lunes, 8 de junio de 2020

Casate y da la Vida por ella







Miriano Costanza
Casate Y Da La Vida Por Ella
Hombres De Verdad Para Mujeres Sin Miedo




















Título Original: Sposala e muore per lei
Traductor: Catarecha, Mariano
©2013, Miriano, Costanza
©2012, Nuevo Inicio
Colección: Aerópagos
ISBN: 9788494052576
Generado con: QualityEbook v0.64
 
Introducción. Regalos para los hombres

EXISTE un método único, infalible, inalcanzable y letal para hablar con los hombres. Lo único que pasa es que no sé cuál es.
Desafortunadamente, es así, y no puedo hacer nada. Lo he intentado, pero nada. Me refiero a hablar de verdad, es decir, a intercambiar pensamientos profundos que lleguen a la mente del otro y que requieran y provoquen alguna respuesta.
Hablar sola no cuenta, eso es fácil y es mi especialidad.
Eso sí, es verdad que consigo responder con agudeza algunas preguntas elementales, como en qué curso está nuestro hijo, cuando mi marido va a recogerlo del colegio porque tiene fiebre y, una vez en la puerta, se da cuenta de que no sabe dónde buscarlo (no, el nombre no se le ha olvidado, me dice); sé dar informaciones esenciales como, por ejemplo, dónde está aparcado el coche (he dicho esenciales, no exactas); sé transmitir concisos comunicados operativos, después de los cuales mi marido sólo me llama dos o tres veces — ¿Dónde dijiste que vivía la pediatra? ¿Quieres precisamente piñones o te vale igualmente con un poco de jamón? ¿Te molesta que no vaya a comprarlo adonde me has pedido? Obviamente, sí, me molesta, pero lo negaré incluso bajo tortura.
Al principio, yo pensaba que este problema del conducto auditivo era un defecto especial de fabricación de mi marido, y me informé acerca de ello, pero mi suegra sostiene firmemente que, sea como fuere, ya me tengo que quedar con él, con su hijo. Así que decidí hablarles, al menos, a los maridos de las demás, y presa de fervor por predicar me puse a escribirles cartas a los hombres. Pasé noche tras noche sin dormir dándole a las teclas — y, vale, también pintándome las uñas de color geranio, comiendo pan y salami mientras leía a Houellebecq1 y mirando con ojos hipnóticos las lecciones de física que ponen en la tele a las cuatro de la mañana, sin conseguir desviar la mirada de la corbata amarilla del profesor — para acabar, al día siguiente, por borrarlo todo ya con la mente casi lúcida, dándole a la tecla "del" con dolorosa resignación. Un gesto de una gran dignidad.
El hecho es que, al menos según mi propia experiencia, si una mujer quiere que un concepto llegue a la cabeza, al corazón, de un ejemplar masculino de la especie a fin de influir mínimamente en su conducta, no solamente no bastan las palabras, sino que a veces pueden ser incluso contraproducentes. A los hombres, los consejos, las indicaciones y las instrucciones de uso les provocan ataques repentinos de artritis reumatoide, necesidad imperiosa de ir a controlar el nivel del líquido de frenos, deseos de darle una mano de pintura blanca a la pared del baño y oleadas de nostalgia por escuchar toda la música new wave posible, de rodillas, devota y silenciosamente.2
Y las raras ocasiones en que permanecen cerca mientras nosotras hablamos, no escuchan. Mientras escribía estas palabras, presa de cierto escrúpulo de conciencia (¿seré demasiado severa?), llamé a mi marido y le expuse mis reflexiones. Una larga, apasionada y meticulosa requisitoria sobre la incomunicación, al término de la cual yo esperaba una opinión de mi sabio consorte.
"Entonces, ¿qué me dices?".
"¿De qué?".
"Del hecho de que los hombres no nos escuchan".
"¿Eh?".
“Tu opinión”
"No sé, perdona, no te he oído".
Yo, personalmente, me lo tomé como un cumplido. Estoy segura de que quería decir: "Bien dicho, querida, siempre sabes encontrar las palabras justas".
Tengo la clara sensación de que cuando lo llamo al trabajo, mi querido marido suelta en la mesa el auricular y se va a ordenar alfabéticamente cintas de vídeo antiguas, algo que ya llevaba tiempo deseando hacer. Conociéndolo, puede que cambie de idea y pruebe también a colocarlas en orden cronológico. Luego, de nuevo, en orden alfabético, y eso es algo problemático, porque nunca se acuerda de dónde está la J. De todos modos, haga lo que haga mientras yo hablo, su aportación a la conversación es siempre la misma. Ninguna.
Aun así, está claro que el hecho de que ninguno nos escuche no basta para detenernos, porque nuestro segundo nombre es "consejo". Ayudar al hombre a mejorar nos parece una parte obvia de nuestros deberes más básicos, lo mismo que respetar los semáforos, curar rodillas heridas con tiritas de flores, colocar la base satinada antes que la crema base o poner la merienda en la mochilita para la guardería. Y que conste que digo ayudarle a mejorar, porque me gustaría pasar por alto esa inquietante versión de la mujer conspiradora que manipula y dirige silenciosamente en la sombra buscando sus propios fines. Conozco a varias mujeres que podrían ser admitidas honoris causa en la Trilateral.3
Esa misión, explicitada en planes quinquenales oficiales o urdida en las sombras en documentos supersecretos que sólo conocemos nosotras y nuestras veintisiete principales amigas, puede llegar a absorber todas nuestras energías, y a acabar por hacernos olvidar lo más importante: amar gratuitamente. Sólo de ese modo se le deja al otro el placer y el deseo de cambiar libre y espontáneamente, que es, por otra parte, el único cambio realmente posible (porque me inclino a dar por sentado que la necesidad de cambiar es constante, por parte de ambos, llámese a ese cambio crecimiento o conversión).
No sé de dónde nos viene el síndrome de la directora, pero nos afecta a casi todas. Es una especie de inercia: es más fácil poner el piloto automático y continuar haciendo de educadoras, además de con los hijos, con los hombres. Pero cuando estamos en "modo madre" nos hacemos insoportables, porque el hombre es hombre y nunca, en ningún caso, niño, por mucho que la satisfacción con la que nos anuncia que ha encontrado la manera de colocar ese horrendo papel azul con estrellitas detrás del Nacimiento nos autorice a pensar lo contrario, sobre todo si esa manera que ha encontrado pasa por usar una cinta aislante amarilla que no le pega mucho al Belén. Y si, por casualidad, ese orgulloso ultracuarentón que llevamos al lado sigue conservando algún vestigio de inmadurez (me refiero a vestigios sustanciales, no a la pasión secundaria por ciertas herramientas metálicas de utilidad inescrutable, por hacer fotos de los despachos de los colegas con el teléfono móvil o por producir una explosión fingida con la última app, hechos que, después de todo, no disminuyen la estatura moral), es necesario que él mismo dé los pasos necesarios que lo lleven a ser hombre en plenitud.
La crisis de la virilidad — entendida ésta como la disponibilidad del hombre a dar animosamente la vida, a ofrecerse a recibir los golpes necesarios para defender a los que le han sido confiados — me parece que está a la vista de todos, y que no es cosa de hoy. El "hombre que no rechaza su lado femenino", sensible como una mujer, parece ser el ornamento supremo de la contemporaneidad. A mí, cada vez que oigo una alabanza a ese hombre que "no reniega de su lado rosa", me sale espontáneamente una mueca repentina, no sé, y como protesta me tumbo en el sofá y me duermo (hace años que busco una excusa para hacerlo). En cuanto a las mujeres que se sienten superiores a los hombres, yo diría que son la mayoría: ése es el conformismo más difundido en la actualidad.
Y, sin embargo, ése es el tema de nuestra época: la crisis devastadora de las identidades masculina y femenina, la falta de hombres y de mujeres de verdad y, como consecuencia, de matrimonios que funcionen. Que no es exactamente lo mismo que hablar de las crisis que, después de los años ochenta, afectaron a las alfombras, a los macarrones al vodka o a los polos color salmón: la unión estable entre un hombre y una mujer es necesaria para transmitir la vida de la especie en unas condiciones mínimas de serenidad.
Hablamos aquí, quisiéramos hablar, de ser hombre en plenitud. Una plenitud que procede ante todo de una respuesta libre al amor de Dios, pero una respuesta que el hombre puede dar en el matrimonio sólo cuando encuentra en la mujer, en una mujer como es debido, al otro sí mismo del que habla el Génesis.4
El problema es que, aunque sé hablarles a las mujeres, a los hombres, como decía antes, no. Por increíble que pueda parecer (sobre todo a mí), las cartas que he escrito a mis amigas sobre el matrimonio, la familia, los hijos, no sólo han sido publicadas, no sólo han sido leídas, sino que incluso algunas mujeres las han escuchado hasta el punto de que tengo en mi haber algunas ceremonias nupciales — para mí, casarse y estar abiertos a la vida es casi siempre la respuesta adecuada — y alguna relación que ha vuelto a florecer.
Lo que, cada vez que puedo, les digo a mis amigas y conocidas, y alguna vez a las mujeres con las que me cruzo, es que elijan la sumisión; es decir, que decidan libre y conscientemente ponerse por debajo, como unos cimientos de cemento armado que sostienen a la familia, con la capacidad exclusivamente femenina de suavizar aristas, de relacionarse, de ser para, de acoger, de mediar, de animar y de educar, o sea, de sacar afuera lo mejor de todos. Que redescubran la misteriosa vocación de la mujer.
Se trataría ahora, por el contrario, de decirles igualmente a los hombres qué les corresponde a ellos. Si nos fiamos de San Pablo (un tipo bastante fiable, diría yo), que en la Carta a los Efesios nos invita a las mujeres a someternos, no es que a los hombres les vaya mucho mejor: "... Y vosotros estad dispuestos a morir por vuestras mujeres como Cristo por la Iglesia". A ser hombres, ni más ni menos.
Por tanto, casaos, hombres, y estad dispuestos a morir por ellas. Noto cierto barullo en la sala. Prohibidas las risitas y los murmullos acerca del poco heroísmo de vuestros consortes. Aquí la ironía feminista está desterrada. Es cierto que también nosotras hemos de admitir que se ven poquísimos ejemplares de este tipo de hombres (y, como es notorio, o ya están ocupados o están destrozados, como las cabinas telefónicas). Entonces, ¿qué podemos hacer para indicarles el camino a los hombres?
Quedan categóricamente excluidos los sermones — el conducto auditivo de los hombres es tan selectivo que no los oyen, del mismo modo que no pueden percibir los llantos de un recién nacido a partir de las once y cuarenta y ocho de la noche—, quedan excluidas las indicaciones directas al hombre en cuestión, esas indicaciones que se esperan de oficio de una madre, de una maestra, de un educador, de un padre espiritual, pero no de una mujer; todo eso queda excluido, porque aquí nos preguntamos qué puede hacer una mujer para estar al lado de aquel que debe encontrar, o reencontrar, su grandeza, tan necesaria en esta época frágil y vacilante.
Por el momento, podemos, justamente, mantenernos a su lado, no por delante, no por encima. Pero, y esto es bueno decirlo cuanto antes (no me gustaría desvelar el final demasiado pronto, pero al menos aquí no hay ningún mayordomo entre los sospechosos), no podemos hacer mucho más, porque hay una parte del trabajo que nadie puede hacer por ningún otro.
Y si una mujer consigue mantenerse al lado de un hombre en silencio, un silencio concentrado en Dios, que, como dice Santa Teresa de Ávila, es el más poderoso de los clamores, aprenderá lo que es la alegría de ver florecer a una persona junto a ella. Como la pérdida de identidad del hombre ha coincidido con las reivindicaciones feministas, una buena parte del trabajo que hay que hacer será retomar nuestro sitio. No decidirlo todo le permitirá al hombre dar su opinión, no presionarlo lo dejará emerger, escucharlo le hará asumir la responsabilidad de decir cosas sensatas. Es probable que las primeras veces que la mujer no cuestione su programa proponiéndole un plan B y otro B-2 e incluso, ya puestos, un plan C, él se temerá lo peor (¿tendrá algo que ocultarme?, ¿tendrá un amante?, o peor aún, ¿habrá invitado a su anciana tía la tarde del partido?).
Es un trabajo hermoso y fecundo, porque si cada uno sostiene su parte del yugo, única y distinta, se produce mucho fruto, y con menos sufrimiento.
Yo, y es bueno dejarlo claro cuanto antes, no sé cómo se hace. Y por eso he decidido escribir un libro, así puede que consiga entender algo.
No obstante, sí sé cómo no se hace. No hay que intentar convertir al varón en una hembra, no hay que criticar su estilo, no hay que andar fastidiándolo, no hay que ridiculizarlo. Hay que jorobarlo sólo lo estrictamente necesario para la supervivencia familiar (que monte la Kinect de la Xbox, que organice la recogida simultánea de diversos hijos desperdigados por los cuatro puntos cardinales de la ciudad y que mantenga una cadencia de al menos una por década en las visitas al médico). Para lo demás, es obligatorio reducir al mínimo las sugerencias, dejar al otro libre, no tanto libre de, sino libre para. Aquí se advertirá gran nobleza.5
En cuanto a mí, además, pensándolo bien, si tuviera un hombre que secundara mis bruscos cambios de humor, mi instinto de irme por las ramas y mi inclinación a la queja, en lugar de contenerme con sus insuperables silencios y su capacidad de interrumpirme dolorosamente para ir al grano, la cosa sería un verdadero desastre, para nosotros y para nuestros hijos. Aun cuando a veces me gustaría mucho tener un compañero con el que mantener fascinantes conversaciones sobre los reflejos en el pelo, sobre el cómo y el porqué del hecho de que la raya de pelo recién crecido y sin teñir es en Madonna una señal de originalidad y en mí una señal del champú, hasta yo misma me doy cuenta de que vivir con un ejemplar afásico pero lúcidamente reflexivo es algo muy saludable.
De todas formas, intento descifrar meticulosamente los monosílabos con los que me responde mi marido. Eso me pasa porque soy psicológicamente inestable. Él me ha dicho muchas veces que intenta limitar las comunicaciones a lo estrictamente necesario, sobre todo si está cansado (el otro día, en el coche, un árbol caído invadía la calzada y él se limitó a señalarlo con el dedo, en media hora fue toda su aportación a la conversación). Pero, ahora, ya sé que siente por mí una cierta estima. Sólo que no lo dice. Hace como John Wayne en Río Bravo: "Si dejas que otro te vea con este vestido te hago arrestar".
"¡Oh, querido! ¡Cuánto has tardado!".
"¿En qué?".
"¡En decirme que me quieres!".
Por eso, cuando mi marido me dice, cerrando ruidosamente la puerta del coche: "Llegas tarde, como siempre", me conmuevo. Estoy segura de que lo que querría decirme es: "Te echaba de menos, querida".
Me temo que no sé cuál es el secreto para estar verdadera y profundamente juntos. Pero, más o menos, tal como yo lo veo, hay que partir de la aceptación de la diferencia. Porque el otro es, precisamente, el otro. Es libre — dando por supuestas la buena fe y la abnegación — de hacer las cosas a su modo (la regla vale para todo, excepto para la propuesta de elegir como mesa de comedor una mesa de billar convertible: sobre esta cuestión hasta la Sagrada Rota sería inflexible, el matrimonio, en caso de compra de un objeto tan repugnante, sería nulo, y entonces ¿qué hacemos con todas esas toallas con nuestras iniciales?). Asumir la libertad y la diversidad del otro evita que su modo de hacer las cosas acabe convirtiéndose en insoportable, desde la forma de dar vueltas a la cucharilla en la taza, pasando por el tono de voz con el que regaña a un hijo, hasta el uso del mando a distancia (la diferencia está bien, pero explíquenle ustedes a mi marido, se lo ruego, que cuando va a llegar el beso final no se cambia de canal "porque ya está muy claro cómo va a acabar").
Asumir la diversidad del otro puede que también recorte significativamente el número de cosas que es necesario discutir juntos, sabiendo que no se habla ni mucho menos la misma lengua, como cuando uno dice library en inglés y piensas que está diciendo librería. Tú le dices que estabas preocupada por su retraso, él se siente controlado y sofocado. Tú quieres que él adivine tu deseo, él necesita carteles de color verde fosforescente de tres por dos con un letrero: ESTOY TRISTE, QUÉDATE CONMIGO. El problema principal de estas dos lenguas recíprocamente intraducibles es que el hecho de que usen los mismo vocablos es totalmente accidental, y es engañoso.
Mi marido sostiene, además, que los gestos están sobremanera devaluados. El hace amplio uso de ellos, será por eso que odia el teléfono. Temo incluso que pueda empezar a hacer como Totti, que se levanta la camiseta después de marcar un gol para exhibir la leyenda THE KING OF ROME IS NOT DEAD;6 tengo miedo de que algún día, en la cena, se abra la camisa para mostrar un letrero que diga ¡NO! ¿OTRA VEZ PASTA CON ACEITUNAS?
Así que, en lo relativo a comunicarse con los hombres por medio de la palabra, no es que haya renunciado, simplemente, he preparado algunas pequeñas estrategias para ser activadas en caso de experimentar la necesidad urgente de una conversación.
Para empezar, yo excluiría las mañanas. Para mí es fácil, porque las cuatro o cinco primeras horas de la jornada las empleo intentando acordarme de quién soy, por qué vivo, dónde está mi camiseta y a cuál de los hijos le toca ir a la guardería (uno, por fortuna, va solo al colegio, y ahora ya sé que si sale de casa despidiéndose con la consigna de la centésimo primera división aerotransportada: "Voy a mi cita con el destino", no debo preocuparme, no va realmente a arriesgar el pellejo). Si me llega a hacer falta, por un problema de circulación, evidentemente, hablarle a mi marido antes del mediodía, lo mejor es que emita frases que no sólo no requieran una respuesta, sino que más bien lo disuadan de darla, como: "Es verdad que la leche entera tiene un sabor completamente distinto", aunque lo que en realidad querría decir es: "Había pensado invitar a cenar a Cristiana con todos los niños, ¿cuál sería el mejor día?". Ésta es una pregunta que queda totalmente prohibida: jamás se plantea directamente, menos aún antes de que el día esté bien avanzado, a no ser que él esté duchándose y, al no poder escuchar bien, dé una respuesta al azar. Otros anuncios que sólo se le pueden hacer al consorte si está duchándose son los siguientes: la obra de teatro de fin de curso, el deseo de tener otro hijo y el proyecto de salir de la ciudad a visitar a los abuelos por el inconfesable motivo de que una quiere estar presente en la ecografía de su hermana (después de tener cuatro hijos, mi marido todavía no ha entendido lo que es una ecografía).
En cuanto a los demás momentos de la jornada, se trata simplemente de estar dispuestas a aceptar aquel instante en que él tenga ganas de hablar, o sea, cuando le estéis escribiendo el correo electrónico a la amiga del alma o estéis dando cabezadas después de diecisiete horas de trabajo. Está claro que la discusión fundamental para él será el destino económico de Islandia o la necesidad de podar los limoneros.
Si una, por el contrario, tiene necesidad de una pequeña confidencia íntima y profunda acerca de esa leve tristeza que probablemente oscurece un poco el fondo de su corazón, mientras pone al desnudo sus más profundos pensamientos ha de evitar usar expresiones tales como: "Tengo una preocupación que va y viene, continua, como la gota de un grifo que pierde agua en el lavabo", porque él se levantará e irá a arreglar el grifo: ésa es su forma de escuchar, hacerse útil de modo práctico. Ninguna mujer con sentido común se desahoga con el marido para que le responda: "Querida mía, eres una mujer maravillosa". Para eso están las amigas.
Así que he decidido escribir principalmente para ellas, para las amigas. Que no se extrañe quien, por el título, se esperara una buena reprimenda a los hombres. Y es que yo pienso como Fulton Sheen,7 que decía que el nivel de una civilización corre parejo con el de sus mujeres. "Cuanto mayor sea la virtud de la mujer y su carácter, cuanto más fiel sea en el amor a la verdad, a la justicia y a la bondad, más deberá esforzarse el hombre en ser digno de ella". La mujer es el sol de la casa, como decía Pío XII, tiene el primado del amor, y la Iglesia lo anuncia desde siempre (nada que ver con el machismo).
La grandeza de un hombre casado no puede prescindir de la de su mujer, aunque puede ocurrir que ella encuentre su grandeza incluso junto a un hombre no exactamente noble, precisamente gastando su vida en ayudarle a llegar a ser grande.
Queremos hombres que sean cada vez más capaces de dar la vida y, para decírselo, yo propondría hablarles con gestos concretos, o sea, con regalos. Que, como todos los regalos, han de ser libres, gratuitos y pensados para aquellos que los reciben. Capaces de conmover sus corazones. Regalos ofrecidos con dulzura, no como trampas que pretendan echar un lazo. No con la presunción de quien sabe de algo que el otro necesita. Regalos que intenten comprender los deseos y, si es posible, incluso adelantarse a ellos. Pero que, en caso contrario, puedan también ser rechazados. Es decir, sencillamente regalos.
 
