquier
acontecimiento; para cualquier cosa que hubiera que decir encontrarías
palabras; mientras que, yo, cuando alguien
me dice que me ha visto en antena siempre
me da miedo de que sea para
decirme que tenía espinacas entre los dientes.
Sabes
decir la verdad (casi) sin ser ofensiva, sabes reírte de ti misma y de los
demás con la misma benevolencia. Hasta sabes caerte con estilo, como el
año pasado en la montaña, mientras que, por mi parte, nunca haría deporte
alguno que requiera más coordinación que la de echar un pie delante del otro.
Aparte de lo de correr, sabes que sólo me queda el esquí de fondo: soy torpe para
el cansancio, y para hacer menos de cuarenta kilómetros ni siquiera me molesto
en empezar.
Tú,
en cambio, te acercas a la existencia de la forma más relajada posible, eres
jamaicana por dentro: «Take the best of
it», acostumbras a decir con pragmatismo anglosajón, todo lo contrario que
yo, que cabalgo lanza en ristre hacia misiones casi siempre imposibles, y de
seguro fracaso.
No
apestas a matrimonio a metros de distancia —el factor que más aleja a Medioman
en la actualidad—, porque sólo quien te conoce muy bien sabe que hace muy poco
que has comenzado a no excluir esa hipótesis.
Entonces,
me pregunto yo, ¿qué has hecho para ir enhebrando esa serie de fracasos
amorosos tan científicamente exacta?
¿Tenías
intención de presentar una tesis doctoral en el CNR sobre el hombre italiano o
es que alguien te ofreció dinero para que hicieras un estudio de mercado?[30]
Te has llevado a casa,
cómodamente y sin gastos adicionales, a algunos de
entre
los peores ejemplares en venta.
Sólo
haciendo un esfuerzo me viene a la memoria, en primer lugar, aquel notario del Porsche que parecía un actor
secundario, con el pelo largo de corte perfecto y engominado, rostro bronceado
y vestido con la aspiración de salir fotografiado en las páginas de sociedad
del Messaggero. Cada vez que me
encontraba con vosotros, inexplicablemente juntos, veía relampaguear sobre tu
cabeza una enorme cornamenta de neón: te hubiera esperado un luminoso futuro de
mujer traicionada, pero seguro que hubieras derramado tus lágrimas sobre un
sofá de trece cuerpos Roche Bobois —del tono rojo típico de la burguesía romana
—
y te hubieras preparado la manzanilla en una espléndida Bulthaup.[31]
Después,
con un triple salto mortal carpado, te pasaste al género intelectual
atormentado, un amor apasionado que de hecho te dejó destrozada; pero por lo
menos escapaste al riesgo de haberte pasado la vida llorando en repugnantes
silloncitos mientras él te dejaba sola para flirtear con cualquier dispositivo
ultratecnológico cuyo nombre empezara por «i». En mi opinión, llegados a ese
punto, es mejor que te traicionen con una rubia, porque al menos la puedes
esperar en un portal.
No
te faltó tampoco el separado, muy, pero que muy, fascinante, pero con tres hijos
adolescentes que de buena gana te hubieran clavado alfileres en los ojos.
Brillante, divertido, pero ausente a intervalos regulares: fines de semana
alternos, fiestas de guardar, agosto y todos los miércoles eran sagrados para
la familia, de la
cual tú nunca hubieras formado parte. Y la sombra de la primera mujer
cerniéndose amenazadora. Puede que tú creyeras que contigo quería hacer las
cosas con calma, no correr. En realidad, lo que quería era no meterse de nuevo
en una situación familiar de la que apenas acababa de liberarse.
Y,
ahora que lo pienso, también tuviste a aquel que estaba dramáticamente apegado
a su mamá, contra el que no me gustaría ensañarme demasiado porque yo soy una
madre posesiva y celosa, y me temo que acabaré siendo una suegra insoportable.
Aunque espero que la Agata de turno intervenga para ponerme en mi sitio: a
hacer punto en casa y a pasear a los nietos, y sólo una ficha telefónica para
una llamada semanal.
Tu
problema es el problema que tenemos muchos de esta generación privilegiada
nacida en el lugar justo del mundo y en la época justa. Miramos con horror la
idea de renunciar a algo. Ése es el problema.
Aquí
y en este momento, parecen abrirse ante nosotros una serie de posibilidades que
hasta ahora eran inimaginables (y que lo siguen siendo para una gran cantidad
de personas).
Estamos
anegados en bienes materiales. Ahora debería evitar largarte un rollo sobre ese
uso ávido y perverso de la globalización, gracias al cual cualquiera se lo
puede permitir verdaderamente todo, pero de calidad ínfima. Por ejemplo, un
holograma, un simulacro de vestidito que hoy es, y que quizá llegue a la semana
que viene. En cambio, tu vestido de seda, mamá, imagina, está aguantando
incluso la convivencia conmigo y con mi lavadora. Ciertamente, no tengo grandes
ocasiones mundanas para lucirlo y para que alguien pueda valorar su estilazo,
pero, créeme, me sienta fantásticamente en la misa matinal, cuando entre la más
joven de las doce viejecitas y yo hay una diferencia de cerca de treinta y
cinco años de edad. Soy miss Misa.
Pero,
aparte de renunciar a los bienes materiales, que repentinamente se han hecho
necesarios en cada modelo y variante de color, lo que nos parece duro en esta
parte del mundo es renunciar a las vidas posibles. Es la sensación de la
adolescencia —época casi inminente para mis hijos, pero que yo todavía recuerdo
—, cuando querías
vivirlo todo, probarlo
todo, estar en todas partes,
escuchar, leer, saber, olfatear el aroma de las
infinitas vidas que el mundo parecía ofrecerte. Y la idea de que algún día
elegirías una de ellas y cerrarías todas las demás puertas a tus espaldas, para
siempre, sin vuelta atrás, era lo más parecido a la muerte que uno podía
imaginar a los dieciséis años.
Con
todo —llegamos a la conclusión una vez mi amigo Francesco y yo después de haber
estado hablando durante horas en el coche—, en cualquier caso, elijas lo que
elijas, llegues a ser lo que llegues a ser, hagas lo que hagas, no te llegará
más que para cubrir exactamente los centímetros de tus pies (yo, de todas
formas,
calzo un cuarenta y uno grande).
Aquel
pensamiento nos liberó de la angustia existencial.
¿Qué seremos?
¿Qué haremos? No importa, nos decíamos, hasta el más «bulo»
de todos —una persona con suerte, en el dialecto de Perugia— está solo, sobre
sus dos pies. De este modo, Francesco (¿dónde has acabado?) y yo habíamos dado
un paso adelante en relación con la mayoría de los ultracuarentones que ahora
veo a mi alrededor.
Tú,
Agata, lo eres todo, estás llena de dones, pero incluso tú puedes cultivar sólo
algunos de ellos. Tienes que elegir. Tienes que elegir por lo que respecta a tu
vida, y tienes que decidirte también por el hombre que querrías junto a ti.
Es
duro, lo sé. Mejor dicho, lo sé muy bien; de hecho, la frase que repite más mi
marido, después de «Tengo sueño» (pobrecito, vuelve a casa del trabajo de
madrugada, pero a la mañana siguiente el resto de la familia no parece haberse
dado cuenta), es: «Costanza, en la vida uno no puede hacerlo todo».
Al
final, nuestra vida será el producto de las elecciones que hayamos ido haciendo
progresivamente. Si cogiste algo, algo dejaste.
A
todos nos parece estupendo mantener todos los caminos siempre abiertos, es el síndrome
de la salida de emergencia, pero eso es una ilusión.
Más aún, mantener todo abierto es una elección que
lo cierra todo.
Cierras
la posibilidad de recorrer un solo camino con una profundidad y una riqueza que
el mundo no conoce. Vivir todos los amores no te enseñará más sobre el amor que
vivir uno solo en profundidad.
Esto
último te enseñará a abrazar lo cotidiano sin andar a la caza de emociones y
sensaciones. Te enseñará a amar una
vida que, desde fuera, parecerá una vida simplemente «normal». El camino de la
mediocridad y de la gradualidad corre cuesta arriba, pero al final se abre a un
valle amplio, oculto y secreto, que los senderos de las emociones ni siquiera
podrían soñar. Es un camino para
pocos. Yo, la teoría me la sé muy bien, pero por mi naturaleza, la práctica la haría peor que tú; odio
tomar una decisión,
ni siquiera me gusta elegir
la mesa en la cafetería, por eso me pongo
siempre la última de la fila (pero, por favor,
no me quitéis esa última pera en dulce).
Por
suerte, tengo un marido dotado de buen juicio en cantidades industriales, y
cuatro hijos que han reducido a cerca de ocho minutos diarios el tiempo que puedo dedicar a preguntarme «y ahora,
¿qué hago?». Habitualmente los paso contemplando con abatimiento el estante de
las cremas y calculando mentalmente cuánto dinero he desperdiciado y cuántos
programas de mantenimiento físico he descuidado; en compensación, la Capture de
Dior le ha hecho un gran bien al conejito Tetenno,
no tiene ni una sola arruga en su carita de tela. Así, una vez
transcurridos los ocho minutos, ya no me queda nada que decidir, más que
abrazarme
a mi vida con convicción.
Abraza
tú también una vida, una sola, y agárrate a ella con fuerza. Y decídete también
por un hombre, por uno solo. Los hombres son una raza un poco particular, pero
si tienes espacio —mejor un jardín, pero te vale con un balcón— puedes tener
uno en casa, no te vendrá mal. Yo voto por Paolo, cásate con él y forma una
familia, que ya es hora. Después, si quieres me llamas y me haces una lista de
todos sus defectos —¿te importa si te cuelgo un momento para preparar la
lasaña?—, pero entretanto habrás elegido. Y empezarás a vivir.
Un
beso de tu devota aprendiz de estilo, que no ve llegar la hora de admirar tu
vestido de novia.
C.
Sobre
este tema, no me gustaría decir ninguna banalidad del estilo «la persona
adecuada llegará cuando menos te lo esperes», ni hacer bromas rancias como «…
pero tú no estarás en casa en ese momento». Por tanto, debería acabar aquí
mismo el capítulo. No tengo nada inteligente que decir. Habría millones de
libros, canciones y películas que citar; palabras maravillosas sobre el
encuentro, y tampoco me importaría adornarme a expensas de otros; lástima que
en este instante sólo me vengan a la memoria las reflexiones de Carrie Bradshaw[32].
A
pesar de la pobreza de mi patrimonio cultural, no puedo abstenerme de cruzar
este campo de minas: estoy rodeada de personas solitarias, a las que —por el
espíritu de viejecita de pueblo que habita en mí— quisiera ver sentar las
cabezas de una vez por todas. Para ser honrada, tengo que decir que no doy ni
una, que nunca he conseguido formar una pareja de entre mis conocidos. No creo
que nunca me pongan a editar la sección de asuntos del corazón, esa sección que casi todas mis colegas
y yo leemos entre las primeras
cosas que leemos por la mañana, bien escondida dentro de un ejemplar del «Sole».
«¡Déjalos tranquilos! ¡Están muy bien así!», me regaña mi marido cada vez que le
propongo invitar a cenar a dos inocentes candidatos. No lo mueve nada a
compasión su trágica situación: libres todas las tardes para ir al cine con una persona
diferente, ni siquiera una
sola reunión de consejo escolar, jamás
una noche en blanco por un cabezazo del niño más fuerte de lo habitual
(«señora, lo despierta usted cada dos horas
para ver si reacciona»; ¿y a mí quién me despierta para ver si reacciono?).
En
mi pequeño archivo secreto de personas casaderas hay algunas que hasta a mí
empiezan a hacerme perder un poco la esperanza: son mayores y con la edad se
pierde la inconsciencia, y puede que aumenten la rigidez y ciertos hábitos
crónicos. Una vez me contó una colega su ritual matinal,
una serie de pequeñas etapas
sagradas e intocables que duran cerca de dos horas desde que suena el despertador hasta que
sale de casa. Para una madre, lo único seguro
en esos momentos de la mañana es que,
en algún hueco, conseguirá cepillarse los dientes.
Sin
embargo, sigo creyendo que incluso esta colega mía encontrará a alguien más
fascinante que su viejo camastro solitario en el centro de la habitación, o a
alguien que tenga unas obsesiones perfectamente simétricas a las suyas.
Porque
la relación de pareja obedece a una profundísima exigencia nuestra. Existimos
con relación a alguien. La mujer necesita al hombre, no puede pasar sin él si
quiere encontrar su identidad. Cuando comprende que no puede existir en
plenitud por sí sola, renuncia a la tentación
de la autonomía, se ofrece
a sí misma y recibe todo
lo que él tiene que darle, porque un hombre, a cambio, no se resiste a la mujer
que escucha su voz. Que lo sigue, que lo obedece, que se le somete. Ella tiene
que fiarse, correr el riesgo de perder, si
se quiere tener a sí misma.
Ciertamente,
el riesgo es mayúsculo: ponerse a sí mismo para siempre en manos de otra persona. Y no hay nadie que te dé un certificado de garantía, una verificación,
ni siquiera una póliza de seguros. Nada. Te
tiras sin red.
Es
un camino arduo y alocado, es un riesgo. Te decides a recorrerlo cuando has
madurado, cuando has aprendido a amarte a ti misma y entonces, sólo entonces,
eres capaz de gestos gratuitos.
Muchas
de mis coetáneas no se lanzan al matrimonio porque, mientras que antes era el
único camino «normal», ahora es sólo una posibilidad, y creemos tenerla delante
de nosotras más o menos para siempre, en una especie de cristalización de una
adolescencia eterna. Y además porque, desde hace muchos años, tampoco las
mujeres, como antes les pasaba sólo a los hombres, tienen ya necesidad de
casarse para tener una vida sexual satisfactoria. Así, ser muy bellas,
inteligentes, cultas y dedicadas a la profesión puede llegar a complicar aún
más las cosas. A veces, nos hace caer en la trampa de darle un peso excesivo a
la propia autonomía. Renunciar a ella, incluso parcialmente, puede convertirse
en algo impensable.
En
cuanto al hombre, podrá gustarnos o no, pero funciona así: da con alegría si se
siente libre. Si se siente enjaulado, preso o censurado, intenta escabullirse
de la relación. Lo puedo decir con conocimiento de causa, yo, que soy una
atosigadora de manual y que, en mis momentos de máxima eficacia, veo claramente
cómo se despliega un rótulo sobre la frente de mi marido. Es una lista al
estilo de Nick Hornby[33]: sitios donde preferirías
estar ahora. «Con mi mujer» aparece un poco por debajo de «En una excursión en
autobús por la costa amalfitana con demostración de olla a presión y regalo de
un juego de paños de cocina», en la posición número 24.726.
Esta realidad, que la mujer lleve inscrita
la obediencia en su interior
—el hombre, en cambio, lleva
la vocación de la libertad y de la guía—, no nos gusta mucho, pero es necesario
entender bien el sentido que tiene.
Creo
que, al final de nuestra historia personal, y también al final de la Historia
(porque la Historia tiene un sentido, tiene un comienzo y también un final), la
lógica de la obediencia y del mando será superada. Ahora, sin embargo, la
obediencia se ha hecho necesaria a causa de nuestra naturaleza herida, por el
pecado original. Con el ejercicio paciente y cotidiano de la obediencia, se
puede ir al encuentro del otro y poner límites a nuestro egoísmo. A veces, con
el consuelo de todos nuestros sentidos y nuestras emociones. Otras veces, en
contra de nuestras emociones.
Porque
el amor también es una elección, también es una decisión. Tiene que ver con la emoción, pero la emotividad es sólo una parte suya.
La idea corriente del amor, en cambio, invierte completamente la
jerarquía y coloca en primer lugar las sensaciones. Los libros y las películas rebosan de esto.
Mares encrespados apenas
por una emoción, por un vientecillo ligero que sólo hace agitarse la superficie.
Así, a veces, nuestro
amor, que nosotros creemos
noble y generoso,
es cobardón y egoísta, igual de fiable que las sensaciones, o sea, poco. «Por ti atravesaría desiertos
y selvas, la noche más oscura y la tempestad. Por lo tanto, hasta luego,
nos vemos en el centro a las ocho. Si no llueve».
Una
vez que uno se ha casado, el problema de no funcionar sólo con la emotividad
surge con toda su violencia. La otra persona, si no se está atento, acaba
siendo tan emocionante como un pañal sucio, un montón de facturas o un
olorcillo a verdura cocida.
En
mi programa personal «No te distraigas, sigue siendo una compañía no
repelente», entre los primeros puntos se encuentra éste: aprender a hablar el
lenguaje del amor del otro.
Los
americanos, que como es sabido son tipos claros y que, cuando entras en su
país, te preguntan cordialmente: «Perdone, ¿pretende usted llevar a cabo alguna
actividad criminal o inmoral?», también han elaborado un manual sobre esta
cuestión; han dividido en cinco los lenguajes posibles del amor, cosa que, al
margen de la americanada, tiene su fundamento. Para hacer que nuestros gestos
lleguen al otro, hace falta que el otro los comprenda.
Hay quien,
si no recibe un objeto
concreto, tangible, no se siente
amado, como les ocurre, por ejemplo, a dos de mis
hijos. Puedes pasar con ellos una jornada maravillosa, colmarlos de atenciones,
de palabras, rascarles detrás de las orejas y besarlos, pero si no han recibido
un regalo, si no han abierto un paquete, será como si no hubiera ocurrido nada.
Hay
quien quiere momentos exclusivos, especiales, dedicados sólo a él, como otro de
mis hijos, al cual ya le puedes regalar, no
sé, la guitarra de sus sueños, o la PSP, que,
después de dos segundos, tropezará contigo, empeñado en estar cerca, en
hablarte, en reclamar atención y escucha. Con él ahorramos un montón de dinero,
pero al final hay que reinvertirlo en caramelos para la garganta.
O en tapones para los
oídos,
si estás demasiado agotada.
Según
este autor americano (se llama Gary Chapman) hay también quien sólo comprende
el afecto por medio del contacto físico: besos, abrazos y caricias, que en la
primera infancia son siempre necesarios y que después, para la mayoría de las
personas, acaban siendo accesorios. Efectivamente, yo los he distribuido en
dosis de caballo en los primeros años de vida de mis hijos, hasta hacer que me
dieran calambres en los labios. Ahora, aparte de las demostraciones afectivas
de mantenimiento, una de las niñas sigue con necesidad de un contacto físico
muy frecuente, preferentemente con mi cuello.
En
cuanto a mi marido y a mí, desafortunadamente hablamos dos lenguajes distintos,
y los dos siguen siendo distintos. Él habla el lenguaje de los gestos de
servicio, yo el de las palabras (lo digo por si alguno de mis familiares,
amigos o conocidos todavía no lo hubiera comprendido; por tanto, por favor, la
verdad nunca; no me interesa: sólo cumplidos).
Así
que, para expresarme su afecto, mi marido se transforma en Mister Wolf[34],
resuelve problemas (hay un señor Wolf en cada hombre). Entre otras cosas, está
entrenado trabajando durante años en televisión, por lo cual también puede
entender que un minuto antes de salir al aire no haya nada que funcione, que
todo parezca perdido, que la catástrofe —emitir carta de ajuste y notificación—
se cierna y que, después, alguien se las ingenie, recurra a algún truco
insospechado, qué sé yo, que coja un hilo elástico de las bragas y arregle
algún aparato o se saque un alambre del bolsillo y haga que todo funcione de
nuevo. Ver la animosa profesionalidad y el ingenio itálico de mis colegas
siempre me tranquiliza mucho, me hace pensar que nunca le ocurrirá nada
realmente malo a nuestro país.
Sin
embargo, yo querría oír de labios de mi Mister Wolf personal alguna declaración
impresionante o alguna expresión de admiración para conmigo, formas de hablar
cuya existencia creo que ignora; o, si ya queremos exagerar, ese tipo de
expresiones acompañadas de un buen ramo de rosas (aunque las peonías y los
ranúnculos también me valen, y adoro la lavanda). Mientras que él se afana en
mi beneficio con cables y utensilios tecnológicos. «¡Mira qué bonito —me
anuncia triunfante, como si me estuviera regalando un diamante—, ahora podemos
montar un vídeo directamente en el ordenador de casa, grabando el audio desde
aquí!». Dicha posibilidad podría resultar utilísima en caso de que los niños
—de los tres a los once años— decidieran de repente largarse los cuatro juntos,
sin nosotros, a un viaje de placer por los castillos del Loira.
En
cuanto a mí, los primeros años pensaba que era algo impagable, por mi parte,
escribir para mi marido una magnífica carta,
descuidando detalles pequeño-burgueses como la preparación de la cena,
pero algo me dice que él hubiera
preferido comer.
«¡Nunca me dices que soy importante para ti!», me lamento. «¿Que no eres
importante para mí? ¡Pero si he ido de madrugada a comprarte la
Coca-Cola light al drugstore que abre
las veinticuatro horas!». En nuestra casa, la Coca-Cola light es un bien de
primera necesidad.
Abro
un paréntesis. ¿Existe también el product
placement para los libros? En tal caso, me permito indicarles a los
respectivos directores de marketing cuáles son los artículos de confort sin los que no puedo pasar a diario. En este libro hay espacio
para inserciones publicitarias de los siguientes productos: Il Foglio Quotidiano, Giorgio Beverly
Hills (no es culpa mía haber sido adolescente en los años ochenta), toda la
gama de cremas Sisley, Café Zero y
Coca-Cola light (mejor con cherry flavour,
aunque no esté a la venta en Italia).[35] A
esos bienes está ligada mi supervivencia, además, ¡vale, está claro!, de al
Espíritu Santo, que se debe solicitar directamente al Director General, en vez
de a los directores de marketing.
Como
segundo punto del susodicho programa «Sigue siendo una compañía no repelente»,
después de la invitación a hablar el lenguaje del otro, yo incluiría la
recomendación de encontrar espacios para uno mismo. Creo que es importante hacerlo
desde los comienzos de la vida en pareja, cuando se tiende a la simbiosis; pero
estoy segura de que llega a ser fundamental cuando aparece la familia. En esos
espacios se recuperan energías, se llena el depósito para darse hasta el final
en la familia.
Está
claro que esos tiempos y espacios no deben colisionar con el otro (no vale
pasarse todas las tardes con el amigo del alma porque él sí que te comprende)
ni con el sentido común (no vale entrenarse tres horas al día para ser el
próximo Ironman porque el ejercicio te hace sentirte muy bien, ¡y así puedes
estar disponible para los niños los cuatro minutos que te quedan!).
Parece
un consejo trivial, y estaría contenta de que fuera así, pero yo me encuentro
con muchísimas personas —para ser honrada, sobre todo mujeres— que tienen
dificultad para concederse algún tiempo a sí mismas. Excepto para caer rendidas
y lamentarse. A veces, volver a casa media hora más tarde es un gesto de amor,
si sirve para recargar las pilas, para hacerse un pequeño regalo. Es una cosa
recomendable, sobre todo si, teniendo la posibilidad, no se tiene que encargar
de la casa nadie de la familia, sino una cuidadora experta, preciosa e
impagable como una mañana de domingo en la que los niños no se despierten a las
siete, acontecimiento que se presenta con periodicidad bienal.
Personalmente,
aun en los periodos más frenéticos —primeros días de lactancia de los bebés, gripes encadenadas—, yo siempre he intentado mantener
algún pequeño canal, a veces
debilísimo, de comunicación conmigo misma. En misa, cada día, me quejo
directamente al Jefe si hay algo que no va bien, y discutimos amigablemente las
posibles soluciones (aun cuando lo más adecuado sería darle las gracias, pero
él nunca se ofende).
Y, además, siempre encuentro
la forma —a veces realmente fantasiosa e incluso rocambolesca— de hacer un poco
de deporte, la carrera, que me acompaña desde
que tenía doce años, desde cuando la palabra fitness no existía en Italia, los gimnasios eran naves oscuras y
apestosas en la planta baja de las escuelas y la expresión «masa muscular» era
de otro planeta. La carrera era para mí, y es, pura pasión y alegría de tener un cuerpo. Si soy capaz de comenzar
a correr, muerta de sueño o incluso furiosa con tres o cuatro niños a la vez,
entonces puedo acabar y al final no acordarme ni siquiera del motivo.
Margherita
o
Quien está debajo sostiene el mundo
Querida Margherita:
Me
había prometido ir a tu boda con una bonita carta para ti y, qué diablos, fui la madrina, era la que
salía después de los primeros en los créditos de la película; llegó el momento
de dar una lastimosa impresión y de ir preparada para ello. Por lo menos para
tu boda, porque a la mía, aunque preparadísima espiritualmente en lo que se refiere
al matrimonio, fui (no)peinada y maquillada como todos los días
—salvo por una sombra de ojos blanca que mi hermana me había obligado a
comprar—, llegué tarde porque antes había ido a correr
dos horas y caí presa de un ataque de hilaridad y buen humor que no
me favorecieron mucho en las docenas de fotos que el tío Gianfranco se acordó
de hacernos. Por lo menos, tú hiciste que en tu boda Guido se pusiera la
corbata, una empresa realmente memorable. «¿Por qué te has puesto ese
pañuelo?», le preguntó Lavinia a su padre, desorientada por el inédito accesorio.
El resto de la familia, en cambio, no estuvo estilísticamente a la altura del
acontecimiento principesco de tus esponsales; no tuve tiempo de escribirte
antes ni tampoco pude preparar las cosas para que mis hijos y yo hubiéramos
estado impecables, porque por alguna razón siempre tienen que ir manchados de
chocolate, con los zapatos desatados, los pantalones demasiado cortos o
demasiado largos, o una media agujereada por la que se puede observar una
herida en la rodilla.
A
pesar de todo, harapientos como de costumbre, llegamos los seis, e incluso
puntuales, dado que me tenía que sentar junto a ti. Fue una celebración llena
de gracia divina y de detalles preciosos, aunque mis hijas la recordarán más
que nada por la cola de encaje de tu vestido, superior a la de Cenicienta,
nuestro insuperable icono estilístico. Desde ese día, cada vez más a menudo,
las escucho hablar entre ellas: «Esto me lo pondré cuando venga mi príncipe y
se case conmigo», dicen repartiéndose diademas y pendientes de plástico. Los niños,
la verdad, recordarán más que nada el fatídico día porque coincidió con el
desastre de la Roma frente a la Sampdoria, que le costó la liga al «equipo
mágico». Qué vamos a hacer, son
varones, modelo básico.
No obstante, no son tontos,
al menos todavía
no. Bernardo es un estudiante
modelo, nunca consigue sacar menos de diez en la escuela, y está dispuesto a
cumplir las órdenes como un pequeño soldado. Tommaso,
un poco menos preciso (y llamado en casa el «Tragón»), el año pasado, o
sea, en cuarto de primaria, me llamaba de noche para preguntarme en qué año se celebró la
Conferencia de Teherán, episodio
histórico totalmente desconocido para mí, puesto que el último acontecimiento remoto
del que tengo noticia es la caída del Imperio Romano de Occidente. Y recuerdo
una noche que va y dice: «Mamá, ¿qué es el materialismo dialéctico?». «Si no te
duermes, llamo a papá», intento asustarlo mientras hojeo nerviosa la Garzantina de filosofía o el manual de
historia que he aprendido a tener a mano junto con las cosas fundamentales
—como los dvd de West Wing o la
novena de la madre Esperanza— desde que tengo la clara percepción de mi
ignorancia sin lagunas (la expresión no es mía, es de Flaiano.[36])
Si lo pillo abusando del ordenador, actividad racionada, lo encuentro más a
menudo leyendo noticias sobre los visigodos que jugando al Texas Hold’em[37]. Pero, como perteneciente al
género masculino, tiene una tara que es casi universal en los varones. El cerebro
se le embota en cuanto ve rodar un balón. Conozco a hombres completamente
normales, y hasta especiales, como con el que me casé, que en el momento del
pitido inicial sufren una mutación y pasan instantáneamente y sin pestañear
de Sam Peckinpah a La signora
in giallorosso — programa de debate deportivo en una
televisión local romana— o de una relectura de El idiota a Radio Marione[38],
perdiendo cualquier freno inhibitorio.
Te
lo digo así, para que te prepares, dado que te has buscado uno de la misma
especie y no para un fin de semana, sino para toda la vida, hasta que la muerte
os separe.
Precisamente
por eso, me importa mucho darte mi verdadero regalo de bodas, un bien más
precioso que cualquier otro y que, al menos éste sí, ha llegado a tiempo. Es el
secreto de un matrimonio santo o, lo que es lo mismo, de un matrimonio feliz.
Ese
secreto es que las mujeres, ante el hombre que hemos elegido, demos un paso atrás.
Y tú, que me conoces,
sabes bien que tal cosa no está en absoluto
en mi naturaleza, yo, que
hice mío el lema de mi abuelo, el coronel: «Con pared o sin pared, tres pasos
al frente». Por ejemplo, creo ser una de las siete u ocho personas en el mundo
que, corriendo, han atropellado a un coche: para mí un traumatismo craneal,
para él un buen bollo. A pesar de que me gustaría adornar el relato de tonos
épicos, resulta que no, que no era un Aston Martin, era sólo un Fiat Punto. Con
todo, es verdad que sin ser dócil, he llegado a serlo, pienso, espero, porque
creo que eso significa ser esposa: acoger, antes
que cualquier otra cosa. Sin embargo, sabes que a mí, lo mismo que a todo el
mundo ciertamente, no me gusta perder. Fui
algo más que competitiva en la escuela y en la universidad. Todavía más en el deporte,
que es el único «reposo»
que me he permitido desde los tiempos de la secundaria hasta el último
embarazo. Una veintena de kilómetros entre un Homero y un Esquilo, en gran
parte para aclararme las ideas. Y luego, en los años en que nos perdimos
de vista, no sabes que cuando preparaba
alguna maratón era
capaz de irme a correr
a las tres de la mañana, cuando
tenía que estar
a las cinco de la mañana
en la redacción para el telediario. Salía en pantaloncitos cortos en una ciudad como Roma, que no es la mía, toda oscura,
y me parecía totalmente normal, aun cuando me encontraba con un
desequilibrado desnudo del todo delante del Altar de la Patria que, obviamente,
al verme se preguntaría a su vez quién sería aquella desequilibrada que corría.
Y
aún ahora, que soy una señora al filo de los cuarenta (con el invento de los
«chicos» ultracuarentones es suficiente) y que corro cuando puedo sin
preparar competiciones, si alguien me adelanta —aunque sea una paloma— sigue
saltando un resorte dentro de mí.
No
obstante, cuando se trata de la vida de pareja, hay que competir al revés: con
pared o sin pared, tres pasos atrás. Y hay que hacerlo aun cuando no entiendas
el motivo, aun cuando estés íntimamente convencida de tener razón. En ese
momento, haz un acto de confianza en tu marido. Sal de la lógica del mundo, «yo
quiero tener la razón», y entra en la de Dios, que te ha puesto al lado de tu
marido, ese santo que te soporta a pesar de todo y que, dicho sea de paso,
también es un buen tipo. Y si algo que él hace no te parece bien, con quien
tienes que vértelas es con Dios: puedes comenzar poniéndote de rodillas, y la
mayoría de las veces todo se resuelve.
Luigi
es el camino que Dios ha elegido para amarte, y es tu camino hacia el cielo.
Cuando te dice algo, por lo tanto, lo debes escuchar como si fuera Dios el que
te habla. Con discernimiento, está claro, con sabiduría e inteligencia, es
obvio, porque es una criatura, pero con respeto, porque con frecuencia ve con
más claridad que tú. Nuestra vocación, sea la que sea, es siempre para hacernos
felices. Como dice Pavel Evdokimov, el teólogo ortodoxo ruso, si el fin
objetivo del matrimonio es engendrar hijos, el subjetivo es engendrarse a uno
mismo.
¡Sin
Luigi, Margherita no es plenamente ella misma! ¿Te das cuenta de que tienes
entre manos algo grande e inestimable? En esta empresa que acabas de comenzar,
con la gracia de Dios, te regenerarás.
«Pero ¿cómo se hace? —me has preguntado miles de veces por teléfono—.
¿Tengo que darle la
razón aun cuando no la tenga?». Yo diría
que sí. Ante todo, porque si a ti te parece que no tiene
razón y si, como decíamos,
es él el que te lleva
a tu plenitud, el que te completa, entonces precisamente cuando pensáis de
forma diferente es cuando debes abrirte a él, y acogerlo. Entonces es cuando lo
que te dice tiene un significado precioso para ti, cuando te añade algo, te
completa, te hace crecer, te hace
dar un paso. Si sólo acoges aquello que es conforme a ti, aquello que tú
piensas, no estás casada con un hombre, sino contigo misma. En lugar de hacer
eso, debes someterte a él. Cuando tengáis que elegir entre lo que te gusta a ti y lo que le gusta a él, elige a su favor. Y eso es fácil. Cuando
hay que
tomar una decisión y, sopesados
los pros y los contras, la respuesta sigue sin ser evidente, fíate de él, y
deja que sea él quien diga la última palabra. Y eso es un poco difícil,
a veces. Cuando
entre vuestras dos opiniones te parezca que la suya es
claramente errónea, para vosotros, y probablemente también para los niños,
confía también en su lucidez. Esto puede parecer un esfuerzo imposible. Te dará miedo, porque abandonar las
propias convicciones es algo horrible. Pero no te estás arrojando al vacío, te
estás arrojando a sus brazos.
Bonitas palabras, ¿verdad? Al leerlas,
se diría que soy una criatura angélica;
en realidad, lo único que he hecho es escuchar y leer buenas palabras.
Si luego las vivo verdaderamente o no, no lo sé. Ciertamente, no siempre, y no
todas. Pero he hecho que mi marido le eche una ojeada a lo que estoy
escribiendo y no lo ha recibido con protestas vibrantes y ruidosas. Ni siquiera
una pedorreta o uno de esos comentarios romanos («¿Sumisa? ¿De qué? ¡Vamos!») con los que me incineraría si no
me encontrase sincera. Ya es algo.
Al contrario, la sumisión elevada al estatus
de teoría le ha gustado.
«¿Ha acabado la beata con el baño?»,
me preguntó ayer por la tarde. A pesar de todo, es romano, y siempre
encuentra el modo de quitarles la poesía a mis raptos líricos.
Comprobarás,
te lo puedo asegurar, que un hombre no se puede resistir a una mujer que lo respeta,
que reconoce su autoridad, que se esfuerza lealmente en escucharlo, en dejar a
un lado su propio modo de ver las cosas, que se muerde la lengua —órgano
siempre dispuesto a burlarse, a ridiculizar, a poner de relieve las carencias
del otro, para esto somos estupendas, sin comentarios—, que acepta por amor
recorrer caminos muy distintos a los que ella hubiera elegido de estar sola.
Poco
a poco será él el que vaya a preguntarte qué piensas, qué hay que hacer, por dónde debe encaminarse la
familia. Y ese respeto se conquista con el respeto, esa devoción con la sumisión. Y precisamente por haber conquistado finalmente el respeto
de mi consorte, me siento dispuesta a exponerle con serenidad los inmensos
beneficios que le aportaría a nuestra casa la creación de un vestidor en
nuestro dormitorio (el primero de ellos sería que ya no se formaría un lío de
camisetas negras en el fondo del armario, y así no me tendría que comprar otras
siete la temporada siguiente, creyendo haberlas perdido).
Y
aunque los frutos parecen tardar (no tendré mi vestidor), nosotros, los
cristianos, debemos saber que están madurando. Vivimos contentos en la esperanza, ¿no? Sabemos que lo que acontece no se puede medir con la medida
del mundo. Sabemos que cada sufrimiento, incluso los pequeños —no
piensas como él, no habrías hecho aquel programa, no habrías ido allí de
vacaciones o a aquella velada—, aceptados con amor,
producen frutos a veces misteriosos, pero nunca perdidos. «Que lo que te
hace sufrir sea para ti lo más querido del Eremo», decía San Francisco, que habría pasado
cada minuto en el Eremo delle Carceri[39], en
una plegaria dulcísima y continua, y que, en cambio, aceptaba estar
entre personas que a veces no lo entendían, incluidos algunos hermanos.
Y tú sabes que nosotras no estamos por la mortificación en sí misma, no somos ciertamente austeras: nos gusta
hablar de El castillo interior y del
último tono de laca de uñas de Chanel, ese imposible de encontrar llamado «Vernis Riva», leer el Diálogo de la Divina Providencia y cotillear —con evidente mala fe—
de lo corto que tiene el cuello Carla Bruni (la justicia divina existe).
La
mortificación nos gusta porque es para alcanzar un bien mayor, y ese bien es
acoger a tu marido, por consiguiente, engendrarte de nuevo a ti misma.
Además,
¿te puedo confesar, sin que te ofendas, que cuando me cuentas que tu marido te
pone furiosa siempre me parece que es por insignificancias? Se trata de
alfilerazos a tu orgullo, pequeños atentados contra tu autoestima, demasiado
débil. Cuando sabes quién eres y cuánto vales —muchísimo, fíate de quien te conoce
y te quiere bien—, no tienes
miedo de algunas críticas. Es verdad, todavía no eres una cocinera
experimentada ni un ama de casa perfecta. ¿Qué problema hay si te lo dice? Dile
que tiene razón, que es verdad, que aprenderás. Al ver tu dulzura y tu
humildad, tu esfuerzo por convertirte, también él se convertirá. Sin sermones,
sino mirándose en ti como en un espejo.
Te parecerá que pierdes
meses y años, que usas de paciencia con Luigi durante un tiempo infinito, que
estás llevando una contabilidad en la que el debe y el haber nunca suman cero, pero no es así. Ningún gesto de amor
se perderá, ningún paso tuyo atrás dejará de transformarse en un paso adelante
para vosotros dos, ninguna palabra inútil silenciada será añorada.
Es
un camino difícil y quizá inacabable.
Te parece que eres la que da
más —el papel de víctimas nos viene muy bien, en un instante nos ponemos el
uniforme de ama de casa de los años cincuenta, falda de capa y permanente—,
pero ¿estás segura? Probablemente, también a él le parecerá que la parte de
camino que hace hasta encontraros es la más larga. Creo que, en estos casos,
no hay que calibrar quién da más, sino quién puede dar más. Si todavía te sigues sintiendo una mártir, que sepas que en una vida los
equilibrios pueden cambiar infinitas veces.
Además,
tú crees que lo amas como él quiere y puede que, en cambio, lo estés amando
como tú quieres. Tú le escribes notitas, sin embargo, él quiere que hagas algo
concreto por él: invitar a cenar a su madre, por ejemplo. Tú quieres el ramo de
flores, y él te dice que te quiere yendo a comprarte la pizza rellena de pulpo
y tomatitos. Habla tú su lenguaje, el de los gestos concretos, y entonces él
aprenderá a hablar el tuyo, el de las declaraciones de rodillas con sonido de violines.
Te quejas de que habla poco,
pero ¿en qué planeta has vivido hasta ahora? ¿No sabes que un hombre
emitirá una declaración sólo si tiene
necesidad de darte
alguna información útil y significativa? Lo intenté durante un añito,
pero al final he renunciado a llevar a rastras a mi marido a participar en
algunos tipos de conversaciones, como las que tienen que ver con la vida
sentimental de los seres humanos. Si, a pesar de todo, sigo teniendo ganas de
hablar con él, me basta con emitir una opinión decidida, y con gran
probabilidad equivocada, sobre el 4-2-3-1 de la Roma o sobre la guerra de
Afganistán para tener la seguridad de que voy a obtener una respuesta.
Es
un esfuerzo de elasticidad continuo, y muchas veces te podrá parecer que tú has
dado mucho, cuando en realidad has permanecido en tu egoísmo.
Yo, por ejemplo, tendría la
casa siempre llena de personas; mi marido, llamado también
Añade-Otro-Sitio-En-La-Mesa, reivindica la etimología de su nombre (que usa
cuando vive en el bosque) y, en lugar
de compartir el pan y la sal y redoblar la alegría, preferiría emigrar a una
selva. Es bastante difícil alcanzar un punto de equilibrio, equilibrio que
requiere la tolerancia de ambas partes. Calibrar quién de los dos es el que va
más al encuentro del otro es difícil, también porque entretanto se han añadido
cuatro sitios a nuestra mesa, y ésos son fijos, comida y cena, todos los días.
En
caso de duda, sin embargo, obedece. Sométete con confianza.
Para
mí, por poner otro ejemplo, todo tiene que estar programado, de modo que en la
jornada quepa el mayor número de tareas posible, estilo flipper: cuantas más dianas tocas con la bola, más puntos ganas.
Según mi marido, en cambio, las mejores ideas se ocurren cuando uno está
aburrido, cuando está en el vacío, y tengo que reconocer que el sistema, a
veces, funciona: como no tenemos nada que hacer en tres horas, se nos ocurre de
repente ir a ver todos juntos Candilejas o
los subterráneos de San Clemente, o jugar interminablemente a la pelota
integrándonos también nosotras, las féminas, que de vez en cuando abandonamos
la marca asignada para recoger flores, o inventar un juego nuevo, aunque el
querido y viejo «Dime que estoy gorda, si tienes valor para decírmelo» es
siempre el más popular. Digamos
también que, de tanto en tanto, programar puede servir para algo, si es que hay
que tener en cuenta a los pediatras, a los dentistas, las fiestas, los deberes,
a los amiguitos, el catecismo, las facturas y las competiciones, pero estoy
aprendiendo a ser un poco más elástica, cualidad suprema de cualquier mujer o madre.
Efectivamente,
en breve la elasticidad te servirá todavía más cuando empiecen a girar en torno
a ti no sólo tu marido, sino también los hijos. Su bienestar, su serenidad se
sostendrá, al menos en parte, al menos hasta su anhelada autonomía (¡socorro!,
¿cuántos años faltan?), sobre tu capacidad de absorber sus malos humores, sus
caprichos, sus cansancios, sus descontentos. No sé por qué, pero ese privilegio
es todo nuestro. Los hijos, con nosotras, dan lo peor de sí mismos, y eso
es archisabido. Por otra parte, ¿con quién te desfogarías tú, si no es
con quien sabes que te quiere pase lo que pase?, ¿con quién te quitarías las
máscaras, olvidarías todos los frenos y exhibirías todo el repertorio de tus
peores bajezas, si no es con quien nunca podrá abandonarte (por ejemplo, con tu
madre, o con tu amiga del instituto, que además sería yo)? «Escucha, ahora me
toca quejarme un poco». Nosotras lo sabemos bien, las dos: cuando la llamada de
teléfono tiene ese prólogo, sólo se debe escuchar, asentir ruidosamente,
compadecer convincentemente, admirar exageradamente y no dar ni un solo consejo
inteligente. Porque en esos momentos una no quiere soluciones, sino únicamente
enérgicas y poco locuaces palmaditas en la espalda.
Los
hijos aprenden esto de que estamos hablando alrededor de los tres minutos de
vida: que nosotras siempre los acogeremos, y que, por lo tanto, un pañal
demasiado lleno, un caramelo no concedido o unos deberes mal hechos —a según
qué edad— se traducen invariablemente en represalias contra nosotras, en forma
de caprichos, morros, llantos o insultos varios (el último en mi caso es
«coronel fascista», me lo he ganado hace poco). Yo, de vez en cuando,
pruebo a decir:
«Muchachos, ahora mismo me voy a comprar tabaco», pero ninguno me cree,
probablemente también porque no fumo.
Si
me permites aventurar una previsión, Luigi también se aprovechará pronto de tu
configuración blandita —aunque, si pesas cincuenta kilos, blandita lo eres sólo
por dentro— para exteriorizar su contrariedad por las más diversas molestias
que aquejan a la existencia humana, y que, no se sabe cómo, acabarán siendo
todas, de algún modo misterioso, aunque evidentísimo para él, culpa tuya.
No
te preocupes. No es nada, se pasa al instante. Intenta acogerlo incluso en esos
momentos. Él tampoco quiere una solución, sino que tú lo animes, que le digas
que valoras lo que hace y, si me lo permites, ya que conozco a tu marido y a un
nutrido muestrario de la especie, que le consientas sin demasiados traumas
retirarse a su caverna como un hombre primitivo, caverna que aunque con
frecuencia adopta la forma algo más tecnológica de pantalla de ordenador, no ha
cambiado sustancialmente. El reposo del cazador.
Por
tu parte, tú no te quejes a él. Llámame a mí o a otra amiga, a una mujer,
adviértenos preventivamente de que no le demos demasiada importancia, y
comienza a lamentarte un poco. No lo hagas nunca con él, porque si te quejas,
el hombre —no me preguntes por qué, habla con un psiquiatra o con un filósofo o
con cualquier tipo de «hombrólogo»— intenta encontrar una solución práctica. Te
sugerirá ampliar el horario de la tata o tomaros unas vacaciones, cuando lo
único que tú querías que te dijera era que todo está bien así y que eres una
heroína admirable e incomparable.
Y
no empieces, que te conozco, a preguntarte si te has equivocado, si él era
realmente la persona adecuada… El diablo —cuyo nombre procede de diabalein, dividir— lo hace
profesionalmente. Quiere separarnos, a nosotros de nosotros mismos, a nosotros
de Dios y a nosotros de la persona a la que hemos jurado fidelidad.
No
es que tú te hayas equivocado, y tampoco él se ha equivocado. Es que acoger es
nuestro carisma, guiar y sostener es el suyo.
Y
tampoco pienso que sea un hecho cultural, no sé, habla de nuevo con el
«hombrólogo» que hemos mencionado antes. Yo, no obstante, tengo una amiga muy querida que vive en
Alemania, una genio, una cabeza superlativa. No la escuchaba desde hacía tiempo,
y de vez en cuando
me ponía a imaginar cómo sería
su vida, completamente distinta de la nuestra, una pareja con roles
intercambiables, él llevará el cochecito, ella irá a la sesión informativa o
elaborará un proyecto. La llamé por su cumpleaños, y descubrí que había
decidido quedarse en casa a hacer de madre, archivando su título de ingeniero
electrónico. Enseguida estábamos compartiendo unas palabras sobre la dinámica
de las familias; la suya y la de un porcentaje búlgaro de sus amigas teutonas
transcurre en envidiadísimas (por mí) mañanas tomando té o en meriendas en
zonas verdes que imagino más ordenadas que mi sala de estar. Y, aparte de
que allí las calles están limpias y la gente respeta los aparcamientos con
bandas rosas (para las mamás), no hemos observado ninguna otra diferencia entre nosotras dos que fuera digna de mención.
Querida Margherita, ¿qué más te voy a decir? Te prometo
que velaré por ti, por tu felicidad, que desde ahora mismo
has de empezar a construir, aunque te invito a ir buscándote ángeles custodios
más poderosos que yo. Desgraciadamente, yo voy por delante de ti sólo unos
pocos años, y continúo equivocándome siempre en las mismas cosas,
con el riesgo de que me manden
al desguace y la amenaza
constante de que me sustituya una veinteañera. A cambio, más adelante,
puede que tú me ayudes a explicarles a mis hijas que el cuento del príncipe que
llega y te salva necesita alguna que otra puntualización…
Un
beso de tu madrina, que está por vosotros y os anima.
C.
Nunca
en mi vida hubiera pensado que iba a acabar apreciando los tediosos sermones
que nos soltaba, sin que nadie se lo pidiera, la frutera del pueblo adonde
íbamos de vacaciones, la señora Ciotola[40] (es su verdadero nombre, no un sobrenombre debido
a su conformación física cilíndrica). Ni tampoco las perlas de sabiduría
enhebradas por las señoras que tomaban el fresco con mi abuela a lo largo de la
calle, al atardecer. A nosotras,
frívolas, que empezábamos con las primeras pinturas y los hombros del vestido
tácticamente caídos —no hace falta mucho, basta
hacer un pequeño movimiento con la espalda—, nos dirigían miradas de
desaprobación y suspiros que dejaban presagiar lo peor para nuestros destinos.
La imagen de la mujer que evocaban en sus discursos, fuerte y silenciosa, capaz
de sostener a toda la familia como el eje de una rueda sostiene todos los
radios, me parecía menos plausible que Sigourney Weaver en la piel de la suboficial Ripley de Alien (estamos en los años ochenta). No
me sostenía a mí misma, ¡me iba a imaginar sosteniendo a otros!
Después,
afortunadamente, se crece, o se nos prueba; y no me gusta que ninguna de las dos abuelas
haya podido conocer
a mis cuatro hijos, hasta el momento
crecidos llenos de manchas pero bastante incólumes, sin demasiados
puntos de sutura. La abuela Gina, de todas formas, habría encontrado algo que criticar, dado que me he olvidado de cómo
se hacía el ganchillo y que, en lo referente a economía doméstica, podría
mejorar: «Mi madre sabe calentar muy bien los congelados», le dijo una vez
Bernardo a un amiguito suyo para convencerlo de que se quedara a cenar. Pero las dos habrían apreciado sus
notas de la escuela, sobre todo, la abuela profesora de francés, y su pietàs: «Yo, de mayor, quiero
ser santa —me dijo Livia—, puede que Teresa “Dalila”[41]».
Cuando
veo mujeres que sufren en busca de su identidad, pienso a menudo en ellas, en
las mujeres de otras generaciones. Ellas no tuvieron que buscar tanto, tenían
un papel que desempeñar, se lo habían asignado. Algo que quizá las protegió,
que hizo menos trabajosa la búsqueda personal. No me parecían infelices y, si
lo eran, se lo guardaban para sí mismas. Si hubiéramos hablado de obediencia,
nos hubieran entendido.
En cambio,
ahora, pocas son las amigas
cristianas con las que podemos
contrastar con libertad nuestra
idea del matrimonio. Porque, si estas reflexiones las compartimos
con las amigas «del mundo», o nos insultan o nos compadecen o nos invitan a
pedir ayuda psiquiátrica urgente. Eso se lo puede una imaginar. Lo extraño es que, entre cristianas, si empiezas a
hablar de sumisión, piensen que estás bromeando. «No. Perdona. Pero ¿qué
quieres decir? Lo dices irónicamente, ¿verdad?». Ahora que los cristianos somos pocos —no será porque no nos lo advirtieron, con lo de la sal y lo de
la levadura—, algunas veces, además, no nos esforzamos mucho en alejarnos de la
vulgata, y no me refiero a la de San Jerónimo, sino al sentir común, que
considera que la libertad, la autodeterminación y la voluntad propia son los
valores supremos y los únicos intocables. Hablar de sumisión suscita
reprobación, alarma, rebeldía, irritación y asco. Y no sólo a causa del pecado
original, que nos hace odiar la idea de obedecer a alguien distinto de nosotros
mismos, sino también a causa de esa cultura autárquica en la que todos, también
los cristianos, estamos inmersos. Que, por otra parte, seríamos aquéllos a los
que se nos dijo que sirviéramos a los demás y que buscáramos los últimos puestos.
San
Pablo, en la Carta a los Efesios, nos explica cómo se sirve al otro en el
matrimonio. «Las mujeres
[que sean sumisas]
a sus maridos como al Señor,
porque el marido es cabeza de
la mujer, así como Cristo es Cabeza
de la Iglesia, el salvador del cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a
Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo». Esto no
se atreven a decirlo ya ni siquiera los curas, por temor a ser lapidados por
nosotras las mujeres.
Sin
embargo, yo he visto, personalmente, en la vida de quienes han querido
experimentarlo, que éste es el camino de la salvación. No el paraíso, que
esperamos tener después, sino la salvación también aquí en esta vida, o sea, la
paz, una vida matrimonial plena y gratificante.
Un
camino que quizá también deberían intentar experimentar quienes no creen.
Porque, como explica Pablo pocas líneas más adelante, lo que sigue después es
esto:
«Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella […]. Así deben amar los maridos a sus mujeres como
a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. […] “Por eso
dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos se
harán una sola carne”».
Será
verdad que todas las familias felices se parecen —quién se atrevería a
contradecir a Tolstói—, pero tampoco veo que las infelices hagan gala de una
gran fantasía: traiciones, pulsos, sutiles pruebas de fuerza, control de la
energía puesta en juego, hice lo que pude, yo no, llamemos a un juez neutral.
Como
de costumbre, la única palabra verdaderamente nueva sobre la cuestión viene de
Dios. Cuando hablamos —en voz baja, para evitar el linchamiento— de sumisión,
tenemos que salir del lenguaje del mundo, que interpreta todo desde la óptica
del dominio, del poder. Nuestro Rey
está crucificado, pero así venció al único enemigo invencible, a la muerte. Por
tanto, también nosotros hemos de salir de la lógica del poder, darle la vuelta del todo. En primer lugar, porque la sumisión no procede del
desprecio a uno mismo, uno no se decide a someterse porque piense que no vale
nada. Y, además, porque el fruto de
la decisión de la mujer será que el hombre esté dispuesto a morir por ella.
Cuando
San Pablo le dice a las mujeres que acepten estar debajo, no piensa ni mucho
menos que sean inferiores. Por el contrario, al cristianismo le debemos la
primera gran reivindicación de la mujer. Para comenzar, la criatura más grande es una
mujer. Y Jesús honraba a las mujeres,
de un modo que llegaba a escandalizar. Se dejó
ver por ellas por vez primera después
de su resurrección; es probable,
quién sabe, que los
varones estuvieran en el estadio,
dado que era domingo. «Prácticamente, antes del Espíritu
Santo, San Pedro era un zoquete», resumió en una ocasión uno de mis hijos, con una visión un poco pintoresca, pero, después de todo, teológicamente correcta.
La sumisión de la que habla Pablo es un regalo, libre como todo regalo, porque,
si no, sería una imposición. Es un regalo
espontáneo de uno mismo, que se hace por
amor. Renuncio a mi
egoísmo por ti. Y si queremos hablar en términos de grandeza y pequeñez, de
fuerza y debilidad, de poder, lo
mejor es recordar que «quien quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro
servidor». Así se calibra la grandeza de una persona.
«Quien
tenga más inteligencia, que la use», nos decía mi madre de pequeños, esperando
con este noble reclamo suscitar buenos sentimientos en nosotros, en los tres
hermanos, cuando la emprendíamos a estacazos por motivos justificadísimos, como
la elección del canal en la tele o la conquista de una bicicleta. Para que
conste, el reclamo no funcionaba nunca.
La
mujer no debe sentirse disminuida por esta invitación de San Pablo, al
contrario.
El
problema es que nosotras, durante muchos siglos y en muchas culturas, hemos
sido «puestas debajo» no desde esta óptica de un don libre y espontáneo, sino
desde la óptica del poder y de la fuerza, desde la lógica del mundo. Y, por
eso, hablar de obediencia es hurgar en heridas que todavía no han cicatrizado.
En este sentido, el feminismo tuvo el mérito de conseguir llevar a la práctica
algunas aspiraciones de justicia en una época en que la justicia era escasa (y
en muchas culturas no cristianas continúa ejerciéndose muy escasamente).
Únicamente, que dio una respuesta equivocada y ha producido mucha infelicidad.
Una nueva esclavitud en las mujeres que creen ser libres y que, en cambio,
puede que hayan equivocado el objetivo.
«Hacia
tu marido irá tu apetencia y él te dominará», dice el Génesis. Aquí se esconde
una gran luz, un camino hacia la felicidad. Ya aquí, en esta tierra.
Por
tanto, la mujer obedece porque sabe escuchar, no porque se desprecie a sí
misma. Una persona humilde es la que sabe quién es, cuáles son sus riquezas y
sus debilidades. Pero una cosa es que lo sepa y otra cosa es que lo vaya pregonando
por ahí, porque, queridos hijos, aprovecho la ocasión para invitaros a no
hablar demasiado sobre la desoladora repetitividad de mis menús y tampoco me
parece estrictamente necesario que me llaméis en voz alta «Dottoressa Panciaspessa»[42] delante de todos.
De
cualquier modo, cuando una mujer se pone debajo no para ser machacada, sino
para acoger, le está indicando también al hombre su camino, y a toda la
familia. La mujer precede al hombre, que necesita ser acogido.
Con
una mujer así, que sea leal, que no sea una rival, que no quiera tomar el
control de todo, dominar, que tampoco se haga la pavita, el hombre puede ser
fecundo. Y, para comenzar, la idea de tener un hijo puede dejar de parecerle
tan temible.
Amar
las primeras, pero amar también hasta las últimas. A nosotras nos corresponde
asimismo la tarea de continuar amando, de mantener el fuego encendido en casa.
Una fidelidad que puede llegar a ser indispensable en aquellos momentos en
que el amor —que no es sólo un sentimiento, sino antes que nada un
mandamiento— exige una decisión firme y segura.
Por ejemplo,
hace falta una gran decisión
para no traicionar el matrimonio cuando una es traicionada.
Nota Bene[*]: La lectura de lo que sigue le está absolutamente prohibida a mi
marido, y las nobles palabras que vienen a continuación se aplican a todos los
matrimonios excepto al mío.
No
obstante, decía, incluso una mujer que es traicionada tiene una posibilidad de
defender ese amor suyo que está en serio peligro de muerte: puede permanecer
fiel y continuar amando. Es una tempestad terrible, pero no es un naufragio. Es
un jarrón que se rompe, y que nunca volverá a ser un jarrón nuevo, pero que aun
después de la caída podrá resistir hasta el final. E incluso pudiera ser que lo
herido y resanado acabe siendo lo más resistente, un punto de «partida nuevo».
Nosotras, las mujeres, defendemos de esa forma la vida, llevando la cabeza bien
alta cuando todo parece perdido.
Perdonar no quiere decir olvidar lo que ha sucedido. No es mirar hacia
otro lado ante el dolor. No es quitar importancia porque al final bien y mal
son indistinguibles. No es indiferencia. Es decidir poner coto al desorden, y
hacer que venza el bien.
Las
mujeres que consiguen hacerlo son las más fuertes, las más tenaces, las más
capaces de amar; tienen la espalda ancha, son capaces de hacer el milagro
necesario para superar una traición, curar la herida y buscar de nuevo la
unidad.
No
se puede decir lo mismo del hombre, porque el hombre y la mujer aman de modos
diversos: la mujer con un amor específico, capaz de comprender la originalidad.
El hombre puede ser frágil, y no siempre es capaz de captar las diferencias
entre las mujeres.
Sólo
estas últimas, en las situaciones más dolorosas, inextricables y desesperadas
pueden dar la esperanza y seguir firmes
para restituir el ánimo en todos. Pero, aun sin llegar a la traición verdadera,
consumada, en acto, esa que pone en peligro de muerte la relación, son posibles
muchas pequeñas traiciones.
Hay,
inevitablemente, una fase en la que la rutina acaba por levantar un poco el
barniz.
Probablemente,
hasta la mujer de Robert Redford, y no me refiero al arrugado director del Sundance sino a aquel hombre legendario
que se convirtió por sí solo en el Gran Gatsby, al verlo deambular por la casa
en calzoncillos y con unos calcetines de distinto color, hecho uno con el mando
a distancia frente a un partido de los Lakers, sentiría la tentación de ponerse
a mandarle mensajes de móvil al joven y atractivo frutero de West Hollywood.
Aun
en estos casos, el amor funciona si uno se decide por lo que es exclusivo y
definitivo y no va detrás de las emociones, de la propia satisfacción, de la
parte
instintiva,
del deseo de experimentar emociones nuevas y sensaciones más frescas.
¡Qué tristes son la mayoría de las películas y de los libros
contemporáneos: lamentaciones sobre la nada, aburridas tautologías,
demostraciones de que obedeciendo al propio egoísmo se vive mal, no se descansa
y uno no se sacia!
Granos de trigo que no quieren caer en tierra. Celebraciones del «no me apetece», del «no tengo
ganas».
Wojtyla
les decía a las parejas con las que salía al campo en verano: «No digáis “Te
amo”, sino “Participo contigo del amor de Dios”». Una música completamente
distinta.
Agnese
o
El gran Lebowski que hay en él
Querida
Agnese:
Menos
mal que tú también eres de los nuestros. Que eres una persona normal.
Bueno,
será que están empezando, nos decíamos nosotros dos mirándoos a vosotros desde
nuestros asientos de platea, sentados en medio de nuestras vidas ordinarias,
entretejidas de míseros problemitas: el fontanero que se va en su todoterreno
dejándote con el baño roto («Vuelvo mañana, señora, está roto». No, perdone,
eso ya me lo podía haber dicho yo sola, y gratis), la varicela de los niños con
su efecto dominó o el hijo con puntería de tirador de precisión de la CIA que
siempre sabe encontrar el momento oportuno para decir lo que más te pone de los
nervios («Mamá, en mi opinión, como eres periodista, hablas de cosas que no
entiendes»).
Nosotros,
globalmente felices, más o menos, pero cansados, a veces también preocupados, y
con la ropa arrugada. Vosotros no. Una pareja perfecta, etérea, ni siquiera
rozada por los imprevistos que aquí abajo, en la vida real, hacen que a veces
uno camine con poca elegancia, renqueando, dos pasos hacia delante y uno hacia
atrás.
En
vuestro mundo de primera, por el contrario, no se perdía la imperturbabilidad
señorial por pequeñeces del estilo de que falte algún sello en un documento el
día que toca ir al notario para escriturar una casa que acabas de comprar, o de
que haya un embotellamiento en la ciudad el día que llega el nuevo jefe.
Capaces
de pasar horas interminables uno junto al otro leyendo en silencio, o de hablar
de política y de teología, o de literatura; de practicar tu juego favorito, el
casting, asignando a las personas que conoces los papeles de los protagonistas
de algunas novelas.
Un
inciso. He decidido tomarme a bien el hecho de que durante las vacaciones
después de la selectividad, cuando teníamos las dos dieciocho años, tú, Agnese,
me asignaras a mí el papel del Idiota. «Eres una idiota, pero en un sentido elevado,
—me decías para tomarme el pelo—. Eres la musa de Dostoyevski». En
cualquier caso, me gustaría puntualizar que desde entonces han pasado veinte
años, y he comprendido algunos pormenores acerca del mundo, me he adaptado un
poco.
Parecía
imposible veros discutir a los dos; como máximo un poco de vehemencia, siempre
a propósito de cuestiones nobilísimas, por favor, como la
reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II, mientras que las parejas normales se inflaman
discutiendo sobre la forma de colocar las cosas en el lavavajillas (y, no obstante, yo lo hago mejor). Vosotros
no, por encima
del vulgo y enamoradísimos.
Es
cierto que en aquella época la incomodidad más punzante que podía afligiros era
decidir qué hacer durante la noche, si cenar en el ghetto o ver una comedia, algo que tú adoras y que Pietro detesta.
Son problemas, efectivamente.
Después
llegó el primer niño, y aguantasteis muy bien. Una remodelación de gobierno,
pero no hubo que acudir a las urnas.