Hasta que el hijo os separe, o Sobre el amor en la vida cotidiana

EN mi ámbito de trabajo, creo que soy un ejemplar de bio-diversidad — demasiados hijos, demasiado poca pasión por la carrera—, hasta es probable que en la fundación WWF se planteen catalogarme, pero no lo harán porque no soy un oso pardo marsicano.8
De todas formas, pronto comprendí que había errado mi camino. Fue como un chispazo mientras, en la escuela de periodismo, le exponía apasionadamente al director, un importante dirigente de la RAI, mi convincente teoría sobre la escasa importancia de dar las noticias de forma inmediata. "Frente a la eternidad, qué va a pasar si das una noticia en la siguiente edición del telediario?". En aquella mirada de compasión del director pude ver con nitidez mi foto archivada e impreso sobre ella el letrero encargada de las fotocopias. Así que la carrera no está hecha para mí. Tuve un niño después de primer contrato temporal y desde entonces — los otros tres llegaron entre un contrato y otro—, cada vez que me he entrevistado con él, ha incluido en la ficha el nombre de una criatura de menos de ocho meses y, aunque superficialmente, hemos acabado hablando de la costra láctea en lugar de hacerlo acerca de proyectos de ley.
A veces, llego a hacer un esfuerzo e intento adoptar maneras profesionales, como cuando fui a entrevistar a Peter Cincotti, recién elegido The sexiest man on Earth por la revista "People" y, con mis preguntas bien meditadas en la mano, me caí del escenario con silla y todo.9 El atractivo cantante neoyorquino intentó salvarme, y se lanzó abajo, despreciando el peligro, como correspondía al hombre más sexy de la Tierra. Por eso, cada vez que veo una foto suya en la que se le ve sonriendo con sorna desde el otro lado del océano, siempre imagino que se está riendo de aquella pobrecita periodista italiana. Este tipo de satisfacciones también las da la profesión.
Esta simpática y modesta periodista, siempre fuera de campo, siempre dispuesta a darle paso a las colegas, que no es ambiciosa ni envidiosa, sufre una profunda transformación cuando se trata de sus hijos.
Lo reconozco, caigo presa del perfeccionismo, lo comparo todo, los trabajos de la guardería, las notas, las habilidades, la belleza, la educación y la inteligencia. Como dice mi marido, "hago competiciones de hijos", y sé muy bien que no es justo, pero es algo visceral. Me pregunto por qué, pero no sé si quiero escuchar la respuesta.
La verdad es que no estoy en condiciones de valorar la clase de madre que soy, y si os entran ganas de averiguarlo os ruego que, al menos, no se lo preguntéis a mi hijo preadolescente, que afirma que mi fiase recurrente es: "Tommaso, ve a hacer algo que no te guste. Sufrir templa el carácter". En realidad, no creo haber dicho eso jamás, de palabra, pero ciertamente lo he pensado, y realmente soy una madre auténticamente peñazo en lo que se refiere a los deberes y a la aversión a la tecnología (las facciones rebeldes que tengo en casa sostienen que los horarios que establezco para los videojuegos son más severos que los que imponen todos los demás padres, pero quién sabe si es verdad).
Por tanto, creo que soy una madre que tiene algo de tigresa y algo de clueca y, de hecho, algo de vaca, dada mi tendencia a alargar la lactancia. Pero, sobre todo, he dejado de hacerme preguntas sobre el tema. He aceptado, y sé que la próxima adolescencia de mi hijo mayor me lo confirmará ampliamente, que soy una madre imperfecta, imperfectísima. He calculado que, si sólo me hubiera equivocado una vez al día con cada hijo, ya habría superado la marca de los trece mil errores maternos. Pero la hipótesis me parece muy, pero que muy, optimista.
El hecho es que la perfección es un lío, y además un peligro. La imperfección proviene de nuestra humanidad y, por tanto, de nuestra limitación, pero ésa es una buenísima noticia, porque nos dice que somos criaturas: tanto nosotros como nuestros hijos, junto con nosotros, estamos en manos del Padre celeste, y hemos de mirar sin angustia cada acontecimiento, porque la unidad de tiempo es la eternidad. Por consiguiente, se puede, se debe esperar con paciencia que los esfuerzos hechos con los hijos den su fruto, que el cónyuge dé un paso adelante en el camino, que la familia supere un momento de crisis, porque nuestra unidad de medida es la vida entera, y la crisis nunca es la última palabra.
Con esta responsable despreocupación, con esta amorosa negligencia, uno puede mirar a los hijos y a todas las dinámicas familiares con el alivio del siervo inútil, que hace todo lo que puede, pero que sabe que hay un Padre mejor que nosotros que provee, remedia, arregla y cura.
Tras esta noble, elevada y serena introducción, me gustaría — cristianamente, suavemente, claro está — emprenderla a estacazos, estacazos amorosos, obviamente, con mi amiga Susanna. Desde que nació su primer niño, su marido, Luca, fue excluido inmediatamente del sagrado dúo madre-hijo. Sólo que el dúo, en lugar de ir a menos con el transcurso de los meses, se va consolidando con el paso de los años. El pequeño Andrea tomó posesión rápidamente de todos los espacios físicos y cronológicos ocupables, comenzando por la cama de matrimonio, en la que se duerme habitualmente desde su tercer día de vida (porque los dos primeros estuvo en el nido). Cada uno de sus llantos, antes, de sus palabras, ahora — ya tiene cuatro años — han sido atendidos con la única finalidad de no desagradarlo, sin proyecto educativo alguno, con el resultado contrario y obvio de tenerlo perennemente descontento y hecho un caprichoso.
Como decía antes, no qué tipo de padres seremos mi marido y yo, pero realmente me parece que ese error, al menos, no lo hemos cometido. Tenemos un proyecto educativo, puede que equivocado, pero algo es algo. Y, de cualquier modo, ahora me gustaría ahorrarme el sermón sobre la importancia de los noes, porque lo que en este momento quiero destacar es el hecho de que mi amiga se ha mamificado completa, irremediable y totalmente, y se ha olvidado de que, antes que nada, cronológicamente, pero también ontológicamente, es una mujer.
Espero, por tanto, que mi marido no haga públicas algunas fotos mías hechas a los pocos días del nacimiento de mis hijos, de esas que, por tal de tener un retrato del cachorrillo apenas llegado a casa desde el hospital, se hacen obligatoriamente, pero cuyas huellas habría que hacer desaparecer inmediatamente o, al menos, cortar con unas tijeras la parte en que aparece la efigie de la puérpera con la raya de ojos bien marcada, la piel gris ratón y la barriguita. Son días en los que a mí — no sé que le pasará a Victoria Beckham, a ella seguro que no — me afecta el síndrome de "a partir de ahora, paso de todo", y la quina tragada al embutirme los estrechos pantalones de la malla me lleva rápidamente a cogerme una cola, a ponerme la cómoda camiseta amplia con la mancha de leche regurgitada en el hombro, y a lucir una cara, ya de por sí arruinada, inmisericordemente desmaquillada.
Tal como yo lo veo, se puede aceptar una pequeña moratoria, digamos que de un mesecito como máximo, durante la cual, dentro del túnel leche-pañal-otros-niños-que-atender, se puede admitir olvidar la pinza en la cabeza, pero después hay que recordar que, si una es una mujer, no tiene ya derecho a aquella degradación de la época de estudiante loca y desesperada, y que las sandalias con efecto pie desnudo quedan muy chic con el traje de noche, pero con el chándal hortera y el pie salvaje quedan un poco tristes.
No me gustaría dar la impresión de que soy una de esas que consulta La parisina. Guía de estilo antes de abrir el armario.10 Creo, además, que la única pieza del mío que superaría ese examen sería el traje de noche de mis veinte años, que no es exactamente el atuendo más indicado para pasarse por la farmacia. Ciertamente, no estoy tan a la moda, aunque me gustaría estarlo, si el tiempo, el dinero y las energías me lo permitieran. En mi vida imaginaria digo frases del tipo: "Detesto los vaqueros caídos y todo lo que tintinea"; en la vida real digo frases del tipo: "Y como también se me ha roto el último par de pantalones negros decentes, me parece que este año tendré que decidirme a comprarme algo". No es, por tanto, cuestión de estilo, sino de sustancia profunda.
Yo, por ejemplo, siguiendo a mi amiga Elisabetta, me he enrolado en su cruzada contra las bragas gigantes, con vistas a erradicar de entre las mujeres devotas la mala hierba de esa práctica indumentaria íntima axilar de algodón. Elisabetta está convencida, y yo con ella, de que una mujer casada debería cuidarse mucho, cuidar su cuerpo, su intimidad, y también lo que se pone, de día y de noche, porque un marido, aunque pueda tolerar una tasa muy alta de medias inapropiadas (no conozco a ningún hombre que sepa responder bien a la pregunta: "¿Crees que estas medias son lo bastante espesas?"), se entristecerá de forma irrecuperable con esas tristes prendas de vestir con el elástico flojo. Sin embargo, la plaga está muy extendida, probablemente entre las mismas personas que se ponen la camiseta manchada para estar en casa, en lugar de reservarle al marido, o a la mujer, la mejor parte de uno mismo: un cuerpo no abandonado con prestación total e incondicional con el pasar de los años y una cara con un poco de maquillaje. No se trata de que, porque una sea católica e intente ser fiel y vivir además la castidad matrimonial, tenga que someterse automáticamente a la decadencia doméstica; más bien, yo diría lo contrario. Puesto que la actividad del matrimonio debe durar al menos hasta la muerte (sobre lo que sigue nos estamos informando, pero de todos modos parece que allí no habrá problemas de estilo, quizás nos den un uniforme), hay que trabajar para tenerlo lo más en forma posible. Obviamente, también yo, en los primeros años de matrimonio, me adorné con una serie de errores casi desastrosos, me ponía calcetines altos de lana hervida, de los que se usan para escalar, en las veladas íntimas invernales y me metía en la cama untada como un esquimal con inciertos tratamientos de belleza (y, por supuesto, no era manteca de cerdo, era crema noruega, querido), para después recriminarme justo antes de que mi marido empezara a mirar con concupiscencia a las señoras del asilo de ancianos.
Susanna, desde que es madre, se ha olvidado del todo de ser afectuosa, de seducir, de escuchar a su marido, de gozar con él. La potencia del vínculo visceral con su hijo la ha transformado completamente, y él se siente impotente ante esta realidad. No sabe cómo introducirse en ese abrazo sofocante y exclusivo, y espero que no lo tiente la idea de renunciar a ello. No conozco las particularidades de su vida íntima, pero algo puedo imaginar: al comienzo de la noche y a primeras horas de la madrugada, el niño siempre está en la cama de matrimonio, de modo que no sé como ha sido concebido el segundo que, por fortuna, está al llegar. Obviamente, no es que yo me dedique a dar vueltas indagando acerca de la vida íntima de las personas — soy una defensora convencida del sentido del pudor, y de algunos temas sagrados no hablo con nadie—, pero tengo algunos datos para afirmar que hay muchos hombres excluidos del tálamo deambulando de un lado para otro. Si no excluidos físicamente, ciertamente distanciados: no deseados, tratados sin ternura, no honrados (sí, cuando te casaste, Susanna, dijiste, "amar y honrar", yo estaba allí, lo oí).
No es sólo que Susanna se haya olvidado de Luca, sino que además ha decidido emplearlo como mayordomo, tata, enfermero y camarero, como si el niño fuera tarea exclusiva de ella, en la cual él debe "ayudarle", pero sin dar a esa ayuda ninguna impronta personal y masculina. Es inútil decir que, con un niño así de viciado y, por tanto, exigente, las necesidades se multiplican. Mi amiga está muy cansada, es verdad, pero, poseída completamente por el fuego sagrado de su nueva misión maternal, no se deja ayudar por ninguna persona de fuera y, presa de un sentido equivocado de la unidad de la pareja, quiere que todo el apoyo que le hace falta — cada día el niño inventa algo nuevo — venga de su marido o de los abuelos.
Pero, al margen del discurso educativo, lo que me preocupa de Susanna es la vida de pareja. Para ella, su marido no forma parte nunca del orden del día, nunca es el tema de la velada, no se pone guapa para él, nunca decide ver con él El caso Bourne fingiendo que comprende el argumento (de todos modos, al final hay un beso, Susanna, uno solo, pero que vale la pena), no lo invita fuera, no lo corteja, no lo escucha, no valora lo que le dice o lo que piensa.
No hablo mucho con Luca, pero el intento que ha hecho de invitarla a pasar tres días fuera, ellos dos solos, me ha parecido realmente inteligente. Mi amiga no se decide nunca a decirle que sí, bastan dos rayitas de fiebre en el niño para hacer que eche raíces en casa. No obstante, Luca es un hombre de verdad y creo que ha decidido luchar por ella. Está intentando hacer añicos ese vínculo morboso, y espero que lo consiga antes de que llegue, si es que no ha llegado ya, alguna mujer que le mande mensajitos seductores llenos de admiración y que pestañee ante él como una cervatilla. Es un hombre guapo y, en el trabajo, es el jefe — binomio irresistible para algunas mujeres—, y el vacío que deja mi amiga no aguantará mucho tiempo sin volver a llenarse.
Luca, te lo ruego, no hagas solamente un intento, insiste, lucha por hacerte de nuevo con tu mujer, dile claramente que la quieres de nuevo toda para ti, vence su resistencia y llévatela fuera sola. A veces, para nosotras, es muy relajante obedecer...
Y además hay una pequeña consigna para mi amiga y para todas las Susannas que viven dentro de nosotras: tu marido es tu vocación, y el hecho de ser madre no puede hacer que lo olvides. No hay bálsamo más medicinal para los hijos que ver a dos padres que se aman, que se buscan, que uno tiene atenciones con la otra e, incluso, que se gustan. No entiendo nada de psicología, pero creo, más o menos, que eso también les ayuda a desarrollar una identidad sexual más segura: si mi padre, con el cual me identifico, es bueno, y me lo confirma el hecho de que es apreciado, cortejado y valorado por la figura femenina que también amo yo, mis cualidades masculinas serán asimismo buenas y ejercitarlas será bueno igualmente para mí. Me pregunto qué seguridad en sí mismo podrá desarrollar el hijo varón de un padre continuamente criticado y disminuido por la madre. Lo mismo vale para una hija (quién sabe de qué sexo es el segundo bebé de mi amiga): también para ella, dándole la vuelta a lo anterior, es un bálsamo ver a unos padres que se buscan y que se valoran mutuamente.
De hecho, es algo posible: tengo dos amigos que tienen toda una nidada de hijos y que siempre están juntos, pero, a tenor de cómo se miran, se sonríen, se rozan y se buscan, deben vivir una vida íntima profundamente gratificante. "Es verdad", dice mi amiga, que se llama Raffaella, "que, para mí, mi marido siempre ocupa el primer puesto y que, en la intimidad con él, invierto tiempo y energías, no se trata de una más de las tareas de la jornada: busco tiempo para ponerme medias autosujetables, para escucharlo con ternura, con atención, incluso en una cotidianeidad de la que también forma parte el dolor de cabeza y el pastel de carne quemado". Y, de cualquier modo, es inútil ir a las Maldivas si después te pasas todo el tiempo diciendo: "Pero, ¿adónde me has traído? ¿Qué hotel has reservado? La próxima vez lo hago yo". Se puede conservar un ritual de gestos atentos que hagan recordar que el caballero está yendo a la corte, al castillo. Se puede, sí, es posible incluso tras una jornada fascinante pasada haciendo declaraciones de la renta, atascada en la circunvalación y preguntándose qué salidas laborales tendrán alguna vez los hijos de una (yo también me pregunto a menudo qué colocación tendrán en el mercado un derramador de vasos, un cabreado crónico, una campeona del mundo de caída tonta y una niña koala, siempre abrazada a su mamá). No obstante, es indispensable, incluso después de jornadas como ésas, que los esposos custodien la memoria de sí mismos: él es un caballero que ha encontrado un tesoro en un campo — una esposa fuerte y sumisa — y vende todo lo que tiene para comprar el campo, y venerarla.
En cuanto al cortejo, amiga, acuérdate de que el amor, para el varón, pasa ante todo por la mirada y, por tanto, el cuidado de tu aspecto es obligatorio. A veces, puede ser más religioso y santo ponerse un bonito vestido que ese castigo de rebequita sintética que tienes para estar en casa. Entre paréntesis, es absolutamente necesario acabar con el concepto de ropa para casa. Perdona, ¿en qué sitio tienes que ponerte más guapa? ¿Para quiénes te maquillas? ¿Para los colegas? ¿A quién tienes que conquistar, que seducir, que cautivar? ¿Al tío del estanco?
Pienso que tu marido te debería decir con claridad lo siguiente: llama a la niñera, vete a la peluquería, hazte la cera, cómprate otra crema base, haz todo lo que sea necesario para una operación cambio de look. La mujer, dice San Pablo, ya no es dueña de su cuerpo, lo es su marido; de igual modo, tampoco el marido es dueño de su propio cuerpo, sino que lo es la mujer. Puede que Luca no posea el don de la delicadeza verbal, pero ¿sabes lo que te digo? Que mejor así, porque tú, de otra forma, no lo escuchas.
Y, entre otras cosas, ¿sabes que Agustín, santo, obispo, padre y doctor de la Iglesia, uno de los mayores intelectos de la historia y no precisamente Yves Saint-Laurent, en su carta a Ecdicia, la reprende porque se viste demasiado mal, de una manera punitiva, por un sentido erróneo de la penitencia? Si lo dice San Agustín, yo diría que te puedes fiar: debes cuidar necesariamente tu aspecto, "para no disgustar a tu marido", como dice él, "para ganar su alma para el Señor y arrebatársela a Satanás, que está a su alrededor como león rugiente", dado que el marido de Ecdicia se había buscado una amante.11 Pasemos por alto, en cambio, el hecho de que el santo menospreciaba la ropa negra, porque yo no consigo comprarme más que prendas negras, grises y azul noche, pero ¿qué puedo hacer si el amarillo aceitunado de mi piel junto a una prenda de color hace que parezca un mantel de picnic?
La carta de San Agustín me permite, querida amiga mía, darte otro palmetazo a propósito de otra cuestión: este santo genial nos recuerda a nosotras, las mujeres casadas, que, como mujeres cristianas, debemos prestar atención a otra cosa. El camino específico que hace concreta nuestra vocación es exactamente nuestro marido, vocación que, como para todos los cristianos, es conocer, amar y servir a Dios. No es que debas hacerlo a pesar de tu marido, sino gracias a él. De hecho, así se adornaban — como recuerda San Pedro — las santas mujeres que esperaban en Dios siendo sumisas a sus maridos.12
¿Es posible que tú, que no consigues nunca separarte de tu hijo, venzas esa resistencia sólo para frecuentar a curas, frailes y monjas? Sabes bien cómo pienso, que voy a misa todos los días y que envidio un montón a mis compañeras de banco ultrasetentonas que tienen tiempo además de rezar el rosario en comunidad; yo, en cambio, tengo que hacerlo sola y, por eso, a menudo me adormilo, y me siento un poco excluida porque no llevo los zapatos Valleverde ni los bolsitos rígidos con el asa tipo años sesenta que, para ellas, no son una afectación de moda antigua, sino accesorios que están en uso sin descanso desde aquella época.13 En compensación, canto con ellas desgañitándome todos los éxitos del tipo É l'ora che pia, aunque mi preferida es E le stelle più belle non sano belle al par di Te.14
Pero estas cosas las hace una sola, a tu marido lo debes dejar en paz. No te digo que lo lleves a ver lap dance, pero ya está bien de cursos, encuentros o grupos de oración, a menos que sea él el que te lo pida.15 Lo tuyo es, a veces, una especie de lujuria espiritual; quieres continuamente nuevos estímulos, nuevas emociones. Vamos, ahora ya conoces la teoría, es hora de que la vivas tú sin más necesidad de instrucciones de uso. Es verdad que no basta con saber, hay que alimentarse, pero éste es un asunto entre Dios y tú, en la oración. También es verdad que es necesario y bellísimo tener alrededor compañeros de camino, "amigos de Jesús", como dicen mis niñas, un regalo de compañía, preciosa e imprescindible. Pero lo primero de todo es tu marido, es tu camino hacia Dios, y no puedes escaquearte yendo por la parroquia, después de haber trabajado, de haber pensado en los hijos y en la casa. No tienes que transformar tu casa en una iglesia, pero tampoco buscar la iglesia fuera demasiado a menudo para evadirte de la casa. ¿Y el tiempo para él? Como le dice San Agustín a la mujer que ha escandalizado a su marido con demasiadas exigencias — abstinencia, limosna y penitencia—, la mujer ya no se pertenece a sí misma, sino a su cabeza, es decir, a su marido. Con él es con quien debe poner en práctica todo aquello que ha aprendido. Por consiguiente, querida amiga, él está antes que todos los trabajos de la parroquia, y que todas las cosas que haces creyendo hacer el bien, estoy segura de ello, pero omitiéndolo en realidad.
Lo , para nosotras, para las mujeres casadas, las cosas son difíciles a veces. No sólo está el duelo entre nuestro egoísmo y Dios, duelo cansadísimo pero, según lo veo yo, claramente característico de las personas consagradas. Para nosotras no es un duelo, es un "trielo". Está Dios y está nuestro egoísmo, pero también está la familia. Formada por personas que a veces pueden no compartir nuestro camino, o no del todo, o no a nuestro modo. Hay que encontrar la manera de que todo se pueda hacer, pero, aunque con el tiempo para ti misma puedes ser generosa, con el tiempo para tu familia has de ser celosa.
También nosotros, los cristianos, de cuando en cuando tenemos sueños de gloria, de un martirio brillante, pero con frecuencia, al menos en esta parte del mundo, nuestra llamada y nuestra salvación pasan simplemente por esa pequeña realidad: amar a la persona que tienes al lado y a los hijos; siempre y a pesar de todo, aprender a amarlos como ellos quieren ser amados, por lo tanto, ayudarles a ser felices aquí, y a salvarse para la eternidad. Nosotros, en cambio, hacemos muchas veces como hizo, según cuenta el Libro de los Reyes, Naamán el sirio, que para curarse estaba dispuesto a acometer cualquier empresa, pero cuando el profeta le dice que se sumerja sencillamente en el río Jordán, pierde la ilusión casi por completo.16 ¿Eso es todo? Encontramos nuestra salvación en la dócil fidelidad a todo eso que llamamos "¿eso es todo?".
También a este respecto creo que el marido tiene el derecho y el deber de llamar al orden a su mujer, sin miedo a cometer sacrilegio, recordándole que no es una monja y que, por tanto, su modo de rezar será más parecido al del peregrino ruso que a la liturgia de las horas (de vez en cuando me pregunto si serán válidas las laudes matutinas rezadas en la pausa para el almuerzo: puede que estén en sintonía con algún fiel que rece en Nueva York...), en torno a la cual se articula la vida del monasterio. A la hora de vísperas, normalmente yo estoy en pleno delirio de deberes-amigos-merienda-mamá, me ha dicho que huelo mal-mamá, se me ha acabado la libreta-mamá. Llegados a ese punto, tengo que gritar: "¡A la puerta! ¡Poneos los zapatos!" y salir a procurarme una libreta, pero siempre hay alguno que no tiene ganas ("yo no quiero salir, quiero darme una vuelta por la casa") o que simula un malestar imprevisto ("llévame al meco, estoy enfriado') o que me dice que un cowboy no puede perder el tiempo en papelerías ("chica, sólo tengo dos amigos: uno en la canana, y lo tengo cargado, y otro en la petaca, y me tiene cargado"). Así que prorrumpo en una serie de amenazas que no son exactamente parecidas al canto gregoriano, y cuyo contenido me guardo de exponer en detalle negro sobre blanco, porque en muchas ocasiones podrían intervenir los servicios sociales. De todos modos, ésa es mi hora de vísperas, y no puedo hacer nada.
Finalmente, en el caso de que Susanna haya llegado leyendo hasta aquí, hay otro aspecto de su vida familiar que sería apropiado revisar: el papel de los suegros. Bien. La cosa es realmente complicada.
Yo diría lo siguiente: cuando se realiza el milagro, cada vez más raro y más obstaculizado desde todos los frentes, del nacimiento de una nueva familia, hay que vigilar ese brote, sobre todo al comienzo, con extremo cuidado. Entre los muchos, realmente muchos, ataques que sufre está también el del fuego amigo de las familias de origen, cuando hay alguno de los padres, alguna madre fundamentalmente, que no se resigna a dejar que se vaya su hijo, con más frecuencia varón, pero igualmente hembra, sobre todo un hijo que no tiene ganas de crecer. Cuando aceptamos ser madres, elegimos el martirio de transferir nuestra vida a otros, y después resulta difícil dejar que esos otros se vayan, que se retiren ordenadamente. Parece, incluso, que ésta es la primera causa de divorcio en Italia.
Creo que lo peor que se puede hacer cuando hay fuego amigo es empezar con acusaciones recíprocas entre marido y mujer a propósito de los suegros. Ahora estamos tú y yo, solos, los demás están fuera. El partido que jugamos es nuestro, estamos construyendo nuestra vida, y tú y yo estamos antes que todo y que todos. No importa lo que nos digan los padres, los consejos que nos den, las críticas, las ofertas de ayuda (timeo Danaos et dona ferentes)17 Ahora estamos nosotros dos y podemos o, mejor, en muchos casos debemos incluso correr el riesgo de ofender, de disgustar y de traicionar expectativas, porque nosotros dos somos algo distinto de lo que fueron nuestros padres, e incluso de lo que nosotros éramos de solteros. Ahora somos y hemos de llegar a ser una sola carne.
El modo de honrar verdaderamente al padre y a la madre es separarse de ellos, poner distancia de por medio, atravesar la línea de sombra, hacerse adultos mirando a los padres a los ojos de igual a igual. Hasta cierto punto, hay que dejar de ser hijos. No hablo con crueldad, porque lo que digo no significa renegar o rechazar o hacer de menos la enormidad de cuanto se ha recibido. Por el contrario, significa valorarlo. Mirad, habéis sido tan buenos que yo, ahora, puedo hacer mi vida, gracias a todo lo que vosotros me habéis dado. Y, muy pronto, dejar de ser hijos podrá significar asimismo ser padres de los propios padres, dispuestos a ayudar en caso de necesidad, a veces, también a darles la vida de nuevo, si llega la dificultad.
En el caso de mis amigos, esta vez el palmetazo se lo tengo que dar a Luca, que permite demasiadas injerencias de su madre. A juzgar por lo que se puede leer por aquí y por allí, está tomando carta de naturaleza un modelo de abuela demasiado atareada con el trabajo, las exposiciones y los viajes de placer que no pudo permitirse de joven, como para que le quede tiempo para inmiscuirse en la vida de los hijos, pero personalmente me parece que se trata de un género literario de ficción. Puede que no tengan tiempo para los nietos, pero siempre se encuentra un minuto para dar una opinión no solicitada.
Yo, por ejemplo, sé que tendré que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ser una suegra terrible para mis futuras nueras, dado que, en la época en que mis hijos varones iban a la guardería, sus amiguitas favoritas ya me caían un poco gordas.
El hecho es que, por muy buenas que sean, cuando el hijo se casa siempre hay dos mujeres que inevitablemente compiten por un mismo territorio: la mujer se siente como una tigresa, y ve a la suegra como una leona. No obstante, si las dos son ante todo esposas de sus maridos, los territorios son distintos. Una vez más, poner al esposo en primer lugar hace que las dinámicas se saneen.
Luca no consigue comprender que a su mujer le gustaría sentirse defendida por él en caso de ser atacada por la suegra. Pero, para él, su madre es intocable y, cuando Susanna la critica, sufre. La única solución es que cada uno de los dos dé un gran paso adelante y honre al padre y a la madre dejando de ser hijos y convirtiéndose a su vez en padre o madre. Si cada uno trabaja en sí mismo, las cosas son mucho más fáciles, porque no se entra en acusaciones recíprocas o en críticas a la familia del otro.
Por esta razón, soy también una partidaria convencida de la ayuda pagada, independiente de la familia: los abuelos, si es posible (y en ciertos casos, desgraciadamente, sé que no lo es), tienen que ser un comodín, y no ser explotados en la organización cotidiana. Si, por el contrario, pides ayuda, entonces tienes que aceptar el lote completo, con las críticas, los consejos no pedidos y los gruñidos.
Si quieres determinar la línea educativa para tus hijos, has de estar presente o hacer que te sustituya una persona a la que tú seas capaz de dar las instrucciones de uso. Los abuelos, libres de turnos de servicio estrictos y obligatorios, deben estar ahí para contar aventuras sorprendentes, para dar abrazos, para enseñar cosas antiguas que ya no se hacen, para invitar a jugar a las cuatro esquinas y a las estatuas,18 para aupar en las rodillas cantando nanas olvidadas, para escuchar confidencias que no se cuentan ni siquiera a la madre y para dar sabios consejos.
Está claro, de cualquier modo, que nosotras, las mujeres de esta generación, somos distintas de las mujeres de la generación de nuestras madres: lo sé, mi madre encuentra desolador mi nivel de competencia doméstica, y además puedo admitir que habría debido aprender, después de quince años de matrimonio y puede que de millares de manchas impresas en todo tipo de prendas de vestir, que la lejía no se usa con las cosas negras, en particular, con los impermeables favoritos de los maridos. Por otra parte, ella me conoce, lo sabe todo y se resigna. De hecho, una vez que me vio en antena con una camiseta penosa con el cuello cortado con mis santas manos una hora antes de irme al trabajo, con las tijeras de punta redonda que encontré en el bote de los rotuladores, me telefoneó para ofrecerse a acompañarme a una tienda de buen tono para intentar buscar algún remedio, mientras que las colegas pensaban que seria una pieza de Jean Paul Gaultier años ochenta ("imagina qué divertido, parece cortada a mano", imagina). Desgraciadamente, a mi madre no la timo ni siquiera a doscientos kilómetros de distancia.
Por otro lado, las mujeres de esta generación sabemos hacer más cosas, y no sé si eso es algo bueno o malo, simplemente es así: no me preocupa ir sola de un extremo al otro del mundo, lo he hecho (basta que haya alguien que me llame por teléfono a la hora de levantarme), preparo tranquilamente siete u ocho meriendas a la vez, pero, para mí, ir al mercado es un viaje lleno de trampas, no distingo los tipos de carne al corte y probablemente he comprado sin darme cuenta gallinas bisabuelas víctimas de muerte natural. No me acuerdo de cómo se hace la semolina, cuánta leche, cuánta agua, cuánto tiempo, pero puedo calcular rápidamente a cuánto hay que hacer el kilómetro para correr una maratón por debajo de las tres horas (mientras hago el cálculo puedo quemar la semolina, pero eso son minucias). Juego a las Barbies, pero la verdura la compro ya limpia. Sé escribir el guión de un documental, pero no sé coser un falso, no me jacto de ello tampoco, pero es así, y creo que, para mi marido, no es ningún problema, si no, se habría casado con la señorita que hace la vainica en las sábanas de lino.
Por consiguiente, de Luca me gustaría ser testigo de su gran paso adelante, de Susanna de la paciencia necesaria para esperarlo: acuérdate de que, si te casas con una persona, en parte también te casas con su historia familiar, con aquello de lo que esa persona está hecha, que viene también de su familia, porque nadie se hace solo.
Querida Susanna, perdóname si la reprimenda te la echo siempre a ti, aunque, como en este último caso, el problema sea tu marido. La razón es que creo que nuestra vocación matrimonial es una especie de sacerdocio. Debemos aceptar perder nuestra vida, lo que querríamos, el cuerpo, los sentidos, los pensamientos, los deseos, en otras palabras, ofrecernos a Dios nosotras mismas poniéndonos de su parte para salvar al hombre. Todas esas cosas nos serán devueltas transfiguradas, precisamente porque hemos aceptado perderlas y el hombre, viendo nuestra generosidad, se verá atraído a dar la vida por nosotras.
Pienso que, para hacer que Luca comprenda esta nueva tarea tuya, podrías cocinar para él el pastel de macarrones con ragú de jabalí, y acuérdate de que el jabalí tienes que ponerlo en vino con hierbas la noche anterior, y de que la pasta brisa tampoco es una broma. ¿Serás capaz?
Querido Luca: Ésta era la sorpresa que te estaba preparando en la cocina. Creías que era un trabajito con plastilina, ¿eh? Lo he cocinado dedicándole un montón de tiempo (el jabalí lo metí en vino con hierbas ayer por la tarde, tenía miedo de que lo vieras, pero menos mal que tú no notarías nada ni aunque el jabalí estuviera vivo y durmiera en el mueble de los zapatos) y para la pasta brisa he telefoneado por toda Italia a mis tías hasta el tercer grado de parentesco. Era para decirte que quiero dedicarte tiempo y, por otro lado, separarme un poco del niño al que, me doy cuenta, estoy apegada como un molusco a la concha. Dejaré también de dar vueltas en busca de padres espirituales, encuentros y emociones incesantes, porque quiero estar contigo y, si puede ser, volver a salir, nosotros dos solos (sí, está bien, con el barrigón, pero por ahora no molesta). También me gustaría que tú dieras un paso adelante, pero no hay prisa, puede que te venga bien hablar de ello después, cuando yo haya dado primero el mío.
Tu mujer, siempre más tuya, y también un poco más mujer.
Susanna.
 
Esta casa no es un hotel, o Sobre la autoridad paterna

AUNQUE tenga que ir en nuestro monovolumen de siete plazas con el abrigo puesto incluso en pleno agosto intentando recuperar algún grado de calor pegándome a la ventanilla como una salamanquesa, porque mi marido es el que regula el aire acondicionado, y aunque tenga que gritar para hablar de teología con las chicas de la última fila ("¿Qué apellido tenía Jesús? ¿Qué quiere decir Dentor?". "No, no es el Rey Dentor, Lavinia, es el Redentor, todo junto") mientras los varones escuchan con toda devoción la música elegida por su padre con el volumen a veintiocho (una esposa sumisa puede decir "¿Te importaría bajarlo?" un máximo de siete u ocho veces durante el viaje, cuando realmente le apetecería decirlo unas doscientas treinta y cinco) y piden comida cada dos kilómetros — creo que la Chrysler ha impregnado la tapicería de un estimulante especial del apetito que se fabrica en Detroit—, no obstante todo esto, decía, la salida de mi familia para ir de vacaciones todavía entra dentro del ámbito de las conductas legales. Extremas, pero legales. Tiene también una lógica subyacente (aunque no consigo explicarme cómo ha podido acabar el arroz al azafrán en el hueco del reproductor de CDs).
Hay un jefe que decide destinos y horarios, una lugarteniente que retrasa y pone impedimentos, pero que provee a todas las necesidades de rancho, enfermería y bienes de primera necesidad — conejos, tebeos, tiritas, caramelos, gorras de la Luftwaffe, bocadillos, flotadores y rosarios—, y cuatro soldados que murmuran, se distraen y ocasionalmente también son poseídos por mañosos y por lánguidas heroínas (a veces, me parece que en el coche vamos nueve, en lugar de seis), pero que al final permanecen apostados en los lugares asignados. No es, entonces, algo tan laborioso. De hecho, la pregunta que me hacen con más frecuencia es "¿Qué haces para mantenerte tan calmada?", pero o yo tengo los reflejos atrofiados o las ocasiones de cabreo, al final, no son tantas. Por eso, me voy convenciendo serenamente de haber cometido una larga, variada y fantasiosa cadena de errores educativos, pero puede que después de todo no sean fatales para el equilibrio global de mis hijos (espero tener tiempo de retirar este volumen de los comercios cuando el pequeño amenace a alguno de su edad con una botella rota para robarle el reloj).
En cambio, hay algunos niños con los que — como dice un amigo mío — basta pasar una hora para dar un paso importante, si no decisivo, hacia la vasectomía. Y, a decir verdad, no son precisamente una minoría. Os ahorro el sermoncito sobre la catástrofe educativa general que, sin embargo, es una de mis especialidades, pero podéis llamarme por teléfono si lo queréis escuchar.
No me refiero a actividades molestas, como entrar en un local gritando "Los hombres de Makarov han tomado como rehenes a algunos civiles, solicito permiso para intervenir, señor", o peligrosas, como pasar a todo gas con el monopatín delante de las hermanas intentando esquivar sus pies mientras saltan por el aire a setenta y cinco kilómetros por hora, según las reglas del juego llegan-las-patadas, seriamente desaconsejado a las madres por la asociación de cardiólogos italianos: esas actividades son el oficio principal de los niños, al menos de los míos, y, si las abandonaran, yo me preocuparía. Quiero decir: si mi hijo entrara en un local y en vez de imaginar una irrupción armada se pusiera a mirar compungido a los dueños, o a decir con tono grave "Pero mira qué bonito mostrador de mármol, debe de ser de comienzos del diecinueve", yo llamaría al médico de guardia.
Por otra parte, ya hace tiempo que me resigné al hecho de tener unos hijos un poco surrealistas. Sé que si me distraigo, normalmente, uno de ellos me gritará "¡Atenta, detrás de ti!". "¿Qué es?". "¡Un remordimiento!", o algo parecido, y sé también que, desgraciadamente, nuestro signo de reconocimiento es un código de imperfección genérica, como, por ejemplo, una mancha — de ketchup, de chocolate, nunca de verduras — o un cordón del zapato demasiado largo que va barriendo la acera.
No obstante, no creo que este desaliño represente un problema, a no ser en caso de audiencia papal privada, acontecimiento, me temo, que no es inminente. El problema son, más bien, los hijos que responden mal a sus padres o, peor aún, los que ni siquiera les responden, totalmente indiferentes a sus indicaciones y llamadas. Los que llaman tonto a su padre porque ha hecho que se les caiga el helado (en las heladerías, las familias muestran sus mecanismos de funcionamiento más auténticos; tendría mucha curiosidad por leer algún ensayo sobre heladologia clínica) o le propinan una patada a su madre porque ha apagado el videojuego. Los que miran con rostro inexpresivo a un padre que les ordena no abrir el grifo de la manguera de riego y después lo abren a modo de desafío, para ver si, al menos, el padre se decide a hacer algo: las más de las veces, que conste, no hace nada, como máximo un ligero indicio de reprimenda velado y respetuoso. En estos tiempos, el padre ha olvidado que él es quien inflige la herida de la separación de la madre, y ningún manual impregnado de ideología de género e intercambiabilidad de roles conseguirá negarlo jamás. Ella es la certeza del amor, el consuelo y la satisfacción, un nido cálido en el que no se puede permanecer para siempre, so pena de no crecer. Si los padres no hacen de padres, crecerá una generación de bebés, es decir, de personas incapaces de hablar, de decir algo suyo al mundo y de modificarlo.
Un niño al que no se le imponen normas es un niño que las pide ávidamente. Este hecho es tan evidente que lo he llegado a comprender por mí misma. Y muchas veces he intentado decírselo, delicada y oblicuamente, al padre de algún amiguito de mis hijos.
Daniele tiene un niño que, obviamente, no es mío. Tampoco Daniele es pariente o amigo íntimo mío. Por eso, mi marido me invita a ocuparme de mis propios asuntos (con un florilegio de expresiones romanas muy incisivas pero no reproducibles en un texto como éste de cierta altura literaria) y a dejar tranquilos a los niños de los demás, y sobre todo a sus pobres padres.
Sin embargo, yo no le hago caso, porque repartir consejos es algo maravilloso — si me quitáis esto me priváis del ochenta por ciento de mi tráfico telefónico — y porque el niño me da pena de verdad.
Daniele es un padre muy cuidadoso y forma con la madre un bloque granítico único. Con ella hay plena intercambiabilidad, reparto de deberes y coincidencia de estilo educativo: al principio sólo elegían carritos ergonómicos; ni siquiera tengo ganas de esforzarme en entender qué significa eso, pero sé que son más caros y más suecos, y que mantienen levantados a los bebés por encima de la altura de los tubos de escape de los coches (yo, personalmente, viviendo en Roma, pienso que, con la nube de contaminación, es más sano levantar la bandera blanca; no se puede recoger agua con una horca). Daniele, además, llevaba al pequeño al parque atado a su barriga con una tira de ésas de tejido estilo mamá africana, prácticamente un saco de tela, pero comprado en una tienda estrictamente bio y, por tanto, carísima: un arnés que, entre otras cosas, hace al hombre tan excitante y seductor como una mesilla de noche, posiblemente lo mismo que la música country hecha en China. Al niño sólo le han puesto pañales lavables, de modo que no pese sobre él la gran vergüenza de haber contaminado y, por tanto, ofendido, a la Única Diosa honrada universalmente, la Madre Tierra. Al parecer, cada pañal, prácticamente indestructible, permanece en el medio ambiente durante dos eras geológicas, peor que el uranio 238 (bien pensado, según los ecologistas, quizás fuera mejor no tener a estos hijos: una generación en vías de extinción tiene efectivamente un impacto cero, quien no nace no contamina).
El delicado paladar del bebé tampoco ha sido profanado con nada que sea menos que bio, eco y orgánico, en otras palabras, que no sea justo, con la mirada puesta siempre en la Madre Tierra y en las delicadas células del retoño sobre el que se despliegan la sabiduría y los esfuerzos puericultores de ocho o nueve personas, entre padres, abuelos y tíos.
La casa del pequeño soberano se llenó inmediatamente de protectores de esquinas, de juegos educativos de madera de abedul y de grandes y horribles cojines de colores inaceptables (¿quién ha decidido que a los niños les tengan que gustar por fuerza los payasos fosforescentes y los osos con cara de estúpido?); el salón fue totalmente colonizado por su presencia, y para enfrentarse a su nacimiento, obviamente, se juzgó indispensable comprar un monovolumen, como si un niño, uno solo, tuviera necesidad de moverse acompañado de un inmenso ajuar de accesorios. Probablemente se trate de estrategias económicas: puesto que nacen tan pocos niños, hay que dotarlos de muchos accesorios para mantener los balances en activo; hace falta convencer a las demacradas y asustadas nuevas madres de que los pañales no se pueden guardar en una bolsa normal, qué horror, sino que es necesario llevarlos en un tristísimo bolso de bandolera de tela enguatada y dibujos de fantasía, preferiblemente conejitos o sombrillitas.
Daniele y su compañera, Elena, tenían el ajuar completo, hicieron lo máximo posible, ni que decir tiene. Hicieron tanto que al solo pensamiento de contrariar al niño les entraba el pánico. A medida que el niño iba creciendo, la cosa resultaba cada vez más evidente. Cada exigencia suya era satisfecha inmediatamente, y cuando no era posible se malograba la ocasión educativa. A este niño, de hecho, nunca se le decía "No te lo compro porque no te hace falta" o "Ya tuviste un regalo" o incluso "El dinero no es infinito y, si compramos esto, después no podemos ir al cine". Se le decía "La tienda está cerrada... se ha acabado ese juego... hoy no lo vende la señora", de modo que la responsabilidad del "no" nunca fuera de los padres. O, peor aún, se hacía recaer sobre él: "No te lo compro porque, como tantas veces, después no estarás contento y mañana querrás otra cosa". Aunque el máximo de la crueldad, para ser precisos, es conceder y después provocar la pesadumbre, hacer que se sienta culpable ("Está bien, pero verás como mañana ya no juegas más o lo rompes; tenlo, pero que sepas que no te lo mereces"); así, el helado no pasa del estómago y el juego ni siquiera lo llegas a ver porque los ojos ya están anegados en lágrimas.
Cada "no" que hay que decir se convierte en una tragedia; así no se capta el concepto fundamental de límite, que mucho más que oprimir, custodia. Nos dice que somos criaturas no omnipotentes; pero como sabemos nosotros, que hemos conocido a Dios en Jesús, ésa es una buena noticia, de hecho, la buena noticia. El límite nos dice algo sobre el sentido de nuestra vida, y nos habla también a nosotros los adultos cada vez que se nos presenta. Imaginemos qué importante es para los niños, que aún no tienen ninguna idea sobre el sentido de su vida.
"No puedes quedarte con la abuela, no puedes levantarte de la mesa, no puedes bañarte" se han convertido en frases imposibles de pronunciar para Daniele y Elena, en obstáculos insalvables, superables sólo a base de negociar contratos y firmar tratados de paz. Hagamos lo siguiente: nos quedamos dieciocho minutos más con la abuela; comes sentado, pero puedes ver la televisión y si, aun así, te levantas te engancho con el tenedor; báñate también un poco, pero no cojas frío (¿cómo se hace?).
Comer, dormir y hacer los deberes — cosas pequeñas que, ciertamente, hasta hace unos años, se hacían y se acabó, sin tener que abrir una mesa de negociación tripartita en donde se sentaran también los interlocutores sociales — se han convertido en campos de batalla entre padres aterrorizados por la idea de descontentar y niños aterrorizados por la idea de no tener padres, o sea, personas que sepan cómo funcionan las cosas y que no me dejen a mí, que soy pequeño y no entiendo nada del mundo, la libertad de decidir acerca de cosas mayores que yo. La libertad es el premio a la madurez, pero si llega demasiado pronto es una condena.
Admito que es difícil captar la riqueza y la nobleza del desafío educativo cuando una hija vomita en el momento exacto en que uno de sus hermanos, que, como su padre, sólo dice seis o siete palabras al día, decide que ése es precisamente el momento de confiarse a su madre, y mientras otro hijo te plantea cuestiones embarazosas (preguntitas del tipo "Pero Dante, ¿dónde puso exactamente a Mahoma en la Divina. Comediad") que consiguen mostrar tu ignorancia a toda tu prole (los hijos por debajo de los quince años deberían seguir concediéndote autoridad, y no sospechar ni siquiera de lejos que con la cuarta hija has expulsado también todo lo que te quedaba de la cultura clásica que tantos sudores te costó aprender). Bien, en ese momento, encrucijada de toda tu incompetencia, tu cuarta hija decide que, a partir de ahora, se puede emancipar de las verduras y se niega a tomarse la menestra. El desafío educativo puede esperar, te dices mientras recoges el vómito con papel de cocina e intentas recordar la ultratumba dantesca y escuchar las confidencias del joven oso, y te gustaría proponerle a la pequeña un menú alternativo a base de grasas hidrogenadas y evitar abroncarla de un modo tan inapropiado, porque después te salen arrugas. Dice Nora Ephron que el cuello empieza a ceder alrededor de los cuarenta y tres años, y yo tengo la intención de llegar a la meta lo más estirada posible.19 Me gustaría rendirme ante esa hija que rechaza todo lo que procede del mundo vegetal y que se considera ofendida como mujer y como ciudadana (tiene cinco años) si alguien le ofrece algo que le recuerde vagamente a una fruta o a una verdura, aunque sea un caramelo de melocotón ("Mi fluta plefelida es el chocolate").
Desgraciadamente, me queda un residuo de conciencia y tengo que mantener el desafío educativo, es decir, ponerle de sombrero la menestra a Lavinia, con lo cual complicaré las cosas, porque además tendré que ponerme a limpiar y no podré ir a coger la Divina Comedia de Sapegno con las manos hechas un asco.20
Ninguno de estos pensamientos parece haber rozado nunca a Daniele ni a Elena, cuyo único imperativo es que el niño no se queje. A veces, al observarlo (lo sé, debería ocuparme de mis asuntos), he tenido la sensación de que se queja porque, al final, ésa es la única forma que ha aprendido para interactuar con ellos. Puede que no vean la gravedad del problema que están originando, porque, a causa del trabajo, están todo el día fuera de casa: para preocuparse de la educación, por lo pronto, hay que estar presentes, ver a los hijos de uno; además hay que tener tiempo y energías mentales para aplicarlos a decir que no, a soportar caprichos y a aguantar con firmeza.
Al crecer, el producto de tantas atenciones ha llegado a ser, y no me gusta decirlo, francamente insoportable. El hijo de Daniele es realmente inaguantable, y ello es así, de hecho, para algunas personas más que lo han tenido a su cargo en algunos momentos de su niñez: dos abuelas, una escuela, una tata y un entrenador personal, que le han ido pasando la pelota, con una elegancia digna de Chris Evert, a sus padres, que lo sueltan en cuanto pueden.21 No se trata de que no lo quieran, ni mucho menos. El problema es que sus padres están tan afectados por la felicidad de haberlo tenido, acontecimiento realmente extraordinario en nuestros días, que tienen terror a causarle el menor disgusto.
Y así, este muchachito, por ejemplo, no hace ni siquiera un mandado con su madre, porque siempre se le ahorra todo lo que es enojoso, y si no queda más remedio — cuando tiene que cortarse el pelo es necesario, digo yo, que también vaya él—, los diez largos minutos que tiene que estar sentando y quieto han de ser comprados al precio de un regalo. Mi amiga la peluquera dice que ésta es por ahora la norma, y que el fenómeno ha sido la fortuna de la tienda de juguetes que hay frente a su peluquería, que además vende objetos de porcelana, los cuales, por tanto, se rompen en el trayecto a casa, de modo que al día siguiente se puede volver a comprar otro. Las veces que yo he ido a la peluquería a ponerme mechas con mis dos hijas detrás, avergonzándome como una ladrona por sus caprichos, porque para entretenerlas yo les había puesto sus bigudíes y les había pintado las uñas y estaba dispuesta a añadir voluntariamente a la cuenta la quinta parte para pagar los daños eventuales causados en el local por el paso de nuestra horda bárbara, mi amiga la peluquera se me ha anticipado abrumándome con felicitaciones por la conducta ejemplar de estos dos sujetos — llamarle niñas es un poco optimista. Beati monoculi in terra caecorum, se ve que en medio de la mala educación imperante, mis pequeñas vándalas resultan presentables.22
Como me ha hecho notar mi socióloga de referencia (más exactamente, mi amiga la peluquera, que, aunque no disponga de oficina estadística, ve familias de toda condición), imponerle al niño una línea educativa es más difícil cuando no hay una persona que esté presente con él durante la mayor parte del tiempo. He usado la palabra persona porque debo haber leído demasiados periodicuchos, de esos que escriben estupideces del estilo de "políticas de género", "homofobia" e "igualdad paritaria". En realidad, habría debido decir que es difícil establecer una línea educativa cuando la madre está fuera todo el día y llega a la casa sólo por la noche, cansada y sin ninguna gana de seguir combatiendo, con muchísimas cosas que hacer y poquísimas energías que gastar. Y también es difícil para un padre que, a su vez, también llega por la noche y se encuentra asimismo trabajo doméstico que hacer, en homenaje a la banal división igualitaria de las obligaciones, y que tiene aún menos energías que la madre, que para algunas cosas estaría más capacitada; pero esto no se puede decir.
Entre una multitud de análisis, jamás he leído que se hayan relacionado alguna vez la actual emergencia educativa y el ingreso masivo de las mujeres en el mundo del trabajo, a pesar de que, como mínimo, la coincidencia temporal de los dos fenómenos podría hacer reflexionar a alguien. Yo, personalmente, lo he hecho, y estoy segura de poder decir, como mínimo, que nuestro sistema económico no está hecho para los niños, que impone heridas en los corazones y en las familias, que obliga a trabajar a muchas mujeres que, al menos, durante una porción fundamental de la infancia de sus hijos se quedarían con ellos de muy buena gana o, quizás, deberían hacerlo, y así puede que se enfrentaran mejor al desafío educativo.
De cualquier forma, cuando están presentes, los padres como Daniele nunca usan con los hijos un tono afirmativo, sino siempre interrogativo: ¿Nos vamos? ¿Comemos? ¿Damos un último paseo y después nos vamos a casa? Si lo que yo he programado te perturba demasiado, podemos programar otra cosa entre los dos, aunque yo tenga cuarenta y seis años y tú siete, qué le vamos a hacer, encontraremos un punto de encuentro. Por eso se ven por ahí tantas escenas que claman venganza, como la distribución en el coche de la familia moderna: el padre delante, la madre detrás con el hijo, para sellar el hecho de que mamá y papá ya no son una pareja y de que el niño es el rey de la casa, y no se supone en condiciones de afrontar el trauma que supondría un viaje en coche sin un contacto físico. O se ven adultos que con una mano empujan un carrito vacío y en el otro brazo llevan a un mocoso al que abroncan quedamente: ¿Por qué eres tan caprichoso? ¿Por qué eres tan pesado y no quieres ir en tu carrito? Porque soy un adorable egoísta, querría decir el niño, que desgraciadamente no sabe hablar. Cumplo con mi obligación de ser humano dedicado completamente a la búsqueda del placer fácil e inmediato, porque no hay otra cosa que yo entienda; eres tú el que no cumples con tu deber, de adulto, de enseñarme que, para que el placer sea siempre mayor, más elevado y más ordenado, ha de haber reglas, orientaciones, tiempos, dosificación. "Para Navidad quiero todo lo que quiero", dijo una vez uno de mis hijos, que apenas podía escribir la carta a los Reyes Magos. La búsqueda del placer absoluto y gratuito nos guía a todos, desde el más pequeño al más grande. Los educadores deben enseñar a recolocar el placer en un plano más elevado (también la ascesis y la vida en Cristo son un placer, el sumo placer).
Que quede claro que en mí no habría ni rastro de esta sabiduría si yo no tuviera a mi lado a un padre que hace lo que debe, es decir, infligir la herida del distanciamiento entre nuestros hijos y yo. Si por mí fuera, me haría colocar una enorme bolsa marsupial, como una madre canguro, y llevaría a mis hijos siempre conmigo.
"Lavinia, ¿por qué cuando está papá caminas sola y sin ninguna historia, y cuando estoy yo dices que estás cansada y quieres que te lleve en brazos?".
"Porque papá es más fuerte".
Ha sido él, por ejemplo, el que los ha expulsado de la cama de matrimonio, en la que yo los hubiera tenido de por vida con la excusa de darles el pecho al menos hasta la edad de pasar directamente al gin-tonic; ha sido él el que ha aclarado con firmeza que la cama de matrimonio es de papá y de mamá, que son una pareja, y que de noche está prohibida, mientras que de día — sin que se entere mamá, que tiene que hacerla y siempre se cabrea — puede servir también de campo para juegos salvajes como abajo-de-mi-barca y dale-en-el-culo.
Daniele — que, se sobreentiende, en la vida ve gente y hace cosas, de hecho, realiza uno de esos trabajos creativos para los que se necesitan camisetas descoloridas y bolsos producidos con cinturones de seguridad viejos reciclados en algún país en vías de desarrollo — adopta una línea educativa cuyo verdadero punto crucial es el siguiente: el objetivo de la vida es estar contentos. Las normas, por tanto, son arbitrarias, no se fundamentan en la Verdad.
El discurso se seguiría en consecuencia. No hay mucho que discutir: yo me autodetermino y así hasta que me encuentre bien, ¿qué problema hay? El problema que hay es que la cosa no funciona. Sólo eso. El problema es que así no se es feliz.
En primer lugar, fundamentalmente porque se omite una pequeña e insignificante información; la muerte, la gran desterrada, existe realmente y pende sobre nosotros cada vez que respiramos. La muerte y las pequeñas muertes cotidianas, el cansancio, la frustración, el error. Hay Uno que la ha derrotado y que nos ha dado también la posibilidad de ser salvados y de llegar a ser hijos de Dios, algo a lo que vale la pena entregarnos nosotros mismos por completo; tomar a Dios, y no al "objetivo contentamiento", como medida de nuestra vida, que tiene un comienzo, pero que es eterna. Si Jesucristo nos ha redimido de la muerte, cada muerte cotidiana, cada fatiga, cada sufrimiento, están redimidos.
No es que nosotros, los cristianos, busquemos la muerte, ni mucho menos. Yo, personalmente, intento salir por piernas, me escaqueo, me meto bajo el sofá o me vuelvo para otro lado. Pero cuando toca no es el final, porque el final no está aquí.
Está claro, por consiguiente, que también el sufrimiento tiene un significado (también debe tener un recóndito significado la celulitis, sólo que en este momento se me escapa: si fuera para enseñarnos que somos mortales y estamos destinados a volver al polvo, no sería necesaria, bastaría con las arrugas y la caída del pelo y todas las calamidades naturales que nos afligen). El sufrimiento, el de verdad, nos obliga a hacer memoria, a recordar por qué existimos y adónde vamos. Si no se va a ninguna parte, porque no hay ninguna otra parte que no sea el aquí y el ahora (y qué difícil es moverse en el mundo sin un mapa), entonces "no contrariar" se convierte en el primer mandamiento del progenitor. El segundo, "contrariar muy poco y sólo cuando sea estrictamente necesario". Y esto desemboca en que los antiguos niños nos vemos obligados a constatar, entre estúpidos e incrédulos, que la vida es sorprendentemente difícil y complicada, aunque llena de sentido porque se dirige hacia la vida eterna. Yo, por ejemplo, que soy hija de una educación de un tipo completamente diferente, cuando llegué a ser madre aprendí atónita lo impracticable que podía llegar a ser la vida cotidiana incluso a nivel de principiante, o sea, con coeficiente de dificultad uno: es decir, sin tener cruces de verdad, incluso cuando todo va bien. ¿Quién no conoce, por ejemplo, el axioma de la comunidad de vecinos.^ (Representando el tiempo en el eje de abscisas y en el de ordenadas el punto de cocción de la papilla y el nivel de llenado de la bañera del bebé más pequeño, la vecina tocará el timbre para darnos la notificación de la reunión de la comunidad de vecinos en el punto exacto en que se corten las dos curvas correspondientes, a fin de que mientras vuelves de informarte por milésima vez de quién está en contra de embaldosar la terraza, la bañera pueda desbordarse y la papilla carbonizarse.) Todo el mundo sabe que hay otras muchas leyes físicas que deleitan nuestra vida aun cuando no tengamos problemas serios, como la regla de la batería descargada, el asunto de la bolsa de la compra ecológica que se biodegrada de pronto en el centro exacto del paso de peatones y la implacable ley de la fiebre del viernes por la noche, dieciséis minutos después del cierre de la consulta de la pediatra.
La obediencia a nuestra realidad, aun cuando sea difícil y trabajosa, nos guarda, nos sostiene, nos impide equivocarnos de camino (¿habéis probado a usar a Santa Teresita como navegador en el coche?; no funciona, pero así se reza un montón y, por eso, cuando al final se llega al destino, se llega de muy buen humor). Todos nosotros, sea cual sea nuestra vocación, tenemos a alguien a quien obedecer (si, por un caso, nos creyéramos los dueños del mundo, como muy poco, deberíamos rendir cuentas directamente a Dios, aunque fuera sólo por motivos de antigüedad).
La primera obediencia se aprende en casa. De niños, obedecemos al padre, después descubrimos quién es el verdadero Padre, cuya nostalgia nos provoca el padre de la tierra.
La línea educativa que domina actualmente parece ser, por el contrario, alérgica al concepto de obediencia: "Los niños son como los adultos, sólo que más pequeños: no los obliguéis, no les pongáis obstáculos". En mi casa, los niños no son, para nada, como los adultos. Por lo pronto, son más, y además, concretamente, de otro tipo. Supongamos que tenemos que coger el coche y salir de viaje. Un adulto solo decide adónde ir, coge el coche, en el supuesto de que se acuerde de dónde lo aparcó, y se va. Vale, bueno, vuelve a buscar las gafas de sol (que llevaba puestas) y, finalmente, se va. Con los niños es otra cosa. Por lo pronto, hay un largo y minucioso examen del sitio al que se va. Una vez al mes, el destino entusiasma a los cuatro, pero la mayor parte de las veces hay alguno que no tiene ganas, y practica el obstruccionismo pasivo: tiene graves emergencias fisiológicas, quiere encontrar el libro que tanto le gusta (está sepultado bajo tres kilos de fichas de dominó), tiene sed, se ha puesto el zapato derecho en el pie izquierdo, necesita ponerse una tirita, ha perdido cuatro botones de la camisa, probablemente porque la ha usado para atar a un hermano a una silla y obligarlo así a revelar quién mató al viejo Frank el Cojo en Cuba en 1962. Y, mientras la madre — que sabe que hay un nivel del que no se puede bajar en público, si se quiere mantener un rating decente en Standard and Poor's, al menos una simple A — cambia la camisa, los hijos, los que sí estaban contentos por salir, se lanzan fuera de casa, y la anciana progenitora se arriesga a sufrir un infarto de pensar que salgan a la calzada.23 Llegados al coche, empieza la extenuante lucha por los sitios: quién va delante, tú eres muy baja y ahí está el airbag, mamá, me ha dicho baja, yo entonces voy en la segunda fila, yo elijo la música, pero es que yo quiero las canciones de Barbie, yo las de Pearl Jam. Un guionista de Disney encontraría con seguridad una moral edificante en todo esto — algo, por ejemplo, del estilo de prepararse para la lucha por la vida—, pero a mí, en general, mientras en mi corazón quisiera pronunciar una convincente plática sobre la necesidad de amarse los unos a los otros, sólo me salen cobardes amenazas y alusiones a cierto regalo que podría no llegar jamás. No sé cómo, al final acabo gritando, y se restablece el orden.
Los que dicen "No les pongáis obstáculos" me dejan perpleja, yo ciertamente los obstaculizo, arranco páginas de deberes mal hechos y hago que los repitan. Si un dibujo da asco porque está hecho con indolencia, lo reconozco y estoy dispuesta a defenderme de la denuncia del teléfono azul, digo que no vale gran cosa.24 No disimulo dando grititos de entusiasmo. Creo haber engendrado en mis hijos un sano realismo; espero que no demasiado. Una vez, Bernardo volvió de la escuela con una medalla, diciendo que se la habían dado porque sobraba (y efectivamente era así).
Me queda por averiguar si es cierto que hay tantos padres que creen realmente que los niños son pequeños adultos y que hay que dejarlos libres o si, más bien, lo que tienen no será pereza. En otro tiempo, la disciplina tenía que ver con el temor, pero ahora ya no hay ningún niño que tema seriamente a un padre y, por eso, controlarlo es algo más laborioso. Se deja que hagan ellos para ahorrar energías nosotros, pero si las ahorramos nosotros, también lo harán ellos. Y, palabra de honor, los niños necesitan de todo salvo una invitación a ahorrar energías: Bernardo me expresó su deseo de jubilarse ya al acabar el primer año de escuela maternal, aunque después aceptó proseguir la carrera escolar ("Pero, ¿te gusta ir a la guardería?". "Digamos que me dejo arrastrar"), mientras que, de Lavinia, también llamada Brandina por su legendaria disposición a tumbarse siempre que sea posible, ni siquiera hablaremos.25
La tomo con mi pobre amigo porque al que le toca imponerle las reglas al niño es, sobre todo, al padre, en tanto que la madre consuela, abraza y acoge. No obstante, tengo que reconocer que Daniele goza de una selecta y numerosa compañía. Se mire hacia donde se mire se pueden ver padres maternos y cariñosos que no tienen el valor (o las ganas o las fuerzas o la consciencia) de corregir y progenitores mutuamente intercambiables, y puede que la menor presencia en casa de la madre haya contribuido a la difusión de ese fenómeno. Ciertamente, la feminización de la figura paterna es una tendencia tan a la moda, se ha convertido en un dogma tal, que las maestras de maternal, en las reuniones, catequizan y les gritan a los padres que no cambian los pañales, si es que queda alguno. Pero no hay nadie que le grite a un hombre por no hacer de padre, por no mantener la disciplina o no saber decir a su hijo para qué está en el mundo, por no darle sentido, tampoco al dolor, por no remitirlo al Padre celeste, autor del sentido de todo.
Así pues, me gustaría regalarle a Daniele los ojos de hielo de Lee Marvin, que, en Los doce del patíbulo, consigue domar a doce soldados americanos detenidos en prisiones militares: los peores hijos de su madre que se podían poner en circulación. Con puño de hierro, los mete en vereda y, lo que es más importante, los conduce a la victoria final: llevan a cabo una misión imposible y aprenden a sacrificarse por el grupo. Como premio, podrán decirle adiós a la cárcel. Para eso, es necesario un padre con su disciplina: para escapar de nuestra esclavitud, para ser, por fin, hombres libres.
Querido Daniele: Si quieres a tu hijo de verdad, aprende a decirle que no. Ánimo, prueba una vez y verás que después del capricho estará más tranquilo y sereno. Y cada vez será menos difícil. Sabrá que tiene un padre y eso calmará sus miedos.
No seas cobarde y no dejes esa tarea para la madre, y eso que ella al menos de vez en cuando lo intenta. Al principio será trabajoso, tan impensable para ti como regalar tu colección de cromos de Panini de 1979 hasta hoy, pero ya verás cómo lo puedes hacer.
P.S.: Y, te lo ruego, basta ya de comida biológica. Cuando tu hijo vino a mi casa, se atiborró de porquerías, parecía que llevaba sin comer seis meses. Abajo el tofu.
 