Entonces,
el segundo en dos años —junto con tu ascenso, anhelado pero llegado en el
momento menos oportuno, con un recién nacido y un niño de dos años en casa— te
hizo aterrizar. En ese tiempo, según me cuentas, las únicas ocasiones en que
Pietro y tú os sentabais uno junto al otro era cuando él te llevaba en coche al
trabajo, en el supuesto de que hubiera llegado a tiempo la tata peruana,
buenísima, pero con una concepción sudamericana del reloj, un instrumento que
como máximo hace sugerencias, pero que no da informaciones precisas (¿habrá
relojes solares de pulsera?).
Los
análisis de los escenarios mundiales políticos y económicos fueron sustituidos
por descarnadas comunicaciones domésticas: comprar trescientos gramos de carne picada;
la cita para la vacuna
es a las nueve y media; el recibo del seguro está en el estante.
Estás cansada,
y digamos que, cuando finalmente desciende el silencio
sobre la casa, si es que
desciende, tu primer pensamiento ya no es escribir para tu hombre cartas de
amor en papel de Florencia. Cuando estás al límite, te gustaría darte una
ducha.
Tu marido, por su parte, por
decir sólo lo último, se olvidó de vuestro aniversario, pero yo creo que se lo
puedes perdonar, puesto que él había comprado las entradas para el deseado
concierto de Tom Waits, sólo que se equivocó de día y
mientras Waits, con su voz ronca,
hacía enloquecer al público, él daba cabezadas en el sofá.[43]
Últimamente,
he llegado a ver cómo te tirabas de los pelos, desde la frente hacia atrás —tu
gesto de nerviosismo desde los tiempos de los exámenes orales de física, signo
inequívoco de que no habías estudiado—, y es que te saca de tus casillas la
descoordinación de Pietro, su capacidad casi sobrenatural para chocar con todo
lo que se va encontrando a su paso. Su ineptitud para cualquier contacto social
que implique la más mínima articulación de la palabra. Su undívaga propensión a
la ayuda doméstica, que lo hace pasar de un nivel básico de escaqueo insolente
a picos de entusiasmo creativo (reordenar los cd por géneros musicales), sin
que, no obstante, llegue a hacer jamás lo que tú necesitarías que hiciera
(preparar
la sopa).
La
energía de propulsión que puso en órbita a vuestro satélite se ha agotado,
aunque su duración ha sido un poco mayor que la media.
Ha hecho bien su trabajo. Esa energía tenía que acabarse,
si no, hubierais salido fuera de órbita. Ahora, sin embargo, the best is yet to come[44], como
diría Frank Sinatra. Crees que ya has visto el sol, pero todavía no lo has
visto en todo su esplendor.
Ahora
viene lo verdaderamente bello, porque lo que has visto hasta el momento no son
más que los centelleos del enamoramiento. Lo bello ahora es transformar eso en
un sol que queme, estable, fuerte como la muerte.
Es
un trabajo duro, cotidiano, oscuro, silencioso y, en su mayor parte,
incomprendido, que al principio, como de costumbre, te incumbirá sólo a ti, que
eres la parte más delicada y sofisticada del matrimonio, pero también la que,
de algún modo, siempre encuentra la chispa para ponerse de nuevo en movimiento.
Y el nombre de este trabajo
es obediencia. Obediencia a la promesa
que hiciste, al hombre que elegiste.
Una sumisión creativa: obedecerlo pero creativamente, intentando ver con los
ojos de la esperanza por dónde puede ir vuestro amor, qué aristas se pueden suavizar, qué defectos podéis
corregir y cuáles soportaros, con ironía y resignación.
Con
esperanza, porque hay momentos en que el único modo que queda para mirar es el
de la segunda virtud teologal, la única mirada posible.
Yo, por ejemplo, espero con
confianza granítica a que un día mi marido se convierta en un ser sociable y
hablador, que me permita invitar a cenar al menos a una cuarta parte de las personas
que yo quisiera, y que las reciba como Cary Grant,
con un cóctel en la mano y bromeando brillante y elegantemente. Un marido así es irreal, está claro, como asimismo
esos que esperan pacientemente a su mujer fuera del probador y dan preciosos
consejos como: «Los colores cálidos no van con tu cara, querida». Es obvio que
ese tipo de marido, después, te acompaña a casa y se va con la moldava de
veintitrés años.
Entonces,
mejor enfrentarse a los defectos cuando se comienzan a ver. Todavía no he
encontrado ni a una sola pareja a la que no le haya llegado ese momento.
Quedabais sólo vosotros y, francamente,
incluso me fastidiaba un poco.
Sabed
que no estáis solos, más bien, si acaso era antes cuando estabais solos. Ese
cansancio forma parte del paquete, aunque no se le dé toda la publicidad
necesaria en el momento de la compra. Puede que sea una cláusula que viene en
letra pequeña, o escrita en el incomprensible lenguaje que usan los bancos: el
índice de la tasa de encanto del cónyuge con el que hoy establece usted el
vínculo arriba citado se calculará, antes de impuestos, a partir de la media
trimestral europea (sobre 360 días) y se disminuirá en un 1,020% anual,
referido a la duración del año civil (denominador 365 / 366). A fin de año, si no estás atenta,
sin
saber
cómo, siempre has perdido un poco.
Es
un secreto que no se cuenta, para no perder clientes. Todos somos cómplices,
también los autores de las fábulas.
¿Te
has preguntado alguna vez por qué los cuentos acaban con «y fueron felices y
comieron perdices»? Después de cruzar el umbral con ella en brazos,
¿qué hace el príncipe?, ¿se quita la chaqueta bordada
de armiño, las botas y se deja caer en el trono?
Sólo
me viene a la cabeza un cuento que se atreva a contar de otra forma el día del
matrimonio, el de Shrek, y de hecho
por algo tanto él como ella son ogros: así se
pueden poner en evidencia todas
sus bajezas, las mezquindades de carácter y las
funciones fisiológicas más repugnantes. Una cotidianidad principesca no parece
creíble.
Y
tampoco es que las comedias hayan inventado gran cosa desde Aristófanes en
adelante, por tanto, desde hace unos miles de años. Situación inicial
aparentemente tranquila, irrupción de la novedad, después la dificultad o el
equívoco o la confusión que sea y la solución final. Cuando las cosas empiezan
a transcurrir con normalidad la comedia se acaba. No parece plausible una
cotidianeidad apasionante.
No
obstante, es posible. Hay un secreto, que el mundo no conoce, para convertir en
una vía luminosa nuestra cotidianeidad hecha de tedio, rutinas, incomprensiones
y tocamientos de narices (de todas formas, si algún día llegara a ser muy rica,
antes de darle a los pobres, por eso del ojo de la aguja, me gasto un poco en un
chófer, así me las arreglo para ir al trabajo, a misa, al atletismo, al baile,
al catecismo, al fútbol, y entretanto me depilo las cejas, porque bastan tres
días de descuido y tiendo a parecerme peligrosamente a Brézhnev[*]).
El
secreto se llama sacrificio: el cansancio, en lugar de ser un obstáculo, es
otro nombre del amor; no es algo que frustre el amor, sino que lo hace crecer.
El amor no se consume con la fatiga, el amor crece.
Y
no me digas que para comenzar debéis hacerlo los dos: eso no me lo esperaba de
ti. Debes estar agotada, «en las últimas», como se dice en Roma. Porque tú
sabes que el amor, «que a todo amado
a amar obliga»[45], se provoca precisamente así, no hay otro modo: dando libremente, sin volverse atrás.
Si no, no es amor, es un
contrato. Y entonces, búscate un mayordomo.
Me
dices, muy púdica, que de vez en cuando te asalta alguna duda. Te traduzco, yo
que no tengo miedo. Hay días en que te preguntas si te has equivocado completamente.
Si elegiste a tu marido en un momento de fragilidad. Si no lo conocías
bastante. O si eres tú la que has cambiado.
Echa
fuera esos pensamientos diabólicos. Yo, que os veo desde fuera, te digo que
éste es el Hombre Adecuado. Sin duda. Y también te digo que esas dudas
también forman parte del paquete matrimonio. Le he arrancado
confesiones de ese tipo a personas que tienen vidas matrimoniales de manual, a
parejas de monumento, de esas que en tu museo personal interior
están en la vitrina central
de la sala roja, con el damasco y el cordón rojo alrededor.
Mi
tía Lucia estuvo prometida y casada con mi tío durante medio siglo (no lo
habrías adivinado, no demuestra más de cincuenta años). Los veía siempre
juntos, siempre alegres y en armonía. Quizá no sepas que él murió hace poco.
«¿Y no has tenido nunca ninguna duda?», le pregunté mientras lo recordábamos
juntas. «Sólo te digo —me respondió— que cuando desde fuera ves una familia
feliz, con todos los hijos sentados
a la mesa, perfectos y obedientes, la madre y el padre sonrientes,
que sepas que con seguridad han puesto una cortina en la ventana. Son
personajes de cartón, con una musiquilla de fondo y risas enlatadas. Detrás,
seguro que hay alguno que está pensando “Ahora cuento hasta diez antes de
responder”. Y algún otro que no lo consigue. Pero incluso tras la cortina de happy family, se puede querer seriamente».
Al
toparse con la cotidianeidad, con la rutina, con los quebraderos de cabeza, con
las cargas que hay que llevar, no hay príncipe (ni princesa) que no se
transforme en sapo. Al contrario que en el cuento. Y tú que creías que ibas a
transformarlo con tu beso, haciendo que aparecieran la corona y el armiño.
Entonces, precisamente entonces, es cuando tenéis que cambiar de marcha en
vuestra historia. Es lo único que se puede hacer.
A
no ser que tú te pongas a cultivar recuerdos, recuerdos en los que los hombres
del pasado aparecen todos envueltos en un halo de perfección.
No
me digas que ahora me vas a salir de nuevo con aquel médico que conociste en
Boston durante el doctorado, que yo creo que tú te fabricaste casi todo en tu
calabaza: os tomasteis juntos tres o cuatro cafés, y aunque para meterte dentro
esa bazofia de Starbucks —el iced
frappuccino giant size cinnamon flavour
— necesitas una hora, me parece demasiado poco tiempo para que sigas
pegada a aquello como una lapa, para que continúes soñando con él a intervalos
regulares cada diez años.
O
puedes empezar a dar rienda suelta a tu fantasía, a inventarte historias con
personas que en realidad no conoces y a las que puedes moldear a tu gusto, de
todas formas qué importa, sin tener el inconveniente de enfrentarte a la
realidad, que al final es un embrollo, un desagradable quebradero de cabeza.
Hay
también, aunque ésa es habitualmente la actitud que adoptan los hombres, quien
comienza a volcarse en el trabajo, fuera de casa, para no tener que trabajar,
más bien, en una relación que no funciona, como si existiera alguna relación
que funcione sin mantenimiento.
Nosotras,
las mujeres, corremos a veces el riesgo de escapar de nuestros
maridos dedicándonos a los hijos en cuerpo y alma, y este riesgo es más
furtivo, porque ¿quién podría acusarte de ser una madre demasiado dedicada?
Mientras que vigilar el corazón, para que no palpite por otro hombre, es más
fácil, los hijos pueden ocupar el lugar del hombre sin que una ni siquiera se
dé cuenta.
Y
además, obviamente, están las traiciones. Es una de esas cosas que no puedes
preguntar cuando te encuentras con las antiguas compañeras de instituto, pero
¿cuántas de ellas (o cuántos de ellos), en estos veinte años, han logrado tener
la lucidez de comprender que la rutina y los calcetines por el suelo les
tenderían también una emboscada con cualquier otro, incluido el fascinante
dermatólogo de los niños, de espalda ancha, chiste preparado y fácil cumplido?
Mira cómo está ahora Claudia por no haber tenido esa lucidez.
¿Y
cómo te explicas que una pueda aceptar la desolación de los encuentros
clandestinos, la infinita tristeza de volver a casa con los hijos, carne de la
carne y sangre de la sangre de dos personas, y no poder mirarlos a la cara por
el miedo a desvelar que ya no existe el motivo por el cual nacieron?
Puede
que uno se engañe pensando que puede controlar la situación y, de hecho, hasta
cierto punto se puede volver atrás. Pero ese punto se supera en un instante.
Guido,
por ejemplo, siempre dice que habría debido echarse atrás después de nuestra
primera cita, cuando en la cena hablamos del coche que entonces yo me tenía que
comprar. Para mí, sólo había un requisito
importante: que tuviera espacio
para un carrito en el portamaletas, y eso que apenas nos conocíamos. «Tendría que haber comprendido
inmediatamente que me vería rodeado de niños». Él sostiene que, realmente,
todavía está a tiempo de dejarme, pero te queda poco, querido, después de los
cuarenta no, no es leal: ¿quién me recogería, cerca ya de la descomposición y
con cuatro hijos?
Por consiguiente, Agnese, no me hables de tus compañeros de estudios, porque no quiero saber nada de ellos. No
existen. No puedes confiarles si discutes o no con Pietro, no te me hagas la
tontita. Nada de medicuchos americanos en Facebook, ni siquiera cuando Pietro
va a tirar la basura como el gran Lebowski, con los pantalones medio caídos, la
panza fuera y los zapatos en chancla.[46] Otra
posibilidad que tienes es hacer que vuestra relación dé un salto de calidad.
Recomenzar a trabajarla, ahora que no todo se da por supuesto.
De
hecho, te aconsejaría que antes que nada empezaras a trabajar en ti.
Últimamente estás tan simpática como una notificación de Hacienda. Será porque
te alimentas sólo de apio, y yo te diría que puedes esperar unos meses para
volver a ponerte en forma después de dos embarazos, de todas formas este año ya
te has quedado fuera de la selección para miss Italia.
Será
verdad que estás cansada, pero tu perfeccionismo te impide pedir ayuda;
yo
revisaría el horario de la señora que te echa una mano en casa.
Serán
las hormonas, que han aguzado tu arte, tu creatividad, tu resistencia de
triatleta en esa actividad que desde hace tiempo cultivas con tanta
profesionalidad y competencia: la lamentación.
Así
que, mientras te quitas la viga, deja tranquilo el ojo de Pietro, porque, según
creo yo, su brizna puede quedarse donde está. Más bien, pregúntate qué otro podría soportarte, a ti que algunas
veces eres tan ágil como bailar con esquíes. Pregúntate qué otro podría
sujetarte, a ti que eres tan equilibrada como una diva de
Hollywood en fase crepuscular después de descubrirse una nueva arruga.
Pregúntate qué otro podría tolerar
algunas de tus gravísimas psicopatologías, como la que te indujo a hacer que tu marido estuviera dando
vueltas por una docena de tiendas de tapicería hasta encontrar el matiz exacto
de verde petróleo sin el cual tu casa hubiera parecido irremediablemente vulgar.
Digamos
la verdad: ser tu marido, a veces, es un deporte de riesgo.
Entonces, frente
a la sabiduría de quien no tuvo hijos, trabajo,
marido, casa que llevar ni días de veinticuatro horas
de sol —ése es el problema—, y escribió que amar no sería mirarse a los ojos,
sino mirar juntos en la misma dirección, yo os diría que reencontrarais, y rápido, el modo de miraros también
a los ojos, de vez en
cuando.[47]
Organízate,
exprime a los abuelos, tómate unas vacaciones, olvídate un poco de la casa, sal con Pietro,
colócalo bajo una buena luz y míralo
un poco, sobre todo
para que te acuerdes de por qué te casaste con
él.
Además,
como ya te he dicho, estate atenta a no exponerte a esas situaciones de allumeuse[48] que tan bien te sientan. Tanto porque sabes bien
que eres muy guapa como porque dentro de poco las dos seremos piezas de
coleccionista, rarezas para apasionados de los modelos de época, de esta época que
dices que todavía es la tuya, sobre todo cuando tienes tiempo para abrir el
armario y no ponerte lo primero que caiga al suelo cuando abres la puerta.
Y, sólo un instante
antes de adoptar
el tono de «esta noche hacedles un caricia a vuestros niños», un último consejo:
evitad hacer dos vidas paralelas.[49] Un
riesgo concretísimo cuando trabajan los dos y se quiere estar con los hijos.
Mantened espacios comunes, aun cuando, a veces, hacer las cosas los dos juntos
sea más trabajoso que hacerlas solos. Es verdad que con tus modos y tus tiempos
te las arreglas mejor. De hecho, no
te digo que hagáis una reunión de dirección cada vez que haya que cambiar una
bombilla, pero tenéis que compartir alguna tarea, tenéis que conservar alguna
actividad que hagáis los dos: no es algo que, como pueda parecer, ocurra por sí solo.
Mira
que yo, como dice Roz, la babosa de Monsters,
te estoy vigilando (pero siempre con cariño).
Tu amiga,
C.
Hay
un sacerdote en Perugia a quien deben mucho muchas personas. Se llama Ignazio
Zaganelli, para nosotros Doni. Es verdad que tiene una capacidad de captar
matices parecida a la de un recién nacido a las dos horas de vida, que sólo
distingue luces y sombras. Dispara desde el ambón juicios tan nítidos que,
cuando se da la vuelta, uno comprueba si, por un acaso, despuntara por debajo
de la casulla una espada de fuego.
Yo, que soy de natural granítico, en comparación con él, me parezco
a Mariano Rumor, parezco una página
del Corriere della Sera de los años cincuenta.
Sin
embargo, para nosotros, niños que íbamos al catecismo con él, resultaba muy
tranquilizador tener aquellas
certezas sólidas, carentes
de aristas, nunca
oblicuas. Nos bebíamos sus palabras con alivio; con él siempre
sabías de qué parte estaba
la verdad, algo que, de pequeños, era agradable tener delimitado rápidamente y sin esfuerzo.
Después
llegó la adolescencia, la presunción de saber una o dos cosas, las ganas de
oponerse y los suspiros de impaciencia durante sus homilías.
Al
final, nosotros, sus feligreses, decidimos que no podíamos pasar sin él, y de
hecho, a fuerza de oraciones, impedimos que muriera de un infarto.
En
la boda de una prima mía decidió ignorar por completo al novio, y dirigirse
exclusivamente a ella durante los cerca de cuarenta minutos que duró la
homilía.
«Ahora depende todo de ti, querida novia. De la mujer, en primer lugar,
es de la que depende la vida o la muerte del matrimonio. Sé buena, dulce, con
un corazón abierto. Sumisa no en la lógica del dominio, y por tanto de la
violencia y la obligación, sino en la del servicio espontáneo, voluntario.
Dispuesta a anticiparte a los deseos, dispuesta a acoger».
Conforme Doni iba hablando, la sonrisa de la novia
iba desapareciendo —¿en qué
berenjenal me estoy metiendo?— y la del novio se iba convirtiendo en una risita
sarcástica: Yo también estoy aquí,
¿me ha visto usted? En cuanto a los invitados, competían para ver quién
resoplaba con más impaciencia, aparte de aquellos que, como yo, aprovechaban la
jugosa ocasión para echar un sueñecito en el banco de madera, por mucho que lo
hubiera diseñado un sádico (cuando se tiene un recién nacido propenso a los
gases se puede dormir en cualquier posición). «Ese tío está loco», fue el
comentario más benévolo que se pudo oír después a la salida de la iglesia.
Ciertamente,
como es notorio, Doni no tiene el don de la mediación, considera que las
matizaciones constituyen una enojosa inutilidad, pero también en aquella
ocasión tenía razón. Éste es el momento histórico de salir de la lógica de la
dominación, que también para Ratzinger es una perversión de la relación hombre-
mujer, y no sólo
para todas las Lidias Ravera y las Natalias Aspesi del periodismo.[51] Sólo que el mecanismo de la dominación no se
desquicia con la lógica de la emancipación, que si se mira bien es la misma que
la de la dominación, es una especie de venganza. Se sale de dicho mecanismo con
la lógica de la mansedumbre.
Amarse
para siempre es dificilísimo, casi imposible. Nosotras, que somos más
generosas, más acogedoras, más aptas para coser, para tejer, para hacer sitio
al otro, para mantener la unión, debemos hacerlo las primeras.
Y
el mismo Pablo de Tarso que nos
invita a la sumisión, dice que llegará un día en que ya no habrá ni hombre ni mujer. La mansedumbre es, por tanto, la
curación de una relación de dominio que ha marcado a los dos sexos durante toda
la historia y que, al final de la historia, ya no existirá. «Reaccionaria,
integrista, papólatra, portavoz de la opresión religiosa masculina y machista,
cancerígena y contaminante como las antenas
en forma de cruz de Radio Vaticano». Me adelanto a las críticas
que recibiría si alguien
leyera estas líneas;
críticas extraídas de una intervención efectuada en el congreso
«El sujeto lésbico», que he leído
con gran provecho
y cuyo objetivo es invitar
a las mujeres a una «cólera furiosa y pecaminosa», considerada como la única
liberación posible.
Seré
reaccionaria, pero veo una gran soledad en las mujeres que han decidido dejar
de acoger, y también entre los hombres oprimidos por ciertas relaciones que
parecen disputas contractuales.
Soy
contraria a la paridad entendida vulgarmente, no quiero un marido mayordomo,
cada uno debe hacer lo que sabe hacer. El único deber es la sonrisa. Cuando
empiezo a esbozar este modo mío de ver las cosas, si hay un hombre que
participa en la conversación, me pregunta si acaso no tendré una amiga para
presentársela. Desgraciadamente, mi tasa de éxito como Cupido anda en torno al
uno por ciento.
Y
si encontrarse es ya una especie de milagro, un matrimonio indisoluble parece
fruto de complicadísimas conjunciones astrales, de esas que se presentan una
vez cada tres siglos.
No
obstante, en buena parte es cuestión de voluntad.
La
espontaneidad no puede ser un estilo de vida o una vara de medir. Y, en cierto
momento, la emoción ya no encaja mucho en el amor, o al menos no puede ser
dominante.
Aunque
sí parece serlo así, dominante, casi por doquier. En la comunicación, en casi
todos los periódicos y telediarios, que claman invitando a no usar el cerebro,
y también en el cine. El club de los
poetas muertos, que hace años fue un acontecimiento, al final, si se piensa
un poco, no es más que una exaltación de la emoción como fin en sí. Pero la
emoción es un modo, un canal de comunicación, no un contenido. ¿Cómo se puede
sostener todo sobre ella?
La
indisolubilidad del matrimonio te cierra todos los demás caminos, pero te abre
una autopista. Comienzas a esforzarte en amar también los defectos, no se los
echas en cara, sino que los acoges. Ya no te planteas
el problema de si la situación te agrada
o no, sino de cómo hacer que las cosas funcionen, dado que tienen que continuar
adelante, a toda costa.
Entonces
empiezas a vivir lo ordinario (incluidos quebraderos de cabeza, costumbres que
te sacan de quicio, diferencias y aburrimientos) con amor, transfigurándolo. Y
cuando comienzas a donarte, se te ocurre pensar que es tan bello vivir así que
casi te preguntas dónde está el supuesto engaño. No lo hay.
Distinguir
enamoramiento y amor no significa renunciar a los sentimientos: puedes seguir
experimentando un vuelco en el corazón después de las innumerables lavadoras y
las cuotas mutuas de tareas compartidas. Porque, a veces, sentimiento y
voluntad están juntos, como también conviven la renuncia a la propia comodidad
y el placer, contrariamente a todo lo que nos quiere hacer creer la cultura
dominante.
Las
parejas que funcionan, que aprenden a donarse, no renuncian al placer. Sólo
que, a veces, han de tener la paciencia, el tiempo y el empeño para buscarlo,
para encontrar la pulpa entre la corteza de las complicaciones de la vida. Una
tarea bellísima de la que se priva el que vive de los primeros encuentros, el
que quiere su propia historia de amor al margen de las bajezas de lo cotidiano.
Que supuestamente debería ser un modo de vida dorado y felicísimo, libre y
liviano, pero que yo, esa felicidad, en quien por fin se ha liberado, no la veo
por ningún sitio. Por el contrario, haber banalizado el sexo no le ha hecho
mucho bien. Sin el sentido del límite, de lo prohibido, sin la sacralidad que
venía del «riesgo» de concebir, sin la dificultad propia de conquistar algo,
desde el momento en que es algo accesible desde muy jóvenes, con extrema
facilidad y sin empeño alguno, no ha quedado mucho de él.
De
todo eso, nosotras, las mujeres, somos más responsables que los hombres.
Creyendo emanciparnos nos hemos vendido
por un plato de lentejas: hemos adoptado el modo masculino de concebir la sexualidad. Éramos
las guardianas de la vida, ya no lo somos. Nos hemos emancipado, es
verdad, ya no dependemos de nadie. Sin embargo, corremos el riesgo de perder la
dedicación recíproca total que nosotras queríamos, que pretendíamos. Que está
inscrita en nuestra carne.
Y
el problema es que, a cambio de la libertad obtenida, las primeras en sufrir
somos nosotras. Sufrimos nosotras y sufre todo el mundo, porque si no lo
hacemos nosotras, ¿quién custodiará el amor por la vida?
Elisabetta
o
Estamos en misión por cuenta de Dios
Querida Elisabetta:
En
algunos casos, una prueba de embarazo positiva es algo tan agradable y deseado
como una patada en los dientes. Me hago cargo de la situación. Tienes razón. Tu chico, que a veces parece tener doce años, la casa, el trabajo
y todo lo demás. Es verdad todo.
Pero
estas condiciones —digamos que ¿no óptimas?— no son nada comparadas con ese
«asuntillo» que ya late dentro de ti. Puedes dar la vida. Mejor dicho, puedes
dar el consentimiento para que la vida salga a la luz. Pero, sin tu
consentimiento, no se hará nada.
Hay
una persona muy pequeña que necesita que tú te hagas un poco más grande, un
poco más fuerte, y que la defiendas. ¿Qué quieres hacer?
Si
tienes miedo de perder tu vida, es verdad: la perderás. Desde hoy y durante
algunos años tendrás que custodiar la existencia de otra persona en todos y
cada uno de los momentos del día y de la noche. Pero, a cambio, la recobrarás,
tu vida, mucho más rica, más plena, más feliz.
Si,
en vez de eso, las preocupaciones que tienes son sólo de tipo práctico, te digo
antes que nada que «cada niño viene con un pan bajo el brazo», y esto es
totalmente cierto. Puedo dar testimonio.
La
providencia existe. Dios cuida de nosotros, sobre todo cuando decimos sí a la
vida, y nos fiamos de Él, sin hacer demasiados cálculos, sin apoyarnos sólo en
nosotros.
De
hecho, cuanto más te abandonas, más te da Él. No pretendo que hagas como Madre
Teresa que, cuando le convenía alguna casa para los pobres, se plantaba
delante, le arrojaba una medallita de la Virgen y rezaba, y unos días más tarde
se la regalaban. Ella era una santa de primera división. Pero, también
nosotros, cada vez que ha llegado un niño, nos hemos quedado asombrados de cómo
se arreglan las cosas al final.
Sacarás
de ti recursos —económicos, físicos, intelectuales, espirituales— que ni
siquiera pensabas que tenías: te vendrán valentía, audacia, fantasía y, en ciertos casos, energías sobrehumanas.
Está escrito dentro de nosotras, los hijos son el futuro. Y aunque ahora te
parezca no tener instinto materno, aparecerá cuando tengas al niño entre los brazos.
Sé muy bien que, hasta hace días, cada mocoso
que veías hacer sus caprichos te recordaba ese anuncio inglés
en el que una escenita
histérica de un niño era interrumpida con el rótulo «use condom», pero estoy segura de que tú
responderás a esta llamada de la vida, que evidentemente ha decidido fiarse de
ti. No conozco a ninguna madre que se haya arrepentido de haber tenido un hijo,
y sí que conozco a algunas que sufren por no haberlo tenido. Por lo tanto, ni
siquiera lo pienses. Desde el momento en que la prueba de embarazo da positivo,
tú ya eres madre.
Ahora
se acabaron las indecisiones.
Tienes
que defender a tu hijo como una tigresa, también de quienes quieren hacer que
veas el embarazo como una enfermedad, y como algo que se puede controlar hasta
en su más mínimo detalle.
No estás enferma, sentirás
algunas náuseas, eso sí. «¿Quieres vomitar mejicano o kosher?», me preguntaba mi marido en una
ocasión en que rodábamos un documental en Nueva York, ciudad en la que puedes hacerlo tranquilamente en la misma
Quinta Avenida, sin que nadie se
vuelva siquiera, el taxista se aparta a un lado y vuelve a arrancar sin inmutarse. «I’m pregnant», intentaba explicar,
«I’m not drunk». Para una
señora, la reputación es algo muy importante, aun cuando no esté en su mejor
momento.
Podrán aparecer
otras molestias, lo admito, aunque alguna loca que yo conozco
ha corrido maratones y escalado montañas con el barrigón. Yo te diría que no tienes que tomar precauciones especiales, salvo las que dicte
el sentido común,
por ejemplo, no hacer puenting en
el Pirellone[52], no inscribirte en
campeonatos de motocross y, probablemente,
no hacer tampoco como yo, que una vez rompí aguas durante una carrerita. La
noticia (todavía no estaba recuperada, y se lo dije) hizo que el médico, que al
principio me había escuchado con aséptica profesionalidad en el hospital,
perdiera el aplomo (me roció una buena granizada de insultos en dialecto
cerrado de Perugia). Porque aquello no estaba programado, porque nada fue como
estaba previsto, pero, como sabes, al final todo fue bien. El hecho es que en
el momento del parto no hay nada predecible: cuando una se enfrenta con algo
tan grandioso como la vida que nace no hay mucho que hacer más que abandonarse
a la potencia de lo que está sucediendo, como también pasa en la única ocasión
que, según creo, puede compararse con ésta: la de la muerte. Lo único que
tendrás que hacer, simplemente, es
no resistirte al dolor. Es algo tan
difícil como hacer pasar un pollo asado por la nariz, como algunos dicen, pero
se sobrevive, como han hecho millones y millones de mujeres. A menos que
quieras escuchar a los médicos que te invitan a programar, a controlar. El camino más fácil, para
ellos, es resolver todo con una bonita cesárea (que aquí en Italia está muy de
moda), o también con una epidural. En algunos casos será ciertamente una
bendición, pero a menudo sólo sirve para hacer que circule un poco más el
dinero (follow the money sirve también
en este caso) y, según creo, para hacer que te des
cuenta
de que tú sola no puedes hacerlo.
En cuanto
al hipercontrol del embarazo, yo he huido de varios
médicos (uno de ellos era un ginecólogo católico fuera
de serie) que con gran soltura me programaban la amniocentesis, previo pago,
obviamente. Aun cuando tengas veintisiete años, una edad en la que el riesgo de
que el niño tenga taras genéticas (porque eso es lo único que se descubre) es
mucho menor que el de matarlo en el análisis. Otra doctora me invitó a darme prisa
con los controles porque «después viene Navidad y, si hay algún problema con el niño (léase no está sano y por
tanto “tienes que” eliminarlo), ¿qué hacemos?».
La
práctica se ha extendido, se acepta convencionalmente y, al parecer, ya no
se cuestiona: hay que saber desde el principio si el niño tiene algo que no va
bien, de este modo el «problema» se puede eliminar,
¡matando al niño! Una idea curiosa
de lo que es la terapia y la curación.
A simple vista, cada vez se encuentra uno
por la calle menos niños Down, y no sé si será, como espero, porque se
engendran menos con esa enfermedad o porque son eliminados antes de nacer. El hecho es que, en cierta ocasión,
vi a una niña Down en la playa, rubia y con un bañadorcito rosa con princesas,
lo mismo que el de mis hijas, y no pude por menos que ofrecer una sonrisa de
consuelo, reconocimiento e ilimitada admiración a su valiente, afectuosa y
heroica mamá, que, habiendo podido hacer un diagnóstico previo, decidió no saber, o que, conociendo la verdad,
decidió no suprimir a esa hija.
Pobre
niño, al que a cada poco le hacen jugar a la ruleta rusa, y que está allí
encogido pensando «¡Esperemos que me tengan, esperemos pasar el control!».
Porque, por ahora, hasta la ciencia más trivial dice que lo que vivimos antes
de nacer deja una huella en nosotros. Tan cierto
es, que las mamás modernas, si sus retoños han superado brillantemente todos
los exámenes, les hacen escuchar a Mozart cuando están
dentro del vientre.
Sería mejor hacerles
escuchar una voz que
dijera con seguridad: «No te preocupes, pase lo que pase somos tus padres, y
afrontaremos juntos lo que ocurra».
Que
sepas que, si dices sí a la vida, también yo estaré lo más cerca de ti que
pueda, incluidas ropita y otras cosas necesarias. Sobre todo, porque a nosotros
— porque la Providencia existe— también nos han provisto con generosidad. Hemos
llegado a convertirnos en un centro de distribución, de vez en cuando alguien
me llama: «¿No tendrás un disfraz de Spiderman talla cuatro? ¿Y unas botas de
fútbol del número treinta y uno?».
Ayer, Livia, preocupada, me
preguntó: «Pero cuando sea grande y este pijama ya no me venga, ¿qué haremos?».
«Compraremos uno nuevo, tesoro, no te preocupes». ¡Ah! No te puedes imaginar
cómo se ha quedado de asombrada al enterarse
de que la ropa, que habitualmente llega a casa usada y en bolsas,
también
se puede comprar si hace falta.
Así que estaremos cerca, pero sobre todo el Dios
de la vida estará de tu parte.
Y, entonces, ¿qué miedo vas a tener?
Un abrazo fuerte fuerte, para ti y para tu criaturita.
C.
La
maternidad es la primera vocación de la mujer.
No la única, pero sí la primera. Está inscrita en la naturaleza, está
inscrita en nuestro cuerpo. Durante el embarazo, la mujer es una y dos
simultáneamente: algo perturbador que, con toda seguridad, al cerebro de un
hombre quizá lo hiciera estallar. Al
de la mujer no, ella está hecha para ser dos sin perderse, lo mismo que es
capaz de estar aquí y en otro sitio, de hacer una cosa y muchas otras a la vez,
facultad que es notoriamente desconocida para el hombre. Ya desde el embarazo, haciéndole sitio a
otro en sus entrañas, la mujer se prepara para hacer sitio en la casa, en la
vida.
Es una cualidad de todas las mujeres, no sólo de las madres. Sea con
hijos naturales o no, la mujer tiene que acoger la vida. Se puede ser maternal
aunque se escoja otro camino: conozco a muchas mujeres maternales que no han
tenido hijos. Lo son con los amigos, con los colegas, algunas también con el
trabajo. Lo son las que se ocupan de los hijos de los demás. Y puestos a hablar, también conozco a alguna madre muy
poco maternal.
Las
que rechazan esta vocación de acoger a aquel que es más pequeño —se pueden
encontrar algunas también entre las madres biológicas— viven tristes,
desilusionadas y resentidas, son iracundas y celosas. Están divididas
interiormente. Quieren afirmarse y se deforman. Se encuentran perdidas, y no es
por culpa de los demás, de los varones, del poder,
y no sirve ninguna de las lamentaciones de costumbre sobre la sociedad
de la comunicación: se han perdido por sí solas. Por el contrario, la
maternidad ofrece la posibilidad de aprender a gastarse. Y las mujeres que la
descubren engranan una marcha nueva. Florecen. Ciertamente, no quiero decir que
todas las madres sean santas, o perfectas, o incluso sencillamente buenas. Con
sólo intentar pensarlo, en mi caso, aparece ante mí la imagen de mí misma vieja
y abandonada, y todos mis hijos psicoanalizándose durante años para intentar
poner remedio a mis numerosos errores. Ya me
imagino al mayor —que de vez en cuando escribe guiones para películas,
rebosantes de espías destripados y explosiones cruentas—, ya encanecido,
presentando en Cannes una película sobre una madre insoportable, posesiva y
obsesiva que destaca al fondo, en fundido de entrada, cada vez que él intenta
ser feliz. Todos sabemos el daño que
podemos hacer nosotras, las insoportables y tentaculares progenitoras. Pero si
una intenta acoger la vida, con honradez, con humildad, buscando limitar los
daños, te puede llegar a convertir. Te puede ayudar a ser menos egoísta.
Decir
sí a la vida también significa decir sí a toda una serie de cosas, no todas tan
enormemente agradables como cuando el pepón se queda adormilado, ebrio de tu
leche, con la cabeza echada hacia atrás en el hueco de tu brazo, total e
irresistiblemente abandonado a ti (y tú desearías aprovechar ese respiro para
rascarte un punto inalcanzable de la espalda). Significa también decir sí a
llenar de dinero la máquina expendedora de zumo de frutas, a las conversaciones
con las maestras, que te darán más miedo que el Director General de la RAI, a
las tardes en el cine a cuatro patas entre las butacas intentado recuperar las
gomas de colores redondas —no te puedes imaginar lo rápido que ruedan hacia la
butaca del vecino más irritable de la fila— y a las agotadoras y detalladas
explicaciones sobre la inoportunidad de golpear a un hermano en la cabeza con
una astronave metálica de juguete.
Decir
sí a la vida significará también aceptar la inestabilidad emocional y la
necesidad de apoyo y consuelo cuando tus hijos estén de mal humor y decidan
echarte la culpa a ti, y se pongan además a presionarte un poco cuando estés
saliendo con media hora de retraso y una carrera en las medias (¿cuántas veces
puede funcionar en el trabajo la excusa «No me había dado cuenta hasta ahora
mismo»?); significará tener la remota esperanza de conservar al menos un pedazo
de mesa libre de las invasiones de los bárbaros sólo a costa de contratar un
servicio de vigilancia privado, incluido perro policía; significará pasar todo
el tiempo que los demás pasan enriqueciendo su bagaje cultural o mejorando
estéticamente su persona, formando una tropa de soldaditos, coloreando sin
salirte de los bordes o uniendo puntitos, pero más que nada preocupándote. De
las vegetaciones, de las tablas de multiplicar, de las amistades, de las
plantillas ortopédicas, de las inseguridades y de las palabrotas.
No
obstante, no hace falta ser perfecta para decidir abrirse a la vida, ni es
posible esperar a ser perfecta para educar a hijos decentes. Una lo intenta, lo
hace lo mejor que puede. Sabiendo que ninguna de nosotras está perfectamente
equilibrada, que no está libre de grandes o pequeñas neurosis. Sabiendo
igualmente que los errores son cosa de cada día, imprescindibles, pero
afortunadamente remediables. Cocinaremos demasiada carne y demasiado poca
verdura, nos pondremos de parte de la maestra — siempre, infatigablemente— aun
cuando esté equivocada y nuestro hijo pille una rabieta grandísima, nos
expondremos a una excesiva radiación ultravioleta, nunca sacaremos del todo las
manchas de las camisetas, nunca acertaremos con el jersey suficientemente
abrigado ni con la merienda suficientemente nutritiva para la excursión,
gritaremos «con los ojos rabiosos de fuego» al hijo equivocado, les echaremos
tantas veces el mismo sermón que al final les sonará, falto de sentido pero
familiar, a algo así como el letrero en alemán en la ventanilla del tren, nicht hinauslehnen![*]
Y si nos empeñamos
con todas nuestras
fuerzas en limitar
los daños (un excelente
programa de vida, a mi entender), alguno
considerará después que nos realizamos
sólo a través
de los hijos y, a veces,
el que lo diga será alguien que ha decidido,
más o menos libremente, no
tenerlos. Será inútil responder que también nos las arreglábamos bastante bien
antes de tener hijos, cuando estábamos obligadas a leer, a ir al cine, a viajar y a hacer deporte. Pero también
habrá otras que admitirán, por el contrario,
después de haber descubierto demasiado
tarde la maravilla
de tener un hijo,
la amargura de no haberlo entendido antes. Conozco a muchas de ellas: son las
que han escuchado los consejos del mundo. Piensa primero en ti. Realízate,
invierte en tu trabajo, encuéntrate a ti misma.
Como si alguien
se pudiera encontrar en su soledad,
y no con relación a algún otro. Después, cuando el tiempo ya se agotaba,
han tenido un niño, y ya no son las mismas, no las reconoces.
No
soy socióloga, no soy filósofa, no soy nada, pero me parece claro que la
contracepción ha puesto en nuestras manos un poder mucho mayor que nosotros
mismos, el poder de traicionar nuestra naturaleza, y de hacerlo de forma banal.
No hace falta ningún valor, no hay
en ello honor alguno, basta endulzarlo con un poco de azúcar y te lo tragas…
Creyendo haber tomado el control, le damos a una empresa farmacéutica el poder
de controlarnos: la capacidad de dar la vida, y también nuestro humor, nuestro cabello, todo tipo de
apetitos. Todo queda distorsionado
por la ilusión de que la tecnología, la medicina y la farmacia pueden
garantizarnos el bienestar y protegernos de los imprevistos.
Olvidemos
a Dios, por un momento. Aun así, un ser humano no puede controlar la
naturaleza, es una bomba que tenemos en las manos y que puede estallarnos en la
cara. Creemos poder programarlo todo, pero ¿cómo se puede determinar de antemano
algo que no se conoce? La cosa podría tener algún sentido si no tuviéramos nada
que aprender de la vida. Si la existencia fuera un viaje en el que nosotros,
como turistas, miráramos desde la ventanilla para elegir lo que nos gusta,
tomáramos y dejáramos a voluntad. En cambio, somos enanos con zancos, subidos a
ellos porque ni siquiera alcanzamos a la ventanilla, buscamos algo que entender
en este misterio que es la vida. Somos pobres diablos que buscan un sendero,
somos tierra que camina. Más que programarnos a nosotros mismos, somos
impenetrables para nosotros mismos, somos complejos y nunca completamente
reducibles a esquemas.
Somos
un misterio: no soy capaz de explicarme un montón de pequeñas locuras, lados
oscuros y contradicciones que veo en los demás, y que no veo en mí, pero
precisamente porque no los veo estarán en mí con seguridad.
Eso
sin contar otras muchas cosas que no me explico, como mi memoria selectiva, a
la que no hay forma de hacerle recordar la fecha de un armisticio durante más
de tres o cuatro horas, mientras que la trama de la novelita romántica más
trivial deja huellas indelebles. La estructura mental de un hombre, en cambio,
recuerda los días cruciales de la Primera Guerra Mundial, pero jamás la de un
consejo escolar.
Hay
un montón de misterios con los que no se puede hacer otra cosa más que
acogerlos. Nosotros no hemos escrito las reglas de la vida: las hemos
encontrado, y podemos aceptarlas o no, pero están ahí. Es verdad que algunas
son absurdas, como el hecho de que ese tío haya podido a llegar a ser tu jefe,
a pesar de la dificultad que tiene hasta para pronunciar su propio nombre; o el
hecho de que en Roma haya dos filas de semáforos en los cruces, una para
indicar rojo o verde y otra veinte metros después para quienes no se han parado
en el semáforo en el punto exacto (para mí, uno de los grandes misterios de la
vida es por qué el Ayuntamiento no
contrata a unas cuantas compañías
de tiradores de élite para eliminar físicamente a los que pasen de la línea blanca).
Aceptar las reglas quiere
decir adherirse a la realidad
(tengo que aceptar
que no es oportuno y que, bien pensado, tampoco se contempla en el
Evangelio eliminar físicamente a quienes no respetan los semáforos), a la
verdad de las cosas. Te hace salir
de ti misma, del egoísmo, de las neurosis, de la idiosincrasia.
Estoy
rodeada de personas descontentas, decepcionadas, desilusionadas, cansadas,
aburridas, furiosas, resentidas, celosas, envidiosas, llenas de falsas necesidades,
todos somos así. En cambio, la alegría es el indicio de que has empezado a
vivir sin tomarte a ti misma como medida de todo. Te abre horizontes que no podías imaginar. Comienzas a vivir,
y al vivir entiendes. Porque hay algunas cosas que no se entienden sólo
con la cabeza, sino también con las manos, las
piernas o las orejas.
Traicionar
la propia naturaleza no aceptando la maternidad, siendo así que hemos sido
agraciadas con ese don, es antes todo traicionarnos a nosotras mismas. Ni
siquiera hablamos de ese niño inocente al que evidentemente no se tiene en
cuenta. Sino del embrollo en que se mete la mujer.
He discutido infinidad de horas con amigas mías que consideran el aborto
como un derecho —no me meto aquí con las que cometen un error, sino con las que llaman «conquista» al error—, porque los
nombres son los vehículos de la verdad. Desgraciadamente, nunca he conseguido
transmitir el concepto fundamental: el aborto es ante todo una traición radical
para con una misma y quien está en contra del aborto, además de defender a los
niños, quiere también proteger del dolor a las mujeres. Mi capacidad
dialéctica, evidentemente, no va muy allá. Sufro del llamado esprit de l’escalier, las mejores
respuestas se me ocurren siempre cuando ya estoy «bajando la escalera» y
yéndome de allí. O puede que yo no sea demasiado vehemente. O puede
ser, también, que, para
quien ha vivido esta tragedia, admitir haberse equivocado de tal modo sea
demasiado doloroso, que quizá sea mejor olvidarlo del todo.
Una
puede equivocarse, pero no luchar para que ese sufrimiento se convierta en un
derecho. ¿Por qué pelear para permitir que las mujeres hagan algo que echa
sobre ellas una carga con la que es dolorosísimo convivir?
Además,
la única forma que queda después de quitarse de encima esa carga es
admitir haberse equivocado, poniendo así en cuestión una parte de la
propia vida. Una tarea muy trabajosa que, sin embargo, si se tiene el valor
suficiente, puede abrir horizontes de auténtica libertad. Quizá nuestras
bisabuelas ni siquiera se planteaban el problema de aceptar o no dar la vida.
No había anticonceptivos, el aborto era mucho
más difícil. La única realización posible era la familia. En muchos casos,
vista como una jaula. Por lo tanto, no echamos de menos aquellos tiempos
de muy pocas preguntas, cabeza baja y pedaleo forzado. Pero nosotras, ahora, sí
que podemos abrazar nuestro camino por propia elección, sin frustraciones, no
porque sea un camino obligatorio, o el único posible, sino porque, habiendo
estudiado y teniendo el mundo ante nosotras, hemos comprendido que vale la pena vivir
para dar la vida.
Si
aceptamos eso, saldremos de nuestra lógica asfixiante. Y entonces cada vez que
nos dejemos importunar por las exigencias de la vida daremos un gran paso
adelante. Cuando aprendas a estar en tu sitio, no sólo a soportar, sino incluso
a amar las cargas de la vida, no porque te guste sufrir —¿a quién le gusta?—,
sino porque sabes que esa fatiga le hace bien a algún otro, a tu marido,
a tus hijos, a quien decidas
echarle una mano, cuando llegues ahí, entonces habrás recorrido un buen trecho.
Mis hijos dirían —en el lenguaje de los videojuegos— que te has convertido en
un enano calvo de nivel cuarenta y dos…
He visto a muchas personas transformarse de este modo y comenzar a dar
la vida. No hablo sólo de madres y de padres, por favor. No obstante, los hijos
te obligan, por fuerza, a hacer ese camino. No han de hacerlo sólo las madres,
es verdad, pero para ellas el camino —de un día para otro tu vida ya no te
pertenece— es inmediato y apabullante.
Ya no decides cuándo
duermes, cuándo comes, cuándo te duchas. Ya
no decides cuándo estás de mal humor ni cuándo una jornada es anodina y
no decisiva. No decides cuándo leer o cuándo telefonear.
Con todo, he conocido a muchas mujeres inquietas que, en esta pérdida de
sí mismas, han encontrado la paz. No pobres frustradas, con vidas vacías y
deprimentes que finalmente han encontrado un porqué, sino también mujeres
ingenieros, médicos, abogadas, magistradas y profesoras de universidad. Mujeres
ya realizadas y felices que, en cierto momento, en la encrucijada, pasan a la
otra orilla y comienzan a servir. Renuncian
a ser estupendas en todo, renuncian a tener las manos arregladas y los zapatos
a juego con el bolso, la piel sin arrugas y conversaciones al día, y empiezan a
ocuparse de algún otro. No porque ya no les gusten los zapatos a juego y la
manicura, sino porque les gusta todavía más la felicidad de algún otro.
Y a
cambio, ¿cómo decirlo sin provocar dolor de muelas?, ¿qué se recibe a cambio? Besos,
lametones, roces, caricias y palmaditas cariñosas en la espalda, miradas de
adoración, declaraciones de amor, proposiciones de matrimonio —
indiscriminadas, de varones y hembras—, prestigiosos trabajos manuales de
guardería, audaces poemas de clase de primaria, montones de cartitas
escritas con letra temblorosa, «mamá, te quiero mucho», «papá es guapo»,
escucha incondicional y sin filtros
(si lo ha dicho mamá o, aún más, la autoridad suprema,
papá…), y puedes descubrir el poder curativo
de los besos y las tiritas, los brazos que consuelan y alejan
a los monstruos, los ojos que ven en la oscuridad y las palabras que revelan la
realidad.
Stefania
o
Que la fuerza te acompañe
Querida
Stefania:
Respondo a tu SMS conciso hasta el extremo:
«Estoy reventada».
Te entiendo, lo sé, cuidar
niños pequeños es una tarea sobrehumana, inenarrable. Pero no nos vamos a extender sobre
eso, ¿verdad? Quien
no ha pasado por ello se aburre de oír a las madres que se inciensan a
sí mismas por su heroicidad, y piensa que los relatos sobre sus fatigas diurnas
y nocturnas son de ficción. Por el contrario, quien sí sabe cómo son esas
fatigas no necesita destrozarse los oídos hasta sangrar escuchando
lamentaciones ajenas.
Qué
podemos decir, sino que una acaba por preguntarse si hizo algo hasta este
momento, en aquella agradable o, en cualquier caso, autodeterminada, vida de
soltera cuando enjuagar dos platos parecía algo trabajoso (de hecho, una vez,
las semillas de un melón estuvieron tanto tiempo en mi fregadero que llegaron a
germinar) y cuando las células cerebrales podían atacar, en compacta formación,
como un solo hombre, el texto de historia de la lengua griega. Ahora te parece
difícil hasta recordar el día en que el mayor tiene que ir a la escuela en
chándal porque tiene gimnasia, y se lo preguntas a diario. Porque esas dos
neuronas que te quedan, las pobrecitas, giran en redondo y tienen que ocuparse
en pocas horas de los datos sobre producción industrial del Instituto Central
de Estadística, de las cotizaciones a la seguridad social de la señora que
ayuda en casa, de lo necesario para la guardería, del vestidito de princesa, de
deberes escolares de varios niveles, del torneo de fútbol-sala y también, de
vez en cuando, de preparar algo de comer que no sea pasta a secas. Sabes que el
grito «¡He acabadooo!» surgirá de repente del baño en que está sentada una niña
en el preciso momento en que tengas que escurrir la pasta, y tendrás dos
centésimas de segundo para decidir entre pasta pasada y culito sucio. Sabes que
el recién nacido se despertará con precisión suiza en el instante en que hayas
acabado de colocar el lavavajillas, tender la ropa, preparar los bocadillos (en
tu opinión, ¿el tarrito de mermelada de la época prenapoleónica sigue siendo
homologable como merienda para la escuela?), comprar los materiales para los
trabajos de plástica (¿dónde encuentro yo una cartulina rojo Bristol a las doce
y cuarto de la noche?) y ya, finalmente, te hayas preparado una especie de
comida reparadora con todos los restos de la jornada y estés abriendo la boca
para hincarle el diente al tercer bocado. Y algunas actividades que al
principio te parecían auténticos latazos, como tirar la basura,
ahora son lo más relajante de la jornada: «¡voy yo, querido!». «No, voy
yo, querida mía, no te molestes». Siempre mejor que limpiar el baño, que con
tres hombres en casa corre el riesgo de parecerse peligrosamente al de una
estación.
¿Qué
consejos quieres que te dé, en estos primeros días de vida de tu bebé, sino que
te rindas? Ya llegaran los ajustes, la familia encontrará un nuevo estilo de
vida en el cual el niño no deberá ser el monarca absoluto. Ciertamente,
cambiarán las prioridades: la forma de elegir las vacaciones (la gente de tres
años no aprecia mucho la arquitectura), los amigos (la gente de cuarenta años
no suele apreciar mucho a la de tres), el coche (en cierto momento es
fundamental que vaya delante, mirando hacia atrás, y que haya mucho espacio
para bolsas para vómitos, chucherías y toallitas húmedas: no tienes ni idea de
cuántos dedos puede ensuciar una sola galleta de chocolate).
Durante
este tiempo, mientras estés en rodaje, por la noche, debes caminar muy pegada a la pared, de modo que si te quedas dormida
de pronto y caes al suelo
a plomo como un muerto, no te golpees muy fuerte en la cabeza. Porque por la
noche los hijos sacan lo peor de sí mismos, a veces están nerviosos, siempre
están cansados, pero hay que abatirlos a tiros antes de que admitan que tienen
sueño. Antes, tú habrás tenido que corregir los deberes, alimentarlos, preferiblemente
no sólo con regaliz, quitar incrustaciones de barro o de regurgitaciones
lácteas o de ketchup, dependiendo de las edades,
preparar mochilas y ropas para el día después,
acompañarlos con dulzura hasta los brazos de Morfeo con lecturas de cuentos, besos
y oraciones, y mantener la calma diciendo que no inflexiblemente a las
exigencias más fantasiosas, cuando, en vez de todo eso, lo que tú querrías es
comprar un cuarto de hora de sueño a cualquier precio, por ejemplo,
echándoles un bote entero de
Nutella entre las sábanas.
Te será útil saber que, si
vas al baño, y si todavía conservas el privilegio de poder cerrar
la puerta, si apoyas un rollo de papel higiénico
contra la pared,
puedes usarlo como cojín de fortuna y dormir unos segundos. Años de
experiencia te enseñarán, además, a adoptar en misa un aspecto de gran
concentración y rapto místico, lo cual te permitirá dormir un buen puñado de minutos, y si es de domingo o día de fiesta una media hora,
quizá incluso sin roncar. No te
aconsejo hacerlo en los semáforos, aun cuando a mí me ha pasado y la proverbial
cordialidad romana me ha despertado a golpe de claxon y de «¡Mira ésta,
hombre!, ¿te hemos molestado?»[53].
Otro
recurso decisivo, cuando la crisis llegue a ser inmanejable y tú te jures una y
otra vez que cuando salgas de ella sacarás partido de tu experiencia para
emergencias internacionales, es que vayas a darte una ducha. Los recién nacidos
no paran de llorar, pero tú, una vez que te hayas asegurado de que sólo se trata
de un capricho, con el ruido del agua no lo escucharás. Sobre todo si cantas a
pleno
pulmón, con el debido entusiasmo, Il Perugia è uno squadrone, el himno del 78. O bien Staying alive, que más que una canción de los Bee Gees, en ese
momento, es tu firme propósito para la jornada.[54] Reducir
las expectativas es, con seguridad, algo sano, y hay momentos
en que aspirar a sobrevivir es signo de equilibrio.
«¡Con
el primer niño eras mucho más puntual!», decía moviendo la cabeza la maestra de
la guardería cuando me presenté sudando y jadeando y dejé a Livia descalza
sobre el mármol del pasillo, porque la campana ya había sonado y tenía que
recoger a los otros tres. ¿Qué culpa tenía yo, si cuando estaba saliendo,
siempre al filo de la catástrofe de los niños abandonados en la calle entre las
miradas reprobatorias de las mamás provistas de hijos sin manchas de grasa e
incluso peinados, me telefonearon para recordarme lo de escribir las notas para
los regalos de fin de curso de las maestras? «¿Las tienes preparadas?». Tengo dificultad para articular la palabra
«no», sobre todo cuando me asignan alguna tarea. Escribir las notas que
faltaban y recorrer el trayecto casa-escuela a la carrera con una niña en brazos —una especialidad olímpica—
en un minuto treinta y cinco
limpios es una de las empresas atléticas de las que estoy más orgullosa, aunque
puedo jactarme de un digno dos catorce en los
ochocientos.
Por
tanto, reduce las expectativas, no te dejes atrapar por la ansiedad si de vez
en cuando asoma un calcetín por debajo del sofá, si no tienes las piernas
suaves como la seda (te doy un máximo de quince días para retomar ese asunto,
pero antes de que tu marido empiece a mirar lánguidamente a la señora de la
charcutería), si no estás al día respecto de lo que sucede en el mundo (dado
que eres periodista como yo, de vez en cuando, quizá, una ojeada a los
titulares, justo para asegurarte de que Italia no haya entrado en guerra o haya
salido del euro mientras tú estabas lavando a mano los pijamitas con Napisan[55]:
¡yo, desde el tercer hijo en adelante, lo echo todo a la lavadora!).
Es
sano reducir las expectativas cotidianas, ser un poco tolerante con la parte
más pachorra y menos fiable de ti misma. Los hijos sobreviven igualmente, aun
cuando se contravengan ligeramente las reglas del destete: «¿No querrás decirme
que ese cerco marrón alrededor de la boca desdentada de Lavinia (nueve
meses) es realmente
ciruela?», me preguntó palideciendo la reina de lo higiénicamente correcto, que
es mi hermana. Tú, que tienes valor, dile
a mi hermana —pero no a la pediatra— que era un Oro Ciok[56] al
chocolate fundente, porque a una cuarta hija una sería capaz de darle hasta
medio litro de cerveza y un puro con tal de preparar la cena en paz. Dile tú a
mi hermana que a mediodía, a la hora en que las madres vuelven de la playa para
evitar a los niños los rayos de sol dañinos y para prepararles un plato sano y
reparador a base de verdura y pescado fresco, yo bajo con los míos y con varios
cestos llenos de bocadillos libres de todo vegetal, cestos en los que lo más cercano
que hay a una vitamina
es la lata de naranjada
(digo yo
que habrá tenido algún vago contacto con una naranja de carne y hueso,
aunque sea temporalmente).
Tú
también llegarás a ser muy tolerante con las reglas de mantenimiento de la casa
(¿cuál es el número máximo de marcas de lápiz de ojos verde que puede haber en
una pared para seguir considerando que está limpia?), con la puntualidad, con
el orden en los dormitorios de los chicos (digamos que mientras se entrevea la
cama la habitación se puede catalogar como «en orden»). Estate tranquila, que
todo lo que has sembrado en tus sermones dará fruto algún día. Tú, entonces,
probablemente ya estés muerta, pero los frutos llegarán. Desde el campamento de
verano donde estaba Tommaso, la
catequista me felicitó por teléfono por el orden de la habitación y de la
mochila de mi hijo. «Te has
equivocado de número, Letizia, soy Costanza,
¿no me reconoces?». «Sí, lo sé, tienes un hijo ordenadísimo,
felicidades, ¿cómo lo has hecho?».
¿Cómo lo he hecho? ¡Ciertamente, no lo sé! He
gritado todas las tardes durante los últimos diez años de mi vida, he recogido
calzoncillos, calcetines, millones de piezas de Lego (somos accionistas de esa
fábrica danesa), cada noche he afilado los mismos lápices mordisqueados, he
cambiado forros de libros perforados cotidianamente en tiroteos escolares,
trescientos sesenta y cinco días al año, es decir,
cerca de cuatro mil tardes consecutivas, siempre en vano, siempre con la
certeza de haber engendrado las criaturas más desordenadas de la especie (será
una tara genética, me decía viendo el armario de mi marido). Y ahora este
desgraciado de hijo, ¿qué hace? Se va al campamento de verano y se convierte en
un niño modelo.
¿Por
qué, entonces, no lo es también en casa? ¿Por qué la visión de su dormitorio
cada tarde me inspira el deseo de liarme a cabezazos rítmicamente con su mesa
de trabajo? Y ni siquiera puedo beber para olvidar, porque soy abstemia.
Si
os puede servir para ahorraros el psicoanalista cuando seáis mayores,
muchachos, os diremos nosotras mismas por qué os gritábamos siempre: porque
erais unos desastres. Maravillosos, geniales, simpáticos, muy dulces, pero unos
desastres. Perdíais chaquetas, olvidabais los deberes, desesperabais maestras,
peleabais por motivos inexistentes y nos obligabais a examinar minuciosamente
cuestiones que nos agotaban particularmente. Sin embargo, os queremos mucho. También cuando papá se precipita dentro de
vuestra habitación, de vuelta de un viaje de trabajo a Arabia «Esaurita[57]»,
y vosotros apenas alzáis la cabeza para preguntar «¿Qué me has traído?». También cuando os llevamos
a ver la exposición de
Chagall y lo que más os llamó la atención fue una Cipster[58] en el suelo; o cuando convertisteis en vomitivo
el majestuoso cambio de la guardia de los coraceros del Quirinal por dedicaros
con todo entusiasmo a devorar un kilo y medio de helado de mora. Os queremos
mucho aunque os arranquéis manojos de pelo para conquistar el «comelomando» de
la «tevedisión».
Querida
Stefania, no dejes tú tampoco de mirar llena de esperanza a esas irresistibles
madejas de defectos que serán tus hijos. Sobre todo, no abandones nunca la
oración, que nunca como en esta época es la roca de la vida, muy fácil de
practicar durante la lactancia, y si te quedas frita mejor, como decía mi
abuela: la acaban los ángeles en el cielo. Pon, abandona, a tu hijo en manos de
su Padre y de su Madre, y ponte tú también en ellas: si no es con este
pensamiento, ¿acaso se puede uno enfrentar a este mundo de un modo razonable y
obligar a enfrentarse a él a una criatura débil e indefensa?
Segundo
y último consejo, antes de aburrirte del todo: aprende a establecer prioridades
desde estos primeros días: un ejercicio que a mí, personalmente, me desgarra el
corazón, a mí que soy —como dice mi marido— la reina del rompecabezas, del
hacer mucho cuanto antes, del mientras tanto ponte a hacer aquello, del en caso
de que te sobrara un minuto… Nosotras, las mujeres, tendemos al hipercontrol, y
puesto que con frecuencia la lucha se da en varios frentes, es fácil perder la
brújula. Hay que aprender un poco de humildad, y admitir que no podemos con
todo, de hecho, que no podemos con casi nada.
Entonces,
estos mismos días en los que tu vida está patas arriba pueden acabar siendo
preciosos para aprender a elegir, cosa
que ahora tienes que hacer necesariamente. Tómatelo como un tiempo oportuno para establecer prioridades en tu vida, aprendiendo una gimnasia que desde hoy en adelante
te enseñará a elegir, cada vez con
mayor naturalidad, no sólo entre el bien y el mal, lo cual es normalmente bastante
fácil, sino entre dos bienes. ¿Qué bien es más importante?
¿Cuál es urgente (no siempre hay que hacer en primer lugar lo más importante)?
¿Cuál es necesario y cuál accesorio? Cuando comprendas cómo se hace
todo eso, me lo explicas.