El problema del amor es que muchos lo confunden con la gastritis, o El amor no es sólo una emoción

SI hay algo que me hace sentirme mal, aparte de ver un escorpión, es cuando, en mi diligente actividad de predicadora no solicitada, me doy cuenta de que he herido a alguien, sobre todo a alguna, dado que las destinatarias de mis llamadas de teléfono persecutorias erizadas de opiniones espontáneas son casi siempre mujeres (a un hombre que tenga problemas puedes darle como máximo una viril palmada en la espalda o invitarlo a una cerveza, porque hablar lo único que hará es empeorar la situación). Y me pasa que hiero a algunas, lo sé, porque siempre voy un poco pasada de vueltas, soy delicada como un camión articulado entrando en una callejuela medieval. Cuando hablo siento la urgencia de beneficiar al mundo con mi verbo, y de hacerlo rápidamente, en lugar de activar la prudente modalidad "antes de hablar, piensa, y antes de pensar, reza". Hace falta demasiado tiempo, y yo siempre ando con prisa, porque cuando una está salvando el mundo nunca tiene bastante tiempo.
Y por eso debe haberme pasado lo de haber sido tan tajante, haber juzgado poco misericordiosamente, haber propuesto objetivos demasiado altos y haber olvidado decir lo dificultoso que resulta para todos y, por tanto, también para mí, vivir coherentemente. Será la educación prusiana, será el carácter de coronel heredado de mi abuelo (su consigna era "con pared o sin pared, tres pasos al frente"), será la deferencia al principio anglosajón del never complain (aunque yo always explain,26 incluso demasiado) o, mejor, al franciscano de la perfecta alegría, pero no me gusta hablar de las dificultades ni del abatimiento ni de la duda ni del deseo de apoyar el cráneo y que me engulla un sueño voluptuoso y sin ensoñaciones, que de cuando en cuando también me atrapa a mí.
Lo sé, a veces parece que me estuviera preparando para un casting de Miss Brightside (no me escogerían nunca, tengo los dientes torcidos y no puedo sonreír ante la cámara), pero sé que las vidas de todo el mundo son trabajosas y están llenas de dudas.27 Cuando le pregunté a mi amiga-icono de mujeritis y mamitis, esposa ejemplar y progenitora de siete hijos además de arquitecto, que cuándo había llegado a estar segura de que él era exactamente el hombre adecuado, me respondió: "Nunca". Nunca ha estado segura de que fuera el hombre adecuado, ni siquiera después de haber tenido esa caterva de niños, ni siquiera después de veinticinco años de vida felicísima, al menos vista desde fuera. Con menos razón aún lo ha estado en esos momentos de crisis que, justamente para aclarar las cosas, nos alcanzan a todos. Entre otras cosas, porque el amor tiene algo de magmático, nada de firme y de completo. Además, porque, sencillamente, la persona adecuada no existe. Lo queremos creer porque nos hace la ilusión de la varita mágica, de la solución inmediata y gratuita, que no cuesta trabajo (ilusión en la que creo firmemente y a la que debo mi amplio armarito de cremas en el baño). Es verdad que hay una persona con la cual las cosas pueden ir bien, pero después siempre hay una decisión libre y una elección de la voluntad. Dios, que no tiene absolutamente nada de sádico, no está en la ventana para ver si, por un acaso, acertamos. Y tú te podrás equivocar, pero Dios no, y una vez que ha bendecido esa unión él sabrá qué hacer con ella.
Las cosas son así, según creo, para la mayoría: nuestras historias empiezan siempre en la fragilidad, quizás nacen también lisiadas y sin mucho sentido, y después, con los años, se van curando poco a poco. Y después también llega, invariablemente, el momento en que, como en las bodas de Caná, se acaba el vino y, sólo si entre los invitados está Jesucristo, puede llegar un vino nuevo que haga que la fiesta recomience (George Clooney raramente llama al timbre, y tú raramente tienes la oportunidad de decirle no Martini no party; a mí, por lo menos, nunca me ha pasado, pero también he de decir que puede que no lo haya oído porque estuviera cantando Roadhouse blues a grito pelado con las niñas).28
Por consiguiente, Gabriella, sé que él se adormila en el sofá cuando tú quieres hablarle de lo mal que va vuestra relación. Sé que has trabajado como un burro toda la mañana, que en el trabajo has limado asperezas y parado golpes, que te han hecho comentarios para los que se te han ocurrido, a las tres horas, algunas respuestas fulminantes, que has acallado caprichos y trifulcas en casa, que has conquistado un puesto para llegar a la caja milagrosamente en la fila que iba más rápido, y que después te has acordado de que no habías cogido la harina, que era el motivo por el que habías salido, que te has dado la vuelta y ya te has ganado el retraso correspondiente, y que has llegado a casa a pie con la extraña sensación de que te faltaba algo, Y que ese algo era el coche aparcado en doble fila delante del supermercado, y que te ha costado decidir si ibas a aparcarlo o dejabas que se lo llevara la grúa para poder cocer la pasta, y que, al final, no sabes cómo, has vuelto en autobús y te las has arreglado para poner algo en la mesa, pero que todavía te falta corregir los deberes de los tres mayores y regar los bulbos del experimento de la guardería y tomarte los fermentos lácteos para la digestión, digestión que tú sabrías muy bien cómo regularte, bastaría con sentarte a comer de vez en cuando, pero no puedes, y que también le has preguntado al médico si podía recetarte alguna sustancia ilegal, porque los posibles perjuicios para la salud no te importan nada, pues de todas formas, si continúas así, morirás en breve. Sé todas esas cosas porque me recuerdan algo, y sé que, llegado cierto punto, querrías tener un hombro sobre el que llorar, porque en el trabajo tienes el mismo carisma que un contenedor para recogida de basura diferenciada, y con los hijos te parece que no consigues enseñarles nada, y la casa se cae a pedazos (no tienes que seguir comprando «AD»,29 lo único que hace es acomplejarte), pero te olvidas de que un marido no es un punto de apoyo, no es un sostén, no es un cojín, no es ni siquiera un amigo, y tampoco un padre. No puedes desahogarte con él por una larguísima serie de motivos: por lo pronto, porque de cualquier modo su respuesta te herirá. En mitad de tu desahogo te dirá cosas como ésta: "¿De verdad que has dejado el coche en doble fila?", o también: "¡Pero a quién le importan un pepino los bulbos de la guardería!" (mientras que tú tienes terror a desatender al pequeño, y estás segura de que las madres que son buenas amas de casa han comprado un jacinto ya florecido sólo para que tú te sientas culpable, que eres una madre demasiado multi y "poco tareas). Cosas que también sería muy sensato decir, pero lo que tú querrías es sólo que él te escuchara sin interrumpirte, que te escuchara totalmente concentrado, que te mirara sin pestañear, y si hay que exagerar que te hiciera preguntas tales como: "¿Y tú cómo te sentiste en ese momento?" (ciencia-ficción), y después mostrara su estupor por todas las cosas que has hecho, y que te dijera hasta qué punto eres insuperablemente, exageradamente, hiperbólicamente, la mejor mujer del planeta. Olvídate. No sería tu marido. (De todos modos, en el caso improbable de que algún marido esté leyendo esto, que sepa que lo que nosotras queremos es exactamente eso y que, entre otras cosas, sentimos celos de todas las demás mujeres con las que podríamos entrar en competencia, y que sepa que debería evitar hablar de ellas demasiado bien, si es posible, a menos que compitan en una categoría distinta: alabar a la campeona mundial de canoa sí está permitido, e incluso a una bordadora por hacer bien el encaje de bolillos.)
Por otra parte, un hombre, como es notorio, afronta un solo problema cada vez, y cuando lo afronta lo quiere resolver de un modo práctico. Por ejemplo, te dará el número de las entregas a domicilio para la compra que, mientras tú hablabas, él ha encontrado en el móvil, y probablemente te echará también una reprimenda muy razonable porque debiste comprar la harina para hacer un dulce casero, puesto que tú haces competiciones de mamitis y no quieres ir a la fiesta del catecismo con algo comprado (que sepas que, de todas formas, yo soy una degenerada, y en esos casos me presento con un paquete gigante de chicle de sandía, ganándome así el desprecio de las mujeres adultas, pero la admiración eterna de todas las que están por debajo de diez años). O te sugerirá otros modos prácticos e inteligentes, y casi todos acertados, para disminuir la cantidad de tareas que tienes que hacer, pero tú no quieres suprimir ninguna porque eres perfeccionista y centralizadora y quieres tenerlo todo bajo control (aunque luego te quejes).
Finalmente, hay que decir que los hombres rechazan la palabra como instrumento de resolución o disección de los problemas. Nunca afrontarán nuestras maratones de autoconciencia si no es bajo la amenaza de un arma de fuego, y si lo hicieran, obligados, se les formaría en medio de la frente una arruga de sufrimiento sólo comparable a la que les sale cuando hablan de la tristemente célebre final del Campeonato de Europa de fútbol perdida en la tanda de penaltis en la noche de los tiempos.30
Instrucciones de uso: llama a una amiga que te quiera y que tenga paciencia, y desahógate. Una vez desahogada, razona con frialdad sobre las cosas, mira a ver si realmente hay un problema que resolver o es sólo cansancio. Usa la fantasía, la creatividad, invéntate salidas, atrévete, lánzate, pide días libres, abandona alguno de los frentes, pide ayuda. Apenas puedas, ponte a rezar. Sería mejor hacerlo lo primero de todo, antes de telefonear, antes de pensar, antes de hablar, pero se sabe que una multimadre pluriempleada no reza cuando hay necesidad, sino cuando puede. Mi oración favorita, en estos casos, es el rosario: la repetitividad calma la mente embotada y atareada y, además, la Virgen es tu madre, y nadie como ella puede llevarle al Padre tus peticiones (lo mismo que en nuestra casa yo soy el abogado de los niños, y le presento sus peticiones a su padre), y es también una mujer, y hay cosas que se discuten mucho más fácilmente de mujer a mujer.
Ahora bien, estáte dispuesta a acoger la ayuda que tu marido pueda darte: te puede ayudar a resolver un problema, hablando, razonando sobre algo concreto, viendo de una vez por todas si podéis permitiros que pidas el trabajo a tiempo parcial o es mejor contratar a una persona que te ayude en casa. Te puede abrazar y hacer que eches una cabezadita bajo su axila sin hablar. Puedes pedirle algo muy concreto, preciso, claro, por ejemplo, que vaya a recoger al mayor del baloncesto dos veces a la semana. Permítele que sea lo que sabe ser, y no todo lo que a ti te hace falta, porque lo que a ti te hace falta es demasiado.
En nosotras, en cada mujer, hay un torbellino imposible de colmar, una necesidad espasmódica de ser amada, que con toda seguridad la mujer experimenta más que el hombre. Esta necesidad misteriosa y nunca satisfecha plenamente es signo de su debilidad, de su fragilidad. No obstante, es también su riqueza, porque la expectación significa mayor disponibilidad para responder, para decir "Aquí estoy", como hizo María, modelo nuestro. Una fragilidad que se puede transformar en la generosa acogida de que podemos ser capaces. Casi todas somos inseguras y poco felices dentro de nuestros pellejos, incluso las que no dejan que se vea — y sí, también las amazonas, las mujeres viriles, las que dan órdenes por todos lados en tu trabajo—, y sólo hay una forma de saciar esta sed: abrirnos a la mirada de Dios. El único que colma todos los anhelos, el que responde a nuestros deseos más profundos.
Así que no puedes pretender ni esperar todo eso de tu marido; además, cuando te decepcione — ¿quién no te iba a decepcionar, con esas expectativas tan altas?—, encuentra tiempo para pedirle cuentas a Dios, para decirle en qué te ha fallado y para servirle a él sirviendo a tu marido. El ajustará todas las cuentas y te restituirá el ciento por uno, con sobreabundancia, cuando hayas dado algo de más, algo por lo que ni siquiera te hayan dado las gracias, algo de lo que nadie se haya acordado, y el que menos tu marido, pero Dios sí.
He visto a mujeres resolver así las cosas, aun cuando sus maridos las ofendían gravemente, con su ausencia, con su distanciamiento, con su egoísmo excesivo e incluso con su traición. Con mayor razón lo puedes hacer tú, que seguramente no tienes nada gravísimo que reprocharle, mas que esas pequeñas y continuas heridas en tu anhelo nunca colmado.
Cuando empieces con el diluvio de las lamentaciones, imagínate que está lloviendo muy fuerte (y cuando quieres llover, amiga mía, llueves a cántaros). Imagínate que estás en el coche con el cristal trasero anegado de agua, tanto que no ves nada. Bien, tu marido es como el limpiaparabrisas que va echando a un lado y a otro tus quejas. Va de un lado a otro, lo despeja, no parece que haga un trabajo particularmente creativo, pero sin el limpiaparabrisas tienes que pararte. Tu marido te ofrece soluciones prácticas, tienes que reconocerlo, y te ayuda muchísimo, pero cuando hay que decirte basta, te lo dice. No se deja arrastrar del todo por ti, por tus ataques de pesimismo cósmico. Y cuando realmente está contigo, sin mirar a la pantalla por detrás de ti, al i-lo-que-sea, al periódico, a la pared que necesita una mano de pintura, cuando te escucha con todo su ser una media hora, para ti es como si fuera un mes, te aprovisionas para una temporadita.
A propósito, ¿por qué no le regalas a tu marido unos limpiaparabrisas nuevos?, porque los de ahora tienen las escobillas completamente desgastadas. Podrías arriesgarte de vez en cuando a sorprendernos y comprarle algo que necesite de verdad.
Así le dirías que también él te resulta indispensable a ti, y tú debes reconocer ante él que, si él no estuviera, estarías perdida. ¿Tienes presentes a los cartógrafos chinos de Borges que hacían los mapas a escala 1 a 1? Pues bien, nosotras los hacemos a escala 1 a 2; la realidad, más todos los detalles.31 Porque nosotras no sólo estamos contentas de vivir. Hacemos también la telecrónica de la vida y entonces, en esos mapas el doble de grandes que la realidad, podemos acabar por perdernos. El hombre, por el contrario, que reduce y simplifica, que usa una escala 10 a 1, a veces recorta, poda y siega dolorosamente, de maneras que para nosotras pueden resultar incomprensibles.
Esto no le ocurre en absoluto solamente a Gabriella: en cada matrimonio feliz que se precie, cansarse y empezar a dudar, tarde o temprano, de si se ha elegido bien es casi obligatorio. "Si es posible divorciarse por incompatibilidad de caracteres", decía Chesterton, "me pregunto cómo no se han divorciado siempre todos los matrimonios. He conocido muchos matrimonios felices, pero nunca ninguno compatible. Todo el sentido del matrimonio está en la lucha y en la superación del instante en el que la incompatibilidad se hace evidente. Porque un hombre y una mujer, como tales, son incompatibles".
Mi padre espiritual, profundo conocedor del corazón humano, afirma que el equívoco entre hombre y mujer nace de la creencia ilusoria de que unos y otras hablamos una misma lengua, pero sólo formalmente es así. En realidad, nuestras lenguas son muy distintas y la confusión procede del hecho de que parecen semejantes, como pasa, por ejemplo, con el español y el italiano: añades las eses finales, alargas un poco las palabras y, de alguna forma, te esfuerzas y, al menos lo fundamental, lo entiendes (encantada, ¿estás casado?, ¿cuántos hijos te gustaría tener?; sólo la información básica). En cambio, la diferencia entre la lengua masculina y la femenina es como la que hay entre el italiano y el cantonés, un idioma complicadísimo porque el tono de la palabra determina también su significado. Está claro que, en esta comparación, el cantonés es obviamente la lengua de las féminas. El femeninés es totalmente intraducible. Un hombre no podrá comprender nunca realmente a una mujer, sólo podrá aprendérsela.
Esto es así para las más profundas necesidades, y en ese terreno no entenderse es a veces fuente de mucho dolor, pero también para las pequeñas inseguridades: durante la conversación, un hombre nunca se podrá relajar completamente. Todo lo que diga podrá ser usado en su contra, y será interpretado ciertamente según el humor de la destinataria. Habrá días en los que un inocente "¡Qué bien te has maquillado!" será traducido por "¿Quieres decir que sin maquillar estoy hecha una pena?".
Mi marido, por ejemplo, lo sabe, y cuando le pregunto "¿Cómo estoy?", nunca se vuelve a mirarme. Ahorra energías. Pone el piloto automático y dice algo genérico sobre mi extraordinaria delgadez. No importa si hace poco que he dado a luz y todo el mundo me sigue dando la enhorabuena por el embarazo porque el barrigón sigue tal cual; no importa que en la cabeza lleve una especie de mocho de fregona porque me doy un "cortecito" de pelo yo sola. De todas formas, estoy totalmente dispuesta a creerme lo que me dice, la verdad no me interesa para nada.
No obstante, hay veces que se distrae — le pasa con bastante facilidad — y me responde sinceramente. Cosas terribles como "No estás mal, sólo un poco blancuzca" o "Esos vaqueros no te quedan bien". Pero sé que sólo se trata del problema de la incapacidad para la falsedad del que adolecen los varones, que no consiguen fácilmente decir esas medias mentiras que hacen tan interesante nuestra vida social más o menos a partir del segundo año de escuela maternal, cuando nos sentimos obligadas a decirle a la amiguita, sólo para conquistarla, lo bonita que es su vulgar camiseta. No hablemos de la espesa trama que puede urdir la líder de la clase en los cursos de secundaria. Yo, a decir verdad, el otro día, delante de la escuela maternal, invité a las niñas a resolver virilmente las controversias: como es notorio, los varones se dan cuatro patadas y dos empujones y después, mientras se levantan del suelo sacudiéndose el polvo de la camiseta, ya se están poniendo de acuerdo para verse por la tarde. Nada de psicodramas y nada de crisis histéricas. Para que conste, las otras madres no captaron las simpáticas consecuencias prácticas de mi consejo (¡unas niñas, liarse a tortas!). Las niñas pequeñas y después la muchachas, las chicas y, finalmente, las mujeres son capaces de perfidias y astucias y malicias y falsedades con las que complican inútilmente sus vidas, y muchas otras.
Por eso, cuando le digo a mi ejemplar masculino "¡Qué difícil es entenderse!", y va y me responde "¿Qué es lo que no has entendido exactamente?", ya no me preocupo. Será porque hace un montón de años que estoy obligada a ver documentales de historia, o sea, quiero decir, que estoy casada. Por otra parte, no sé exactamente cuánto esfuerzo hace mi marido para traducir del cantonés desde la mañana a la noche; pienso que, sabiamente, ha renunciado a entenderme, pero que ha aprendido a tratar conmigo.
Varones y hembras hablan de modos distintos porque tienen que llegar a ser padres y madres, también aquellos que no engendren biológicamente. Todos los hombres y las mujeres maduros dan la vida por alguien.
El lenguaje femenino sirve para ir adaptando a la mujer a ser madre: la mujer está programada para los niños, incluidos los muy pequeños, y por eso es emotiva, analógica, simbólica e intuitiva. Tiene una especie de radar interno eficacísimo, que no puede dejar de usar, es demasiado constitutivo y estructural de su talento peculiar. De hecho, las que niegan su propia emotividad, como sucede a menudo con las que llegan al poder, se convierten en excesivamente duras, porque niegan su naturaleza más profunda.
El hombre, por el contrario, está desprovisto de dicho radar y, a veces, para hacer que comprenda las cosas hay que servirse de dibujos. O incluso de carteles explicativos. Como compensación, no da rodeos, con frecuencia va directo al objetivo.
A este propósito, tengo que hacer una invocación urgente y cordial a mi colega Valentina y a casi todas mis amigas: muchachas, al hombre no hay que interpretarlo. Dice lo que quiere decir, exactamente, ni una sílaba de más ni una de menos. Si intentáis interpretarlo, lo ofenderéis, le provocaréis un terrible malestar, lo irritaréis. "Estoy aprendiendo a conocerte y me gustas" significa realmente que le gustáis, no significa en modo alguno "Antes de decirte que me gustas, quiero conocerte mejor" y, por lo tanto, no quiere decir "Estoy dándole vueltas a si te dejo o no te dejo, tengo que verlo", ni tampoco significa en absoluto "Te estoy comparando con mi ex, pero todavía me faltan elementos de juicio" (la escalada pesimista es la única especialidad olímpica en las que las mujeres sobrepasamos a los hombres). Pero ¿por qué tenemos que ser así de malpensadas? ¿Por qué creemos saber lo que él quiere decir? Y, al contrario, Roberta, ¿cómo se te ha podido ocurrir, así de sopetón, que "Quiero estar solo" podría significar "Te quiero muchísimo"? Léele los labios. Quie-ro es-tar so-lo.
Cuando invité a cenar por primera vez en casa a mi futuro marido, le pregunté que qué le gustaría comer. A él no le importaba absolutamente nada la cena (creo que tenía cierta debilidad por mí, aunque él sigue negándolo; después de quince años y cuatro hijos todavía prefiere mantener una actitud prudente), así que me pidió una tortilla, sospechando que no me las arreglaría con algo más complicado. Obviamente, yo no había cogido un huevo en mi vida, así que llamé a mi madre, escudriñé libros de cocina, leí las guías del Gambero Rosso y comprendí que una tortilla se hacía batiendo un huevo (sin cáscara) con un poco de sal32. Pensé entonces que una tortilla no sería bastante y, puesto que tenía que aprender, sería mejor aprender una versión de lujo. Mi marido sostiene que le presenté una cosa inadmisible de cuatro centímetros de altura y llena de verduras medio crudas. De esta forma inauguré mi brillante carrera de intérprete, casi siempre falaz, de mi marido.
Intentar adivinar los deseos de un hombre es una empresa condenada al fracaso casi con seguridad. No hay que adivinar, hay que saber. Preguntar. Informarse. Saber qué tipo de ordenador quiere, someter a un tercer grado al colega freaky empollón. Elegir para él la versión más potente y con más accesorios, la que él nunca se compraría por sentido de responsabilidad. Hay que tener bien claro que los detalles que le interesan a él no son los mismos que nos resultan interesantes a nosotras. (Después de haber escrito un libro entero con la tecla delete rota, mi marido me obligó a comprarme uno nuevo y me preguntó "¿Cómo lo quieres?". "Rosa", le dije. No me ha vuelto a preguntar ni una vez más sobre ese tipo de temas.)
Por el contrario, en caso de regalo, a la mujer le gusta que sus deseos sean adivinados; ella querría algo ya pensado, pensadísimo (por más que un Birkin,33 incluso comprado de repente, se acepte siempre), porque sueña con la armonía, mientras que el hombre quiere la libertad, modelo elástico, me alejo y vuelvo y me vuelvo a alejar.
A causa de todas estas dificultades para comprenderse, pequeñas y grandes, ridículas y trágicas, llegados a este punto, me gustaría insertar en cada volumen de este libro un bono para unas vacaciones gratuitas: cada lector debería gozar de una estancia de tres días en casa de mi amiga Emanuela para aprender de ella, que ha experimentado dolorosamente lo fatigoso que es encontrarse, incluso cuando uno está convencido de que la elección que ha hecho es la buena, incluso cuando se tienen todas las cosas fundamentales en regla, y a veces incluso todas las opcionales, como un horizonte común, y cuando se comparten las cosas importantes y hasta el bienestar. Cuenta tú misma lo que me contaste a mí, Emanuela, sobre las noches en las que te dormías llorando, esperando que él no se diera cuenta, esperando que comprendiera todos los síes que le habías dicho durante el día y que te parecía haber arrojado al viento. Cuenta todas las veces que te sentías herida, y que, después de todos estos años, continúas indefensa ante esas heridas, aunque las llagas que se reabren de cuando en cuando son cada vez menos profundas, como cuando una cicatriz está curándose y cada vez que se cae la costra se forma una más sutil y menos extensa. Dices que ahora ya no duele como en los primeros años de matrimonio, cuando la desilusión era intolerable por días, y si aguantaste fue sólo porque se lo habías prometido a Dios. Cuenta todas las veces que, para hacer que interviniera tu marido en los asuntos de los hijos cuando ya comenzaban a crecer, le has tenido que implorar, como si las cosas no fueran con él. Las veces que no ha tenido en cuenta lo que deseabas: soledad, reposo, sostén, por ejemplo, en aquellos momentos en que te echaron del trabajo — habías tenido demasiados niños — y a ti te parecía que él no comprendía lo importante que eso era para ti. Incluso sospechabas que, en el fondo, le parecía bien, porque, a fin de cuentas, tenerte siempre en casa le gustaba (como sabes, sobre este tema pensamos de forma diferente: yo, en las mismas condiciones económicas que vosotros, hubiera dejado el trabajo, pero aun así tienes razón tú). El hecho es que él nunca se ha dado cuenta de todo esto, que tú, para él, eres un misterio, una chica adorable — un poco lunática, a decir verdad, y ciertamente hipersensible — de la que él desea una acogida total, y en cuyos misteriosos meandros no sabe si tiene muchas ganas de internarse: como él es el modelo básico del ser humano, es seguro que se perderá, porque el modelo básico a secas no lleva navegador de serie. No obstante, tu marido, falto como está de instrumentos sofisticados, a veces hasta de amortiguadores, quizás incluso de dirección asistida, se porta de forma algo brusca y desorientada, mete la pata y ni siquiera se da cuenta, pero ahí está. Te es fiel, te quiere mucho, está dedicado a ti y a tus hijos, se hace cargo de vosotros lo mejor que puede y, reconozcámoslo, también hay días en los que a él le gustaría una mujer sabia y equilibrada y, en lugar de eso, tú te comportas como una niña de cinco años, pero sólo porque te esfuerzas, porque la edad media de la mujer — según mi padre espiritual — es, por lo común, de tres años, en cuanto a fragilidad y a sensibilidad. Un hombre debería estar siempre dispuesto a cogerla en brazos, aun cuando haya discutido con el jefe, aun cuando esté cansado y ya no le quede nada para nadie.
Llegados a este punto, debo decir qué es lo más importante, lo más impresionante, lo más explosivo que he aprendido sobre el amor, algo que me gustaría tatuarme en el dorso de las manos para obligarme a leerlo cientos de veces al día, e intentar ver si consigo asimilarlo: el amor verdadero es preterintencional.34 El amor verdadero aparece, y se sostiene, con la superación de una desilusión recíproca, al comprender que no existe una unión armónica, fácil y espontánea. No fuera del periodo de la conquista y de la seducción. No tras el contacto con la realidad, con el cansancio, con las papillas, las hipotecas, los hijos adolescentes, las arrugas y las pequeñas idiosincrasias.
Sin embargo, cuando tú pones todo de tu parte para estar guapa y él para ser noble, aceptando casi la muerte del amor tal como la mayoría de la gente lo entiende, al menos aquí en Occidente — mariposas en el estómago y sonido de violines, taquicardias y reciprocidad fácil e inmediata—, cuando pones una cruz sobre todo eso y aceptas morir a todo lo que deseabas, o creías que deseabas, a todas tus pretensiones y proyectos, y morir cada día, tener esa herida siempre abierta, trabajar en todos tus defectos — la mujer en la voluntad de dominio, el hombre en el egoísmo — sin esperar que nadie lo reconozca, entonces, casi como por casualidad, en un encuentro entre dos que deciden hacer ambos este trabajo extenuante — y con frecuencia la decisión no es simultánea—, entonces se puede amar también más allá de las propias intenciones. Así se llegan a encontrar dos personas que están intentando ser bellas y nobles y que han renunciado a dominar la una a la otra, a prevalecer, a adoptar tácticas. Dos personas, en fin, que ni siquiera se rinden una totalmente a la otra, a su parte de mal, que no secundan esa parte, como cuando Erec, en el relato de Chrétien de Troyes, gana para sí a la princesa Enide venciendo en un torneo y, para complacerla, renuncia a la vida caballeresca para poder gozar de su amor sin interrupción, y ella, unos años más tarde, le dice: "Era mejor cuando no me hacías caso", porque, si él pierde su nobleza, ella acaba por destruirlo.35
Este tipo de amor, preterintencional, es de una grandeza que no tiene nada de romántico, no es un ardor exaltado, sino — como dice Denis de Rougemont — la locura más sobria y cotidiana, es decir, una paciente y tierna aplicación de la fidelidad, una fidelidad que se observa porque uno se ha comprometido y porque, con el inconformismo más profundo, no cree en el poder revelador de la espontaneidad, de la inmediatez y de la multiplicidad de las experiencias.36 Una fidelidad que fundamenta y construye a la persona, persona que es una obra real y propia. Una obra que se fundamenta ante todo en la fidelidad a alguien que, en el caso del matrimonio, es una vida que se ha aliado con la mía, milagrosamente, para toda la vida.
Es un trabajo heroico y apasionante que, sin embargo, y hay que admitirlo así, tiene una pésima prensa. Es decir, aunque sea una empresa audaz y heroica, el matrimonio siempre aparece mezclado con cierto olorcillo a frito y a despensa rancia.
La fidelidad a una obra que me trasciende puede hacer nuevas todas las cosas, también lo puede hacer en aquellos dos que se casaron siendo unos niños mimados e irresponsables sólo para hacer una bonita fiesta y darle un nuevo impulso a una relación vieja y cansada, también lo puede hacer con los que se han consumido en un noviazgo en el que han quemado toda la pasión sin dejar nada, con esos dos que han convivido y han hecho cálculos contables para decidir cuándo era el momento de contentar a mamá y a papá, con ese matrimonio nacido de una carambola y que parecía apoyarse en algo insignificante, sólo porque llegaba un niño, y además con esos matrimonios en los que él es cada vez más egoísta y ella cada vez más dominadora, lo puede hacer con mi amiga quejumbrosa y peñazo, y con el marido que se escaquea en cuanto puede, con aquella otra que cometió una traición y que, después, al final, volvió a casa, con aquella que abortó y no consigue perdonarse pero que no quiere reconocerlo, y también con aquella otra, dominadora tentacular, y con ese que parece una nenaza que va detrás de ella como un perrito, y con aquellos dos padres completamente esclavos del horrible niño de tres añitos ya debilitado por el exceso de chucherías.
Sea cual sea el error, o incluso el horror, que un hombre y una mujer lleven sobre sus hombros, el momento es siempre oportuno, siempre es ahí donde se juega la eternidad, y siempre es en ese instante cuando la gracia puede hacer nuevas todas las cosas.
Querido marido: Hoy me gustaría que te quitaras la alianza. No, no exultes, sé muy bien que desde hace tiempo intentas deshacerte de ella, con la excusa de que se te hinchan las manos. De hecho, ahora me acuerdo de que la tarde de nuestra boda dijiste que aquel anillo te molestaba un poco. Obviamente, el asunto es innegociable. Tienes que llevar la alianza. Para nosotras, las mujeres, es la primera información sensible cuando catalogamos a un hombre. Me gustaría que te la quitases, para así poder regalártela de nuevo, y dar un salto hacia delante. Yo me esforzaré en estar para ti lo más guapa que pueda, y pasaremos al nivel siguiente del amor.
Con amor, tu mujer.
 
¿Somos tatas o sargentos?, o Si lo quieres, déjalo hacer de hombre y cesa de darle órdenes

¿DE qué mutación genética proviene mi amigo Paolo? No sé si es que sufriría algún trauma infantil (es cierto, perder un título de liga por un punto a los doce años, y no volver a acercarse jamás ni siquiera de refilón el resto de tu vida debe marcar a uno indeleblemente), o si su vocación al martirio es espontánea (¿por qué, si no, ver todos los sermones de Saviano en la tele, completos, sin que nadie te mantenga los ojos abiertos con el artilugio que le ponen a Alex en La naranja mecánica), o si sencillamente está muy adoctrinado por la televisión, y por la ideología única.37 No sé si está tan condicionado como para ni siquiera plantearse el problema, pero yo, por mi parte, cuando lo veo probar la salsa con aire entendido, recoger los platos después de la cena, levantarse de la mesa a enjuagar el chupe que se ha caído al suelo y consolar al pequeño que se ha dado un cabezazo — siempre él, todo él, sólo él—, experimento un sentimiento de piedad mezclado con rabia. Porque aquí hemos llegado mucho más allá de la paridad, estamos en el abuso de poder.
Giorgia, su compañera — no sé cómo llamar a la madre de sus dos hijos—, considera como una cuestión de honor cargarlo con la mayor cantidad posible de deberes y responsabilidades. Le parece una conquista de la civilización, un sello de la actual emancipación de la mujer y, aunque ella también se obliga a hacer muchísimas cosas, hace inútil su generosidad al insistir en que él haga lo mismo.
Este principio-guía la ciega de tal forma que ha dejado de preguntarse qué hacer para amar a su hombre, para contentarlo (un práctico papel de tornasol, más eficaz que muchas teorías, es preguntarse: ¿qué le gusta?, ¿qué le hace sentirse bien?; es un error buscar muchos manuales sobre estrategias de pareja...), para hacer que se sienta valorado. Creo que este pensamiento no ha llegado a rozar su mente jamás. A pesar de todo, estoy segura de que realmente lo quiere mucho. De que hace lo mejor que sabe por su relación, de que quiere que dure. Sólo que más que una relación es una lucha, la lucha con Paolo — como en Durmiendo con su enemigo —.38 y ella combate en esta guerra con las armas de un sentido de la paridad mal entendido. Se ha nombrado a sí misma Ministra — con cartera — para la Igualdad de Oportunidades, y parece medir la fidelidad y el amor de Paolo por los kilómetros que hace con la aspiradora. Una severa contabilidad del afecto. Porque, al final, detrás de todas estas reivindicaciones egoístas siempre hay una gran fragilidad y, en el fondo, una sinuosa y desesperada búsqueda de amor.
Por el amor de Dios, digamos la verdad, no es que mi amigo haya opuesto una resistencia tenaz a las imposiciones: cumple las órdenes con diligencia, encaja las broncas sin inmutarse o, con más frecuencia, los comentarios agrios. Puede que, de algún modo, le resulte más cómodo que le manden, lo alivia de la responsabilidad de las decisiones, cosa que lo pone al mismo nivel que muchos de sus contemporáneos varones. Hacer las tareas de la casa es, según ellos, un buen precio a pagar por abdicar del papel de guía que, como bien sabemos, es trabajoso y da miedo.
Los hombres han abandonado la consigna de la autoridad para adoptar la del cuidado del otro, la de la disponibilidad en casa, la del servicio. Sin embargo, así han alterado los equilibrios de la pareja y de la familia: no se puede proporcionar ayuda fraterna y seguridad viril, no se puede ser a la vez una tata y un general, no se puede tener el coraje de resistir a un capricho y enjugar también las lágrimas del caprichoso, no se puede establecer la regia y mediar en su aplicación concreta, ser el que pone orden en el nido y también el que da el valor para abandonarlo. No podemos tenerlo todo, un hombre siempre solícito y también un guía con autoridad moral, una chacha y un rudo protector de la nidada. Si él dedica todos sus esfuerzos y energías al trabajo doméstico cotidiano e hinca la cabeza en la almohada apenas se quedan dormidos los niños no podrá ser también el hombre lúcido y seguro que toma las decisiones, porque los talentos y las capacidades también han de ser cultivados, dedicándoles espacio y energías. Asimismo, tomar decisiones es fruto de un ejercicio: yo, por ejemplo, no tengo ninguna intención de aprender, porque decidir significa decir no y, por tanto, hacer morir alguna parte de uno mismo, y yo no muero ni siquiera si me matan, como decía Guareschi.39 No obstante, desgraciadamente, las elecciones que hacemos, las decisiones que tomamos, son lo que principalmente nos define. Y si los hombres eligen ahora su parte solícita y servicial la culpa es de nosotras, de las mujeres.
Puedo creerme perfectamente que sean los hombres los que hagan todo en casa, un poco menos que lo hagan con gusto, con la alegría de contemplar un salón brillante, ordenado y armonioso, quizás con un toque floral y un candelero encendido, a menos que tengan algún problema psicológico (por decir algo, si te das una vuelta por la casa de un hombre solo y no tiene comida en descomposición, yo comenzaría a preocuparme). Los hombres que yo conozco, dejados solos, serían como animales, por tal de no planchar usarían sábanas de papel como en los hospitales, vivirían a un milímetro del embrutecimiento (al menos, usando nuestro criterio habitual, que es como el de Martha Stewart).40
Paolo se afana de forma realmente voluntariosa, y pone todo de su parte para preparar la comida cuando no está Giorgia, y no entraremos en sutilezas del tipo de si, mientras deja que explosione un huevo en el microondas, se pone a lanzar imprecaciones contra los fabricantes de latas de guisantes porque se ha cortado y ha llenado todo el suelo de insidiosos vegetales rodantes (pero, siendo un hombre, las palabras "Maldita sea, la culpa es mía" se le quedan atrancadas en la epiglotis: se convencerá sinceramente de que el huevo ha decidido sin más tener una embolia por propia iniciativa y de que la tapa de la lata ha tenido un momento personal de intemperancia).
Mi amigo puede tener en un puño a un estudio de cuatro ingenieros, por no hablar de los arquitectos, categoría que él considera como el eslabón perdido entre el hombre y la nutria (pero "no es que él sea racista, es que ellos son arquitectos"), puede ganar concursos de concesión de obras y dirigir grandes proyectos, pero los dos muchachitos a los que tiene que domesticar lo dejan en estado de postración.
"Filippo, lávate los dientes".
"Me los he lavado".
“¿Cuándo?”.
“El viernes”.
"¡Pero si hoy es domingo!".
"¿Es domingo? Maldita sea, mañana hay colegio".
Éste es el tipo de conversación a la que un progenitor nunca debe dejarse arrastrar, pero Paolo no resiste la lógica de un filósofo de siete años ("Me dijiste que me los lavara, no me dijiste nada de cuándo"). Entretanto, el hermanito ha aprovechado para eludir la vigilancia y dedicarse a experimentos científicos sobre la fuerza de gravedad, lanzando el bote de clavitos de plástico desde el segundo piso de la litera, para ver si el tapón se sale y los clavitos se desparraman (se sale, sí, y se desparraman, sí, con una deplorable tendencia a meterse bajo las estanterías fijadas a la pared).
Para aumentar el coeficiente de dificultad, tenemos el hecho de que a Giorgia le gusta que le ayuden, pero, con mentalidad característicamente femenina, quiere que las cosas se hagan a su manera (episodio típico: lavado del pequeño con jabón especial antiinfecciones de la vía urinaria; suministro de leche tibia en vaso con tetina; narración de un cuento; consuelo existencial; beso; amortiguación de luces; apagado; prácticamente un decatlón). Mi marido, por ejemplo, acorta mi ritual de dormición de casi una hora por hijo reduciéndolo a "Muchachos, es la hora, buenas noches", y apaga la luz. Un silencio sepulcral desciende sobre sus habitaciones instantáneamente, y no parecen gravemente traumatizados a la mañana siguiente. No telefonean a un neuropsiquiatra infantil. No lían sus cosas en un mantel de cuadros y abandonan la casa. He aprendido que, si él tiene que hacer las cosas, las debe hacer a su estilo, y no tiene sentido que yo me entrometa. Nunca se ha visto a un niño atendido en un servicio de urgencias "por utilización de toalla equivocada" (y, de cualquier modo, mi experiencia me dice que el concepto altamente especulativo de "cada toalla en su gancho" es interiorizado por una fémina alrededor de los tres años de vida, mientras que el varón, a los cuarenta y cinco, sigue poniéndola a tientas, pero no pierdo la esperanza).
Las cosas o las hace uno solo o se aceptan como vienen hechas por la otra persona, también porque es extremadamente sano para los hijos tocar con sus propias manos lo que es un código paterno, el de la norma, y uno materno, el del deseo. Ser una pareja significa entrelazar los lenguajes y los mundos y los códigos propios, y hacer que vivan juntos fecundándose mutuamente. Permitirle ser al otro, y permitirle hacer las cosas a su modo, sin aprisionarlo, sin refunfuñar y sin sermonearlo, menos aún delante de los niños.
La importancia que tiene para ellos ver que la madre aprueba lo que hace el padre es incomparable, aunque tenga miedo de que sus retoños acaben transformándose en un ala de pollo frita, de tanto llevarlos al Burger King. Asistir a la enésima escenita les hará seguramente menos bien que las fibras y las vitaminas invocadas por la progenitora, aunque después, en sede separada, quizás se pueda razonar y discutir sobre el número de fritos tolerable antes de llegar a la operación de hígado. El mensaje es éste: no estoy de acuerdo, pero me fío de ti, de verdad, y acepto tus propuestas; y cuando hagas tú las cosas, te permito que las hagas como creas mejor. Y si piensas que ingerir muchos triglicéridos a bajo precio es más relajante, porque de vez en cuando alivia la economía familiar, la alegría consiguiente compensa el desequilibrio nutricional.
Al parecer, este escollo, más que el de la traición, ha hecho naufragar a muchísimos matrimonios: ahora todas las obligaciones han de ser compartidas, así lo quiere la ideología imperante. No sólo en lo que se refiere a la educación, sino también en lo relativo a la gestión de la lavadora. Hubo un tiempo en que cada uno hacía su parte, y probablemente las ocasiones de fricción no eran tantas ni tan extenuantes. Había matrimonios que se acababan, ciertamente, pero no creo que se discutiera sobre el prelavado. Eran tiempos en que los padres ignoraban la ubicación de las mantas y de la cuna, por no hablar de la consulta del pediatra. (Y, de todas formas, mi marido, interrogado a quemarropa sobre el sitio donde se guarda el termómetro en nuestra casa, pediría una pregunta de reserva: se presentaría voluntario para el destornillador o para los partes de accidente del seguro.)
Ya que estamos, me gustaría continuar con este breve paréntesis personal. Mi consorte sostiene que yo coloco los cacharros en el lavavajillas de una forma absurda, pero ciertamente no podrá negar el placer visual que proporciona la observación de los vasos armónicamente colocados en la rejilla según una escala cromática. De hecho, yo no me rebajo a preocuparme de cosas secundarias como el tiempo — la puntualidad es algo vulgar, ¿no? — o el pragmatismo. Si la cosa funciona es una peliculita divertida, pero desde luego el título no es mi consigna.41 De lo que yo toco, no funciona casi nada, pero sé hacer maravillosas guirnaldas navideñas. ¡No querrá también que después le haga la cena!
Reconozco que un hombre, en una situación óptima, con todos los ingredientes necesarios, en silencio, con la puerta cerrada, sin ninguna interferencia, con condiciones meteorológicas favorables y redoble de tambores, puede preparar una cena buenísima. Lo que de verdad le resultará imposible, impensable, impracticable, será hacerla mientras corrige las cuentas, repasa historia y descifra dibujos ("¡Qué bonito! ¿Es mamá dentro de una tienda de campaña?". "No, es la Sirenita en su barco". Un padre no conoce la sutil diplomacia que impide desequilibrarse peligrosamente admirando obras de arte de cincoañeros) y, entretanto, se rasca y se bebe un vaso de agua, operaciones que requieren una coordinación superior a la suya. Las cosas una a una, por favor. (Una vez que mi hijo le pidió a mi marido "¿Me pasas el pan?", él echó un poco de café en el azucarero. Se había desconcentrado.)
Gestionar la complejidad, no la que hace falta para levantar un dique ni para desarrollar un proyecto aeroespacial o descifrar una inscripción antigua, sino la complejidad humana, es dificilísimo para un hombre. ¿Cómo va a poder acordarse alguna vez de los nombres de los amiguitos de sus hijos? Si hubiera que aprendérselos, argumenta, ya les habría hecho antes unas fotos. ¿Cómo va a poder lavarle el pelo a una niña preocupándose a la vez de que el cuarto de baño no se transforme en el lago Victoria? (Entre otras cosas, es realmente inexplicable que ninguno de mis hijos haya resbalado todavía y se haya abierto la cabeza en el escalón de mármol; no obstante, eso señalaría el momento de dar el libro a la imprenta.) El hombre puede revelarse Utilísimo en caso de búsqueda de una nueva casa (en el supuesto de estar ya resignados de partida a la muy conocida regla del mercado inmobiliario, la llamada regla del day after: el día después de firmar la escritura él encontrará a mitad de precio la casa de tus sueños), pero después le resultará muy trabajoso implorar a los albañiles rumanos que se presenten, a los fontaneros multimillonarios que busquen un hueco en su waiting list y a los tapiceros daltónicos que acudan menos a sus principios morales y hagan el sofá como lo quieres tú, aunque a ellos les dé náuseas. Lo que ya le resultará imposible, después, es ser útil en la fase organizativa de la mudanza, a no ser que os contentéis con encontraros ya bien tarde desempaquetando cajas con letreros como PELAPATATAS-CALCETINES-SUPERHÉROES o CHUPES- FACTURAS-HOMERO, sabiendo bien que lo que hace falta para irse a dormir, SÁBANAS-PIJAMAS-TENEDORES-PELÍCULAS-BÉLICAS, le será imposible de encontrar, por definición, hasta después de medianoche.
El hombre no gestiona la complejidad porque, está claro, piensa las cosas de una en una. Y si, aprendiendo a usar una nueva app en su teléfono móvil, se da cuenta de que no funciona, hasta que no haya resuelto el problema, en el mundo sólo habrá un hombre con su teléfono móvil. Para él, está excluida cualquier otra forma de pensamiento que lo aleje de la resolución del problema. En el límite, con una concentración de dimensiones titánicas, podrá acordarse de que tiene que ir al baño. En el límite. Se puede olvidar de comer con facilidad. Por eso son los varones los que organizan las cenas de trabajo: así, el hombre de negocios que, a pesar de todo, es sólo un hombre delante de un filete de ternera prusiana, firma acuerdos con ligereza, porque en la mesa no está pensando en las estrategias de marketing, sino que está satisfaciendo sus necesidades básicas. Apenas es necesario señalar que, por el contrario, en una cena común, las mujeres acabarán hablando de sus vidas sentimentales: confidencias que de la boca de un hombre sólo se extraen a cambio de cheques de seis cifras.
Como se encarga de muchas cosas, Giorgia se lamenta porque nunca tiene tiempo para sí misma, y sobre esta cuestión podríamos escribir todo un diccionario enciclopédico: desde la a de "Arreglarse el pelo" hasta la z de "Zapatos nuevos", actividades complicadísimas en estos últimos trece años hasta el minuto del último ingreso en la sala de partos. No hablemos de ello ni siquiera, porque si comienza la competición para ver quién está más cansada no acabamos: es verdad, mi amiga afirma que el otro día fue a trabajar aunque se había tomado una jornada libre para descansar, vale, pero yo, por mi parte, puedo decir que, si me siento a leerle un cuento a alguno de mis hijos, después de dos o tres minutos se me cierran los ojos y se me pone la voz pastosa, de borracho. Por eso, leo los cuentos de rodillas y, si es posible, en ayunas.
Mary Poppins. Ése es el regalo que Giorgia debería hacerle a su marido. Una tata sonriente y maravillosa hasta el punto de tomar en peso las situaciones resolutivamente cuando sea necesario. Puede que no tan guapa como Julie Andrews, ni tan adorable como ella, porque ¿qué reina de la casa sobreviviría a los celos con Mary Poppins tras los talones? Pero, de vez en cuando, hace falta el valor de delegar, de ceder durante un momento, de ser menos indispensable.
Giorgia, te lo ruego, si necesitas alejarte de casa, hazlo sin sobrecargar a Paolo. Es una de las reglas de oro de una esposa: no descansar nunca a expensas del marido. Una de las reglas más transgredidas, me da el barrunto. Y, además, también puede hacer falta una niñera cuando se está en casa, simplemente para hacer las cosas de un modo algo menos trabajoso.
Sin embargo, aunque las parejas jóvenes no dudan en echar mano en exceso de los abuelos, se resisten muchísimo a pedir ayuda a una persona externa, a una buena tata que pueda hacer más fácil la gestión de la casa, evitando tantas reivindicaciones recíprocas.
Si una mujer trabaja, puede pasarse sin ayuda sólo a costa de esfuerzos sobrehumanos. Es verdad que también hay casos en que el desembolso económico es imposible, y entonces hay que echarle coraje. Pero, en muchísimos casos, en casi todos los casos que conozco, es posible encontrar algunos euros que eliminar, puede que de las vacaciones, de alguna que otra cena fuera, de algunos bienes superfinos, o incluso ahorrar, porque por esa justa causa se puede incluso reciclar alguna cosa, no sé: yo tengo un coche que se encuentra en un estado lastimoso, tarde o temprano algún limpia me hará una oferta en un semáforo.
Con todo, tengo muchas amigas, y Giorgia es una de ellas, que, masacradas por el ritmo de sus vidas, para tener tiempo para ellas se apoyan en los maridos: dejan a los hijos en casa y salen a descansar. O uno decide pasarse sin descanso, cosa que también es legítima, o se pide ayuda: buscar el descanso a expensas del marido significa ir transformándolo en ayudante, criada, niñera y mayordomo. Así se convierte en un aliado casi fraterno para el cuidado de los hijos, y no en el destinatario de nuestras atenciones, nuestros cuidados y nuestra dedicación. Una opción — la del papá niñero — que, según creo, las mujeres de las generaciones precedentes jamás tomaron en consideración y que, sin embargo, hoy es la predominante.
No abramos aquí la discusión rompecabezas acerca de la masacre que ha causado la conciliación familia-trabajo, aunque merecería la pena hacerlo, pero aun así damos por sentado — puesto que, en muchos casos, el trabajo ya no es una elección, sino, aun siendo querido, una necesidad — que después del trabajo y de los hijos no queda para más. Absolutamente para nada. Ni siquiera existe la posibilidad de darse una ducha, a veces. Y si es natural no quitarle tiempo a los hijos, acaba siéndolo, en cambio, olvidarse de amar al propio hombre, que es, además, la primera forma de amar a los hijos.
Cada familia encuentra su propio ajuste — según el número de hijos, las horas de trabajo y las condiciones económicas, pero lo fundamental es que los padres no se transformen en un equipo al servicio exclusivo de los hijos. Si no es posible pagarle a una persona, ni siquiera una hora de vez en cuando, siempre existe la posibilidad de echarse una mano entre amigas, entre madres. Hacer turnos y cuidar los hijos mutuamente (yo vivo en el barrio de San Giovanni en Roma y puedo ofrecer a vuestros hijos meriendas basura, afecto, opiniones políticamente incorrectas y microbios, todo gratis) para que os toméis unas horas libres sin recargar al marido. Mejor aún si esa libertad se disfruta con él, para recordarle que, está bien, en estos años las energías se gastan mucho más a menudo en cuidar a los niños, pero tú eres el primero en mi corazón. Tú eres el primer destinatario de mi amor, tú el que me completas y me haces vivir, tú mi camino para la vida eterna, tú el que me indicas el camino.
Qué lejos está este modo de pensar del que ve la familia como una sociedad anónima, en la que cada uno gana precisamente según lo que ha invertido. En la que los tiempos y las cargas y las obligaciones se dividen por la mitad.
Si la mujer, en particular, pierde su disponibilidad para darse sin reserva, traiciona su identidad más honda. Pero no hablamos solamente de labores domésticas: las mujeres trabajan en total un número de horas al día realmente impresionante, pero después, a veces, hacen vana su generosidad reivindicando siempre, haciendo observaciones y reproches al marido, pretendiendo imponerle su mismo ritmo y su mismo estilo. Así no vale.
La paridad, como se entiende vulgarmente, no existe. Siempre será ella la que haga más dentro de casa, y subrayo lo de dentro, porque lo sabe hacer, porque tiene la capacidad, porque — perversión inconfesable—, en el fondo, también le gusta, porque sabe lo que es la dedicación, la mediación, la gestión de muchas cosas a la vez y, si no lo acepta, niega la realidad. Sin embargo, no la cambia: no conseguirá jamás que el hombre se transforme en mujer. Por suerte.
Está claro que un hombre no afectado por desórdenes psíquicos tiene un sentido del orden de subnormal y aunque, por lo que se refiere a sus cosas, puede incluso a llegar a medir con regla la posición de sus calzoncillos en el cajón personal, ignorará totalmente la existencia misma de algunos sitios en otros muebles de la casa, como el sitio de los boletines de notas, el de las fotos antiguas o el de las medicinas, informaciones que os pedirá por teléfono, provocándoos el escalofrío de creer que os busca a vosotras (¿habéis notado alguna vez la gran frecuencia con la que los varones se queman y se cortan cuando vosotras os vais a la peluquería?), pero no os quería a vosotras, buscaba la pomada. La mente vacía del hombre podrá ubicar Tegucigalpa a ojos cerrados en un mapa mudo, pero no un jarrón de flores en la casa donde vive desde hace diez años.
La mujer, si se dedica a contar lo que hace de más, se condena a una vida continuamente insufrible y, al final, incluso a un sufrimiento seguro. Si, en cambio, comienza a aceptar hacerse cargo de las cosas la primera, elegir por sí misma la parte más gravosa sin reservarse nada y, sobre todo, sin decir nada, aprenderá la levedad de los santos, de los que no tienen nada que defender y todo que ganar. Abolirá de su jerga los chistecitos acerca de ese animal mitológico mitad marido y mitad sofá con el cual convive. Cesará de reivindicar, aceptará comenzar a dar, porque a eso está llamada, ésa es su felicidad profunda. Algo de lo que no se puede renegar más que al precio de desnaturalizarse. Y, milagro, a cambio de todo eso obtendrá la dedicación del hombre, su disposición al sacrificio final, un sacrificio que, al principio, cuando ella se lamentaba, él intentaba ahorrarse.
Yo sé que mi marido hace el trabajo arduo, hace las tareas a las que se compromete, dentro de los plazos fijados y hace que todo funcione; cosas tan simples como proveer a la manutención de la casa, tener listas todas las herramientas y las máquinas, y controlar que todos vayan al trabajo y a la escuela por la mañana. Yo sería más creativa en cuanto a la realización de las tareas: por ejemplo, puedo estar sin dormir hasta cuarenta y ocho horas, dar el pecho a dos gemelas con dolor de tripa (es curioso que, si una se duerme y la madre intenta, con indiferencia, para no llamar la atención, apoyar la cabeza en una esquina, la otra, gracias a un sofisticado dispositivo de control, empieza de nuevo a chillar), puedo corregir dos dictados a la vez y también coser en plena noche camisetas de fútbol rotas, pero si cometo la imprudencia de irme a la cama, después es imposible despertarme. Ningún truco de los de siempre, como el despertador o la llamada de teléfono serán suficientes. Generalmente, mi marido me amenaza con terribles represalias si no abro los ojos (en orden: "Me divorcio, subo a la red tu foto con la permanente, le doy el salami que hay en el frigorífico al gato de los vecinos") y, en ese momento, me levanto; cuando uno se pasa, se pasa. A pesar de todo, nada podrá evitar que deje a los niños en la escuela bastante después de que haya sonado la campana (mi conserje favorita, Gianna, no me regaña casi nada).
Deberíamos respetar los puntos fuertes y los momentos de cansancio del otro: un hombre, por ejemplo, a diferencia de una mujer, es capaz de desconectar de vez en cuando — y, contrariamente a lo que piensan muchas de mis amigas, yo creo que éste es uno de sus puntos fuertes — y de tomarse un respiro cuando le hace falta mantener la lucidez que necesitamos todos. A nosotras que, como Fausto Coppi, no nos rendimos nunca, y aguantamos la borrasca en carrera para no pararnos a beber, nos cuesta un poco comprender su lógica de corriente alterna y permitir que descanse, por ejemplo, evitando asaltarlo cuando vuelve del trabajo.42
Por eso, me gustaría decirle a Giorgia que, por lo menos, se abstenga de esperar a Paolo en el zaguán para soltarle al niño en los brazos y comenzar a quejarse en cuanto él vuelve a casa. Porque, en ese momento, él sigue pensando en el proyecto de edición o, alternativamente, en alguna fantasiosa forma de tortura para aplicar a sus empleados, que le han organizado no sé qué desastre — arrancarle las uñas con tenazas u obligarlos a ver de forma coordinada y continuada todas las películas inspiradas en las novelas de Jane Austen. En ese momento de la vuelta a casa, lo último que quiere en el mundo es que le cuenten cualquier otro problema, o que lo obliguen a hacer el rompecabezas de Winnie the Pooh o el sofrito.
También hay días en los que, por una serie de errores no imputables a ella, resulta que Giorgia está de buen humor, pero son raros y las cosas vuelven a su sitio rápidamente, para ser fiel a la consigna que ya hace tiempo hizo suya: "el único día fácil fue ayer" (la misma que la de las fuerzas especiales de la infantería americana: tener un hijo de trece años amplía tus horizontes culturales).
Si ella supiera que, comenzando a servir a su hombre, volvería a despertar en él el deseo de levantar una muralla en torno a ella y a sus hijos, lo haría con alegría y generosidad, con entusiasmo.
Todo esto tiene poco o nada que ver con quién lava los platos, sino que, por el contrario, tiene mucho que ver con ser hombres y mujeres adultos. En la llamada desde la nada a la existencia. Dios creó el mundo como regalo para el hombre, creó al hombre como regalo para la mujer y a la mujer como regalo para el hombre, como dice Wojtyla. La verdad de la creación es la dimensión del don — dimensión fundamental, radical, porque viene de la nada. Ésa es nuestra verdad. También el hombre, al final, es un regalo para el mundo. Un hombre que, junto con la mujer, sojuzga la tierra y domina a los animales (Paolo, te lo ruego, echa a los perros del sofá, porque donde se idolatra al animal, el hombre acaba teniendo, fatalmente, un feo final).
Y quisiera decirle por última vez a Giorgia que la regla del servicio libre funciona muy bien con los hombres, que no soportan las constricciones (no, chicos, la regla no vale para vosotros, por debajo de los trece años no, no me gusta, no esperaré que nazca en vosotros espontáneamente el deseo de reordenar el Lego ni una inspiración, una armonía celestial, que os incite a iros a estudiar): el servicio vuelve a poner en nuestras manos la dedicación del hombre, y su servicio, a su vez. Sólo que ahora se acercará sonriente. Debo señalar, sin embargo, que nosotros aventajamos a nuestros amigos Giorgia y Paolo porque estamos casados. Hicimos un compromiso (mi marido lo niega, pero lo hicimos, lo dijo, lo oí muy bien) y eso cambia la perspectiva como en una revolución copernicana: no se trata de que estemos juntos para cumplirlo, sino que todo lo hacemos para estar juntos lo mejor posible, puesto que, de todas formas, estaremos juntos siempre. Además, tenemos la gracia, y ésa es nuestra arma secreta, una bonificación. La gracia que hace nuevas todas las cosas. Una ayuda de verdad, concreta, que realmente provee. Tanto es así, que yo pienso a veces que me casé por la Iglesia (y esa vez ni siquiera me quedé dormida en misa) porque me gusta ganar por lo fácil.
Querido Paolo: Te regalo a Mary Poppins para, en primer lugar, recordarme a mí misma, y después a ti, que de vez en cuando tú también tienes derecho a descansar. Es un derecho sacrosanto, está sancionado seguramente en algún documento importante cuyo nombre he olvidado al intentar recordar todas las cosas que tengo que poner en la lista que siempre te dejo en la cómoda. Te prometo que, a partir de hoy mismo, intento dejar el uniforme de coronel. Olvida la aspiradora y suelta la cuchara de madera.
A pesar de todo, no sé si todo eso te conviene. Porque el sacrificio que se te pide es mucho mayor: el de la guía. Deberás tomar decisiones, dirimir controversias y tranquilizar a todos. Pero ¿cómo lo vas a hacer con los patines para lustrar el parqué puestos en los pies? Vamos, seamos serios.
 