Aprende,
tú que quizá seas capaz, a trazar círculos concéntricos: la familia en el
centro, y con ella el Evangelio se aplica literalmente. No obstante, atención.
Ahora, el niño parece el jefe de la casa, pero es su padre el que tiene que
serlo. Dedicarle tiempo a él, al grande, te parecerá casi siempre que es algo que
se puede posponer, y de hecho nunca será tan urgente como cambiar un pañal
empapado. Pero estate bien atenta a no olvidarte de hacerlo, por él, por ti y
también por el niño, que se nutre de una pareja que funciona. Dios mío, no te
digo que tires cohetes, pero al menos intercambia con él de vez en cuando un
saludo. Como puedes ver, la teoría la tengo clara…
Dudo
que hayas seguido leyendo hasta aquí sin haberte quedado sopa. Pero, si es así,
¡gracias! No hay cosa más gratificante que repartir consejos, aunque no te los
pidan.
Un
saludo afectuoso de tu amiga siempre dispuesta a sermonearte.
C.
En
general, nosotras, las madres de esta generación, llegamos con pocos recursos a la convulsión que provoca la responsabilidad de una vida totalmente dependiente de nosotras. Para una gran mayoría de nosotras, se trata de la
primera vez en que renunciamos completamente a nuestra libertad, a la
autodeterminación, a veces a nuestras comodidades. Hemos crecido, y no sólo
nosotras las mujeres, con la ilusión de tener el mundo a nuestros pies. Con
todas las posibilidades, todas las opciones, todas las informaciones también.
Después, de repente —cuando a lo largo del día ya no se puede elegir
prácticamente nada—, la vida comienza a convertirse en algo un poco más serio.
Y algunos —algunas— no aguantan el impacto. Yo,
personalmente, salí de él destrozada. Me olvidaba las lentillas dentro
del ojo (creo que todavía me queda alguna), me presentaba en el trabajo el día
que no era, me quedaba dormida en cualquier sitio que me sentara, me iba a la
calle con la ropa sin planchar, fui bajando progresivamente las expectativas
sobre mis retoños (ahora me conformo con sugerir que es más adecuado usar el
tenedor para comer que para perforarle la pupila al hermano, que llevarse la verdura a la boca es más productivo que hacerla desaparecer elegantemente bajo el asiento,
que no es juego limpio atarle un camión de juguete en la cola al gato de la
abuela), también reduje gradualmente el tiempo que dedicaba a mis rutinas de
belleza que actualmente constan de: lavado de dientes + ducha, tres minutos
doce en total, y lo siento por todos los decálogos de las secciones de belleza
de los semanales que todavía me empeño en comprar de vez en cuando.
Mi
impresión es que, para las mujeres, y los hombres, de otras generaciones, que
habían mamado el sacrificio de sus madres, el cansancio era un hecho que se
daba por descontado. No estaba en juego la propia realización, ser una mujer
acompasada con la época, «con la adecuada performance».
Nadie se preguntaba «¿Qué quiero ser hoy?», porque el camino estaba más o menos
señalado. El objetivo era buscarse la vida. La lista de las cosas que había que
hacer no era tan larga como la nuestra, y hacerles sitio a las exigencias del
otro era más sencillo. Y a mí no me miréis, porque yo me he llevado mi lista de
cosas que hacer incluso cuando he ido a dar a luz, porque en algunos
hospitales, los primeros días, hay guardería para recién nacidos y,
milagrosamente, pueden surgir medias horas de vacío. Aparecía incluso, una vez
eliminado el obstáculo fundamental que antes me impedía verme los pies, la
barriga, la posibilidad de pintarme las uñas.
Sí, lo sé, soy hiperactiva como la mayoría
de mis semejantes, pero mi marido dice que, en realidad, el momento en que
soy más peligrosa es cuando me quedo sentada, aparentemente inerte, puede que
aplatanada por un virus. Después de algún tiempo mirando fijamente al vacío,
proclamo: «¡Tengo una idea! Podemos
arar aquellos cuatro metros de jardín, arrancar dos árboles, plantar uno. Organizar
una cena, hacer un viaje, tener un niño». No hay nada más peligroso que un momento
de calma de los
míos.
No
quiero decir que las que antes tenían menos expectativas fueran todas mejores
madres, pero eran madres con más naturalidad. Era algo que tenía que ocurrir llegado cierto momento de la vida. Sin
leer manuales, sin estudiar mucho, en cierto momento la vida era así. El
objetivo no era, como hoy, realizarse,
diseño en el cual un niño puede encajar o no. Resultado: entre nuestro egoísmo
y una sociedad profunda y conscientemente hostil a la familia, somos el país
con la tasa de natalidad más baja del mundo.
Muchas
madres de hoy entran en crisis. La carga de trabajo es realmente monstruosa:
trabajar, llevar a los hijos, la casa, mantener el aspecto de una pin-up, estar al día y todo lo demás.
Todo se convierte entonces en un lamento, como bien sabe mi amiga Daniela, la
única autorizada a abroncarme regularmente. Facultad de la que disfrutaba a sus
anchas cuando en las primeras enfermedades de los niños la llamaba con
vocecilla quejumbrosa. «¡Estoy sola! Uno tiene fiebre, otra diarrea y la otra
vomita. Estoy sola, nadie me ayuda…». Porque, obviamente, todo eso sucedía
cuando el papá estaba fuera, preferiblemente si era muy fuera, tipo Australia o
Japón, y hacía falta comprar paracetamol y estaba diluviando, y probablemente
yo ya había exprimido a mi gusto a los abuelos. «¡Tienes cuatro hijos!», me
aullaba en la oreja Daniela. «¿Será posible que no tengas un vagón de
paracetamol en casa? ¿Y qué quiere decir sola? ¿Quién debe pensar en tus hijos,
sino tú?». Efectivamente, después de alguna reprimenda de ese tipo, y después
de muchas emergencias, también yo comprendí que debía remangarme y dejar de
mendigar ayuda. Es verdad que también se ha dado el caso de llamar a casa de la
vecina y soltarle a una recién nacida berreando en los brazos porque tenía que
atender alguna necesidad de carácter escatológico de los otros tres. E incluso
se ha llegado a dar el caso de llamar a casa del vecino, de otro, un hombre en esta
ocasión, porque una salamanquesa había tomado posesión de mi dormitorio.
Hemos
perdido el modo natural de ser madres con estos hijos nuestros. No soy capaz de
explicarme los motivos, quizá sea porque la sabiduría ya no se transmite de
generación en generación; las abuelas o las tías ya no están en casa. Ahora
tenemos manuales, expertos, logopedas, psicopedagogos y médicos, a los que
consultamos con ocasión de cualquier presunto problema. Ahora tenemos ludotecas
(!), sitios donde se juega pagando según tiempo empleado, como si para los
niños jugar no fuera sencillamente descubrir el mundo. Ahora
tenemos la plaga
de los animadores de
fiestas, fiestas en las que preferimos castigar a los niños con canciones
demenciales en lugar de dejarlos, por fin, libres para correr, para hacer ruido, para pelear también, sin la
intervención de los adultos. Sin más plazas, calles o patios, ¿dónde van a
aprender a arreglárselas por sí solos, a resolver las cosas con algún golpe,
provocación o empujón, a prepararse para lo que les espera afuera?
Eso sin hablar de la crueldad
de las urbanizaciones de verano con el baby-
parking, donde te puedes olvidar de los niños —según cuentan entusiasmados los
padres egoístas—. ¿Aparcamientos para niños? Pues yo no quiero olvidarme de mis
hijos, mucho menos en vacaciones, un momento para la familia por excelencia,
cuando se les devuelve a los niños el tiempo, la escucha, el gusto por la
lentitud, incluso el derecho
al aburrimiento; fecunda
situación para conocerse
a uno mismo, un momento para encontrar recursos
creativos, para consentir, por desesperación, en leer
los libros que la mamá lleva un año intentado
propinarles.
O
bien, en el extremo contrario del baby-parking,
se encuentran los padres profesionales, esos que se horrorizan si el retoño ha
probado una gota de Coca-Cola, si el calabacín de su papilla no es ecológico,
la medicina no es homeopática o el algodón que profana
su piel no es orgánico.
Sólo con esas precauciones están seguros
de que a los tres años podrán empezar a estudiar música y a los seis su
currículo será completado con inglés, esgrima y rugby. Todos estos
esfuerzos tendrán que ser recompensados con un hijo perfecto, candidato como
mínimo a un oro olímpico, un Nobel y un Oscar,
y paciencia si no sabe por qué está en el mundo ni a dónde va. A veces, ser padres consiste
en esto: amar, acoger
y darle a ese niño permiso para ser así como es. Y después indicarle el
camino, recordando siempre que no somos nosotros, sino Dios, el que hace crecer
y el que anhela su éxito verdadero. Eso nos consuela de toda angustia, nos
impide ceder al miedo, nos hace volver a empezar tantas veces como sea
necesario, nos ayuda a no sentirnos aplastados cuando todo lo que hemos
intentado hacer parece haber sido tirado por la borda.
Antonio
o
Yes, you can
Querido Antonio:
Tal
como yo lo veo, la diferencia más claramente perceptible entre un padre y una
madre consiste en la incapacidad absoluta del hombre para descubrir y
distinguir liendres, larvas y piojos adultos.
Guido,
aun siendo un padre buenísimo para los mismos cuatro niños cuya madre, mira tú
por dónde, soy yo, ignora por completo las formas y modalidades de presentación
de los simpáticos animalitos que, por el contrario, a mí me deleitaron durante
los días y las noches del último invierno.
Resulta
que los niños, que frecuentan más o menos a un total de unos cien compañeros, colocaron a nuestra familia
ante una dramática emergencia parasitaria
que nos costó un ojo de la cara en tratamientos (en la farmacia hay un retrato mío,
«A nuestra benefactora») y que se presentó en varias oleadas. De este
modo, en el último año, los piojos fueron protagonistas de mis pesadillas con
una cadencia mucho más frecuente que la que, durante años,
tuvieron el profesor
de lingüística y el entrenador de atletismo, que me
anunciaban que el trabajo estaba mal hecho o que me había inscrito,
obviamente por error, en la final
olímpica de los diez mil.
Combatí
durante meses a los incómodos huéspedes que, creo que debes saberlo, resisten
las temperaturas altas, mientras que, por el contrario, mueren con facilidad si
los metes en un congelador; información que me hubiera sido de muchísima
utilidad si hubiera dispuesto de una cámara frigorífica lo bastante amplia para
admitir cuatro conjuntos completos de ropa para niño, chaqueta y gorra incluidas, y cuatro sábanas
y fundas nórdicas,
así como una funda de sofá.
Combatí,
te decía, sola y con las manos desnudas. Durante meses, al encontrarme en el
rellano con mi marido que salía de la casa, le preguntaba entre esperanzada e ingenua:
«¿Has hecho un control?». «Todo en orden. Tranquila, no hay nada». En una
regurgitación de escrúpulos, una noche, antes de mandarlos a todos a dormir,
paso el peine y me encuentro una bonita fila de piojos bailando la cuadrilla.
En las dos o tres horas
siguientes aplico el protocolo sanitario
número uno, que se prolonga hasta altas horas de la
noche, mientras las pequeñas, exhaustas por el cansancio, lloran porque al
parecer no pueden dormir sin la princesa de tres centímetros de altura,
obviamente la única que no encuentran, y el mayor se acuerda de que tiene que procurarse ineludiblemente un compás para el examen
del día siguiente (artículo no previsto
en el menú de entrega
a domicilio de Pizza al Volo[59]).
En medio de la histeria general,
Bernardo, también cansado y soñoliento,
suscita una de sus típicas y oportunísimas cuestiones —lo llamamos
señor Puntualización, entre nosotros— probablemente porque se acuerda de que,
con motivo de su cumpleaños, todavía
no ha recibido, como pidió, la camiseta
negra de la Roma, con el
nombre de Ménez, que por lo que visto debe ser un jugador. No la ha recibido porque todos los niños quieren la
camiseta roja de Totti y él no, él —
campeón del mundo de pensamiento marginal— siempre quiere algo imposible de encontrar.
Me
parece que el hecho de ver cuánto ha cambiado mi vida con los hijos no te ha
animado precisamente a tenerlos tú; pero tú, Antonio, serás padre, no madre, y
no tienes que fijarte en mí.
En
primer lugar, porque yo —ya me conoces— soy exagerada en todo lo que hago: si
leo a los Padres del desierto me quiero hacer asceta, si me gusta un autor
tengo que llegar al límite de mis dioptrías noche tras noche hasta que he leído
todo lo que ha publicado. Por eso, la maternidad me la he tomado bastante en
serio; a pesar de todo, tarde o temprano comprenderé que las medallas se han
terminado, y sobre todo que no somos nosotros, sino Alguien distinto, el que
hace crecer.
En
segundo lugar, porque yo soy una mujer y distingo las larvas, mientras que tú
estarás exento de esa tarea. Y no porque los piojos te ignoren, dado que sobre
tu cabeza lo único que podrían hacer es patinar, sino porque eres un varón.
Tendrás
otros muchos deberes, pero te las arreglarás muy bien.
También
porque, además de no dar el pecho, no tendrás necesidad de saberte las
distintas ubicaciones dentro de la casa (para satisfacer tu curiosidad, por
ejemplo, dónde están las medicinas en el cajón) ni la dosis de los
antipiréticos; no te sabrás los nombres de las maestras (a menos que sean
particularmente provocativas); no tendrás que recordar los nombres de docenas
de amiguitos ni las fechas de sus cumpleaños, y no irás a sus fiestas, y por
eso mismo no tendrás que mantener conversaciones sobre la última excursión escolar,
de la cual sólo te llegará un débil eco; no tendrás por qué saber la fechas de
las vacunas ni de los controles ortopédicos, otorrinolaringológicos y oculares
de rutina; no tendrás que repasarte el Piamonte ni las restas llevándote; no
discernirás con competencia el color que mejor le sienta a cada princesa; no
contarás hasta desgañitarte la historia de Adán y «Deva»; no cantarás Nada te turbe de madrugada después de
alguna pesadilla.
Como compensación, serás para tus hijos una especie de divinidad, el único ser humano capaz de resolver problemas,
de arreglar trastos, de cambiar pilas, de encontrar soluciones, de decir palabras definitivas, de matar monstruos, de
aniquilar temores. Tú dictarás la línea política y cuando Chiara,
blandengue como yo, esté a punto de rendirse, serás el único lo bastante lúcido
para aplicar el sano principio educativo de Jean Kerr: «Nosotros somos más grandes
que ellos y ésta es nuestra casa», que si bien no encarna
exactamente la línea del doctor Spock, a pesar de todo, volverá a traer la paz
a la casa.[60]
Estarás
dotado, como ser humano de sexo masculino que eres, de un oído selectivo que no
te obligará a responder cada vez que seas interpelado.
Tendrás
un sensor refinadísimo que te capacitará, a diferencia de una madre, para
distinguir cuándo es necesario levantarse e ir a ver qué ocurre.
Sabrás
responder «¡Ah! ¿Sí?» con elegancia inglesa a casi cualquier información que se
te confíe, sobre todo si estás viendo al Milan, y la noticia te afectará lo
mismo que a un conejo de trapo; sabrás emitir convincentes «¡Ah!» cuando te
describan minuciosamente una apasionante partida de «gotas» con la que tu hijo
haya ganado veintisiete pegatinas.[61]
Sabrás mirar
a tu prole con el mismo interés
que examinas el acta de la reunión de la comunidad de vecinos, sin
que ellos se den cuenta, porque ellos, a pesar de todo, te adorarán, mientras
que tú, por el contrario, estarás pensando en el pasaje que has escrito dos
horas antes y para el cual se te acaba de ocurrir el adjetivo que te faltaba.
En
cuanto varón, y por tanto distribuido en compartimentos herméticos, sabrás
igualmente desconectar, sabrás decir al teléfono: precisamente ahora voy a hacer la entrevista de mi vida, por tanto, hasta
luego, mientras que una mamá, que por ser mujer gestiona la complejidad,
incluso un minuto antes de salir en antena responderá al móvil con la certeza
de que se cierne la tragedia: habrán
bebido lejía, se habrán
echado el pegamento instantáneo en los ojos…
En
cuanto hombre, sabrás resistir a las tiernas llamadas nocturnas, astutas
trampas del muchacho que, en lugar de dormir,
preferiría en ese momento incluso ir a visitar a la vieja tía Sandrina.
«No me encuentro bien», dice el taimado. «El que no duerme pierde
el turno y se queda
sin su día para jugar a la Play». «¡Pero
es que tengo miedo!».
«¿De qué?». «De ese monstruo
amarillo que está ahí colgado».
«Es un reflejo de la farola en la cortina», responde lúcido y
pragmático un padre, en el supuesto de que finalmente haya ido al dormitorio.
Una
madre no; ella cae en la ansiedad: tengo un hijo miedoso, por tanto me he
equivocado por completo, es culpa mía, tengo que tranquilizarlo, qué hago
entonces. ¿Regla o excepción? ¿Minimizar o consolar? ¿Alzar la voz o acariciar?
Todo un psicodrama que se desarrolla en silencio dentro de ella en el mismo
periodo de tiempo en que el padre ya ha ido, ha vuelto del dormitorio, se ha
rascado, se ha echado un vaso de zumo de naranja y se ha tumbado en el sofá.
A
pesar de todo, desafortunadamente para ti, los niños no se ofenden y no te
niegan el saludo, como hago yo cuando tu falta de atención conmigo
supera los límites, o cuando tu propensión a encajar las tareas como cajas
chinas unas dentro de otras te lleva a saltarte demasiados cafés con los demás,
justo en el momento en que
necesitarías a alguien para maltratarlo. Un niño no; son de goma. Podrás
echarle la bronca más sonada, o incluso decirle algo horrible e inmerecido al
intentar sacarte trece minutos con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en
algún sitio: después de unos segundos, volverá donde tú estés invitándote a
hacer un puzzle, porque él, magnánimo, te ha perdonado, o permitiéndote
escuchar la lista de sus amigos preferidos, ordenados por puntos o agrupados —y
esto sí que es apasionante— por la forma de sus cabezas.
Sabrás
aplicar con frialdad los códigos rojo, amarillo y verde, como en los puestos de
primeros auxilios, para decidir a qué hijo escuchar primero cuando vuelvas del
trabajo y te agobien.
También sabrás cuándo es
momento de dar un palmetazo en el culo, con seguridad, indiferente a las dudas maternas: ¿no podría ocurrir
que el palmetazo en el culo los vuelva inseguros?; serás consciente del hecho de que, si se lo merecen y no se lo das, serás tú el que acabe en
la inseguridad.
Dado
que un padre sabe seleccionar, sabrás asimismo cuál es el momento en que has de
soltar el libro (en general, cuando oigas: «Estoy seguro de que esto es un
pedazo de lámpara…», es mejor que vayas y que interrumpas el partido que se
juega en el pasillo).
Por
eso lo he decidido: Chiara y tú debéis tener un hijo. Mi decisión no admite
apelaciones. Formáis una pareja demasiado bien avenida como para no ver que
algo de fuera viene a conmoveros. Y si bien es cierto que a Chiara no la
conozco todavía bien (pero me fío de tu elección), de ti, que eres mi mejor
amigo de la otra raza, es decir, varón,
puedo decir que eres demasiado capaz, demasiado inteligente, demasiado sensible y
valioso, para dejar que se pierda todo ese
patrimonio.
Además,
estás dotado del sentido del humor más estrepitoso que jamás he encontrado en
persona alguna (por el momento, sólo si llegara a conocer a Walter Fontana[62] quizá revisaría mi clasificación), me haces reír
hasta con un monosílabo, como aquél con el que concluiste un furibundo desahogo
mío en el que debí decir las peores maldades jamás emitidas por boca de mujer;
entonces, prudentemente, comprendiste que era mejor no contradecirme, y con
cuatro letras conseguiste hacerme reír una vez más hasta desencajarme las
mandíbulas. «Bien». Ni una palabra más.
De hecho, creo que apreciarás la
fuente infinita de nuevo material humorístico
que te proporcionarán los niños cuando, por ejemplo, vuelvas a ver con
ellos las escenas de las películas y de los libros que les propongas, como Bernie, que el otro día se defendía de un ataque de su
hermano blandiendo una bola de tela maloliente
y gritando «¡Tengo un calcetín, y no tengo miedo a usarlo!». O cuando
salgan desnudos del baño, llevando solamente puestas unas gafas de sol celestes
y anunciando: «Mi familia me ha provocado graves problemas psíquicos, odio el
mundo, odio a todos». Era otra vez el desgraciado de Bernie.
Disfrutarás
igualmente de las disputas teológicas que se desarrollarán en la piscina,
cuando oigas desde la cocina: «Pero ¿tú has entendido lo que ha dicho mamá?
Entonces, cuando uno se muere, ¿se va al cielo o debajo de tierra? ¿Y los
caballos?».
Todos tus dones no pueden
desperdiciarse. Eres demasiado genial para ser sólo periodista.
Quizá
pudierais comenzar con un hijo (cada vez), al principio seréis dos contra uno,
os las arreglaréis estupendamente. De hecho, ya te veo reptando a los pies del
niño, perdida toda compostura, vestido de indio o de pirata o, peor aún, de
príncipe. Porque, si el niño es una niña, creo que ya no responderás de tus
actos. Tengo una dirección en la que podrás encontrar unos leotardos bicolores
de príncipe Felipe a precio de ganga.
La
única duda que alimento es acerca del apoyo práctico que puedas darle a Chiara.
Yo, personalmente, no te
pediría que hicieras ni siquiera un filete a la plancha, no me atrevo a
imaginarte en el acto de cambiar un pañal, y eso son cosas de mamás; pero es
que ni siquiera te veo cargando en el coche un carrito plegable — eso son cosas de papás— con una fila de coches pitando estruendosamente detrás y el nene
vomitando encima del traje que te has puesto para la retransmisión en directo
del juicio. Será en ese preciso instante cuando te llame el director para
decirte que hay una emisión en directo en la primera edición, dos horas antes
de lo previsto.
Me
entran ganas de reírme sólo de imaginarte, a ti que normalmente te cuesta
trabajo cuidar de ti mismo (¿sigues limpiando los cristales de las gafas con lonchas de tocino de Colonnata?, ¿has
encontrado ya las llaves?). Pero ésas no son cosas fundamentales: dejas que los
coches sigan pitando estrepitosamente mientras que tú, por enésima vez, la
emprendes a patadas con el carrito o examinas con mirada vidriosa el rótulo escrito
en el asidero (¿será tirar o empujar?), no puedes saberlo, te metiste en la
cama hace cuatro horas. En cuanto a la indumentaria, ¿quién ha dicho que una
regurgitación láctea en la espalda no sea la última moda? Además, también tú
aprenderás, si bien a tu modo peculiarmente mal dotado, como hemos aprendido
todos. Di la verdad: ¿habrías dado un céntimo por mí cuando nos conocimos en la
Escuela de Periodismo?
Y,
sobre todo, lo que cuenta es que eres un enorme, sólido y fiable distribuidor
ambulante de afecto, escucha, comprensión inteligente y amor. Se tratará sólo
de
reducir el número de los destinatarios, pero tu core business[63] seguirá
siendo el mismo, sólo que aplicarás una nueva estrategia empresarial.
Nosotros,
tu interminable lista de amigos —¿cómo haces para acordarte de todos los
nombres?—, sabremos retirarnos ordenadamente cuando vuestro hijo ocupe el
puesto de honor.
Sabrás
ser un maravilloso iniciador a la vida, atento, presente y de buena voluntad. Vuestro niño será afortunado, compartirás
con él todo un patrimonio de cultura, de amor por tu tierra, una mirada sobre el mundo nunca banal. Si es varón,
serás un modelo para él, si es una hembra, serás un proveedor oficial de amor y
ella, a su vez, amará como haya aprendido a hacerlo de ti.
En
cuanto a Chiara, no me siento con derecho a darle consejos, ella tiene sus
amigas y aún no nos conocemos bien, le reservo un sitio para cuando venga a
Roma. Doy por descontado que es única,
especial y preciosa, como dices tú, y muy muy capaz. Además de consagrada al
martirio por aceptar estar con un hombre inútil para las más duras dificultades
de la vida, tales como combinarse la ropa de forma coherente, respetar las
fechas límite del desanimado asesor fiscal o acertar cada día con la llave
adecuada para la puerta correspondiente.
Estoy
segura de que ella será lo bastante inteligente como para no cometer el error
fatal en que incurren la mayoría de las mamás novatas contemporáneas, y que
obviamente también cometí yo. No plantarte los niños en brazos cuando vuelvas
del trabajo, como si tuviera que resarcirse por haberse quedado en casa con
ellos, y como si tú, hasta ese momento, no hubieras hecho nada.
Si oyes a Guido, él te puede proporcionar una extensa antología
de episodios al respecto, de ocasiones en las que yo
esperaba que volviera él para descansar un poco, en lugar de hacer que encontrara una subespecie de cena, un clima acogedor, algo que le hiciera desear
estar con nosotros más que empastarse un diente o repasar la declaración de la
renta, todo con tal de no escuchar mis lamentaciones. Lo que sea con tal de no
recibir órdenes de una mujer petulante que, al final, consigue atrapar en sus
garras a cualquiera que tenga más de tres años de edad, y que la escuche.
Me
ha llevado algún tiempo entender que un marido no es una baby-sitter, que además tiene un estilo propio con los hijos y que
la madre no puede controlarlo siempre todo ni meterse en todo. Aún menos delante
de los niños, que nunca
deben ver cuestionada la autoridad paterna.
No es bueno para ellos.
Si hay algo que decir,
en otro lugar.
Y, en mi opinión, hay un
comportamiento que una debe observar aun cuando exista mucha confianza, un
comportamiento meramente formal, que impide que una madre, incluso rendida,
reciba al marido en bata y zapatillas a las siete de la tarde. Yo, personalmente, por el mismo
motivo, no he querido nunca
que mi
marido asista a mis partos,
una costumbre ahora
muy en boga, porque estoy
segura de que no hubiera visto lo mejor de mí, y de que después hubiera
estado poco creíble en actitudes seductoras, aunque ésta es una opción
seguramente demasiado personal como para dar
consejos.
En
mi opinión, no es una buena guía de conducta compartirlo todo, en el sentido de
exhibir hasta los más pequeños recovecos de la propia persona. No todas las
ansiedades deben expresarse inmediatamente en el momento en que afloran (yo,
personalmente, diagnostico a mis familiares enfermedades mortales y fulminantes
varias veces al día), no todos los malhumores deben declararse necesariamente,
no debe una perder todos los frenos inhibitorios porque se vea en el trance
perturbador de la aparición de una nueva vida. ¿Cómo decirlo? Si ignoras las crisis, ellas te ignorarán a ti.
Y
la nueva vida que llega no será tan perturbadora. Ha sucedido ya millones y
millones de veces. Generalmente, se sobrevive. Y, si hace falta, se cambia de
marcha.
Te
quiero. Un abrazo fuerte.
C.
Hubo
una época en que los padres eran figuras ausentes. No sólo los que volvían de
la guerra y conocían a las criaturas concebidas probablemente un año antes (en
el diario de un amigo de mis padres, hijo del 42, se leía con motivo de la
llegada del hermanito: «Papá en Grecia, nace Gino»; el efecto era
involuntariamente cómico, pero ésa era la verdad).
E
incluso cuando volvían, siempre era un poco como si se fueran a la guerra.
Ausentes
por el trabajo, lejanos, cansados, a veces distraídos.
Si
la mujer le hubiera pedido a uno de ellos que cambiara un pañal, la habría
mirado como si le hubiese invitado a salir al jardín a lavar la jirafa.
Cuando
estaba, el padre más bien molestaba. Al menos, eso se decía en las historias
que, durante años, yo escuchaba a escondidas de las generaciones precedentes.
Pero molestar también significaba encarnar la regla, la autoridad. La norma
temida por los hijos e impuesta por los padres con argumentos muy convincentes
como, por ejemplo, las manos.
Hacer
ahora una historia de la paternidad en unas pocas líneas me resultaría un poco
difícil, pero, en resumen, en cierto momento del siglo pasado se decidió que,
al contrario que anteriormente, «autoridad» fuera una palabrota.
Ahora
bien, es cierto que criar a los hijos bajo un régimen de terror, inducirlos a comportarse bien bajo
la vigilancia de una especie de pelotón de ejecución no era la mejor de las
líneas pedagógicas, pero entre aquella situación (cuyos resultados no eran siempre
brillantísimos) y la actual en la que los pequeños
son consultados
democráticamente sobre cualquier decisión que les ataña, yo elijo la
primera. Si es que se debiera elegir.
En
realidad, el problema de aquella autoridad consistía, principalmente, en ser —
a veces— algo torpe, no en ser demasiado fuerte. El padre se imponía sin mirar
demasiado a quién tenía en frente, como un derecho suyo, que no siempre ejercía
con inteligencia, generosidad, dedicación y escucha.
Ahora
se escucha a los hijos, se hace un esfuerzo por comprenderlos, pero después no
se tiene el valor de imponerles una autoridad firme y segura. Como con miedo a
herirlos, a perturbarlos. Como si no fuera ése el mayor regalo que pueden
recibir de sus progenitores: amor, sí, pero con un camino bien delimitado y no
siempre cómodo de recorrer.
De
hecho, al final, creo que la falta de autoridad, a veces de autoridad moral,
proviene de una falta de orientación «vertical» de la vida. Auctoritas se deriva de aumentar, de
hacer crecer. Pero ¿hacer crecer qué?
¿Hacia dónde? ¿Dónde está arriba y dónde está abajo? Estamos tan faltos de
saberlo que necesitaríamos una flecha como las de los embalajes de los vasos (de
eso sé yo algo, me cargué una docena de los que me regalaron en mi boda sin
sacarlos de la caja; tía, perdóname, pero, por si me quieres comprar unos
nuevos, eran los de cristal rosa).
Vivimos en ciudades sin
catedrales, nunca levantamos la cabeza, la mirada.
¿Cómo podemos convencer a nuestros hijos de que Alguien los mira si no
estamos convencidos nosotros?
Y,
de cualquier forma, antes no había necesidad de tener un sentido religioso
particularmente fuerte. Bastaba con un patrimonio compartido y común de
conocimientos, de orientaciones adquiridas, en fin, de sentido común. No es que
se tuviera que comprar uno un manual para cada cosa. Ahora te explico cómo se
hacía: se le quitaba el orinal al niño sin traumas, aprendía a dormirse sin
caprichos y a comer sin ver la televisión. Había siempre una tía que lo había
hecho con los suyos delante de ti sin demasiados tormentos interiores una media
docena de veces, y ni siquiera tenías que preguntar por las directivas
ministeriales. Lo habías visto hacer tú misma, viviendo en familias más grandes
y más unidas.
A
quienes llegaron a ser padres después del 68, por el contrario, les dieron en
las narices con el librito de las instrucciones. Pánico. ¿Se hace así? ¿No será
un trauma para el pequeño?
¿Lo confundiré? Y así se acaba improvisando, y las formas
de hacer y los roles están en
una revisión continua y costosísima. Nada parece más natural. Hay padres tipo
«Tácito entero», los de Querido diario,
con un hijo de doce años en la cama de matrimonio al que le leen a Tácito,
entero. Hay otros que le ponen ordenador y televisión en la habitación, y él
los maneja solo. Sobre todo, hay infinidad de padres agotados por esta
experiencia nueva y global. Y puede que también a causa de ello haya pocos que se inclinen
a repetirla demasiado
a menudo.