La mujer de Gudbrand el de la montaña, o Sobre la necesidad de tener sobre él un prejuicio positivo

QUERÍA decir que una mujer, desde que traspasa el umbral de su residencia de casada, en brazos de su marido, según mandan los cánones, o no, ha de hacerse un buen nudo en la lengua. Quería. Pero después he conocido a Anna y he descubierto que, a decir verdad, se puede empezar a molestar al otro antes aún de cruzar el umbral de la casa, ya en el viaje de novios, aunque eso ya es cosa de profesionales. Buscando, podemos encontrar algo que criticar en el hotel, en el vuelo, en los paisajes, en cualquier cosa que haya elegido él. Cómo se le va a ocurrir, después, proponer por sí solo alguna iniciativa. El relato de la llamada luna de miel de mi amiga me ha confirmado que no es cierto, como decía Zsa Zsa Gabor, que el matrimonio sea una comida bastante aburrida con el postre al comienzo,43 sino que, por el contrario, puede tener un inicio repugnante (y después, con un poco de trabajo, también puede mejorar). En el caso de mi amiga, a decir verdad, era imposible de empeorar.
Marido, aprovecho un poco para decirte que espero que apreciaras la docilidad con la que te ahorré el viaje de novios, costumbre que tú considerabas bárbara y cómo, a cambio, fui contigo a ver una película en inglés la tarde de "mi" — como lo llamas tú — matrimonio, vestida de novia. Todavía era carnaval e íbamos un poco mimetizados, porque no querías demasiada celebración, probablemente porque no estabas muy convencido de haber cerrado un gran negocio. Espero también que puedas perdonarme que me durmiera en el cine, agotada por la ceremonia y todo lo demás: ten presente que sólo ronqué suavemente, que te pregunté poquísimas veces "¿Cuándo llega el beso?" y que ni siquiera me quejé de los tacones (pero sólo debido a un principio de congelación: había perdido la sensibilidad en los pies).
No obstante, mi primer día de matrimonio fue mejor que el de mi amiga Anna, porque ella, en presencia de cualquier figura antropoide que esté dispuesta a prestarle atención, se pone a dictar normas. Es una rubia que emana seguridad y delicadeza y elegancia a varios kilómetros de distancia; no digamos ya cuando nos aproximamos a ella, pues también es prudente, profunda e inteligente. Por eso, a mí, personalmente, sus normas no me molestan en absoluto. Al contrario. Si pudiera, le propondría a Anna que fuera la directora, la administradora delegada, de mi empresa — compuesta sustancialmente por mí y por mis habilidades, que requieren cierta estrategia para coordinarse, como bien saben los enfermeros de urgencias que periódicamente me vendan la rodilla (me gusta correr, pero tengo algún problema de coordinación). Ella sabría encontrar, con seguridad, el modo de evitar que yo vaya siempre en el coche con el intermitente puesto, conduciendo con más peligro que un tío con una boina, o de que no me ponga las lentillas manchadas de rimel, cosa que, ciertamente, me proporciona, a mí, un aspecto algo ingenuo — le quita a la lente varias dioptrías — y al mundo un romántico tono sepia, pero que no le ayuda a mi sentido de orientación de caniche; Anna sabría inducirme con dulce firmeza a cerrar el libro sobre Santa Catalina y abrir, en su lugar, el archivo de prensa cuando, a cuatro minutos de la entrevista, no consigo acordarme del nombre ni del título del entrevistado o de por qué estoy yo allí, y les exigiría a mis despreocupadas neuronas que se unieran en formación cerrada antes de la catástrofe; sabría dirigirme sabiamente a comprar una sobria camisa blanca para la señora cuarentona que yo debería ser teóricamente, en lugar de la cazadora de solapas en piel verde, poco usable en las reuniones con las maestras y en todas las ocasiones en que se dan cita las personas normales.
Anna es abogada y en su bufete desembrolla problemas humanos y legales con ojo clínico, acogida maternal y lengua afilada en caso de necesidad. Es también una madre realmente atenta, y una mujer guapa, devota y fiel. En otras palabras, como diría San Pablo, sabe hacerse todo a todos.
Es de tal forma todo, y de tal forma justa, que, inevitablemente, preside el Comité Mundial para la Mejora del Marido. Pietro, criatura simple, lo sabe y la quiere, es cierto, pero vivir con un administrador delegado tan eficiente, en tu casa, es un poco duro. ¿Qué haces para relajarte en el sofá cuando al lado tienes a una que está allí sentada para salvar el mundo?
Tal como yo lo veo, no habría regalo más sublime para el marido, de parte de ella, que una bandera blanca. Me encantaría un montón ver a Anna ondeándola al viento. Me encantaría que se rindiera, por fin, de una vez por todas y que, después de prácticamente veinte años — bronca más, bronca menos—, se decidiera a entender que, después de todo, él está bien, está más que bien, está muy bien, como es. Dicho de otro modo, habida cuenta de hasta qué punto pueden envolver los nudos al retorcido leño humano; habida cuenta de que estamos amasados de mal; habida cuenta de que un ejemplar cualquiera de nuestra especie puede, de improviso, un día cualquiera, sumergirse de cabeza en los abismos del susodicho mal, de un momento a otro, sin preaviso alguno ni a sí mismo ni a los que están cerca; habida cuenta de todo eso, señora del jurado, yo me conformaría con que, en su libro negro, Pietro haya sumado solamente algunos zapatos dejados fuera de su sitio, algunos rumores molestos, cierta incapacidad de llegar desde el punto a al punto b sin darle un golpe a algún objeto (los varones están desprovistos con frecuencia de ese delicado sensor que nos permite a nosotras ver mínimos detalles, como el gran sillón que está en el centro de la habitación desde hace alrededor de ocho años, siempre en la misma posición), un poco de pereza, alguna escenita algo ruidosa y puede que algún exceso de superficialidad. Y vamos, Anna, que la cosa podía ser peor. Podía ser mucho peor. No me gustaría recordarte ahora a ese colega de tu bufete que ha dejado mujer e hijos por la joven en prácticas, y todas las demás historias de novios de más de diez años que nunca se deciden y de amantes fogosos que al aparecer la segunda raya en la ventanita del test de embarazo se acuerdan de pronto de que no habían mencionado un pequeño detalle: que estaban casados, pero con otra. En la otra columna del libro de contabilidad de Pietro, en cambio, tú puedes dejar constancia de toda su solidez, bondad eficaz y concreta y fidelidad, y perdona si todo esto es poca cosa.
Está claro que haría falta una buena y abundante y constante provisión de banderas blancas para casi todas las mujeres que conozco, para mí la primera (aunque, como yo no soy rubia como Anna, a menudo decido aprovisionarme de contribuciones constructivas para el crecimiento del consorte y así, lo sé muy bien, alegro sus jornadas lo mismo que un derby perdido en el minuto noventa y cuatro por un penalty que no era).
No sé explicar bien por qué, ni exactamente a partir de qué momento de la relación nos ocurre, pero con los hombres todas nos encabezonamos con frecuencia en hacer de maestrillas. Nosotras los salvaremos. Desencadenamos contra ellos una especie de guerra humanitaria (por una buena causa, pero arrojando bombas), nos convencemos a nosotras mismas de estar ungidas por el poder celestial, de haber recibido el mandato de mejorar a ese hombre que encontramos a nuestro lado, de fabricar una versión suya perfeccionada (porque habiendo sido investidas de lo alto, no nos conformamos con querer cambiarlo, no estamos expresando una opinión nuestra, maldita sea, sino la Verdad Absoluta). Ante el fuego sagrado del amejoramiento, puede que de vez en cuando se nos olvide que, antes que nada, deberíamos amar a esa persona.
El hombre, en cambio, cuando nosotras intentamos formatearlo — y lo hacemos casi siempre—, sufre, siente que se ahoga, que le cortan las alas. No existe nada en el mundo que les moleste más que sentir que se les limita su libertad. Y aunque esas alas siempre las usa, al final, para volver donde nosotras, necesita saber que se puede alejar en caso de que le venga en gana. Aunque no lo haga, pero tiene que saber que puede hacerlo (hablo de alienarse, de abstraerse, no de irse de vacaciones con la vecina a una isla de coral). Es evidente que el hombre ama en modo elástico (yo en modo lapa).
Para el hombre-elástico (todos ellos), la cercanía permanente de Miss Perfecta puede ser algo realmente agotador. Yo, personalmente, no me explico qué hace que me soporte mi marido, probablemente el hecho de que cuando me siento me duermo y, en ese momento, llego a ser una magnífica compañía.
El caso es que es difícil amar respetando la libertad del otro, refrenando el deseo de dominarlo, permaneciendo leal, permitiendo que sea él, y que encuentre por sí mismo el camino para trabajar en sí mismo hasta dejarse transformar en Cristo, que es el sentido de nuestra vida aquí en la Tierra.
En cuanto a mi amiga, soy testigo: la he visto, a ella también, regañarle al pobre hombre por su forma de cerrar las ventanas, por el ruido que hacía al beber, por lo que pedía en el restaurante, por su desorden, por no vigilar al niño y por el tiempo que pasaba frente al ordenador.
Para mí que, las más de la veces, Anna tenía ciertamente razón; pienso que porque yo soy una mujer como ella y considero que hay que regañar exactamente por las mismas cosas. No siempre me resigno con elegancia a admitir que un hombre sólo se pueda acordar del horario del antibiótico si se tatúa en el pecho AUGMENTINE A LAS 13 HORAS en caracteres floridos (y, en tal caso, se lo dará al hijo equivocado); no me resigno a la evidencia de que, si un marido la mira con ojos demasiado cariñosos, la consorte deba cerciorarse de que él no tenga el pinganillo en la oreja y de que, en realidad, no le esté sonriendo al programa especial de Centro Suono Sport sobre. el septingentésimo partido oficial de Totti;44 no me resigno al hecho, ampliamente demostrado, de que volverá de la misión compras, después de haber perdido la lista apenas salir de casa, cargado de antorchas de jardín en oferta especial, pero sin leche ni huevos, provocando en la mujer la decisión de darse a la bebida o, si es abstemia, al consumo compulsivo de pan y salami, una vez consciente de que, durante toda la vida, se verá obligada a recordar por dos: a recordar insignificancias como el recibo de la hipoteca, las matriculaciones escolares, las vacunas y los cumpleaños; porque, a cambio, un hombre, al tener la memoria RAM bastante libre, podrá guardar en ella todos los hechos notables de la Revolución de Octubre, la fecha de la destrucción del Templo de Jerusalén y las distintas hipótesis sobre la muerte de Kennedy, en particular, esa historia según la cual Johnson sería el que la ordenó (supongo que no será el mismo del champú de mis hijos, ¿no estaré subvencionando a un criminal?), mientras que ella (yo), rebosante de nombres de maestras y de acontecimientos existenciales de otros seres humanos que el oso ignora, ampliará cada vez más la sombra de su ignorancia (yo, por mi parte, he decidido responder siempre igual a todas las preguntas de historia: "Federico II de Suabia"; tarde o temprano la respuesta acabará siendo exacta).
Por otra parte, nos hemos casado con ellos, y aceptar la diferencia es la única manera de que las cosas funcionen, y funcionen muy bien. Lo importante del amor, en efecto, es amar gratis, amar hasta perderlo todo, perder tanto que uno mismo se pierda. El verdadero amor tiene forma de cruz.
Seguir intentando cambiar al otro, sometiéndolo probablemente a un lento y constante goteo de desaprobaciones, comentarios ácidos, ironías, críticas y chistecitos constituye, si se piensa bien, una especie de pereza femenina. La mujer acaba empleando también con el compañero, para el que debía ser "una ayuda semejante a él", como dice el Génesis, la actitud más instintiva y para ella más fácil, la materna. Hasta cierto punto, intentar configurar a un ser humano de nuevo cuño comienza siendo nuestra actividad principal (con suerte desigual, dato que acabo de asimilar ahora que se ven asomar algunas cartas de Goleador en la zona fronteriza entre Dostoievsky y Dos Passos: debe haber un almacenamiento abusivo detrás de la letra D de la biblioteca de casa).45 Y así nos resulta cómodo, tanto a Anna como a mí, y creo que no sólo a nosotras, mantener la misma actitud también con el padre de las criaturas, incluso fuera del horario sindical, después de haber abatido, quiero decir, de haber metido en la cama, a los niños.
Anna, no te imaginas con qué dulzura se abre de par en par el corazón de tu marido cada vez que te tragas y le ahorras un sermón o una bronca, o que ocultas el morro detrás de una sonrisa. El problema es que — por increíble que pueda sonar a nuestros oídos—, aunque la persona con la que habíamos decidido compartir la vida es nuestra, no es para nuestro uso personal. Al final, cambiarla no es un deber nuestro: la última palabra la tiene su libertad.
Nosotras podemos abrir camino, animar, rezar y corregir fraternalmente. El cambio que todas las mujeres quieren del marido, supuesto que sea realmente necesario — para que se dé esa irreducible y fecunda diferencia que es el poste indicador del Otro en nuestra vida—, no lo tienen que llevar a cabo ellos, sino el Señor. Es un trabajo que hace Dios, y se llama historia de la salvación. Y requiere tiempo, si no, se llamaría fotografía de la salvación. Hay que resistirse a la tentación del quick fix (yo, por otra parte, adoro la sección quick fix de los supermercados americanos, esas enormes farmacias que te prometen hacer de todo contigo, ¡me gusta tanto creérmelo!),46 a la tentación de la solución veloz y mágica para los problemas del otro. ¿Crees, de verdad, de verdad, que Dios ama a tu marido más que tú? También él, que es Dios, se hace hombre y camina junto a nosotros. Tiene paciencia con nosotros.
Y te hablo a ti, Anna, que eres buena y que actúas in bonam partem.47 Estás de parte de tu marido y de su verdadero bien. Pero, si una mujer es manipuladora, si una mujer quiere apartar a los hijos de un hombre, incluso sin que él se dé cuenta, entonces está perdida. Porque una mujer maliciosa puede hacer de un hombre lo que quiera. Y no sólo de uno. Puede tener a varios en un puño con sus técnicas manipuladoras, desencadenando sentimientos de culpa, instintos de protección y de inferioridad y otras mil cosas horribles que el desafortunado se beberá como si nada.
El primer trabajo que cada uno puede hacer es consigo mismo. No podemos pretender que el otro se vuelva mejor, pretensión que expresa exquisitamente la verdadera feminidad (el hombre sermoneador es realmente raro, y los pocos que hay trabajan casi todos en "La Reppublica").48 Porque el cambio — admitiendo siempre que sea necesario — sólo sobreviene en la libertad. Y sólo la Gracia cambia verdaderamente; ciertamente no son nuestras prédicas las que lo hacen, menos aún con un hombre adulto que, mientras le largamos el sermón, se está preguntando si, por alguna casualidad, nuestro botón de apagado no estará colocado en algún sitio accesible aunque poco vistoso, por ejemplo, detrás de la rodilla.
En cambio, la vía práctica que sugiere San Pablo siempre funciona: "Considerad a los demás como superiores a vosotros", y el texto no añade ni una coma "sobre el amejoramiento del marido", desgraciadamente.49 Un hombre no se resiste, literalmente, a una mujer que lo aprueba lealmente, honestamente, no como una táctica, sino porque ella está lealmente de su parte por principio. Ante una mujer así, el hombre se derrite, se pone a venerarla, y cuanto más le obedece ella, más se persuade él de que tiene que servirla y complacerla. Aquí tengo que subrayar con claridad, si es que no lo he aclarado ya como es debido, que ésta no es otra técnica de manipulación en la que también somos habilidosas ni una disciplina oriental que enseña el dominio de sí, convenciéndonos, qué sé yo, de que comamos algas para no prorrumpir en griteríos histéricos. Se trata, por el contrario, de la convicción auténtica de que el punto de vista del hombre completa el nuestro, y de que acogerlo nos hace más grandes y más felices. Se trata de que reconozcamos nuestra tendencia a dominar, y nuestra necesidad de ser curadas. Cada vez que nos tragamos una crítica damos un paso adelante hacia nuestra plenitud. Nunca nos arrepentiremos de haber obedecido por amor.
Como, por el contrario, yo tendería a acoger a mi marido a la vuelta del trabajo, tras atravesar la ciudad en solitario sin trineo tirado por perros, tras parar en la farmacia, en la panadería y en la ferretería, y recoger uno o dos niños con un "Desde luego, si te hubieras pasado también a recoger la carne sí que me habrías ayudado de verdad", olvidándome obviamente de darle las gracias, he decidido, junto con algunas amigas, fundar la compañía de mujeres de Gudbrand el de la Montaña, y ya nos hemos alistado varias. Se trata de una fábula de la tradición noruega que, en cierta ocasión, al leérsela a alguno de los niños, me fascinó.
Gudbrand es un montañés que va a vender a la ciudad una de sus dos vacas. No encontrando comprador, se vuelve a casa con el animal. En el camino, encuentra a un hombre con un caballo que le propone cambiar los animales. Él acepta y, más adelante, en el mismo camino encuentra a otro con un cerdo, luego a uno con una oveja, luego con una cabra, con una oca y, finalmente, con un gallo. Gudbrand acepta siempre el cambio que le van proponiendo: el caballo por el cerdo, el cerdo por la oveja, la oveja por la cabra y así sucesivamente. Cuando se queda con el gallo entre las manos ya se había hecho tarde y, cansado y con hambre, encuentra a un hombre que se ofrece a comprárselo. El precio obtenido, poca cosa, se lo gasta en la cena. Casi llegado a casa, se detiene en la puerta del vecino, que le pregunta qué tal han ido las cosas y Gudbrand le cuenta todo. El vecino se lleva las manos a la cabeza, preocupado por la reacción de la mujer. Pero Gudbrand está seguro: ella lo quiere mucho y lo admira de forma tan incondicional que considerará que todas sus decisiones han sido buenas. El vecino apuesta un saco de monedas de oro a que no sucederá tal cosa, es imposible. Se coloca detrás de la puerta para escuchar lo que ocurre mientras el montañés entra en su casa y saluda a su mujer, a la que le dice que ha cambiado la vaca por un caballo. Ella se pone a gritar de alegría, disfrutando ya de antemano de los paseos en calesa, pero él la interrumpe para decirle que, en verdad, ha cambiado el caballo por un cerdo. Aún más contenta, la mujer piensa en el jamón que harán, y, por tanto, él tiene que confesarle que lo ha cambiado por una oveja, y así hasta el final, y la granjera, a cada cambio, cada vez más contenta de tener un marido tan bueno, que le procura leche o lana o plumas o un gallo que la despierte por la mañana. Finalmente, él se ve obligado a decirle que se ha comido el escaso dinero que había obtenido por el gallo, y ella lo abraza con lágrimas en los ojos, en el colmo de la gratitud y del entusiasmo, por haberse salvado y haber vuelto a casa con buena salud. El vecino, maravillado, tiene que entregarle a Gudbrand el saco de monedas de oro que, además, era mucho más de lo que él habría podido obtener por la vaca.
Nosotras, la compañía de "mujeres de Gudbrand" intentamos hacer las cosas así. Invertimos nuestra innata inclinación a encontrar siempre algo que no va bien y, por el contrario, aprendemos a dar las gracias y a encontrar algo bello en todo lo que hacen nuestros maridos, a su modo, con su estilo, con sus ritmos. Y Gudbrand, si se piensa un poco, es una imagen de hombre positiva, de un hombre que con sus iniciativas pone en el mundo su energía positiva, lo fecunda, arroja la semilla, una semilla que quizás no siempre llega a buen fin, que no siempre da fruto, pero ése es el deber del hombre. Salir fuera y fecundar el mundo.
Lo importante es tener sobre él un prejuicio positivo, pensar bien en cualquier caso, a pesar de todo, sobre todo al comienzo. No quiere esto decir dejar de luchar con él, no se trata de un amor resignado, sino de un amor acogedor. Es el hombre que me ha entregado su vida, y yo ni siquiera lo había narcotizado. Además, sigue conmigo aunque ha sido testigo de mis peores momentos — ni siquiera el hecho de haber dado a luz poco antes a nuestra cuarta hija puede constituir un atenuante de aquel look de pandoro con el que fui a la boda de Marco —,50 y ha asistido también a mis más refinados logros — como dejar dentro del coche, todavía no sé cómo, a una hija atada al silloncito, con las llaves puestas y los seguros bajados, porque me distraje con una llamada durante la cual, probablemente, estaba dando consejos en mi caracterización más conseguida, la de la Madre Buena (para que conste, después, entré por la ventanilla triangular delantera forzándola con un destornillador). Vale la pena hacer cualquier esfuerzo por este consorte heroico, y alistarse en las filas de las mujeres de Gudbrand.
Puedo decir que nuestra compañía informa de éxitos increíbles en campaña. Como respuesta a nuestra sincera, y subrayo todas las veces posibles lo de "sincera", e incondicional aprobación, hemos descubierto en los hombres una dedicación que antes no existía. Funciona. Funciona de un modo asombroso. No es una táctica. Es el deseo sincero de amar, de ser leales, de hacer de espejo positivo, devolviéndole al hombre una imagen suya buena que, a veces, ni siquiera consigue ver él mismo. Una aprobación que, entre otras cosas, lo estimula a hacer más, porque, cuando uno se siente mirado con ojos de aprobación total e incondicional, se ve persuadido a recomenzar.
Por el contrario, las críticas continuas lo colocan todo en el nivel del dominio recíproco y provocan el alejamiento del hombre, le proporcionan una coartada para pasarse sin la familia: creo que ésta es la dinámica que hace a veces que un hombre deje a su mujer por otra mujer quizás menos exitosa — me gustaría ponerle a ese adjetivo una decena de comillas—, qué sé yo, por una ayudante, una empleada, una persona que tenga, probablemente, un curriculum menos prestigioso que la mujer que lo bombardea con reivindicaciones y quejas. Porque ser acogido, por fin, es extremadamente relajante. No quiero justificar, sino comprender cómo funciona el impenetrable y misterioso objeto que nos encontramos al lado (el mío sigue diciendo que no tiene nada de misterioso: soy yo la que envuelvo en misterio sus silencios, del todo arbitrariamente, porque un hombre es muy capaz de no pensar en nada, dice en su argumento favorito, a diferencia de una mujer, que siempre estará en su túnel de pensamientos de doble fondo).
Anna, no debes olvidar que tienes enormes expectativas en relación con tu marido. Esperas de él que colme todos los anhelos de tu trepidante corazón. En tu tendencia a la dependencia, que no es patológica, sino existencial, eres, como todas las mujeres, un recuerdo de la condición humana de criatura necesitada de salvación. La mujer, con su "hágase", expresa más claramente que el hombre la necesidad de Dios, y esto es lo que rememora su necesidad de amor. Sólo que ningún amor humano podrá responder jamás a todos los anhelos, porque el hombre, por el pecado original, se ha separado de Dios, es decir, de la fuente del amor, de la plenitud verdadera de la vida. Ningún hombre, por tanto, podrá llenar jamás del todo un corazón femenino, ninguna mujer podrá evitar verse desilusionada en sus deseos, ni jamás podrá ahorrarse heridas y pequeños o grandes dolores si su corazón no está colmado por el Señor.
Desde la desconfianza y el miedo se pasa rápidamente al deseo de dominar al otro. Y el modo en que la mujer ejercita su dominio no es el de la fuerza — modalidad masculina—, sino el del control, el de la manipulación. Así, la mujer cesa "de ir en ayuda del hombre", como dice Edith Stein, "por una decisión personal libre, para, de ese modo, posibilitarle que llegue a ser aquello que debe ser". Cesa de amar y, si se desilusiona, se olvida de que, a veces, su deber puede ser el de amar por dos, hasta volver a despertar en el hombre el deseo de donarse. Lo mismo que la rebelión de Eva ha traído la muerte al mundo, así, cada decisión espontánea de servicio y sumisión por parte de cada mujer trae al mundo nueva vida.
Por el contrario, cada vez que la mujer se traiciona en su vocación profunda, sufren las personas que están a su alrededor.
La mujer es como un espejo para el hombre, y si un marido ve siempre reflejada en él una imagen suya negativa, queda paralizado o, al menos, muy condicionado, eso cuando no le provoca el deseo de escabullirse (casualmente con la secretaria: Anna, ¿te has asegurado de que la de tu marido sea lo bastante fea?).
Hay situaciones en las que continuar esperando y viendo sólo lo bueno es realmente arriesgado, pero conozco a mujeres que obstinadamente siguen amando a maridos que las han desilusionado. Santa Catalina, que tenía una madre imposible, durante algún tiempo se vio obligada a hacer de criada en su propia casa. Siempre sonreía, soportando los malos humores de todos. En cierta ocasión, explicó que conseguía hacerlo porque en esos momentos imaginaba que servía no a los suyos, sino a la Sagrada Familia. Ciertamente, ella iba muy por delante. Había comprendido que las cuentas, incluso en una relación, no se ajustan con el hombre o con la mujer que tenemos al lado, sino con el Señor. El hecho es que el amor no es solamente un sentimiento, es un mandamiento.
No es el caso de Anna, pero ¿qué hacer realmente cuando tu Gudbrand cambia una vaca por un gallo y vuelve con las manos vacías? Está claro que es una cosa que puede ocurrir, y generalmente él sabe muy bien que se ha equivocado, y no quisiera un sermón adicional, sino sólo un abrazo. Dejar pasar al menos dos días para largarle un buen sermón es siempre una prudente elección: lo que hayamos olvidado decirle es porque no era esencial, evidentemente. Lo que siga ahí en la memoria estará depurado. Y, sobre todo, no hay nada que no se le pueda decir, con dulzura, con la cabeza apoyada en su hombro, cuando la Roma haya ganado y el ordenador funcione.
Hay cosas que, sencillamente, nos ponen de los nervios y, a propósito de ellas, sería precioso aprender a callarse, hablando, si fuera necesario, única y rigurosamente con seres de la especie femenina (en la habitación de al lado hay abierta una ventanilla especial para quejas sobre maridos hostiles a las amigas feas, a las situaciones agradables, a los aniversarios y a los anillos para celebrarlos). Hay casos, en cambio, en los que el pecado del hombre es contra un tercero, entonces, en ¿algunas ocasiones, hay que hablar: se llama corrección fraterna. Es necesaria, pero es fundamental encontrar un modo de hablar indulgente y no ofensivo: enarbolando siempre la bandera blanca como signo de rendición y recordando también siempre que, por supuesto, Dios existe (y que no eres tú).
Al final ocurre que el hombre de verdad tiene que salir de una ciénaga, de una conducta equivocada, una conducta que le hace daño a él y al que está cerca, pero en tal caso el que tiene que hacerlo es él, libremente. Nadie puede imponérselo. Y nadie puede evitarle ese trabajo. Lo que se puede hacer es aceptarlo, acogerlo, esperar un cambio. Rezar. Puede que hagan falta años, decenios, incluso. Quizás una vida (mi abuela le decía a mi abuelo: "Me darás la razón cuando estés muerto", y ahora he comprendido que no bromeaba).
Lo único que puede hacer la mujer para invitarlo a la conversión es hacerle ver o, mejor aún, hacerle intuir la belleza de un camino distinto, de una vida distinta. Hacer que el hombre la siga con la promesa de esa belleza, que brilla, que cura y que nunca se agita como un bandera para acusar. Permaneciendo siempre en la lealtad, y subrayo lo de siempre.
Por otra parte, si queréis una serie de consejos inoportunos para dar en el momento equivocado a un marido cansado y nervioso, y asestarle así la estocada final, puedo proporcionároslos también gratuitamente, pero por la ley de la oferta y la demanda no creo que estén muy solicitados: hay gran variedad de ellos alrededor.
Incluso Anna, por ejemplo, le dice cosas muy sabias a su marido, precisamente en ese momento en que él lo único que quisiera es ser acogido en su casa, acogido sin ser expuesto al juicio de un tribunal. A veces, las cosas que hay que aceptar son pequeñas, como el zapping pasivo — estar ahí cuando él cambia el canal de forma irracional y, pase lo que pase, un segundo antes del beso.
Nos podemos irritar mutuamente por una nimiedad: mi marido, por poner un caso concreto, afirma que deja los zapatos en el pasillo con el único propósito de proporcionarme material literario, qué hombre más noble; yo, por mi parte, cocino así de mal para animarlo a iniciar un itinerario ascético de renuncia a los placeres de la gula.
Las excusas para irritarse son infinitas, porque hombres y mujeres funcionan de modo diferente. "Por fin he encontrado un sobrenombre para ti", me anuncia mi marido que, inesperadamente, me dirige la palabra sin que se le haya hecho la pregunta correspondiente.
Me sobrecoge un escalofrío de emoción: quién sabe qué maravillosas sílabas le habrá susurrado su corazón. "¿Mi amada, mi delgadísima, elegantísima y dulcísima consorte?". Un poco largo como sobrenombre, pero me satisface.
"Gerundio", dice él.
"¿Cómo que gerundio? ¿Qué sobrenombre es ése?".
"Andando, haciendo, pasando por allí, guiando".
Está bien, ahora sé, después de años preguntándome a mí misma qué puedo hacer mientras hago otra cosa, que ése es mi reflejo condicionado — "mientras tanto" es mi manifiesto vital—, pero, con todo, pudiendo elegir, yo hubiera preferido como nombre cariñoso algo así como "reina del universo, mi primer y último amor".
El problema es que, si quiero oír algo de ese género, tengo que cambiar de marido, ya que el mío es de tal tipo que, si paso a su lado y le digo "Y ahora puedes besar a la novia", me dice: "¿De quién?". El programa Empalago 2.0 no está cargado en su sistema operativo y, algunas veces, si nos ponemos a mirar bien, ni siquiera el Amable 1.0. Sin embargo, ofenderse por eso es algo totalmente inapropiado.
Es igualmente inútil intentar cambiar las cosas, cosas que están efectivamente como están: como mujer, considero absolutamente normal hacer el zumo mientras preparo las meriendas y pido cita para el pediatra o concierto una entrevista — apuntando una dirección al aroma de cebolla en el primer día de marzo que pillo del calendario de cocina cuando todavía estamos en enero — y, mientras además, separo con un pie a dos púgiles que necesitan urgentemente el mismo conejito en el mismo momento.
El varón, en cambio, procede siguiendo un proceso de pensamiento tubular. Una cosa cada vez. Una sola, y no necesariamente muy complicada. Probablemente, seguramente, bastante bien hecha, pero una cada vez. Un hombre que tiene el portátil roto, por decir algo, es solamente, exclusivamente, ontológicamente, sublimemente, un hombre que tiene el ordenador roto, y hasta que no lo haya arreglado su corazón estará latiendo a toda velocidad por su amado cacharro: está rigurosamente prohibido molestarlo con preguntas juveniles sobre la guerra de Crimea, informes sanitarios de la tía abuela o luctuosas noticias sobre invitaciones a cenar. La concentración masculina, aun cuando resulte poco elegante para una mujer-gerundio que, en cuanto ve al marido sentado, piensa que debe plantearle todas las cuestiones más urgentes acerca de la gestión familiar (comprendida la inaplazable pregunta sobre la litografía de Santa Ana, si necesita o no un cristal como afirma el restaurador), tiene su sentido: lleva de la forma más directa posible a la reparación del ordenador, allí donde cualquier mujer, que se detiene a oler las rosas en los senderos laterales, acabaría perdiéndose fácilmente. Si por ella fuera, su PC, al primer atranque, podría ser reciclado inmediatamente como vasito para una máquina de café, sobre todo si es un Mac Air, que se presta bastante bien a ese fin (los diseñadores de Cupertino estarán contentos, yo sí que los aprecio a ellos).51 No obstante, entretanto, ella habrá tomado una maravillosa, rápida y motivada decisión sobre la litografía.
De acuerdo con mi experiencia, ésta es una notable diferencia de funcionamiento entre las dos especies, pero desde hace tiempo está claro para todos, al menos para los de mi casa, que yo, de los varones, no comprendo realmente nada. Sólo estoy segura de una cosa, de que hombres y mujeres somos abismalmente distintos: no hay la más mínima necesidad de leer ningún manual.
Llevo ya años escuchando desahogos de mujeres, desde que era pequeña y en las reuniones de familia entendía poco o casi nada de aquellas medias palabras, de aquellos movimientos de cabeza, de aquellas pullas y de aquellos chistes irónicos. Al ir creciendo, he acumulado un imponente montón de horas de teléfono con amigas en edades conflictivas en lo referente a la vida sentimental-matrimonial, y he madurado la convicción de que nosotras podemos ser realmente, pero que muy realmente, demasiado susceptibles y exigentes. De amigas y conocidas he recogido quejas sobre la higiene personal de los hombres, sobre su forma de coger el vaso para beber, sobre la cantidad de tiempo que pasan en el ordenador, antologías completas sobre sus carencias a la hora de desenvolverse en las tareas domésticas, florilegios de ineficacias, olvidos y carencias. He visto cómo se suscitaban dramáticamente las dudas más sustanciales — ¿me habré casado con la persona adecuada? — sólo porque el hombre hacía ruido al abrir la persiana o porque no le abrochaba al niño el cinturón del carrito (un hombre normal sólo puede aprender una única norma de puericultura al año, resignémonos, y ahora que ha aprendido a poner y abrochar un body, ya no se debe hablar más de esas cosas hasta el año siguiente).
Lo bonito es que, a menudo, la diferencia que más nos cuesta aceptar es precisamente la que nos afecta en aquel aspecto de nosotras mismas que necesita algún trabajo que hacer. Una cosa no nos afecta, no nos incomoda, cuando no pone de manifiesto ninguna fragilidad nuestra. Entonces, si te irrita algo de tu marido, empieza a trabajar en ti.
Una amiga mía me ha dicho que el día de su boda hizo un pacto con Dios: que ella y su marido subirían al cielo juntos. Un mismo y único lote, se toma o se deja. Ahora tienen seis hijos y, tal como yo lo veo, ya les han reservado un sitio. Si no es una tribuna VIP, poco le faltará.
Querido Pietro: Vale, mira, levanto bandera blanca. Me rindo y te acepto así como eres, no porque me satisfagas, sino porque quiero comenzar a descubrir qué bello es no sólo lo que nos une, sino igualmente lo que nos hace distintos. Quiero dejarme fecundar por nuestra diferencia, y te prometo que haré todo lo que esté en mi mano, no digo que para no hablar entre dientes — seamos realistas —sino para hacerlo un poco menos. Me morderé la lengua.
Confío en que seas un caballero, y estoy segura de que no te aprovecharás de esto con fines deshonestos, como invitar a cenar de improviso al equipo entero de fútbol-sala cuando esté colocando en la mesa mi especialidad, la sopa de sobre, o comprar aquel sillón que daba masajes y que ocuparía las tres cuartas partes de nuestra sala de estar, o el proyector de video de pared para admirar a tamaño natural el escote de la presentadora de Premium Sport (pero ¿es que esa tipa no tiene una chaqueta?).
Si, por casualidad, algo de eso ocurriera, así y todo, mantendré la sangre fría y sabré reaccionar con estilo.
Con amor, Anna.
 