Solos,
desorientados.
El
parque es un buen sitio para comprobarlo. Siempre se comienza hablando —
¡qué aburrimiento!— de los niños, y se acaba por descubrir a madres,
sobre todo las de más edad, exhaustas y abrumadas por las dudas. O, lo que es peor, exaltadas por su
propia eficiencia que se revela en la letanía de actividades en las que el
pobre niño ha tenido que participar más o menos
desde el alba.
Para que conste,
tengo que decir
que también hay una minoría de mujeres normales con las que se puede
hablar incluso de política o de cine, porque yo, de dar el pecho y de buscar
alimentos biológicos, ya no puedo más.
En
cuanto a los padres del parque, me gustaría hacer un proyecto de ley que les
impidiera el acceso con bebés de menos de un año de vida. Protejamos a los
hombres de las asechanzas de un biberón demasiado caliente o demasiado frío, de
un cambio de pañal sobre un banco,
de un chupete roto —debe ser una ley de la física—
siempre por la punta, alegremente lleno de tierra que el papá tendrá que
chupar amorosamente.
Si
hombres y mujeres son distintos, y ni siquiera son parientes lejanos, y para un
hombre el cuidado de un niño de pecho es una empresa que requiere un esfuerzo
no natural —mientras que a nosotras nos pesa, sí, pero también nos gusta—, ¿por
qué obligarlo en nombre de una paridad que no existe ni jamás podrá existir?
¿Por
qué no tienen pechos los hombres? Y no vale responder porque siempre estarían
tocándoselos. ¿Por qué no dan a luz? Y no vale responder porque la humanidad se
extinguiría, duele demasiado.
La
familia es un equipo en el que cada uno debe jugar su propio papel, que es el
más adecuado para él. El secreto para vivir en armonía es entender los
talentos, y poner a todos en condiciones de usarlos. A veces, también con un
poco de astucia.
«Querido, ¿no podrías buscar, por
favor, un poco de información sobre
los lagos italianos para la redacción de la escuela del mayor?». Ése puede ser
un buen modo de dejar a un marido
realmente cansado ante su amado ordenador. Por su parte, mi marido, sin demasiadas estratagemas, me manda a correr casi imperiosamente cuando escucha que pongo la olla sobre la
placa con demasiada fuerza. Cuando vuelvo ya no me acuerdo de por qué estaba furiosa.
Por
eso, cuando veo en el parque a padres que se hacen un lío con recién nacidos me
pregunto si realmente están contentos de estar allí o si alguna mujer no habrá
ejercido un sentido de la paridad mal entendido. La paridad consiste en tener
la misma dignidad, no en hacer las mismas cosas. Cada uno según sus talentos.
En
el hombre está inscrito el nomos, la ley, la regla. Eso debería encarnar el
padre principalmente. Es un deber importante y también costoso, porque casi
siempre es más fácil contestar sí que contestar no a las exigencias de los
hijos. El padre indica el camino, aconseja, ayuda a elegir, orienta. El padre propone valores y objetivos. Y
tiene que hacerlo contando con la libertad del hijo; eso es lo que
Giussani llama «el riesgo educativo». Un riesgo que, con frecuencia, una madre,
más ansiosa y asustadiza, no tiene el valor de correr.
El
padre, seguro de su propuesta, con la seguridad tiene también el valor de, en
cierto momento, quedarse en el banquillo, desde donde sólo se puede mirar, de
dejar que el hijo camine, después de haberle dado con claridad las coordenadas.
Los
valores vienen motivados, el muchacho viene acompañado con confianza y estima, con el buen ejemplo, con la escucha,
con un clima sereno en la familia.
Y esto es algo que padre y
madre hacen entre los dos. Pero cuando el muchacho tiene que caminar por su cuenta,
el padre es el que le da el valor
para hacerlo. Porque él ha sido
la regla.
Si
llega el caso, el padre también debe saber ser misericordioso, como con el hijo
pródigo, pero ¿qué misericordia puede haber si no hay ley?, ¿qué cosa has de
perdonar si no sabes qué ha sido transgredido?
Los
responsables de la crisis educativa son los padres que ya no hacen de padres, y
las madres que no les ayudan a hacer su trabajo. Porque no se le puede pedir a
un papi que sea baby-sitter y al
mismo tiempo autoritario.
Les
he preguntado a mis hijos cuál es la diferencia que hay entre su padre y yo:
«Mamá no para de regañar, de repetir las cosas muchas veces, después se
olvida de todo. Papá no, si dice una cosa, no la cambia». Yo diría que más o menos es así. Aparte de
que yo, queridos muchachos, no sólo regaño, ¡alguna vez debo haber sido
simpática!, aunque ahora no me acuerdo de cuándo. Y no me llaméis más Riñe-
gruñe-regañona. Y no es cierto
que sea una juez de competición de Alemania del Este
(además, ¿qué saben ellos, que nacieron todos cuando ya hacía años que el muro
de Berlín se vendía a pedacitos a los turistas
de la Alemania reunificada?). Pero una cosa es cierta: al final del día me
olvido de todo. En el fondo, en mi locura, hay un método.
Porque
nosotras, las mujeres, nos cansamos de las normas más que los hombres: desde
Eva en adelante, poseemos, además del gen de la acogida, el germen de la
rebelión ante la ley. Pedídnoslo todo, realmente todo. Como dijo una vez mi
hija Lavinia: «Tommaso ha salido, así que sobra un poco de mamá». Aprovechad
hasta nuestra última fibra, como se hace con las sobras de un pollo, pero no
nos pidáis que hagamos de padres. No somos capaces.
Cristiana
o
He visto
cosas que vosotros «los hombres» no podéis ni siquiera imaginar
Querida
Cristiana:
¿De
cuánto tiempo dispones? Porque, si me obligas a hablar del trabajo y de los
hijos, debes tener como mínimo cuatro horas de libertad y muy buena disposición
anímica para conmigo. Seguramente tendré una crisis histérica, seré aburrida,
me quejaré y seré petulante. Hasta podría echarme a llorar. En una progresión
que se irá alimentando a sí misma, te propondré que cambies de trabajo, después
que emigres, finalmente, con la moderación que siempre me ha caracterizado, que
arrases con napalm todo el país.
¿Quieres
que hablemos de mesas de trabajo que desaparecen tras la vuelta del permiso de
maternidad, de colegas que te consideran una mentecata, de trabajadoras de
serie B? ¿O hablamos del hecho de que la posibilidad de tenerlo todo es una
mentira colosal? ¿O hablamos de las ayudas a la maternidad en Francia, de los
incentivos al trabajo a tiempo parcial en Holanda, donde, si las mujeres lo
solicitan la empresa está obligada a concedérselo y no como ocurre en Italia,
donde por tener ese privilegio harían cualquier cosa, mientras dejan a sus
hijos en los nidos con el corazón desgarrado y las lágrimas en los ojos?
Sobre
todos esos asuntos estoy preparadísima, y soy muy, muy aguerrida.
Dentro de poco volverás
al trabajo y no sabes
cómo organizarte. Lo primero de todo, olvídate de alguien como Nancy
Pelosi, que una vez que su quinto hijo —y subrayo lo de quinto— cumplió
dieciocho años de edad —y subrayo lo de dieciocho—, salió a la calle y encontró
un trabajito, no como dependienta de la mercería de la esquina, sino como speaker de la Cámara de Representantes,
llegando a ser la mujer que en toda la historia ha alcanzado el grado
representativo más elevado en las instituciones americanas. A ella no le
dijeron que era demasiado vieja, ni que tenía demasiados hijos. Bueno, en eso
no tienes que pensar.
Aquí
estamos en el país del mundo que tiene menos hijos, aquí el mundo del trabajo
está contra las madres, es decir, contra los hijos.
Es
un hecho constatable. No se trata de que el mundo del trabajo rechace a las
mujeres, se trata de que las mujeres no pueden cambiar este mundo del trabajo.
O aceptas sus tiempos y sus ritmos o estás fuera, te marginan. No importa si en
casa tienes un pequeño que espera
el pecho al que tiene derecho. No importa que tengas
que corregir deberes,
escuchar, consolar, ayudar
a dormirse, cambiar
pañales y que probablemente seas capaz de condensar
el mismo trabajo en menos tiempo, evitando hacer como tus colegas de la
universidad, es decir, jugar con el
ordenador, chatear, telefonear y
hacer descansitos junto a la máquina del café; cuando en casa te necesitan, te
necesitan mucho. No importa que, acostumbrada por la tarea con los hijos a
hacer al menos tres cosas a la vez, en el trabajo te las arregles bien, con
rapidez, y que, después de haberte enfrentado a vómitos a escopetazo, a puntos
de sutura en la cabeza y a convulsiones nocturnas, no temas imprevistos de
ningún género.
Aquí
no estamos en Noruega, donde hasta una primera ministra abortista como Gro Harlem Brundtland llegaba a
comprender que era bueno poner las reuniones a las ocho de la mañana, de modo
que las mujeres pudieran acudir a ellas inmediatamente después de haber dejado
a los niños en la guardería. A las cuatro todos a casa. Y no estamos hablando
de los empleados de Correos, sino de hombres y mujeres de estado.
Aquí,
nosotras, las mujeres, estudiamos con la idea de que lo tendremos todo, carrera
e hijos, pero no es verdad. No es verdad, salvo raros casos de profesiones
maravillosamente libres, manejables, flexibles, adaptables a los periodos
de la vida de una madre y de sus hijos. O salvo el caso de jefes iluminados, como la mía, Ilda
Bartoloni, con la que se podía discutir ferozmente sobre aborto y feminismo,
discusiones que incluían el lanzamiento mutuo de cintas de vídeo, pero que
sabía entender las exigencias de una madre dispuesta a irse de viaje de trabajo
con el bocadillo en el bolso —un Fendi con aroma a jamón— y con billetes de
avión de ida y vuelta en tiempo récord: una hora y tres cuartos de permanencia
en Palermo, seis horas en Estocolmo y cuatro en Berlín. Sea como sea, nada de
paseos por la ciudad y nada de comida ofrecida por la agencia de prensa en el
restaurante más caro de Viena,
para poder estar de nuevo en casa con la entrevista rodada,
a tiempo para la exhibición
de kárate o para la segunda dosis de antibiótico. Pero Ilda murió y nosotras,
sus «muchachas», la echamos de menos por muchos motivos, y el menor de ellos no
es que supiera gestionar el grupo como sólo sabe hacerlo una mujer: cada una
contribuye al resultado utilizando lo mejor que puede sus propios talentos para
optimizar, para adaptarse, sus propias habilidades para arreglárselas sin comer
y sin dormir, para escribir un
artículo en un aeropuerto y las preguntas para la entrevista en la sala de
espera del pediatra, para leer el resumen de prensa viendo Bambi.
Hoy
Ilda ya no está y nosotras, sus muchachas, nos hemos hecho mayores, y hemos
tenido que aprender a dejarnos la piel por el camino: o nuestros hijos no tendrán
la presencia que esperan o en el trabajo nos veremos sobrepasadas a diestro y
siniestro por cualquiera que muestre más integración y más dedicación.
No
se pretende que una madre que trabaja tenga también poderes sobrenaturales, que
consiga llegar a todo, que mande a sus hijos a la fiesta de cumpleaños con
dulces hechos en casa (yo siempre estoy en la lista de las que tienen que
llevar bebidas o porquerías tipo patatas de bolsa, me precede la fama de mi
nulidad culinaria), con el disfraz de rana cosido por sus hábiles manos la
noche anterior y que al mismo tiempo alcance a promover el crecimiento cultural
de la joya de la casa introduciéndolo en el arte y en la literatura entre
exposiciones y bibliotecas.
Pero, por la misma razón, una madre que trabaja debe poder estar presente para escuchar cuando hace falta, no está bien que siempre se vea obligada
a responder
«Un momento, ¡ahora no!»; porque todo el tiempo que tenga libre de
trabajo debe emplearlo en la subsistencia física de la prole. Prole que después
puede ir a la fiesta con un dulce comprado al que se la ha quitado el
envoltorio, algo necesario para camuflarlo vagamente
como dulce casero,
pero que sabe que, si la necesita,
su madre es accesible y no sólo a través del teléfono móvil. Las manos
que todavía tienen hoyuelos en el lugar de los nudillos deben poderla encontrar
cuando la necesiten.
En
la cola para la tutoría con las maestras de primaria se cotillea, se comparan
las parejas, se proponen incluso
intercambios temporales de maridos —el mío hace la compra; el mío no, pero ayer se
acordó de nuestro aniversario; el mío el mes pasado se dio cuenta de que había
ido a la peluquería; «¿cómo?, ¿de verdad, de verdad?»—, pero hay una única cosa
en la que siempre se está de acuerdo. Las madres que trabajan están todas
agotadas por su doble papel. Se asoman a la ventana a tender la ropa a
medianoche y se saludan entre ellas desde un lado a otro del patio interior. Siempre
faltas de tiempo, sobre todo de tiempo para sí mismas, que es el primero a que
se renuncia. Y todavía se sigue hablando del trabajo como de una conquista.
«Lavinia,
¡qué dibujo más bonito!, ¿quién es ésta?», le pregunté hace unos meses a mi
hija, implacable observadora infiltrada en mi casa. «Eres tú, mamá».
«¿Y por qué me has dibujado con un plátano en la cabeza?». «No es un
plátano, es que tu pelo es así: por debajo marrón y por arriba amarillo». El
pelo que crece. Quizá era el momento de darles un retoque a mis mechas,
resignadas ya a una visita semestral al peluquero. Eso es, con el tiempo
para nosotras mismas
podemos hacer la vista gorda. Con el tiempo que estamos obligadas a
quitarnos por las exigencias de los hijos, no.
Y, de hecho, la última vez, entre las madres
—ejecutivas, ingenieros, economistas— que hacían cola para la tutoría con las
maestras no encontré ni una sola que de buena gana no hubiera disminuido el
ritmo de su trabajo, un trabajo que hemos conquistado con fatiga y que a veces
se convierte en una prisión, aun
cuando
sea importante, noble, incluso gratificante y bien retribuido.
Así
que, querida Cristiana, no hay un buen viático que te acompañe de vuelta a tu mesa de trabajo. No obstante, puedo
decirte que estoy segura de que lo harás bien, de que tú también sabrás
encontrar tu ritmo, tu modo de compatibilizarlo todo, y aunque no te voy a
meter el rollo de que mejor la calidad que la cantidad, es verdad que algo
cuenta la calidad.
Cuando
era interina y alternaba periodos de trabajo con periodos de ama de casa,
aprendí que no basta con estar presente para estar realmente. También porque, lo mismo que yo, la tata también
era un poco interina: cuando
yo estaba en la casa renunciaba a su ayuda durante
unas horas. En esos periodos, me di cuenta de que dedicaba casi todo mi tiempo
a tener en orden la casa: la casa se puede convertir en un agujero
negro en el cual el tiempo desaparece, hasta el infinito. Y a veces me ha
pasado, en periodos de trabajo, que he fingido no ver las manchas de yogur que
adornaban mi parqué para dedicarme con toda mi mente a los niños; he abandonado
montones de ropa sin planchar para llevar a futuros expertos en arte a los
Museos Vaticanos, para enterarme
después de que la momia es mucho mejor que la Capilla Sixtina, pero no importa,
mientras tanto ven, digieren.
Tú
también conseguirás trabajar y encontrar tiempo después para organizar un
megaatasco de cochecitos de juguete, para hacer la comida y para escuchar la
crónica de una pelea de las que hacen época con el amigo del alma. Es verdad,
serás siempre demasiado geóloga para ser mamá, y demasiado mamá para ser
geóloga. Retrasada en la entrega del informe o con problemas para atender las
relaciones públicas de tus hijos. Distraída al escribir en el ordenador porque
estás dando el pecho y con problemas en el destete —sopa de sobre en lugar de
puré hecho a mano con calabacín biológico— porque tienes una reunión. Siempre
un poco fuera de lugar en todos sitios, y a este respecto tengo que citar a mi
amigo Paolo que, como el masajista de un equipo de fútbol, en la foto para el
póster, siempre se ve por allí hecho un lío preguntándose si tiene algo que ver
de verdad con el grupo que posa, con una media sonrisa tensa.
Ánimo,
adelante de nuevo y, si te hace falta un salvavidas, aquí estoy yo.
C.
¿Está
bien que trabajen las mujeres?
Es
una de las pocas preguntas a las que no sé qué responder, yo que normalmente
deambulo por el mundo con un buen cuchillo entre los dientes
para ir dando tajos, sin esperanza de sutura, que separen el
bien del mal, lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso, tanto en mi
vida como, y que Dios me perdone, también a veces en la de los demás.
Multicultural para nada, absolutamente no ecuménica, antagonista de la duda por
los cuatro costados.
No
obstante, en este asunto, la cuestión es un poco más compleja y, por tanto, sólo puedo aspirar con mi
respuesta al máximo de coherencia posible.
Una
mujer no puede trabajar tanto como un hombre, si tiene hijos; ni a la manera de
un hombre, aun cuando no tenga hijos.
Para
una mujer, el trabajo debe poderse adaptar a las fases de las vidas de las personas
de las que se hace cargo esa mujer, y siempre debe tener cierto estilo de
acogida.
No es que no me dé cuenta de que, cuando menos, estoy «fuera de tono», pero me
consuela pensar en las mujeres de carne y hueso que conozco, que no escriben y
que no marcan tendencia, pero que existen y que también son muchas.
Lo
que hay que preguntarse es: ¿qué es lo bueno para mis hijos, para mi familia,
para las personas que me necesitan? La respuesta a esta pregunta ocupa el
primer puesto, antes que mi realización, que es sacrosanta, pero que va
después, antes que el tiempo para mí misma, antes que la independencia
económica, antes que poner en práctica lo que estudié.
Con
el susodicho cuchillo entre los dientes me aventuro a afirmar que el niño, en
sus primeros tres años de vida, tendría
necesidad de una presencia casi constante de la
mamá, sólo con ausencias reducidas, que no deben convertirse ciertamente en la parte preponderante de la jornada.
Al menos el primer año, hasta un ciego vería que el niño
quiere, y tiene derecho, a su madre. Una sociedad que no tiene en cuenta esto
es una sociedad que maltrata a los niños. Se pueden dar todas las
justificaciones económicas y organizativas que se quieran dar, pero debe quedar claro que en su
nombre se pisotean los derechos de los más débiles.
Y no me estoy poniendo como ejemplo, pues con los dos primeros niños no
me fue posible dejar durante mucho tiempo el trabajo, al precio de dolores de
tripa, corazón encogido y discos absorbe-leche empapados.
No
estoy convencida de que conquistar la posibilidad de dejar a los propios hijos
en el nido o con una baby-sitter o
incluso con abuelos maravillosos sea una emancipación. No estoy segura de que
sea un bien dejar a los hijos la mayor parte de su jornada en la escuela, a tiempo completo
y, por tanto, sin seguirlos en los deberes
y poniéndolos en manos de enseñantes que, si uno tiene suerte, pueden
ser hasta buenísimos, pero que, sin embargo, no se pueden elegir. No estoy convencida de que entrar
en el ciclo de la producción y el consumo a tan alto precio sea una
emancipación. No estoy segura de que compartir con el padre al cincuenta por
ciento el trabajo de la casa, confundiendo roles y provocando malestar en ambas
partes sea una emancipación. No estoy convencida de que este malestar sea ajeno
a tantas crisis en las relaciones.
Hay
trabajos y trabajos, eso es cierto. Con frecuencia se trata solamente de una
fuente de ingresos, que se hace indispensable para una subsistencia decorosa, y
entonces quizá sería oportuno revisar alguna cosa. Si antes era
suficiente con un salario, y ahora no basta con dos, quiere decir que alguien
ha contratado dos trabajadores al precio de uno. Entonces, algún sabio
economista debería ayudarme a entender una cosa: ¿debemos disminuir nuestro
nivel de vida consumiendo menos, eliminando exigencias que hoy nos parecen
imprescindibles, pero que ayer eran sólo lujos, o no será quizá que lo
necesario para vivir, la casa sobre
todo, cuesta realmente demasiado para un solo sueldo, con el que, sin embargo,
antes bastaba?
Luego, hay trabajos que sirven principalmente como gratificación, y para tener un
nivel de vida más alto, y que a primera vista son numerosos. En este caso,
bajar el ritmo cuando hay hijos pequeños es un deber, y quien no lo cumple es un(a) egoísta, el paréntesis no
es un error tipográfico.
Cuesta
tanto hacerlo porque, por algún motivo, se piensa que el trabajo que se hace
fuera ennoblece más que el que se hace en casa, donde el público encargado de
emitir certificados oficiales de estima es más limitado, y tiende a considerar que tiene
derecho a todo. Digamos que, ciertamente, en casa las gratificaciones no
siempre caen como copos, y cuando llega un elogio hay que guardarlo e ir
administrándolo durante los tiempos en que, como es usual, una es considerada
como un elemento doméstico más, al que no hay que honrar de forma especial, del
mismo modo que nadie le da las gracias a la lavadora cada vez que acaba el centrifugado. «Bernardo,
¿estás contento de que mamá cambie de redacción, de que
vaya a una que le gusta más?». «¿A mí qué me importa? Para mí no cambia nada.
¿No sabes la ley de oro: cada uno se pone contento de lo suyo?». «No me parece
para nada una buena ley», le grito sofocadamente al descubrir lo poco que les
he enseñado los fundamentos de la caridad cristiana, por no decir la ausencia
total de trazas de amor filial. «Y además voy a estar más cerca de la máquina
de las chocolatinas». «Entonces sí que estoy contento, así cuando vaya a
buscarte no tengo que subir las escaleras para ir a coger el Kinder».
Con todo —al margen de esos golpes que hacen vacilar la autoestima de
una madre—, para educar a mis hijos casi siempre intento usar mi inteligencia
(está claro que con escasos resultados) al menos con la misma intensidad que la
uso en el trabajo, donde, por otra parte, una se cansa mucho menos.
Conozco
a una madre genial de seis hijos, licenciada en filosofía, que se ha quedado en
casa tan feliz, y a otra madre genial de seis hijos que trabaja de psiquiatra tan feliz. Quizá sea ahora el
momento de revisar la acostumbrada contraposición entre gratificación y
renuncia, ahora que ya tenemos la libertad de trabajar, y que quedarse en casa
no es una opción obligada. Alguna, pudiendo hacerlo, podría elegir esto último
con alegría, sin sentirse por ello disminuida.
Es
decir, que hay mujeres y mujeres. Hay algunas que se ven forzadas a trabajar
consumiéndose de nostalgia por el pequeño de pocos meses que les ha robado el
corazón y hay otras que jamás renunciarían a la propia independencia
económica, de tiempo, organizativa, aun siendo ricas a reventar. Hay algunas que van a trabajar para descansar, y que
fingen tener tareas pendientes más allá de su horario, para no tener que
combatir con los hijos en casa. Hay algunas que envían al nido al niño de
cuatro meses aunque trabajen por la tarde, así pueden ir al gimnasio por la
mañana para subir glúteos. Hay algunas que, sin el trabajo, no saben quiénes
son, no son reconocidas socialmente, no se sienten realizadas.
En
fin, hay trabajos con los que se puede contribuir a hacer un bien también fuera
del ámbito familiar. Nosotras, las mujeres, podemos hacer muchísimo para tener
hospitales más misericordiosos, periódicos menos vacíos, tribunales más
eficientes, escuelas más estimulantes, oficinas más operativas. Hay que encontrar
el modo de hacerlo, es necesario. Sabiendo, no obstante, que nuestro primer
deber es nuestro marido y nuestros hijos.
Hemos
peleado mucho para tener esta posibilidad: una larga lucha; baste pensar que, hasta los años sesenta, el gobierno italiano, liderado por Fanfani,
no le quitó a las empresas el derecho a despedir a las mujeres
cuando se casaban
y corrían el riesgo de tener
hijos.
Ciertamente,
el problema de la conciliación existía y existe. ¿Es posible esa síntesis? Lo
ignoro.
El trabajo,
tal como yo lo veo, debería ser flexible y moldeable en el transcurso de la vida. Debería ser posible, por poner sólo un ejemplo,
algo así como estar en excedencia durante unos años, pero con dos condiciones,
que me hacen reír con sólo escribirlas, por lo lejanas que están de la realidad.
En
primer lugar, son necesarias ayudas
familiares sustanciosas, o el famoso cociente, algo que no sea una limosna y
que no obligue a los voluntariosos padres a disponer unos cartones y un poco de
plástico para fabricarse una habitación en la galería cubierta más cercana.[64] ¿Por qué, por ejemplo, no dedicar a este fin una
parte de los fondos recuperados en el torbellino de la evasión fiscal, dado que
un hijo educado respetará las reglas y cumplirá con sus deberes pagando también
los impuestos?
La
segunda condición es que exista también la remota posibilidad de que, al volver
al puesto de trabajo —suponiendo que se haya conquistado un puesto estable
antes de los cuarenta años, cuando los ovarios están ya para la jubilación—, no
te manden a limpiar los sanitarios o a hacer fotocopias.
Pedís demasiado, me dicen las colegas sin hijos. Cierto,
es verdad, si trabajar bien e intentar ocuparse bien de los hijos
es demasiado, sí, quiero demasiado.
Una
posición legítima para aquellos que consideren que tus hijos son
fundamentalmente asunto tuyo, por no usar otra palabra. Y quizá también para
quienes piensen que, en nuestros tiempos, una madre es un estorbo en el
trabajo.
Si, por el contrario, pensamos que los hijos
son un bien para todos, y no sólo porque
pagarán las pensiones, bla, bla, bla…, sino porque ellos serán los que le den su impronta al mundo venidero, entonces
quien quiera dedicarse a la educación será ayudado
y favorecido. Que una madre se quede en casa no es, ciertamente, garantía de nada, todo el mundo podría citar ejemplos
selectos de madres siempre presentes y muy
inútiles, cuando no dañinas, es verdad. De hecho, si alguien tiene la fórmula mágica del éxito en la educación de los
hijos, que me la dé, por favor. Pero
lo cierto es que delegar, aplazar y no
tener tiempo no ayuda nada, porque lo contrario es precisamente lo que hace falta para manifestar amor, y para enseñar a los muchachos a razonar, para suscitar en ellos la
curiosidad, para apasionarlos, para acompañarlos hacia un horizonte elevado. Yo
no sé cómo se hace, pero seguro que largándose no es.
Mi sueño sería jubilarme ahora durante un decenio, y devolverles a la empresa
y a la sociedad los diez años
de trabajo cuando yo tenga sesenta. La primera vez que se me ponga a tiro el
Ministro de Trabajo se lo propongo. Ya me imagino el entusiasmo con que será
acogida mi idea.
Pero,
mientras que ahora tengo agotamiento crónico y me duermo en cualquier
superficie susceptible de sostener mis miembros exhaustos, a los sesenta, si
llego, quizá me vea obligada a inventarme algo para fingir tener todavía alguna
responsabilidad. Mi marido profetiza que seré insoportablemente hiperactiva.
Piensa que se me va la cabeza y compro una caravana para recorrer el mundo y
matar el tiempo (dos actividades que odio a muerte), como aquel Jack Nicholson
recién jubilado de la película más desesperada del decenio, A propósito de Schmidt. ¿No sería mejor
tener ahora ese tiempo, ahora que con sólo convertir en trabajo las horas de
sueño alcanzaría casi a todo lo que tengo que hacer?
Todos
los días, desde hace una docena de años, me voy a dormir a altas horas de la
noche y con un montón de cosas atrasadas de todo tipo, ropa, mochilas,
facturas, lecturas, y le advierto a mi marido que me levantaré a las seis
—objetivo para el que normalmente faltan en ese momento unas cuatro horas—, que
iré a la austera misa de los frailes de las seis y veinte y después seguiré a
lo largo de la muralla aureliana dándome una tonificante carrerita de una media
hora. Volveré a casa, meteré en el horno los cruasanes, me daré una ducha
vigorizante y después, tras echar una ojeada a los periódicos, los despertaré a
todos canturreando «Quiero vivir así, con el sol de cara…»[65].
Me hubiera gustado conseguirlo sólo una vez, una en doce años. En
realidad, mi marido me echa fuera de la cama a empujones cuando ya se me hace
tarde hasta para llevar a los niños a la escuela a su hora, y mi jornada se
inicia con un desfase fijo de una hora y media con respecto a mi lista de
tareas.
Por
tanto, en espera de obtener ese derecho a la jubilación anticipada en unos
veinticinco años, hay que intentar conciliar el trabajo y la casa, limitando
los daños,
reduciendo los programas y aceptando los retrasos propios.
Será necesario intentar
no hincar la cabeza en la mesa de trabajo tras una noche pasada poniendo
paños húmedos en frentes febriles, y habrá que improvisar una expresión facial
de inteligencia cuando el jefe te hable de algo que sucedió la tarde anterior,
y que todos saben, y a la que todos aluden porque fue la apertura del
telediario de las ocho y la comidilla de todas las tertulias nocturnas,
mientras te esfuerzas por adivinar si se ha muerto Obama o si China ha decidido
recuperar todos sus créditos y hacer quebrar a medio mundo, pero vas a tientas
en la oscuridad, porque tú, a las ocho, estabas
viendo a Chip y Chop o recogiendo sopa
derramada.
Sin
embargo, cada vez que, en los periódicos o en los debates públicos, se habla de
conciliación sólo se habla de aumentar el número de guarderías nido, nunca de
política de auténtica flexibilidad. Las guarderías donde
dejar a los niños de tres meses no son la verdadera ayuda que hace
falta para la conciliación. La verdadera igualdad de oportunidades se tiene
cuando se permite a la madre quedarse en casa con los niños pequeños, no
matarse a trabajar dentro y fuera de casa, dejando a su niño de pecho en manos
de otra.
Está
claro, por tanto, que la mujer no puede trabajar como el hombre, sino que tiene
que encontrar una manera propia, una medida propia, un estilo propio. No es
justo que se la obligue a elegir: o aceptas las reglas, los tiempos, los modos
de los varones, dejando aparte todo lo que tienes en casa, o estás fuera. En
muchos oficios, me cuentan las amigas, cuenta muchísimo el estar ahí. Horas y
horas en el ordenador, aunque sea
navegando a la deriva por los mares de Internet, jugando al solitario, leyendo
horóscopos, telefoneando a parientes lejanos y a amigos improbables, con toda
una serie de pausas junto a la maquinita para degustar tristes brebajes de
nombres inquietantes: una bebida con cierto regusto vago y lejano que recuerda
al té. Cualquier cosa con tal de no abandonar la mesa de trabajo hasta media
tarde, manteniendo los codos hincados con tenacidad para hacer ver a todo el
mundo que se está allí, que sin esa presencia la empresa no puede avanzar,
que se es imprescindible.
Una mujer que tiene que hacer una infinidad de cosas en casa tenderá, cuando
sea posible, a concentrar el trabajo en menos tiempo, a acortar los tiempos
muertos, para correr a casa. Sólo que, debido a un perverso mecanismo que mi
pobre mente no alcanza a penetrar, esa habilidad —hacer las cosas en menos
tiempo— no se considera un valor, sino
una limitación. Si tal es el criterio para juzgar,
la mujer siempre sobrará. Al menos, mientras la organización del trabajo
no prevea la integración de las exigencias familiares, con flexibilidad e
inteligencia, por el interés de los niños que todos decimos defender, y del que
todos se desinteresan, obligándonos a hacer sacrificios costosísimos en el
altar del éxito en el trabajo. O a renunciar.
Sería un crimen, porque lo hacemos bien, tenemos algo que ofrecer. Basta observar la diferencia entre chicos y chicas en la escuela.
Desde un punto de vista
estrictamente escolar, no hay punto de comparación. Las chicas están
por encima de sus compañeros, por mucho. Ciertamente, no todo es el rendimiento
escolar: las biografías de los genios están llenas de obtusos profesores que no
supieron comprender una cualidad tan sutil como la inteligencia.
No obstante, es un hecho
que, desde la guardería hasta la universidad, las mujeres son
mejores, más diligentes y más rápidas para acabar los estudios. Por tanto, me
pregunto en qué momento sobreviene el adelantamiento. Exactamente en qué punto
entre el primero de primaria y la presidencia del Fondo Monetario Internacional
pierden las mujeres toda su inteligencia, su audacia y su capacidad
de trabajo. ¿Cómo es que las maestras las consideran
mejores y, en cambio, en los boards de los organismos de poder no
existen? ¿En qué punto de su formación se ofusca tanto su inteligencia como
para impedir que cuenten algo en los centros reales de poder, es decir, en
la economía?
Es
obvio que no es un problema de valor, sino
de poder. Quien lo ostente tiene que
ser fiable, ha de decidir basándose en la lógica interna del poder, que debe ofrecer garantías
de automantenimiento. Por eso, ahí no llegan
las mujeres, porque
las mujeres son acogedoras y el poder tiene otra lógica. No está hecho
para nosotras. El poder como afirmación de uno mismo, a la mayor parte de nosotras
no nos interesa.
Echarles la culpa a los demás, aun siendo
una práctica bastante
difundida, es señal de inmadurez. Y también es algo
aburrido. En consecuencia, nosotras, las mujeres, debemos salir de la lógica de
la queja y tomar nota de que somos diferentes. No es una conjura, no es la
opresión, es que estamos hechas para otra clase de poder. Cuando lo obtenemos, tenemos que aplicarlo como una responsabilidad
en la organización, como hace una madre: no como un jefe supremo que decide por
todos, sino como una persona inteligente que comprende lo que los suyos saben
hacer y asigna su puesto a cada uno.
Las
mujeres saben gestionar a las personas, las situaciones, las emergencias. «I can manage any crisis: I have children»,
dicen los adhesivos que se ven en los cochazos americanos de siete plazas. Es
cierto que una mujer puede gestionar cualquier crisis: ve por delante, por
detrás, por los lados, con los ojos, con las orejas, con las manos y la nariz.
Somos capaces de atender más frentes, de resolver los problemas más velozmente
en el trabajo y sin olvidar lo que está sucediendo en casa. Así que imagina qué
miedo nos puede dar un equipo de grabación que no llega, el seguimiento de un
ministro o una huelga de aviones. Un solo problema cada vez no es nada.
Soportamos la fatiga y el dolor mejor que los hombres, como puede atestiguar
cualquiera que haya tenido en casa a un hombre con fiebre, que con treinta y
siete y medio empieza a dictar su última voluntad.
Sin
embargo, no estamos hechas para el poder. Y las mujeres que llegan a
alcanzarlo, con frecuencia acaban enfurecidas, porque traicionan su propia
naturaleza, inseguras y, a menudo, violentas. Y si bien repudian una
parte de su propia feminidad —la dulzura, la apertura—, hay otra parte que
sacan fuera encarnando los estereotipos más decadentes. Pueden volverse
histéricas, irracionales, pasionales y capaces de maldades que un hombre no
soñaría jamás.
Ésta
es la duda que nos atenaza, sin que consigamos llegar a un acuerdo — demasiado
breves las pausas para el café, o las llamadas de teléfono mientras se hacen
las pechugas de pollo empanadas, caballo de batalla de las madres trabajadoras
—: ¿las mujeres se vuelven malas cuando llegan al poder, o llegan a él porque ya eran malas antes?
Marta
o
Somos más grandes que vosotros y ésta es nuestra
casa[66]
Querida
Marta:
No
he podido llamarte antes, y ahora es más de medianoche y ya no me parece
oportuno. Mejor para ti, porque sabes que vuelves a estar en mi lista de amigas
de emergencia, de ésas a las que se puede dar la lata en caso de necesidad.
Eso
sin contar, además, con el hecho de que eres mayor, mucho más sabia e infinitamente
más equilibrada que yo, y que posees las cualidades de la premonición y del
sentido común, este último totalmente desconocido para mí.
Tus
hijos son mayores que los míos, contemplas los problemas desde la distancia
justa y, además, el dolor que has afrontado y aceptado a lo largo de la vida te
ha hecho buena, y dócil, y tranquilizadora.
Por eso, como si no te bastara con lo tuyo, también te
tragas mis peticiones de ayuda, aunque a ello me autoriza Virgilio: non ignara mali, miseris succurrere discis[67].
Si hubiera podido antes, te hubiera
castigado con una llamada de teléfono. Una
de
ésas en la que se hace revisión total, balance periódico.
Mi
marido dice que yo debería comprender que «¿Cómo estás?», en italiano, es una
fórmula convencional, de cortesía. Si alguien te dirige esa pregunta, que es
una frase hecha —puntualiza ese oso que es mi consorte—, no quiere decir que
realmente tenga una profunda curiosidad por saber en qué punto te encuentras de
tu parábola existencial. No es que el incauto conversador quiera en realidad
que abras ante él los últimos volúmenes de tu diario, guardados para la ocasión
desde el bachillerato hasta hoy.
Yo le respondo que no me
explico, por el contrario, cómo es posible convivir día y noche con los colegas
en un viaje de trabajo intercambiando sólo mediante gruñidos exiguas
informaciones estrictamente necesarias para la supervivencia, o sea, lo último
sobre el mercado de fichajes y la dirección del restaurante donde se cena. Los
hombres son capaces de pasarse una semana en Malasia y, después, a la vuelta, no traer información básica para
compartir en casa. ¿Cómo está tu colega?
¿Es feliz? ¿Está enamorado? ¿Se casa? Que no lo sé, que no se lo he
preguntado. Una afasia sobre las cosas fundamentales incomprensible para mí,
para muchas de nosotras, creo, que tendemos a improvisar sesiones para
compartir hasta en la cola para el balancín en el parque. Vamos directas a lo
esencial.
Si
te hubiera llamado, al oír tu «¿Cómo estás?», saltando como un resorte,
habría empezado a leerte la lista de todas mis dudas más recientes
sobre educación, yo, que sobre ese tema estoy madurando la convicción de ser la
campeona mundial de error con pértiga. Miro el listón, inicio la carrera y
adelante. Siempre más alto. Y con todo, lo pienso, lo razono. Me preparo. Esta
vez no lo tengo que hacer, esta vez me las sé todas. Allá voy, y otra
equivocación.
Lo
importante, y ése es mi consuelo, es no llegar a ser campeones de error de
longitud. No perseverar, diabólicamente. Corregirse, incluso pedir disculpas en
ciertos casos, y sobre todo confiar en Aquel que nos ha confiado a esos hijos,
creyendo en nosotros más de lo que nosotros confiamos en Él, y a menudo
también más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos.
Esta
noche, sin embargo, nada de teléfono. Urgía un curso acelerado de recuperación
de (sub)cultura contemporánea: hemos visto juntos un poco de televisión.
Nos
hemos topado por casualidad con una producción de ficción italiana, de ésas con
personajes minuciosa y torpemente trabajados: el insociable de corazón de oro,
el malvado y la chica ligera; rodada y montada más o menos con el mismo estilo
y personalidad que la película casera de una comunión. En honor a los
dirigentes de la cadena que habrán invertido
una fortuna, tengo que decir que a mis
hijos les ha complacido bastante: era perfecta para niños de primaria a los
que, como es sabido, les gusta localizar rápidamente cuál es el bueno y a quién
hay que apoyar.
Decidí que los mayores
vieran un poco de televisión porque ayer tuve en casa a
dos amiguitos de mi hijo, el filósofo
taciturno de ocho años. Estaban
en el jardín o, mejor, en ese espacio que tú no has visto
todavía, pero al que te costaría trabajo, lo mismo que a mí, llamar jardín, a
nosotras, que somos de la Umbría y tenemos grabadas en el recuerdo las colinas
que sirven de fondo a las Madonnas de El Perugino. Aquí, en vez de eso, desde
detrás de la hiedra se entrevén coches y motos malolientes y ruidosos. Un
espacio que, no obstante, en el corazón de Roma, en el barrio de San Giovanni,
es realmente precioso, y de hecho es un destino ambicionado por los amigos de
los niños.
Aquí,
entre otras cosas, gozan de inmunidad respecto de los adultos, puesto que
prefiero dejarlos solos, siguiendo tu línea conductual de tan elevado poder
ansiolítico: la afectuosa
negligencia. Sólo intervengo cuando veo chorros
de sangre o pedazos de
miembros arrancados.
De vez en cuando
se da un uso impropio
de las pistolas de agua, e intercambios orales con los niños de los
balcones adyacentes que no siguen exactamente las reglas de la Accademia della
Crusca[68], niños definidos
elegantemente como «los idiotas del segundo piso», pero yo finjo que no oigo
nada, teniendo presentes nuestros juegos de infancia en los que, sin la
mediación de los padres, se aprendía
un poco a vivir. Así,
precisamente en uno de estos momentos de autogestión, la panda de los amiguitos
abordó a una señora que pasaba por fuera, detrás del seto.
«¿Cómo te llamas?». «Barbara». «¿Sabes que soy hijo de un famoso? Soy
hijo de Massimo Boldi», dijo uno de nuestros invitados, que quería impresionar
a la señora. «Y yo de Christian De Sica», prosiguió el otro. Mi hijo Bernardo
no conseguía recordar a ningún personaje «famoso» con el que asombrar a la
transeúnte. «Yo soy hijo de Lillo»,
fue lo único que pudo encontrar en su memoria.
De
hecho, de vez en cuando escuchamos en la radio Sei uno zero[70], el programa de Greg y Lillo.
El más pequeño de los dos niños a los que representan esos cómicos es Normal
Man, una persona vil, maleducada y miedosa que algunas veces adquiere
superpoderes y se convierte en alguien normal. Así consigue llevar a cabo hazañas de ordinaria —y desaparecida— buena
educación, como ayudarle
a llevar la compra a una viejecita.
Desgraciadamente,
casi todos los personajes famosos en nuestra casa murieron ya hace tiempo: Charlie
Chaplin, los hermanos
Marx; ni siquiera
Huckleberry Finn goza de muy
buena salud.
Es culpa nuestra, me temo. El mayor quiere
fundar los Thirty
too late, un grupo
musical para aquellos que nacieron con treinta años de retraso. Es un
muchachito peculiarmente despierto, criado con las tiras de Charlie Brown y Snoopy, con Bruno Bozzetto y con el Giornalino di Gian Burrasca[71]. Por dar una ligera idea,
«Por favor, ¿me pasas el
agua?», en su lenguaje se dice: «Necesito cerveza y noticias frescas». «Voy al baño»: «Tengo una reunión en la sala oval», y cuando salimos de viaje,
después de la oración, la fórmula ritual es: «Tenemos
el depósito lleno, medio paquete
de tabaco, está oscuro y los seis llevamos puestas
las gafas de sol.
¡Adelante!».
Hoy,
por primera vez, me he sentido culpable de haber mantenido a mis hijos tan
alejados de las referencias comunes. Y ésa es una de las dudas educativas que
me asalta desde que soy madre de un preadolescente.
¿Cuánto hay que estar
en el mundo para estar
en el mundo y no ser del mundo?
Y, una pregunta mucho más modesta,
¿hay algo en la televisión que se pueda ver?
¿Basta con ver buenas películas para no ser un inadaptado? Sé que
tampoco tú estás en la línea de los padres bio, que la emprenden a garrotazos
con cualquier pantalla que se interponga entre sus retoños y la dosis diaria de
juegos políticamente correctos hechos con materiales reciclados.
Por
otra parte, el cine es precisamente la única forma de arte nacida en el siglo XX, y
aunque con juicio(tras la aportación artística de la película El increíble Hulk he comenzado a
alimentar alguna duda), yo diría: adelante.[72]
No es necesariamente un síntoma de
gran inteligencia hacer lo que yo hice, que
cuando me puse novia había visto en total dos películas, Cenicienta y Harry y Sally, a menos que se valore el hecho de que una la había
visto —con rapto religioso— veinticinco veces.
Para
castigo mío, me casé con un montador. En los primeros tiempos, intentó darme un
cursillo de recuperación. Me daba el videocasete, qué tiempos aquéllos, y me
llamaba a casa por teléfono. «¿Estás viendo a Bergman?». «Sí, claro». «¿Y qué
es ese ruido de agua?». «Estoy lavando los platos». «¡No se puede hacer eso!
—me gritaba en la oreja—. ¡No puedes ver a Kubrick, a Bergman, pero es
que ni siquiera a Billy Wilder, ni siquiera a Cameron Crowe, lavando los
platos!». Confieso que sigo encontrando perfectamente factible la operación,
más que nada porque, normalmente, si me siento me duermo.
En
la jornada de un padre o una madre, como sabes mucho mejor que yo, hay una serie
infinita de decisiones que tomar, sobre las que es bueno tener una posición
razonada y clara desde el mismo momento en que se presenta la emergencia, de
modo que, cuando te veas envuelta en un fuego graneado tipo
«¿Puedo comer?» (caramelos, helados, patatas fritas, nunca bieta ripassata[73], por
supuesto) y «¿Puedo hacer?» (jugar a la Play, tirarse de lo alto de la mesa,
nunca los deberes, está claro), sepas bien qué contestar. Hay que transmitir
seguridad — sí, hay que bañarse, porque sí—, mejor que explicar (la descripción
de las maravillas de una higiene perfecta impresiona poquísimo a los menores).
Exactamente
por la misma razón que no se puede hacer la lista de la compra cuando ya estás
en la tienda, y mucho menos aún en el execrable centro comercial. Hay que ser resistentes, firmes aunque flexibles,
ser dueños de sí mismos, como bien saben mis hijos, que siempre me plantean sus
preguntas cuando empuño el teléfono y, por
tanto, tengo la guardia baja.
Algunos
pulsos los hemos quebrado el padre y yo desde el primer momento, estableciendo
días fijos para jugar a la Playstation. Se puede jugar dos veces a la semana,
los demás días es inútil pedirlo, inútil intentar aprovecharse de niveles de
consciencia bajos.
Pero
la toma de decisiones se agazapa detrás de cualquier esquina, a cualquier edad.
Se comienza inmediatamente: cómo dormir, cuánto tiempo en brazos, cuándo
consentir que el bebé se meta en la cama de matrimonio, cómo quitarle el pañal,
el chupete, el biberón…
Encontrar
el punto de equilibrio entre firmeza y dulzura, entre reglas generales y
situaciones particulares a veces parece una hazaña.
Los
deberes, por ejemplo, nuestra cruz cotidiana: eres peor que la maestra, me
dicen mis hijos, que constantemente buscan el mínimo resultado con el mínimo
esfuerzo, no sé si inspirándose en el ascético Ne quid nimis[74] adoptado
por San Benito para su Regla o, más probablemente, en el himno del oso Baloo en El libro
de la selva: lo estrictamente indispensable. Y entonces, con todo mi respeto por
el monaquismo occidental, todo el mundo a sacar los folios y a repetir hasta el
infinito guerras y tablas de multiplicar.
Si
la educación es un viaje hacia la autonomía, ¿es mejor dejar hacer o atarlos a
la silla? Sé que con Alfieri[75] funcionó porque él era voluntarioso, pero algo
habrá que hacer con estos muchachos tan despiertos, pero poco acostumbrados a
hincar los codos, bombardeados por imágenes y ciertamente no ayudados por una
escuela que piensa que enseñar a leer, a
escribir y a hacer cuentas es demasiado poco. Y que, en vez de sumergir a unos
alumnos superestimulados e incapaces de concentrarse, durante horas y horas en el análisis
gramatical, lógico y sintáctico, se siente en la obligación, a pesar de
algunas maestras valerosas y con ganas de trabajar, de proponer cursos de
baile, críquet y «sabores» (sic).
Y
también, en el país de la ausencia de reglas, en este clima de últimos días en
los que cada uno arrambla con lo que puede, de la comodidad y la corrupción
como estilo de vida, de la defensa endémica del propio particulare[76], ¿no te asalta nunca la tentación de contarles un poco a los hijos como están las cosas?
Sólo
para que aprendan, sí, a respetar inmaculadamente las reglas, pero también para
que aprendan un poco a defenderse. Nosotras sabemos ante Quién responderemos, y
no debemos tener miedo de nada, me digo a mí misma. No obstante, aquí vale lo
de sencillos como palomas y prudentes como serpientes.
¿Cómo se pasa de la lectura de Milo
va all’asilo[77] a
la de los periódicos? Además, vivimos en Roma, en el súmmum del espíritu
nacional, en la capital del desorden y de la belleza, donde en el espacio de
unos pocos metros se tocan, ignorándose aparentemente, lo sublime y lo sórdido,
donde conviven codo con codo hombres generosos e inenarrables maleducados, los
señores del bar que saltan la verja para recuperar el amado balón de cuero y el
primate que aparca sobre la rampa del paso de cebra y te impide salir de la
acera con el carrito del niño.
¿Tú
qué haces? ¿Enseñas a tus hijos a ser obstinadamente obedientes, a dar seis
veces la vuelta a la manzana para buscar aparcamiento o a dejar el coche con
desenvoltura en doble fila, dando la explicación de la romana media, «He ido a
recoger al bebé»? También yo tengo
familia, pero no lo hago, ni siquiera cuando llevo a los cuatro niños, ni
siquiera cuando llueve.
Y
además, entre las muchas con las que te aburriré en las llamadas de teléfono de
los próximos, a ojo de buen cubero, quince años, está la duda de las dudas.
¿Qué
se hace para educar en la fe? ¿Cómo se da testimonio de la que nosotras sabemos
que es la única verdad, en el respeto a la libertad que los hijos, al crecer, reclaman con justicia? He
escuchado, de amigas y conocidas, una amplia gama de experiencias que cubren todo el espectro,
desde la que obliga al rosario cotidiano
a
la que deja completamente libres
a los hijos en el tema de la fe: «Hará la comunión
cuando quiera…».
«Creo
que me he equivocado en algo», te dije una vez hace muchos años, cuando el
primer niño era pequeño y la rutina de los errores todavía tenía que crecer de
modo exponencial con el transcurso de los años y el número de niños.
«Menos mal, —me respondiste—, imagina
qué desastre una madre perfecta». Muy bien, mis hijos no corren ese riesgo. Y a esa respuesta
tuya me he aferrado muchas veces, cuando por cansancio, distracción o
incapacidad para valorar una situación le he echado una reprimenda al hijo que
no era, me he enfurecido demasiado —en lo que se refiere a la caligrafía quizá
debería de ceder de vez en cuando, dado que, por ejemplo, el más genial de mis
amigos escribe en cuneiforme— o demasiado poco —ya que conmigo basta simular un
dolor de cabeza y me hundo como un suflé: «Tengo
que ser paciente, quizá sea la última vez que lo abrazo», me digo
sentimentalmente mientras el enfermo imaginario languidece con Asterix sobre el sofá, dejados a un lado
los deberes.
Pero
los hijos son mucho más resistentes a los errores de lo que nosotras creemos.
Cuando están seguros de ser amados, y cuando los padres saben quiénes son y lo
que hacen, los errores siempre se pueden remediar.
De hecho,
la Buena Noticia
no habla ciertamente de nuestra perfección, sino de la
omnipotencia de Otro, del Todopoderoso, como te gustaba llamarlo cuando
volviste entusiasmada del Camino de Santiago. Quizá sea mejor que hable más de
todo esto con Él, y que te llame un poco menos a ti, ¿qué opinas?
Un
abrazo, con gratitud.
C.
El
hombre es una criatura prodigiosa. Traer a este mundo —o adoptarlos— nuevos
ejemplares y criarlos es una obra clamorosa, que siempre gozará del apoyo del
Jefe. Esto proporciona la audacia necesaria para intentar la empresa, el valor
para continuar y la certeza de llevarla a cabo.
El
hombre sólo puede ser una criatura excepcional. La voz de Dave Matthews[78] es una de las pruebas de la existencia de Dios,
como asimismo la escritura de Philip Roth[*], ¿qué
otro podría haberlas inventado?
Pero incluso las personas que conozco, incredibile dictu, me hacen —está bien,
en ciertos momentos, no siempre— el mismo efecto. Y si bien estoy de
acuerdo con Franco Basaglia[79] en
que, visto por el vecino, nadie es normal, pienso también que, visto por el
vecino, todo el mundo tiene algo de precioso. El ser humano es algo bueno. Me
gustan incluso los transeúntes, así que cualquiera puede imaginar qué guapos y
buenos, y toda otra clase de adjetivos positivos puestos en fila, encuentro a
mis
hijos.
Quien
trabaja a favor de la vida, por lo tanto los padres ante todo, trabaja para el
lado bueno. Que la fuerza te acompañe, que dirían Obi-Wan y el maestro Yoda.
Luego
está el pecado original. La tendencia al mal que la cultura dominante piensa
que es posible embridar a base de buenos principios y buenos sentimientos, pero
que, muy al contrario, se manifiesta potentísima y a veces violenta dentro de
nosotros. Nosotros creemos
que se nos ha dado el poder
de vencerla, pero toda la vida
es una lucha.
Las
cosas no son muy complicadas. La verdad es tan simple como la estructura del
ADN, una hélice que construye la realidad en todas sus formas; como la
fotosíntesis clorofílica, un mecanismo tan simple que hasta un niño de primaria
lo comprende, pero que hace que el mundo viva.
Es suficiente que quien educa, además de amar —amar con todas las fuerzas,
pero eso lo damos
por supuesto—, tenga en mente
unas pocas de cosas. Y que se pregunte,
que recuerde, a qué sitio
se dirige el pequeño que ha contribuido a traer al mundo.
Ésta
es la pregunta que precede a todas las demás. A partir de la primera respuesta,
van surgiendo ordenadamente todas las demás.
Por
ejemplo, resulta claro que, si la educación es el camino hacia la madurez, se
hace fundamental enseñar a diferir la gratificación, y a hacerlo solos, y a
posponer el principio del placer por un bien mayor.
Para mí, con esto, se podría cerrar el capítulo. Hay en ello materia
para reflexionar una semana.
Yo, personalmente, lo llevo
razonando más de una docena de años, y creo que la empresa es dificultosa.
Dificultoso hacerlo, en primer lugar, cuando
lo que uno querría es sumergirse bajo un edredón con un libro; dificultoso
enseñarlo; dificultoso motivar a ello a los niños que, como es evidente, están
totalmente dominados por la ley del placer,
del todo y ahora mismo. Dificultoso comunicar el amor retuerce-tripas y encoge-corazones que experimentamos por los pequeños,
sin privarles de ese retazo de guía que se espera de nosotros.
Después,
al crecer (pero ¿cuándo van a crecer todos los cincuentones en los que estoy
pensando?), se aprende a renunciar a algunos de los deseos propios,
saltándoselos con inteligencia, con sentido de la realidad. O, al menos, se
debería aprender. El condicional viene obligado, desde el momento en que el
psicoanálisis ha hecho pasar la aduana al inconsciente, confiriéndole el
derecho a ser secundado.
Un
discurso extraño, éste, e inaccesible para mí, que no tengo ninguna competencia
específica, a menos que exista un diploma de especialista en observación
empírica de los propios semejantes.
Pero,
en cuanto a los niños, no tengo ninguna duda. De pequeños son egoístas;
adorables, pero egoístas; irresistibles, pero tiranos; y nuestro deber es
amarlos hasta el extremo hasta que en ellos despierte el amor.
«La
madre es un árbol grande, que todos sus frutos da, todo aquel que se lo pide
alguno encontrará», rezaba
el audaz poema
pegado a la estantería decorada
que recibí el último día de
la madre. ¿Quién de nosotros, padres, no ha recibido nunca algún prestigioso
trabajo hecho en la guardería —corbatas de papel o porta-bolígrafos, horrorosa
artesanía que ha de conservarse rigurosamente y,
lo que es peor, exponerse
—
cantando las alabanzas de nuestra heroica abnegación paterna?
Mirémonos
francamente a los ojos y admitámoslo: toda esa harina la han molido las
maestras.
Los hijos,
en realidad, ni siquiera se dan cuenta,
como tiene que ser en justicia, de lo que hacemos. Como, por ejemplo,
cuando estamos enfrascados en alguna tarea, a ellos ni siquiera se les pasa por
la cabeza preguntarse si nos pueden o no interrumpir, porque, para ellos,
nosotros existimos en función suya. Basta saberlo. Así no hay que preguntarse
dónde se ha equivocado una para haber producido semejante monstruo, cuando
tiene treinta y nueve y medio de fiebre y prepara la cena intentando no
desmayarse encima del pescado enharinado, y llega el mocoso a pedirle que se
ponga el disfraz de Darth Vader porque
hay que montar el drama final con Skywalker y no encuentra a nadie que haga de
malo. Los hijos prefieren no pensar que la madre pueda tener la necesidad de
telefonear, de ir al baño o, no hablemos, de comer; una madre es una
protuberancia de sus cuerpos para la cual no están previstas exigencias
autónomas.
No
obstante, aunque parezca una empresa desesperada, hay que tener el valor de
esperar de los hijos. Las raíces de la educación son amargas, pero su fruto es
dulce (esto es de Aristóteles, ese tono sentencioso no es mío). El valor de
esperar se ha convertido, al parecer, en algo inconcebible. No sé qué entramado
de motivos culturales ha hecho que el descontento de los niños se haya
convertido en algo intolerable, y eliminarlo del horizonte de todos ellos
parece ser una prioridad. Sea cual sea el tipo de «sufrimiento», incluso el
sano, incluso la frustración de recibir un no.
A veces, los noes, cuando obedecen a cierto proyecto, a cierta lógica
(sí, lo sé, querido marido, sé que cuando
estoy cansada reparto
al azar los síes y los noes, tienes
razón), contribuyen a tranquilizar a los hijos. Les hacen estar bien. Tras el capricho,
si no han obtenido lo que pretendían irrazonablemente, en realidad se
sienten protegidos. «Mis padres saben lo que hacen —piensan—, saben lo que dicen».
Este mundo, desconocido y nuevo, tiene una lógica,
tiene un sentido,
no es un caos.
Los
niños, al comienzo de su existencia, buscan límites y referencias certeras, lo
mismo que un ciego busca una pared: al vivir en la oscuridad total —explicaba
la psiquiatra Giuliana Ukmar—, para ellos, es mucho más aterrador encontrar la
nada que encontrar una pared. Lo ignoto da más miedo.
Así
pues, aun cuando prefiramos un millón de veces antes ser nosotros los que
paguemos el precio, hemos de aprender a aceptar dolorosamente el
sufrimiento de nuestros hijos. No se puede eliminar el sufrimiento del
horizonte de su infancia, ésa es la realidad.
No les buscamos nosotros el sufrimiento, eso es obvio, pero ni siquiera
se lo podemos ocultar. Y aquí puede
comenzar a pasar el rótulo de los subtítulos: la autora de estas afirmaciones
está muy preparada teóricamente, pero tiene algunas dificultades con el aspecto
práctico de la cosa.
Tengo
que nombrar a mi amiga Marta ministra para la Ejecución del Programa.
Ciertamente,
incluso yo sé que los niños no pueden vivir en un mundo Disney, en un mundo
parque de atracciones, porque ésa no es la realidad. El sufrimiento llegará en
algún momento y tú debes estar ahí, hijo mío, sabiendo que las cosas no acaban
ahí.
Ahora,
en cambio, hasta los cuentos son depurados, edulcorados. Incluidos los
clásicos. Para no perturbar la serenidad de los niños, al final, el lobo y el
cazador hacen las paces. De verdad, lo prometo, ha caído en mis manos un libro
de cuentos que presenta versiones
animalistas y buenistas: en el fondo, el lobo también es bueno.
También asistí a una conversación
entre abuelas en el parque, horrorizadas porque en todas las historias
destinadas a las nietecitas siempre había un malo, un dragón, un peligro que
podía inquietarlas.
Aparte
de preguntarme cómo podían haber olvidado todas las brujas y los diablos que
pueblan los cuentos tradicionales italianos, que nutrían la fantasía de los
niños antes de Winnie the Pooh,
me parecía claro que el miedo, en las fábulas
—el lobo que devora, el dragón que mata— tiene un
valor apotropaico: los niños se tranquilizan al oír, traducidos a palabras, sus miedos secretos, el primero de
todos la muerte, la enfermedad que contraemos nada más nacer.
Son
pequeños, pero no son tontos, saben, intuyen de una forma confusa, que el mundo
no es del todo rosa, y el hecho de negarlo, casi esconderlo, los asusta todavía
más. Quién sabe lo que esconde lo desconocido. Es mil veces mejor decir: existe
el sufrimiento, pero nosotros nos fiamos de la vida.
La emergencia educativa proviene del hecho de que no se sabe la razón por la que
se educa. ¿Para qué se educa, si ni siquiera los padres saben por qué viven ni
adónde van? Si se elimina el temor de Dios, ¿cómo se hace para educar? Si se
elimina la idea del pecado original y la necesidad de la salvación, ¿qué quiere
decir educar? Si eliminas el infierno y el paraíso —considerados como rollos
ridículos para mujeres ignorantes por todos los intelectuales, salvo Camillo
Langone[80]—, ¿para qué conquistar la
eternidad?, ¿para seguir siendo una partícula que flota contenta, según las
nuevas modas teológicas?
Por eso, se cultiva una idea vaga
de bondad, que cada uno debe intentar realizar
en libertad; que, por favor, no se quite a los niños la libertad, valor
supremo, la capacidad de valorar.
¿Qué
opinas, hijito mío?, ¿qué cenamos esta noche? ¿Qué quieres hacer?
¿Adónde quieres ir? ¿Nos vamos
a casa, que ya es hora? Y empieza la negociación, el pulso, que, entre otras cosas, hace
que los niños sean insoportables, extenuantes. Nos ponen a prueba para ver
hasta dónde pueden llegar, cuando,
en realidad, nos están pidiendo secretamente que los paremos
de alguna forma,
que pongamos una pared.
También
entablaba yo esas negociaciones, pero cuando Marta me pilló me dijo cuatro
palabras (ahora sería el momento de hacer una lista de mis errores, pero ¿para
qué exponerse a la irrisión pública?). Quizá todos nosotros, padres novatos e
inexpertos, nos equivocamos de maneras parecidas, abatidos por una empresa que
nuestra generación, por primera vez, vive como una opción y no como una etapa
natural, casi ineluctable. Y con todo por reinventar, con dificultades y con
pocos puntos firmes en la cabeza para apuntar la brújula.
Y,
sin embargo, de esa forma, los niños sufren, porque tener que elegir cuando se
es pequeño es una responsabilidad demasiado grande, paraliza.
Nos
arriesgamos a ser padres que produzcan una generación sin futuro, sin sentido,
sin meta alguna. En la escuela, de los poemas que se leen por Navidad y por
Pascua se han eliminado todas las referencias a nuestra fe para no ofender la
sensibilidad de nadie. Pero entonces, ¿Navidad y Pascua de quiénes?, con
perdón. Eliminémoslas, por tanto, festejemos Halloween.