Á la guerre comme a la guerre52, o Qué es verdaderamente la virilidad

HACE algún tiempo que le vengo diciendo a Alessia que, en mi opinión, le debería regalar a Andrea una escopeta de caza. Lo sé, sé que no tiene permiso de armas ni veleidades cinegéticas (si convenimos en no entender por caza, estrictamente hablando, el hallazgo de un canapé y media aceituna en la mesa del buffet del congreso), pero ciertamente no estaría mal ver su terror, la reacción que tendría ante semejante deshonor, ante ese regalo tan temerario. Quién sabe, puede que la escopeta acabara por reavivar algo entre ellos, que se arrastran tan trabajosamente, una pareja cansada de estar juntos, cansada de trabajar, de escalar no ya las más altas cumbres, sino incluso las pequeñas cuestas de lo cotidiano. No hace falta una ocasión especial, sería un regalo para recordarle a Andrea que debe ser un hombre.
Está claro, Alessia nunca escuchará mi consejo — estoy acostumbrada a dar opiniones inútiles—, entre otras cosas porque ella piensa como su marido. Andrea, de hecho, como casi todos nuestros contemporáneos, al no creer en Dios, es un adepto a esa nueva religión impalpable que se respira en el aire, la devoción estólida a la Madre Tierra (madre mía no es, yo no tengo nada que ver con un tubérculo) y a los animales, los cuales, como sabemos, "valen exactamente lo mismo que nosotros", como los textos ministeriales enseñan a los niños desde la escuela primaria. Desafortunadamente, debe ser un problema mío debido a un retraso en mi desarrollo, pero yo creo que un abedul es sólo un abedul, y no una alegoría de una verdad más profunda acerca de mi ser, ni me parece que admirar un rebaño conlleve preciosas enseñanzas, habida cuenta de que las bolitas que las ovejas van dejando por el camino se incrustan en las suelas de tanque de los zapatos de mis hijos.
En cuanto a Andrea, no obstante ser vagamente ecologista, como yo decía antes, al igual que todos nuestros contemporáneos, no distingue un fresno de un roble. Pero, con seguridad, nunca llevaría a casa una liebre muerta, ni aunque hubiera sido ella la que le implorara que la matara, cansada ya de vivir. Puede ser, también, que haya visto demasiados dibujos animados, y que a un cervato — si alguna vez se encontrara en un bosque y se topara con uno, en el supuesto de que levantara los ojos del móvil — lo defina como "un Bambi". Precisamente gracias a los dibujos animados, entre otras cosas, se ha difundido ampliamente una idea completamente irreal de los animales, seres antropomorfos con los cuales es muy fácil simpatizar desde la calidez del sofá, cuando la actividad predatoria más agresiva a la que uno se arriesga es intentar desollar el tubo de las fette biscottate (que, como es evidente, está hecho de forma que, si intentas abrirlo, toma vida y sale rodando por el suelo).53 Pero volvamos a Andrea: estoy convencida de que una buena jornada de caza le haría realmente bien. Aprendería qué quiere decir levantarse cuando todavía está oscuro, a cargar con las armas y las municiones cuidadosamente preparadas la tarde anterior, a controlar a un perro que se porta como un perro y no como un peluche, a caminar helado durante horas, a esperar, a leer los rastros del paso de los animales, a tener paciencia, y no, no hay un bar para hacer un descansito para el café, y no, no está uno pendiente del ordenador, porque si no, te pierdes, tú o tu perro, o tus presas se escapan, y de todas formas, afortunadamente, no hay cobertura en medio de la maleza, a doce kilómetros de la antena más cercana. Se vería obligado a tener los ojos abiertos y a leer señales mudas, a escuchar ruidos, a usar probablemente sentidos y músculos que ni siquiera sabía que tenía. Aprendería a entretenerse siguiendo las reglas de la naturaleza: eso sí que sería amarla, y no ir a hacer la compra a la tiendecita ecológica en la que venden los arándanos por quilates; aprendería a conocer los animales y sus secretos y, paradójicamente, sería él, que al final puede que incluso matara alguno, el que los amara más que quien lleva a pelar el perro con el abriguito de lana. Así se acordaría de que el hombre es el señor de lo creado, y de que tratar a la naturaleza con respeto significa también enfrentarse a ella en primera persona. Es obvio, además, que Andrea, y casi todos los hombres que conozco, abandonados en solitario en un bosque con seis escopetas y trece cartucheras llenas saldrían de él, como mucho, con un cestito de miel silvestre, porque apuntar a un animal que vuela o corre no es, ni mucho menos, una broma.
No quiero decir que un hombre de verdad, para serlo, tenga que ser necesariamente cazador, faltaría más. Yo me casé con uno, con un hombre de verdad, que no sale a cazar, y al que jamás he pensado regalarle un arma, porque no le hace falta. Tampoco quiero decir que todos los cazadores sean hombres de verdad, no me parece justo. Pero Andrea sí que debería hacer un curso intensivo, diez noches de caza de jabalí, por ejemplo, un animal que, si no estás atento, te puede hacer bastante daño; también le harían bien unas cuantas alboradas en un refugio esperando el paso de los patos. Le hace falta una terapia de choque, porque ya no sabe qué quiere decir ser varón. De hecho, no lo ha sabido nunca, porque vive en una época en la que casi todos se han olvidado.
Ser varón, ser viril, quiere decir tener valor para la lucha, saber combatir con fuerza, fuerza no tanto para atacar cuanto para resistir. Ser viril es fundamentalmente tener el valor de encajar los golpes para hacer de escudo en defensa de las personas que se le han confiado a uno. Ser hombre quiere decir estar dispuesto a dar la vida por la esposa y la familia propias o, incluso, por quien esté bajo la custodia de uno, y además por la misión que uno tenga fuera de casa. Ser varón, en cambio, no tiene nada que ver con la masculinidad tal como se la entiende vulgarmente: aunque la potencia sexual sea una realidad positiva, el verdadero varón es el que sabe controlar esa fuerza, canalizarla y no disiparla.
El problema de los problemas es que resulta bastante fácil encontrar un varón dispuesto a morir en la guerra, por un ideal, por la gloria, incluso, en el límite, por su equipo. Pero es dificilísimo que se enamore de la idea de morir por la familia, por su mujer, por los hijos, por una cotidianeidad aparentemente mediocre, acción que sería, en cambio, de lo más heroico que uno se pueda imaginar: no se trata del beau geste de un momento, sino de un martirio, de una pasión larga y constante e increíblemente fructífera. Es difícil que un varón capte la belleza de lo cotidiano, a menudo formado por una diversidad de cargas, quebraderos de cabeza, contratiempos y frustraciones. Solamente subiendo un escalón, mirando al horizonte de lo eterno, la pared escabrosa se convierte en un bajorrelieve audaz y definitivo.
En estos tiempos en los que no hay que combatir en el campo de batalla una guerra auténtica, la vida se da día tras día, estando firmes y siendo leales en el puesto de combate de cada uno. En efecto, precisamente porque hace libres, la decisión de ser heroicos en una cotidianeidad banal sería aún más valiosa. El hecho de no arrastrarse con la cara en el barro o de no estar dentro de una trinchera helada no significa que no haya una vida que dar, una buena batalla que librar.
Andrea no se decide a hacerlo, pero debo decir en su defensa que no tuvo maestros que se lo enseñaran ni ejemplos a su alrededor en los que inspirarse. Y así lleva entreteniendo a su mujer, desde no sé cuántos años hasta ahora, sin querer tener hijos, buscando el "momento oportuno", las "condiciones favorables" para cambiar de vida y también de trabajo y probablemente de montura de gafas, no sé muy bien en qué orden. Flirtea con la idea de un futuro que deberá ser necesariamente maravilloso, gracias, me imagino, a un repentino cambio de suerte, que él no hará absolutamente nada para que se produzca. A la espera de poder desplegar las alas, que hasta ahora cree haber tenido cortadas, tampoco vive el entretanto, el hoy, con amor, con dedicación.
Cuando hablamos los dos y saco mis opiniones junto con el hacha, su caballo de batalla es adoptar una expresión engañosamente bonachona y tranquila y responderme, a mí que me pongo atacada: "Tú ves las cosas así, yo de otra forma, pero no hay una postura que sea más verdadera que la otra". Hablando puntodevistamente, a fuerza de cambiar de punto de vista, de posición, de perspectiva y de ángulo, puede que él y sus semejantes hayan acabado, dando vueltas y vueltas, perdiendo el sentido de la orientación y los puntos cardinales. Varón. Hembra. Alto. Bajo. Eterno. Pasajero.
Hay mucha gente que vive a la baja, por favor, y ahora no me gustaría emprenderla precisamente con mis amigos. Si fuera por eso, yo también, de vez en cuando, querría vivir a la baja y, en cuanto puedo, ciertamente no dejo pasar la ocasión, aunque ahora no sea el momento de descender a detalles acerca de las penosas condiciones de estilo en las que me encuentro de noche, cuando escribo hasta el alba. No tengo del todo claro cómo es que Debbie Reynolds, en Cantando bajo la lluvia, podía estar tan fresca, parlanchína y maravillosamente cantarína cuando miraba por la ventana y descubría que había amanecido, y comenzaba a cantar Buenos días con gracia extrema, en tanto que a mí la vista de la claridad en el cielo sólo me provoca pensamientos poco nobles acerca de cómo evitar ir a trabajar (quizás disparándome en una mano, como los campesinos que en la guerra no se podían permitir abandonar los campos para ir al frente, o fracturándome un brazo o una pierna con la puerta del lavavajillas, solución más al alcance de mi mano). De todas formas, me he hecho a la idea de que las veces en que no vivo a la baja es solamente porque tener una familia te lo impide. Siempre habrá un hijo que no te dejará instalarte en la comodidad, por ejemplo, despertándote a las siete y cuarto un domingo por la mañana para anunciarte como primicia que ha escrito su testamento ("Todos mis juegos van para la Asociación de Pertenencias de Personas Famosas") y, mientras estás retomando el sueño, llegará otro para comunicarte que una hermana le ha dicho que es un cerdo, y tú querrías darle la razón a uno de ellos al azar, y ser increíblemente bellaca, y ofrecer recompensas en dinero, incluso en sustancias estupefacientes si pudieras, con tal de dormir sólo otros dieciséis minutos, pero no hay nada que hacer, ahora ya están despiertos y te quieren a ti.
Por otra parte, se sabe que el modo de despertarse de los adultos y el de los niños difieren considerablemente: hay uno para los que están por debajo de los trece años, en cuanto se pone pie en tierra uno está en condiciones de encontrar un pedazo de regaliz lleno de polvo debajo de la cama, ir dando saltitos al baño y tirar el vaso de los cepillos de dientes canturreando: "Sabes por qué toda mi vida es amarilla y roja".54 Todo eso en los primeros dos minutos y once segundos de la jornada, mientra que una adulta por encima de los cuarenta emplea media hora sólo en encontrar las gafas que los niños tiraron debajo de la cama, rastrear el camino hacia la cocina derrapando ligeramente y, finalmente, poner la cafetera en el fuego, sin agua, para después quedarse mirándola fijamente fascinada por el vivaz jugueteo azul de la llama hasta que el familiar y querido olor a quemado penetra en la nariz para decirle que ha comenzado un nuevo día, y que ya están corriendo hacia ella con los brazos abiertos dieciocho maravillosas horas de trabajo. La adulta irá al encuentro de la jornada constatando desde los primeros minutos de la mañana su propia incompetencia e intentará en vano, con voz ronca, dar respuestas coherentes a ráfagas de preguntas sobre teología ("Pero, si Filippo no ha hecho la comunión, ¿cómo ha podido ponerse así de grande, para hacer la reválida de los trece años.?"), sobre geografía ("¿Ves? Aquel es el avión de papá que vuelve de Londres". "¿Avión? Yo creía que Las-sombras estaban en el suelo")55 y de estilismo ("Si no me visto de rosa, ¿puedo ser igual de elegante?"). Por lo que a mí respecta, si no tuviera que trabajar, antes de mediodía sólo articularía algunas palabras sueltas, aunque supiera que, más tarde, cuando estuviera recuperada ya no hubiera nadie que quisiera escucharme.
Los hijos te convierten porque, contra tu voluntad, aniquilan al dragón del egoísmo, te privan de casi todos los cabreos que con tanto gusto te permitirías y hacen emerger con claridad todo aquello que, dentro de ti, necesita ser curado. Por eso, siempre le digo a todos mis amigos que los tengan, que tengan hijos, o mejor dicho, que no se cierren a la posibilidad de acogerlos. Con mayor razón se lo digo a Andrea, que se arrastra en una relación sin acogida y sin amor, que no pone seriedad ni pasión en nada, tampoco en el trabajo: en la práctica está allí, como muchos, viviendo lo que mi padre espiritual llama el equívoco de la tercera vía.
En una de las primeras catequesis cristianas, la Didajé, aparecen descritas las dos vías, la del bien, es decir, la de la luz y de la vida, y la del mal, es decir, la de las tinieblas y de la muerte. O estamos en la primera e, incluso cayendo y equivocándonos, intentamos hacer el bien o, según la Didajé, estamos en la segunda; no existe una tercera, es una ilusión. Por eso, las personas que tratan de recorrerla sufren. Muchos, de hecho, no dejándose ir enteramente por la vía del mal, no buscándolo conscientemente, acaban incluso comportándose más o menos bien; ese bien, digámoslo así, que prevé su estado y al que no tienen el valor de traicionar del todo. Pero, al mismo tiempo, esas personas no abrazan el bien conscientemente, con fuerza, dejándose moldear por lo cotidiano: así no tienen la alegría y la recompensa de saber lo que hacen, y de hacerlo libre y conscientemente. Por eso viven sin Dios, sin fe, sin un patrimonio que defender y sin la gracia necesaria para hacerlo.
En esta tercera vía, uno va tirando, pero se está muy mal porque, en realidad, es una vía que no existe y, entonces, por la derecha lo adelantan a uno tocando el claxon — ¿los sentimientos de culpa? — y por la izquierda acelerando — ¿las oportunidades? — y uno se arriesga a que lo aplasten, a que le den un golpe por detrás o a que le embistan.
Vivir así es una tortura, pero hay muchísimas personas que lo hacen sin darse cuenta, y viven de mala gana, sin alegría, sin una decisión libre y, sobre todo, sin la ayuda de una vida de fe que ilumine su cansancio cotidiano.
Andrea no traiciona a su mujer cada noche con una distinta, es verdad, pero tampoco acepta morir por ella, ser su esposo de verdad, darle su vida y darla junto con ella. Puede que en el trabajo no haga cosas terriblemente deshonrosas, pero acepta muchas componendas con tal de avanzar dando pequeños pasos hacia sus tristes metas profesionales. Siempre buscando ahorrar energías (su gran principio guía). Biológicamente es un hombre, pero no perfecciona su vocación llegando a ser realmente viril.
En el hombre que no acepta morir, mucho más que en la mujer, surge casi inmediatamente el deseo de vivir a la baja; el hombre en el que no se da la conciencia, el deseo, de su propia grandeza tiende de inmediato, mucho antes que su compañera, a vivir precisamente con el motor al ralentí. Basta una nadería y el hombre, criatura eminentemente simple que tendería de por sí a la máxima comodidad de su propia existencia, traiciona su llamada al don. Que levante la mano quien no haya vislumbrado en los ejemplares masculinos bajo su supervisión directa esta pronunciada propensión al relajamiento (que quizás alguna vez nosotras, las mujeres, tendríamos que aprender, pero ésa es otra cuestión), cierto amor por el sofá — lugar común con un fondo propio de virilidad—, un lazo sentimental muy intenso con todo género de ratón, tableta o lo-que-sea-inteligente, en fin, con cualquier dispositivo tecnológico que les permita ausentarse de contextos desagradables. En algunos casos, lo reconozco, efectivamente, el contexto doméstico no es particularmente cautivador, como cuando alrededor de las siete de la tarde el aire resuena gozoso por los gritos encaminados a que se acaben los deberes y provocados por la revisión en la moviola de las acciones decisivas del partido de balón-pasillo (la moviola de casa es una acción repetida con movimientos ralentizados de diferente modo por cada uno de los jugadores, con los consiguientes alegres y serenos intercambios de puntos de vista en medio de los estacazos). Desafortunadamente, en el momento de dirimir la controversia, difícilmente disponemos de una cámara de televisión y un árbitro federado y, así, el método adoptado es, preferentemente, el único que permite bajar de 1,3 decibelios el ruido de la casa: darle la razón al hijo más irritable, método del que, extrañamente, no encuentro rastro alguno en la noble tradición jurídica itálica, deudora del Derecho Romano (por no hablar de la Pandectas).56
En general, en caso de que resuenen en el aire tales invitaciones a la colaboración, el hombre adopta rápidamente el aspecto de un transeúnte que, a pesar de todo, puede incluso echar una mano, pero quedando claro que él estaba allí sólo por casualidad. Es inútil que seas meticulosa y le recuerdes que esa casa también es suya. Es asimismo inútil que entres mucho en detalles acerca del hecho de que los invitados ya han llamado a la puerta y no hace falta que se ponga, justo en ese momento, a darle un repasito a los rodapiés, "sólo se necesitan dos clavos" que seguro que hay en alguna parte, probablemente en la tercera de las tres cajas de herramientas que abrirá en medio del pasillo, mientras tú, que lo único que querías es que pusiera los vasos en la mesa, no puedes decidirte entre dejar que se pase la pasta, quemar el asado o presentarte en la puerta con la camiseta blanca llena de manchas de arándano (que quién sabe por qué los habrás puesto, sin ser ni mucho menos Benedetta Parodi; sólo por no poner otra vez tortilla para la cena).57
Ahora bien, tengo que reconocer que existen serios atenuantes para los intentos domésticos de alienación por parte de Andrea: Alessia no solamente pretende dividir por la mitad con su marido las tareas familiares, sino también que él haga las cosas como ella dice, porque, como es evidente, meter un suéter de cachemira en la lavadora y reducirlo cuatro tallas o batir verduras catapultando trozos de calabacín hasta la lámpara son conductas que podrían suscitar algunas palabras de censura hasta en una mujer dotada de los prejuicios más positivos posibles sobre su consorte. El problema es que Andrea no debería verse obligado a hacer ciertas cosas.
Pero, cuando hombre y mujer llegan a ser intercambiables, el que desaparece es el hombre, como dice Gamillo Langone.58 La mujer salta las barreras, se desborda, se expande imperiosamente, manipula, decide, organiza. Y el hombre elige el camino de la huida. Se hunde en el silencio o permanece directamente fuera de casa inventándose tareas, viajes de trabajo, visitas a un tío en grado noveno, cursos de ajedrez o se ofrece como voluntario para desatrancar el váter de un primo lejano.
Si Alessia comenzara a adoptar con Andrea una actitud de servicio, no de esclava, está claro, sino de alguien que se dona en libertad, probablemente hasta en él mismo surgiría el deseo de hacer su parte.
Sería un bonito regalo para acompañar la escopeta de caza. De caza, ¿queda claro? Porque comprender el sentido de la caza presupone comprender al ser humano y la naturaleza de los animales; presupone a un hombre que sabe ser grande y dominar lo creado, y que no tiene nada que ver, obviamente, con los cada vez más numerosos soldados de mentira — me refiero a adultos, en absoluto a niños de doce años — que, a decenas de miles por toda Italia, cada domingo por la mañana, se ponen muy temprano la ropa de camuflaje y van a dispararse con fusiles de balines plásticos en una guerra simulada por los bosques cercanos a las ciudades, con misiones de mentira y enemigos de mentira, contra los cuales disparan con armas iguales que las de verdad, pero que funcionan con gas. Pero, si el ideal por el cual se muere, y además se juega, es falso, y luego, una vez despojado del camuflaje, uno se va a la oficina para poder pagar los plazos del ordenador / coche / cámara, ese ideal no funciona, no basta para convencerlo a uno de que realmente está combatiendo una buena batalla. No se puede combatir de mentira si todos los días no se combate de verdad, humildemente, en el sitio de uno; es algo que no se sostiene, que sabe a falso, más aún para una generación que nunca ha combatido para obtener cosa alguna.