Un
almíbar ecológico-biológico dentro del cual tendrías que querer mucho — como si
tal cosa fuera un sentimiento natural— a todos, hombres y animales, en un mismo
plano, a veces, incluso, a los animales en un plano más elevado.
Para
quien no cree en nada, como el sufrimiento no tiene ningún sentido, no está
redimido, no da fruto, hay que evitárselo a los niños a toda costa. Ninguna
frustración, ningún disgusto.
La
salud física, buscada hasta el extremo, se convierte asimismo en un tótem, en
una ansia por controlarlo todo. Por todo lo cual, escuela steineriana[81],
homeopatía, alimentos biológicos, miradas de desprecio a las madres
convencionales que usan antibióticos, y además
algodón orgánico, medicinas
sanas y naturales
y tardes enteras en el coche para ir a buscar
acelgas no contaminadas.
Rompamos, finalmente, una lanza por estos pobres
chicos a los que no siempre es fácil comprender hasta el fondo. No
están en condiciones de hacerlo las maestras, no lo estamos nosotros. Una
generación sometida a una infinidad de estímulos — demasiados estímulos, por
mucho que se intente filtrarlos— que no está en condiciones de manejarlo todo,
que ni siquiera dispone de tiempo para ello. Demasiadas las tareas, los
objetivos. Demasiado poco tiempo para construir con solidez. Seamos
misericordiosos con ellos, por lo tanto, y también con nosotros, padres pioneros.
Agradecimientos
Puesto
que probablemente no escribiré nunca nada más que sea digno de ser publicado, a
menos que haya un mercado para las pegatinas amarillas para las necesidades
domésticas, notas para las maestras nuevas (porque hace falta cierto estilo
para escribir una nota dirigida a alguien cuyo nombre no recuerdas) y listas de
la compra para maridos (también esto es, en cualquier caso, un arte: hay que
colocar el ingrediente fundamental en una posición estratégica para que escape
a salvo de las tachaduras), he pensado recoger aquí algunos agradecimientos. También para
evitarme hacer un montón de llamadas de teléfono, algunas, como la que le debo
a Santa Teresita, diríamos que un
poco laboriosas.
Gracias
a Dios, por todo aquello que sé que debo darle gracias, y también por aquello
que ni siquiera comprendo. Dado que al paraíso sólo se entra por recomendación, y seguro que no por méritos, María,
di tú alguna buena palabra
en mi favor.
Gracias
a los dos Papas de mi vida, por asegurarnos que aquello en lo que creemos no es
un parto de nuestra fantasía. A Juan Pablo II, que ha escrito sobre la mujer y
sobre la vida palabras definitivas. Al gran Benedicto XVI, que soporta por
nosotros un martirio mediático sin precedentes[82].
Gracias
a la Iglesia, de la que formo parte con orgullo, que a lo largo de los siglos ha acogido a los mejores cerebros
en circulación, Tomás, Agustín,
Bernardo, Teresa, Catalina, Teresita y otros miles conocidos y desconocidos.
Volviendo
a la tierra, gracias en primer lugar a mi marido Guido, por su amor, su apoyo
siempre y a pesar de todo, su dedicación, su generosidad, su paciencia, su arte
para resolver los problemas, su sentido del humor.
Gracias
a nuestros cuatro hijos, Tommaso, Bernardo, Livia y Lavinia, por existir, por
ser como son, por haberme soportado un poco más cansada y distraída de lo
habitual durante unos meses, y por no haberse roto ni siquiera un brazo a pesar
de la reducción de mi vigilancia.
Gracias
a mis padres, Nicola y Rosella, por haber dicho sí a la vida para mí, y por
haberme criado como una persona de bien, después de todo, y también por todos
los collares (y lo demás) que me regalan. Y gracias a mis hermanos Giovanni y
Chiara que siempre me responden al teléfono, y no lo desconectan nunca.
Gracias a mis padres
espirituales: al padre
Emidio, cuya sabiduría he saqueado sin reserva alguna, al padre Bernardo, a
la hermana Chiara Serena, a la madre Elvira, a Antonella T. y a don Ignazio, que me han engendrado
en la fe.
Gracias a los padres
de mi marido, Livio y Marisa, que dijeron sí a la vida para él,
y que lo mantuvieron hasta
que conseguí apropiármelo. Gracias también por todas las canciones de cuna y por las lasañas (a Raffaella por el departamento de dulces).
Gracias
a todas mis amigas, fuente inagotable de consuelo y comparaciones. A Marina,
que ha colaborado conmigo activamente poniendo a mi disposición su
inteligencia, su sensibilidad y sus apuntes. A Daniela, que es mi teóloga moral
personal, consultable vía telefónica veinticuatro horas al día. A Alessandra,
Angela, Antonella, Carmen, Chiara B. y M., Claudia, Costanza, Cristiana,
Elisabetta, Emanuela, Francesca F. y
M., Giorgia, Isa, Lucia, Maria Cristina, Maria Grazia, Maura, Morena, Noemi,
Paola, Patrizia, Rita, Roberta, Silvia, Silvana y Stefania: amigas fundamentales, fuente de continua
inspiración. En este libro hay un pedazo
de cada una de ellas (también están Ilda y Paola que ya no están).
Gracias
a Paolo, mi queridísimo amigo indispensable y maestro de humor; a Giancarlo,
que fingía no darse cuenta de los ojos vidriosos con los que miraba la pantalla
en la redacción después de las noches pasadas escribiendo; a Gabriele, siempre
precioso en los momentos cruciales de mi vida.
Gracias
a aquellos que están de parte de la vida, sea cual sea la forma, a Carlo Casini y a todos los demás.
Gracias a Giuliano
Ferrara, que ha convertido en glamour
la causa de la vida.
Gracias
a Jean Kerr y a Edma Bombeck, cuyos libros me han hecho reír hasta las lágrimas
durante las tomas nocturnas (de día, para hacerse notar en público, mejor
cualquier elegante cubierta de Adelphi o de Fondazione Lorenzo Valla). Gracias
a Jo Croissant, que con El misterio de la
mujer, del que he bebido a manos llenas, me ha ayudado a mí y a muchas de
mis amigas a comprender el sentido misterioso y maravilloso de nuestra misión.
Un
agradecimiento especial va dirigido aparte a Camillo Langone, que me ha
inspirado, y acompañado: sin él no existiría ni una sola línea de este libro.[83] Quizá no sería una gran pérdida para la
humanidad, pero gracias de todas formas.
COSTANZA MIRIANO (Perugia, Italia, 1970). Es
licenciada en literatura clásica y periodismo trabajando en los telediarios de
la televisión pública RAI-3 durante quince años.
Vive en Roma, está casada y es madre de cuatro hijos. Actualmente se
ocupa de la información religiosa en Radio Vaticano, y colabora en distintas
publicaciones.
Hizo su debut como escritora en 2011 con Cásate y sé sumisa, una colección de cartas a sus amigos en el que
argumenta de forma convincente la visión cristiana del matrimonio. Al año
siguiente publicó Cásate y da la vida por
ella, esta vez dedicada a los hombres. Su último libro lleva por título Obedecer es mejor.
[1] El
Zecchino d’Oro («Monedita de Oro») es una exposición internacional de canciones
de niños y niñas, que promueve la producción de canciones para ellos,
artísticamente válidas e inspiradas en ideales éticos, cívicos y sociales. [Todas las notas de esta obra son de los
traductores]. <<
[2] En
el italiano original: era una notte buia
e tempestosa, que es la traducción literal de la famosa frase inglesa it was a dark and stormy night, extraída
del relato Paul Clifford, de Edward Bulwer-Lytton. La popularidad de la frase
se debe, sobre todo, a que Snoopy, el
perro de las tiras cómicas de Charlie Brown la usa a menudo. La autora cita al
célebre beagle a continuación. <<
[4]
Gap es una tienda on line de ropa barata. <<
[5] Nutella
es una marca comercial de crema de cacao azucarado y avellanas para untar en el
pan. <<
[6]
Plato típico de la Toscana
a base de verduras frescas. <<
[7]
Famosa canción de Johnny Nash. <<
[8]
Se refiere a la obra de Santa Teresa de Ávila. <<
[9] Fragmento
de la letra de una canción de Richard Cocciante titulada Un nuovo amico. <<
[10] Se
trata de Valeria Solarino, una famosa
y guapa actriz italiana nacida en 1979 en Venezuela
de padres italianos. <<
[11] En
inglés en el original: free lance (literalmente, «lanza
libre») es un término acuñado en la novela Ivanhoe
por Walter Scott para designar a
los caballeros medievales mercenarios. Se aplica al trabajo que muchos
profesionales hacen por cuenta propia. <<
[12] Francesco
Totti es un excepcional futbolista
italiano que, en la actualidad, es delantero de la Roma. <<
[13] En
inglés en el original: el término full
optional se aplica a los coches que llevan todos los extras posibles. <<
[14]
Gino Paoli (1937) es un músico y
cantautor italiano, uno de los más reconocidos en los años sesenta
y setenta. La cita es un fragmento de la canción
titulada Questione di sopravvivenza («Cuestión de supervivencia»): Io ti prendo
come sei e per altro che non posso dire qui, è questione di sopravvivenza vivere con te o stare senza te («Te tomo
por cómo eres y por otras cosas que no puedo decir aquí, es cuestión de
supervivencia vivir contigo o estar sin ti»).
<<
[15]
Se refiere la autora a la película
estadounidense When Harry met Sally («Harry
y Sally», en los cines españoles), dirigida en 1989 por Rob Reiner, que cuenta la historia de un
hombre y una mujer que se conocen accidentalmente en su época de estudiantes.
Él tiene la certeza de que es imposible que un hombre y una mujer mantengan una
relación sólo de amistad. Ella piensa lo contrario. Las circunstancias los
separan y los acercan de cuando en cuando y su amistad resiste. Al final, el
espectador se da cuenta de que la historia es la narración
de una gran historia de amor
entre los dos. <<
[16] Cesare Pavese
(1908-1950) fue uno de los escritores italianos más importantes del siglo XX,
poeta, novelista, traductor y crítico literario. <<
[17] Uno
de los personajes centrales de la saga cinematográfica de Star Wars («La guerra de las galaxias»). <<
[18]
Gloria Steinem (1934-2003), de
nacionalidad estadounidense, fue cantante y actriz en su juventud y, más tarde, escritora y periodista de
militancia feminista muy activa que condensaba habitualmente en furiosos
ataques contra el matrimonio. Acabó cambiando de opinión y, de hecho, se casó tres años antes
de su muerte. <<
[19]
Hemos mantenido el italiano
original del refrán que cita la autora para conservar la musicalidad y poner de
manifiesto que usa el dialecto véneto. En italiano normalizado se diría «che piaccia,
che taccia e che stia in casa», es decir, «que guste,
que se calle y que se quede en casa». <<
[20]
Billy Joel (1949) es un famoso
cantante y pianista americano. Always a
woman («Siempre una mujer») es una de las canciones del álbum The Stranger, de 1977. El estribillo
repite una y otra vez «ella es siempre una mujer para mí». <<
[21] En
inglés en el original: es el título de una de las primeras canciones del grupo
The Doors, famosa por formar parte de la banda sonora de la película Forrest Gump.
Se podría traducir al español por «Pasa al otro lado». <<
[22] Se
trata de Gabriele Salvatores (1950), un notable director y guionista
cinematográfico italiano. En 1991 ganó el «Oscar» a la mejor película
extranjera con una cinta titulada Mediterraneo.
Ha ganado tres «David di Donatello», el premio
más importante en el ámbito del cine italiano. <<
[23] James Douglas
Morrison (1943-1971) era el vocalista
de los Doors y lo de romper es otra referencia a la canción
que da título a este capítulo.
La referencia al señor Rossi
da Zocca, parece
aludir claramente a Vasco Rossi (1952), natural del pueblecito de Zocca, cerca de Módena, un
roquero izquierdista, fundador de Punto Radio, empresario enriquecido, vendedor
de una línea de ropa y complementos propios y portavoz de todas las causas políticamente correctas. <<
[24] El
término italiano lido también
significa «playa». Ostia Lido o bien Lido di Ostia, e incluso Lido di Roma, fue
construida durante la época fascista como el lugar de vacaciones de los
romanos, alrededor de las ruinas de Ostia Antica, el puerto de Roma. Es un lugar típico de diversión, compras
y, desde luego, poco «salvaje». <<
[25]
Ferdinando Buscaglione (1921-1960) fue un cantante
y actor de cine famoso
en la Italia de los años
cincuenta. Sus papeles habituales eran de gángster amante del alcohol y las
mujeres. Tenía fama de parecerse
mucho a sus personajes en la vida real. <<
[26]
Por supuesto, Corazón es la novela del escritor italiano Edmundo de Amicis
(1846-1908), aparecida en 1866, redactada como el diario de un niño de Turín, entre cuyas reflexiones se
intercalan algunas narraciones emotivas. Entre ellas está la célebre De los Apeninos a los Andes, la historia
de Marco, el niño que busca incansablemente a su madre.
Los muchachos de la calle Pál (una calle real de Budapest), publicada en 1906, es la novela más
famosa del judío húngaro Ferenc Molnár (1878-1952). Narra las batallas entre
dos pandillas de niños en las calles de la Budapest de comienzos del siglo XX. Se convirtió rápidamente en un clásico de la literatura juvenil y ha
sido llevada al cine en varias ocasiones. Nemechek es uno de sus protagonistas
principales. <<
[27] En
dialecto napolitano en el original: Nu
femminone e femmina, literalmente «un mujerón de mujer». <<
[28] Charlotte
Gainsbourg (1971) es una cantante y actriz francesa, hija de Serge Gainsbourg y
de Jane Birkin. <<
[29]
Esta Donna Letizia no tiene nada
que ver con la Princesa de Asturias. Es un pseudónimo que utilizó la escritora
y pintora Colette Rosselli (1911-1996) en sus libros y en sus artículos en conocidos semanarios sobre etiqueta y buenas maneras.
[30] CNR
son las siglas correspondientes al Consiglio
Nazionale delle Ricerche («Consejo Nacional de Investigación»), el
organismo italiano equivalente al Consejo Superior de Investigaciones
Científicas (CSIC) español. <<
[31]
«Roche Bobois» es una firma francesa de muebles de altísima calidad
y precio.
«Bulthaup» es una marca de cocinas de nivel
equivalente. <<
[32]
Carrie Bradshaw es el personaje
principal de la serie de televisión americana Sex and the City («Sexo en Nueva York»),
personaje que interpretaba Sarah Jessicah Parker. Es una periodista fiestera y adicta a la moda que cuenta
sus andanzas y las de sus amigas en su columna semanal. <<
[33]
Nick Hornby (1957) es un escritor y
periodista inglés, algunas de cuyas novelas han sido llevadas con éxito al
cine. Sus protagonistas suelen ser antihéroes cobardes, mezquinos, tiernos y un
poco egoístas, aunque buenas personas. <<
[34] «Mister
Wolf» es una empresa on line que trabaja prácticamente en
todo el mundo cuyo lema es «resuelve tus problemas» y que se dedica al diseño
de páginas web, de blogs y foros de discusión, así como al mantenimiento de
redes informáticas y a solucionar todo tipo de necesidades relativas al
software de los sistemas informáticos. <<
[35] El product placement («publicidad por
emplazamiento») es una técnica publicitaria consistente en insertar un mensaje
acerca de un producto en mitad de la narración
que está haciendo
un presentador o un actor
en un medio audiovisual.
Il Foglio Quotidiano es un diario italiano fundado en 1996, uno de los más consultados en la
web. Alcanzó gran notoriedad en 2008 por encabezar una intensa campaña contra
el aborto.
«Giorgio Beverly Hills» es una marca americana de perfume. Por
supuesto, «Sisley» es un fabricante francés de productos de cosmética y «Café
Zero» es un helado de café comercializado por «Frigo». <<
[36] Las Garzantine son
una colección de enciclopedias temáticas publicadas en Italia a partir de 1962
por la editorial Garzanti.
West Wing (el «ala oeste», de la Casa Blanca, se entiende) es una serie de
televisión norteamericana que se emitió con gran éxito desde 1999 a 2006.
La madre Esperanza (de Jesús Alhama Valera) (1893-1983) fue una
religiosa murciana que fundó en Roma, en 1951, la Congregación de los Hijos del
Amor Misericordioso. Fue declarada Venerable en 2006.
La expresión «ignorancia sin lagunas» la atribuye la autora a Ennio
Flaiano (1910-1972), periodista, guionista y crítico de cine, considerado hoy
como uno de los grandes escritores
italianos del siglo XX. <<
[37]
Una versión del juego del póquer. <<
[38] La signora es la Roma (el equipo de
fútbol), ya que sus colores son giallo e rosso
(«amarillo y rojo») y Radio Marione es la radio
oficial de ese mismo equipo. <<
[39]
El llamado Eremo delle Carceri (literalmente «Ermita de las
Cárceles») es un santuario situado a cuatro kilómetros de la ciudad de Asís,
formado por antiguas ermitas de época paleocristiana, a donde San Francisco y
sus frailes se retiraban con frecuencia para hacer oración. <<
[40]
En italiano, ciotola
significa «cuenco», «tazón» o incluso «plato hondo». <<
[41] La
pronunciación de Teresa d’Avila («Teresa de Ávila») podría
confundirse fácilmente, sobre todo en boca de un niño, con Teresa Dalila. <<
[42] Literalmente
«Doctora Barrigagorda», una broma entre irónica y cariñosa de los hijos de la
autora, que saben que le afecta por ser ella muy amante de su propia delgadez. <<
[43] Tom Waits (1949)
es un compositor y cantante estadounidense, que se ha hecho famoso por sus
ásperas canciones, basadas en letras de autores como Charles Bukowski y Jack
Kerouac, interpretadas con una voz peculiar, que algún crítico ha definido como
«metida en un depósito de bourbon,
después de haber sido ahumada durante unos meses, y luego sacada para que la
aplaste un coche». <<
[44] En
efecto, Best is yet to come («Lo
mejor está todavía por llegar») es una de las más célebres canciones del
cantante ítalo-americano. <<
[45]
El
verso 103 del Canto V del Inferno de
Dante dice literalmente: Amor, ch’a nullo amato amar perdona (literalmente,
«que a nadie amado, amar perdona»). Es el verso que cita la autora. <<
[46]
El
gran Lebowski es una película que los hermanos Coen estrenaron en
1988. El protagonista, que se hace llamar The
Dude («el tío fino» o «el nota»), interpretado por Jeff Bridges, es un vago
redomado, jugador de bolos, bebedor empedernido y fumador de marihuana. <<
[47] Se
alude aquí a Antoine de Saint-Exupéry: «La experiencia nos enseña que amar no
significa en absoluto mirarnos el uno al otro, sino mirar juntos en la misma
dirección». (Tierra de hombres,
en Obras completas, Plaza y Janés,
Barcelona, p. 324). <<
[48]
Allumeuse (en francés en el original)
es un término que significa
literalmente
«encendedora» o «explosiva» y
que se aplica de forma despectiva y familiar a una mujer incitante. <<
[49] La
frase entrecomillada la pronunció el Papa Juan XXIII en el llamado «discurso a
la luz de la luna», la noche del 11 de
octubre de 1962, cuando una semana antes de la inauguración del Concilio Vaticano II se dirigió a una multitud que
rezaba por los padres conciliares. Una de las últimas frases del discurso,
cuando el Papa ya estaba muy emocionado, fue: «Ahora, al regresar a casa os
encontraréis a los niños. Hacedles una caricia
a vuestros hijos y decidles:
“Ésta es la caricia del Papa”». <<
[50] Mariano
Rumor (1915-1990) fue un dirigente democristiano italiano que llegó a ser
primer ministro en varias ocasiones. La referencia de la autora alude
probablemente a la personalidad y forma de actuar de este político italiano, al
que llamaban el «pío Mariano». Se le atribuía un aspecto clerical que, unido a
una voz suave que jamás alzaba el tono y a una escucha atenta y sincera de sus
interlocutores, hacía que incluso a los adversarios les resultara agradable su conversación.
La referencia al diario milanés de ideología democristiana y a la época
de los años cincuenta (justo después de la Segunda Guerra Mundial),
probablemente se deba al afán conciliador que exhibía en aquellos años
convulsos. <<
[51] Lidia
Ravera (1951) es una escritora, periodista, ensayista y guionista de cine
piamontesa. Natalia Spesi (1929) es una escritora y periodista milanesa. Ambas
han destacado en el ámbito público por su militancia feminista. <<
[52]
El llamado Pirellone (rascacielos
Pirelli) es el edificio más alto de Milán. Está situado frente a la estación
central de ferrocarril y fue construido entre 1956 y 1960. Mide 127 metros de altura. Está inspirado en el edificio
MetLife de Nueva York. <<
[53]
La expresión literal que usa la
autora es «Anvedi questa, ahò, t’avemo
disturbato!», que es típica del dialecto romano y que suena algo más
maleducada que nuestra traducción española. <<
[54] Il Perugia è uno squadrone es
el himno del equipo de fútbol de la ciudad de Perugia. El año 1978 este equipo
ganó el scudetto, es decir, fue campeón de la liga italiana.
El
título de la famosa canción de los Bee Gees, Staying alive, se podría traducir por
«Sobreviviendo».
<<
[55] «Napisan»
es una marca comercial de detergente para lavar a mano de patente australiana. <<
[56]
«Oro Ciok» es una marca de galletas recubiertas de
chocolate. <<
[57]
El adjetivo italiano esaurito significa «agotado»,
«exhausto». Su femenino esaurita recuerda,
por supuesto, a «Saudita», y la autora debe insinuar que de esta forma lo
percibían sus hijos. <<
[58]
Una marca italiana de aperitivos crujientes y
salados a base de patata. <<
[59] Pizza
al Volo es una franquicia de
establecimientos que sirven pizzas a domicilio a cualquier hora. <<
[60] Jean
Kerr (1922-2003) fue una escritora y dramaturga norteamericana de origen
irlandés. Sus obras rezuman ingeniosas y divertidas observaciones sobre las
situaciones absurdas de la vida ordinaria, especialmente en el matrimonio.
En cuanto al doctor Spock, está claro que la autora se refiere al mítico personaje
de la serie de ciencia-ficción
Star Trek. Siendo hijo de un vulcano y de una
humana, sufre constantemente un conflicto interno entre la fría lógica vulcana
y las cambiantes emociones humanas. Para lo habitual entre los humanos, es
extremadamente lógico y flemático al enfrentarse a los problemas. <<
[61]
El gioco a goccia («juego de gotas») del que habla la autora es un
videojuego infantil que consiste en que el jugador se identifica con una gota
de lluvia que cae y con el ratón del ordenador va moviéndola lateralmente y de
arriba abajo para sortear diversos obstáculos y obtener ciertas cuotas de
«energía», retrasando lo más posible su caída.
<<
[62]
Walter Fontana (1957) es un
humorista, escritor y actor cómico italiano.
<<
[63] En inglés en el original: core business es un giro técnico empresarial, que se suele traducir en español por
«competencia esencial» o «competencia clave», usado para referirse a aquella
actividad fundamental que es capaz de generar beneficios y ventajas
competitivas a una empresa dada. <<
[64] En
Italia, el llamado quoziente familiare es
un índice ideado para medir la renta de la familia en relación con su tamaño.
Se utiliza, según se dice, para garantizar la equidad en la fiscalidad y para
regular las ayudas públicas a las políticas de incentivación de la natalidad. <<
[65] Voglio vivere così es una
canción italiana de los años cincuenta que hizo popular el tenor Ferruccio Tagliavini. Hay versiones suyas de los
mejores tenores de los últimos tiempos, una de las mejores de Luciano
Pavarotti. <<
[66]
La frase que sirve de título es de Jean Kerr. Véase la nota [60] del capítulo
10. <<
[67] El
repetido proverbio de Virgilio dice
exactamente: non ignara mali, miseris
succurre disco, es decir, «habiendo
conocido la desgracia, aprendí a socorrer a los desgraciados». La autora lo
reproduce aquí en segunda persona: non
ignara mali, miseris succurre discis, es decir,
«habiendo conocido la desgracia, aprendiste a socorrer a los
desgraciados», refiriéndose a su amiga Marta.
<<
[68]
La Accademia della Crusca es una
sociedad de lingüistas y filólogos italianos fundada en Florencia en 1583 para
velar por la pureza de la lengua. El término italiano crusca significa «salvado». La metáfora hace referencia a que la
labor de la Accademia es como la de separar la paja del grano. <<
[69]
Massimo Boldi (1945) es un actor
cómico italiano y Christian De Sica (1951) es actor dramático y director de cine.
Lillo, llamado en realidad Pascuale Petrolo (1962), es, junto con
Claudio Gregori (1963), uno de los componentes de la pareja de humoristas,
cantantes y actores conocida como Lillo & Greg. <<
[70]
La expresión italiana
sei uno zero puede entenderse como una terna de cifras
«seis, uno, cero» o bien como la afirmación
«eres un don nadie». <<
[71]
Charlie Brown y su perro Snoopy son los protagonistas de las
famosas tiras cómicas Peanuts creadas
por Charles M. Schulz (1922-2000).
Bruno Bozzetto (1938) es un conocido creador satírico italiano, cuyo
personaje más célebre es el llamado señor Rossi, un hombre pequeño y
desgraciado protagonista de muchos cortometrajes animados y de alguna película
convencional.
Por último, el Giornalino di Gian
Burrasca es una novela de humor escrita para jóvenes en 1907 por Vamba (un
pseudónimo de Luigi Bertelli). Está escrita en forma de diario. Del diario de
Giannino Stoppani, llamado Gian Burrasca por su familia a causa de su carácter
más travieso que malvado, sobrenombre que ha quedado habitualmente en Italia
para designar a los jovencitos indisciplinados (el término italiano burrasca significa «borrasca» o
«tormenta»). <<
[72]
Las expresiones en cursiva (de la
autora) están en español en el texto original. De hecho, parece claro que el texto alude a la novela
Los novios, de Alessandro Manzoni (1785-1873), que transcurre en la Lombardía del siglo XVII,
todavía perteneciente a la corona española. Uno de los episodios más famosos de dicha novela se titula
«Adelante, Pedro, con juicio», palabras que así, en español, pronuncia
Antonio Ferrer, uno de los personajes principales de la obra. Puede que sean
las primeras palabras que leen y aprenden en español la mayoría de los
italianos. <<
[73] La bieta ripassata es una especialidad italiana.
Son acelgas troceadas que se han sofrito con aceite de oliva, ajo, guindilla y
tomate y que después de cuecen algunos minutos a fuego fuerte antes de servir.
<<
[74]
Ne quid nimis: en latín, «nada con exceso»
o bien «todo con moderación». <<
[75]
Vittorio Amadeo,
conde Alfieri (1749-1803), fue el mayor poeta trágico italiano del siglo XVIII.
Su padre murió cuando él contaba un año de edad y hasta los nueve años vivió en
el palacio familiar, en Asti, sin
más compañía que su preceptor, el sacerdote don Ivoldi. Desde los nueve años
hasta los dieciséis estudió gramática, retórica, filosofía y derecho en la Real
Academia de Turín, enrolándose
después en el ejército hasta los veinticinco años, realizando viajes por toda
Europa y acabando definitivamente en Italia, donde escribió sus veintidós
tragedias. <<
[76] La
referencia al «propio interés», principio rector del liberalismo, con el
término latino particulare parece
aludir al teórico político italiano Francesco Guicciardini (1483-1540), llamado
a veces el anti-Maquiavelo, por oponer esa defensa del proprio particulare a
la razón de estado. En realidad, la defensa a ultranza del individuo aislado y
de la razón de estado que ignora a la persona están mucho más vinculadas que
opuestas entre sí. <<
[77] Milo va all’asilo («Milo
va a la guardería») es un cuento para niños menores de tres años escrito por la
escritora e ilustradora milanesa Gabriella Giandelli. El tal Milo es un conejo
que vive con sus padres en el campo y cuenta las aventuras que le sobrevienen
en su primera visita a la ciudad. <<
[78] Dave
J. Matthews (1967) es un cantante y compositor estadounidense de origen
sudafricano. <<
[79] Franco
Basaglia (1924-1980) fue un conocido psiquiatra y ensayista italiano y uno de
los padres de la llamada «antipsiquiatría». <<
[80]
Camillo Langone (1967) es un
periodista y escritor italiano residente en Parma, polemista brillante y autor
de varios libros. Aparte de haberse ganado las críticas más acerbas por sus
críticas al darwinismo, una de las últimas polvaredas levantadas por Langone se ha debido
a un artículo suyo escrito
en noviembre de 2011 y titulado
«Togliete i libri alle
donne: torneranno a far figli» («Quitadle los libros a las mujeres:
volverán a tener hijos»). <<
[81] La
autora se refiere a la «escuela steineriana». Se trata del método pedagógico
ideado por el pensador austriaco Rudolf Steiner (1861-1925), cuyas escuelas,
más de tres mil repartidas en cerca de noventa países, son también conocidas
como Escuelas Libres Waldorf, pues su
primer mecenas fue la marca alemana de cigarrillos Waldorf. La singular pedagogía steineriana, promovida
intensamente por la UNESCO, se basa en una concepción triádica del hombre como
compuesto de cuerpo, alma y espíritu, cuyas capacidades se desarrollan
sucesivamente en tres etapas: desde el nacimiento a los siete años, de los siete a los catorce y de los catorce a los veintiuno. <<
[82]
Nótese que este libro fue publicado en su versión
italiana original en 2011. <<
[83] Sobre Jean Kerr, véase la nota [60] en el capítulo 10.
Edma Bombeck (1927-1996) fue una prolífica
escritora costumbrista norteamericana. Además de los quince
libros que publicó a lo largo de su vida, fue conocida sobre todo por sus
columnas diarias en distintos periódicos relatando las aventuras de la vida
cotidiana de las amas de casa en el medio oeste.
Adelphi Edizioni y Fondazione Lorenzo
Valla son prestigiosas editoriales, milanesa y romana,
respectivamente. La primera está especializada en la edición de versiones
italianas de literatura centroeuropea moderna y contemporánea y la segunda a la
edición de los clásicos antiguos.
Jo Croissant, autora francesa, es la esposa del antiguo pastor
protestante Ephraïn Croissant, convertido al catolicismo cuatro años después de
su matrimonio, fundador de la llamada Comunidad de las Bienaventuranzas. El
libro referido por la autora se ha editado en español con el título La mujer sacerdotal: el sacerdocio del
corazón (Lumen, Buenos Aires, 2004).
En
cuanto a Camillo Langone, véase la nota [80] del capítulo 12. <<
[*] Nota Bene es una
locución latina que significa «anota bien» o «nótese bien», en el sentido de
«téngase cuidado» o «préstese atención». (Nota
de la Edición Digital). <<
[*] Leonidas Brézhnev fue el líder del Partido Comunista de la Unión
Soviética en el período de 1964-1982 y también presidente del Presídium del
Soviet Supremo del país entre los años 1960 y 1964 y posteriormente entre 1977
y 1982. Su rasgo físico más característico eran unas pobladas cejas. (Nota de la E. D.). <<
[*] «¡No se apoye!» (Nota de la E. D.). <<
[*] Philip Roth es un escritor estadounidense autor de novelas, cuentos y
ensayos, en los que reflejando los problemas de integración de los judíos de
Estados Unidos explora la naturaleza del deseo sexual. Philip Roth es
probablemente el autor más premiado de su generación habiendo recibido entre
otros el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2012. (Nota de la E. D.). <<
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