He advertido a mis amigos más queridos que me dejen morir serenamente en un asilo, sin molestar demasiado, cuando haya dado signos definitivos e irreversibles de envejecimiento; en consecuencia — ya que todavía no me siento preparada para las zapatillas de lana, sin despreciar, no obstante, la perspectiva de que alguien me cocine algo, aunque sea un simple caldito y una manzana cocida — no me gustaría abandonarme ahora, como una viejecita, a una nostalgia irracional de un pasado que jamás ha existido. Quiero decir que la tendencia de los hombres al egoísmo y su escasa pasión por el sacrificio siempre han estado ahí. Se llama pecado original, que, si bien entonces era original, ahora ya está bastante visto (yo lo veo en mí todos los días). No creo que los campesinos fueran muy contentos a romperse la espalda en los siglos pasados y, de hecho, apenas pudieron, dejaron de hacerlo. No quisiera exaltar el pasado como si fuera una imaginaria edad de oro de la dedicación al deber, de la ética del sacrificio o de una moralidad generalizada. Creo que las personas fueron más o menos como las de hoy, no especialmente inclinadas a la ascesis, no especialmente espirituales y no especialmente felices de ser fieles a su propio estado. Pero la vida, por sí misma, era increíblemente más dura que ahora (al menos aquí, en este trozo del mundo). Las comodidades eran inimaginablemente menores, la abundancia no existía, lo mismo que la certeza de envejecer, la facilidad para obtener comida y derechos e informaciones y condiciones de vida decorosas. Todo esto reducía mucho el abanico de opciones que uno tenía ante sí: digamos que la supervivencia, no la realización de uno mismo, limitaba la existencia. Era la dureza objetiva de la vida, y no una determinada elección, la que daba razón de ser a una especie de exoesqueleto, a una serie de andamiajes universalmente reconocidos que quizás en algunos casos fueran sólo formales, pero cuyo respeto custodiaba a los hombres. Y dejaba poco espacio para la idea de dejarse ir.
Hoy, entre la masa, también gracias a condiciones de vida más fáciles, rechazamos la idea de la ascesis y la de la autoridad que le era connatural. Y así se pudo difundir la gran pifia de que los hombres eran naturalmente buenos, capaces de elegir espontáneamente el camino más incómodo o la senda más tortuosa, sólo por ser la más justa. En la práctica, adiós al pecado original. La ley, por el contrario, es necesaria, no hay nada que hacer, porque introduce a la Gracia y a la Verdad.
En la barbarie, la pérdida de referencias absolutas permite, y ése es el diseño subyacente, transformar a los hombres en hordas de consumidores (o, en tiempos de crisis, de aspirantes a tales) que deben eliminar de su horizonte cualquier vestigio de sufrimiento, y callar acerca de la muerte.
Bien, es como mínimo ridículo que sea yo la que se ponga a regañar por el consumo. Soy el sueño de cualquier adicto al marketing, una heroica dependienta consiguió venderme sales de baño de no sé qué mar maravilloso, aunque yo no tengo bañera (después de haber probado todas las formas posibles de arrodillarme, encogerme y retorcerme en el plato de ducha, después de haber intentado lanzar las sales hacia arriba para hacer que me cayeran en la espalda, se las regalé a una colega). No voy a estigmatizar ese instinto, a veces irracional, de engullir todas las cosas, que tenemos todos los que formamos parte de esta generación.
De hecho, el hombre, en todas las épocas, ha funcionado basándose en el principio del máximo placer. El problema está "solamente" en transferir el placer a un plano más elevado. Y la vida en Cristo es el más elevado, sublime y pleno de los placeres. El hecho de que Él esté vivo es la noticia que cambia la historia. No sé qué se podría hacer para que esta noticia le llegara a Andrea. Una escopeta no bastará. Es cierto, pero para encontrar a Cristo hace falta un hombre de verdad.
Querido Andrea: No voy a ser precisamente yo la que te enseñe que ser viril quiere decir prestarse a encajar los golpes y defender, como un escudo, a las personas que te han sido confiadas. A veces, en esta batalla, también puede ser necesaria una escopeta, de caza. Si no la disparas, al menos te servirá para recordar que tú eres el señor de todo lo creado. No obstante, también podría servirme a mi si no dejas de decir que tú no rechazas tu parte femenina. Recházala tú y asila recuperaré yo.
Te prometo que, en el nuevo Andrea, serán aceptados, aunque no deseados, los silencios, las camisas fuera de su sitio y la compras no consultadas. Llegados a este punto, te recuerdo que, cacharros para pelar piñas tropicales, ya tenemos tres.
Alessia.
 
Sí, quiero, pero... ¿qué has dicho?. O Vale la pena casarse

AHORA que lo pienso, es poco creíble que sea yo la que me ponga a dar consejos acerca de cómo decirles a los hombres que se casen, pero ya es tarde para comunicárselo a la editorial. Realmente, no sé qué hacer en esta situación.
Debería desvelar que yo, al mío, a mi marido, le tendí una especie de emboscada, organizándole un matrimonio distraído, algo implícito. Ciertamente lo cité en una pequeña iglesia y, sí, ciertamente, habíamos hecho los cursillos prematrimoniales. Es posible que él, partiendo de estas dos cosas, hubiera podido llegar a sospechar algo, pero todo lo demás — invitados, lista de boda, vestidos, viaje — lo elegí con un perfil tan bajo (por poner un ejemplo, las peladillas las coció mi hermana en el horno) que era difícil perder la compostura. Aquella mañana, entre muy pocas personas, haciéndome la tonta, comencé a hacerle preguntas: "¿Quieres ir a esquiar? ¿Quieres que Jeff Buckley ocupe el puesto que merece en la historia de la música?'59 ¿Quieres casarte conmigo? ¿Quieres que la Roma gane la liga?". "Sí, ok, quiero... Pero ¿qué es lo penúltimo que has dicho?".
Lo he consultado con un amigo mío, profesor de Derecho Canónico, y dice que, aún así, es válido. Me alegro por mis cuatro hijos. Mi marido, en cambio, interpelado sobre el tema, se hace el loco y sostiene que él no dijo exactamente que me amaría y me honraría todos, pero que todos, los días de mi vida. Uno tiene un límite. Yo me acordaba realmente de algo así como "finché morte non ci separi", pero él afirma que oyó torte.60 En ese caso, tendríamos problemas, porque tartas que merecían la separación he hecho varias en el transcurso de los años: hundidas por el centro, duras, líquidas, con la manzana cruda y el bizcocho quemado (nota para el servicio al cliente de la marca Carneo: nos os paséis de listos, porque yo he conseguido estropear vuestras tartas incluso antes de meterlas al horno).61
He vuelto a mirar después el texto del ritual del matrimonio, y no, es verdad que él no dijo "hasta que la muerte nos separe".62 Ésa es, efectivamente, la fórmula que usan los protestantes y que se nos queda en la cabeza por las películas (yo siempre me duermo, pero en el momento del sí mi radar subconsciente hace que abra los ojos).
Sea como sea, digamos la verdad, tengo la seria sospecha de que no son sólo las palabras las que hacen tropezar a mi marido. Por otra parte, las palabras son el medio de expresión menos utilizado por él, ligeramente por detrás del código Morse, las señales luminosas y las banderas marítimas. En realidad, él es, para mí y para mis hijos, concretamente, firmemente, como una roca, que no tiene mucha necesidad ni de moverse ni de hablar, basta que esté. Y está siempre. Está desde aquel día en que nos casamos, desde el momento en que la gracia del sacramento explosionó en nuestra vida, haciendo nuevas todas las cosas.
Sí, porque el sacramento tiene una fuerza que nosotros ni siquiera podemos imaginar; a veces, una fuerza secreta y escondida; puede actuar de un modo que quizás sólo comprendamos cuando lleguemos a nuestra patria eterna, un modo potentísimo que, sin embargo, necesita partir del sí de nuestra libertad. Nuestro sí puede ser tímido y vacilante, nuestra elección puede hacerse hasta con una conciencia ridícula, pero Dios nunca bromea. Y además, cuanto más serios somos con él, más serio es él con nosotros, y nos responde con una prontitud impresionante, sin dejarse ganar nunca a generosidad.
Si la gente lo supiera, habría colas delante de las iglesias para casarse, en lugar de caer en picado el número de matrimonios. Por el contrario, conozco a muchísimas mujeres — y digo mujeres porque era cosa nuestra, antes de que nos perdiéramos, custodiar la llamada del hombre al amor — solteras (me niego a usar la palabra singlé) o pluridivorciadas que han quemado sus vidas y sus amores dando oídos a chácharas psicologizantes y modernoides, rollos como el de encontrarse a uno mismo, seguir el propio instinto, curarse las heridas, dejarse guiar por los signos, por el destino y algunas cosas del karma de las que no entiendo un pimiento: todo, obviamente, sin tener en cuenta a Dios, que sería el único que podría hacer esas cosas — curarnos, realizarnos, encontrarnos — por nosotras. Desde que, en su lugar, las ciencias humanas adoptaron la locura general como punto de partida, como dato fisiológico sobre el que construir y proyectar la persona estándar, como hardware sobre el que configurar el sistema operativo de la sociedad, empezó el declive acelerado de nuestra civilización en su conjunto.
En particular, en todos los lugares, de todos los modos y en todos los momentos posibles — me parece que ésta es la batalla del siglo—, se intenta negar que el matrimonio entre un hombre y una mujer (o la vida consagrada, que es un modo aún más íntimo y profundo de casarse con alguien) corresponda al deseo profundo del corazón humano: que la belleza de una unión totalizante y para siempre es lo que todo el mundo desea, incluso aquel que pasa de una historia a otra, incluso los que defienden el derecho al divorcio y la belleza de la familia extensa. Todo el mundo comienza una historia de amor pensando que será para siempre, y que la armonía experimentada en ciertos momentos pueda, deba, durar para siempre.
El hecho es que, en el matrimonio, se parte, se debería partir, de esta pregunta: "¿Quién soy yo, qué es el hombre?", para llegar a comprender — algunos pronto, otros después de muchos años de matrimonio — que el esposo es solamente humano y que no estará nunca en condiciones de satisfacerte plenamente. "No soy yo", escribe Clive Staple Lewis, "yo sólo soy un recordatorio. Mírame. Mírame. ¿A qué te recuerdo?".
Entonces, el matrimonio se convierte en una electrizante aventura hacia lo eterno, del cual el otro, con su belleza, es un recordatorio, el camino que Dios ha elegido para cuidar de ti, para amarte, pero también para hacerte atravesar ese misterio que concierne a la vida de cada uno, la cruz. La cruz es el signo de cada llamada, también de la llamada al matrimonio, porque el amor también es luto, náusea, frustración, indiferencia, cansancio y pesadez, no para tolerar, sino para abrazar.
El problema es: ¿Cómo convencer a un hombre de la grandeza que hay en elegir el matrimonio? ¿Cómo hacer que se enamore de la idea de morir por algo tan poco heroico?
Porque ese deseo de estabilidad, las mujeres, si no lo sofocan bajo montones de periódicos y películas llenos de la ideología de la independencia feminista, lo reconocen en sí mismas con más facilidad. Por poner un ejemplo, Michelle Pfeififer, que quiere encontrar junto a sí, cuando se despierte, a Robert Redford, cuando él le dice: "Hasta ahora siempre me has encontrado, aunque no sé cómo lo has hecho", le replica: "Sí, pero necesito saber que tienes que dejarte encontrar porque la ley te obliga".63 Alguno opinará que el ejemplo no viene a cuento, porque, seamos serios, ¿quién no le iba a decir algo así a Robert Redford? (Una vez que vino a la redacción su doblador para ponerle voz a un documental, yo estaba de espaldas y él dijo: "Buenas tardes, ¿me necesitabais?". Yo, al oír su inconfundible voz, tuve un breve pero claro bloqueo de la actividad cardiaca sólo de pensar que él estuviera a un centímetro de mí. Desafortunadamente, al final, se trataba de un señor anciano y muy normal de voz celestial, muy buen doblador pero privado de mandíbula marcada y hoyuelos en la piel.)
La cuestión, con Redford o sin Redford, es que un hombre puede estar dispuesto a dar la vida, como decía, de repente, por algo heroico, pero convencerlo de morir poco a poco es difícil. Es difícil hacerle ver el heroísmo, la grandeza, el anticonformismo que hay en decidir luchar por su familia, en salvar el mundo paso a paso, como Mister Increíble, que se pone a hacer de agente de seguros,64 en morir por una mujer humana, humanísima (o incluso subhumana, cuando, por ejemplo, intenta sacar dinero del cajero automático con la tarjeta de la perfumería o hace una llamada de teléfono transoceánica desde debajo del sofá para decirle que hay un murciélago en casa y, al final, era una polilla).
Por todo esto es por lo que tanto me gustaría que se casaran mis jóvenes amigos Matteo y Simona, aunque son novios desde hace muy poco y aunque me doy cuenta de que estoy dando la cara por una chica un poco irritante, en el sentido de que es la única que conozco personalmente, aparte de las modelos, claro está, a la que le sientan estupendamente los vaqueros blancos. Sé muy bien que Inés de la Fressange considera que son una pieza imprescindible en el guardarropa de una señora de verdad, porque "van bien con todo y con una chaqueta plateada de lentejuelas te permiten entrar hasta en el Elíseo",65 pero yo: a) no tengo ninguna chaqueta plateada de lentejuelas; b) no recibo habitualmente invitaciones para ir al Elíseo; c) si me los pusiera provocaría con total seguridad un efecto de piernona enyesada que induciría a cualquiera a impedirme la entrada, no sólo al Elíseo, sino incluso a una reunión casera con demostración a traición de juego de sartenes. Simona, por el contrario, los luce con una gran clase.
No sé quién de los dos será el que no se decide: si será él, atemorizado precisamente por la idea de esas famosas alas cortadas, y atemorizado, asimismo, por la idea de una elección definitiva e inmutable para la eternidad. O si será ella, que de boquilla parece dispuesta a casarse, pero que tiene demasiadas expectativas: es una mujer tipo "alto coste de mantenimiento" de manual, y yo puedo decirlo con conocimiento de causa, porque, según mi marido, soy la de más alto coste de mantenimiento del globo, y del peor de los tipos (alto coste de mantenimiento sin tener pinta de serlo, según los cánones establecidos en Harry y Sally).66
Es verdad, las mujeres siempre tienen que comprobar, muchas veces, si podrían (o hubieran podido) encontrar a alguien un poco más. Añádase ahora la lista de adjetivos que se prefiera. Profundo, noble, espiritualmente elevado pero igualmente robusto de cuerpo, brillante, guapo, rico pero noblemente desinteresado en cuanto al dinero, ambicioso, afectuoso, psicólogo agudo, filósofo pero igualmente un poco fontanero, estable y tranquilo pero decidido si llegara el caso, profundo conocedor de la Biblia, quizás de los textos como mínimo latinos, aunque también de la más vivaz generación dramática contemporánea, deportista, capaz de escuchar, rudo pero enamorado, ordenado pero creativo, un poco gastroenterólogo pero no hipocondríaco, amante de la literatura y del arte pero práctico y concreto, ebanista y filólogo, generoso pero responsable, de decisiones firmes pero capaz de mediar, en condiciones de recordar fechas y detalles de las primeras citas pero también de ir al grano, capaz de notar que te has puesto un esmalte nuevo pero no afeminado, capaz de arreglárselas con las tareas domésticas aunque igualmente de hacer las guías para una instalación eléctrica y cariñoso con los niños, pero con autoridad. Y me paro aquí, pero sólo porque tengo que hacer: siendo ya casi verano, mi amado marido monotarea, en un ataque de activismo, ha decidido colocar en su sitio los esquíes (hay cerca de treinta grados aquí en Roma, y parece que realmente no vaya a nevar). Creo que mi consorte, abandonado a sí mismo, podría frustrar en pocos segundos todo mi meticuloso trabajo de organización del trastero, y he aprendido a quererlo no a pesar de ello, sino también por ello, porque sin su brusco sentido de la realidad estaría perdida, abandonada a mis neurosis. No se lo digáis, pero lo quiero aun cuando me parece que, en vez de estar casada con una persona, lo estoy con dos. Para ser precisos, con los dos viejecitos del Muppets Show67 que siempre encuentran justamente algo que criticar, y justamente sobre cualquier tema, como él. Y hay otra cosa, pero ésa no se la reveléis a él ni bajo tortura: la mayoría de las veces se da el caso de que tiene razón.
Es verdad que la mujer debe hacer un camino de conversión, no para aspirar a ser menos, sino para valorar lo que es, aprendiendo a partir de lo real. Al hombre, por el contrario, le cuesta trabajo volar un poco más alto. Ver la belleza y la grandeza de su llamada.
Con frecuencia, el matrimonio no es fundamental para él, sino que él se casa para agradar a una mujer verdaderamente bella, de la que se haya enamorado profundamente. El hombre puede ser fiel no en el plano del deber, sino solamente en el de un placer todavía mayor, que surge cuando en ella ve el placer infinito. Cuando siempre tiene ganas de estar con ella, porque ella refleja el infinito. Entonces, el hombre está dispuesto a hacerse matar por la mujer, en la que llega a ver tal unicidad que le hace olvidar a las demás.
Por consiguiente, estoy convencida de que Matteo, a fuerza de oraciones, de novenas y de sutiles presiones psicológicas (por mi parte) acabará decidiéndose a hacerle la fatídica propuesta a Simona, que es una mujer realmente bella también en lo espiritual, y que no transige sobre este particular: tiene que ser él el que lo pida. Y, por supuesto, alrededor de dos días después, la propuesta vendrá colmada de dudas, siempre por culpa de la famosa historia del alto coste de mantenimiento.
Por otra parte, incluso Chesterton, que fue un tenaz defensor del matrimonio, escribió: "¡Matrimonios imprudentes! Pero decidme: ¿dónde se ha visto alguna vez en el cielo o en la tierra un matrimonio prudente? ¡Otro tanto se podría pensar sobre los suicidios prudentes!". Intervienen las variables humanas, los sentimientos, las convicciones, las decisiones y las dudas. En particular, una de las dudas de Simona juega al tenis, tiene las espaldas tan anchas como mi biblioteca y está bronceado todo el año: es su ex (no puedo hacer nada si ella tiene un ex digno de un guión rechazado escrito por un escritor indolente, pero la poco brillante es la realidad, no yo). Intento explicarle a Simona que, cuando se toma un camino definitivo, siempre hay un momento en el que todos los demás te parecen de pronto maravillosamente atrayentes, incluso los más banales, incluso aquellos cuya inconsistencia habíamos tocado con nuestra propia mano.
También ella, que es prudente e inteligente, creció en un mundo en el que tiene mucha fuerza la mitología del amor como llamarada que se consume y que después se apaga en la cotidianeidad — "sólo hay un amor que resiste: el que no es correspondido", creo que decía Jodie Foster en Sombras y niebla — y creo que esta idea alocada, superficial y emotiva deja su rastro incluso en los más prudentes, en los más inmunes y convencidos defensores del matrimonio.68
Nada de original desde el Génesis hasta ahora: el diablo, que quiere ver cómo vamos a la perdición eterna, y que vayamos con nuestras propias piernas (si no, no vale), intenta desde hace unos cuantos millares de años convencer al hombre de que todo lo que es bueno para él, lo que le hace vivir, realizarse, lo que exalta sus potencialidades, los dones, los talentos, lo que le da la verdadera felicidad, es, por el contrario, algo aburridísimo, feo, doloroso, trabajoso, una auténtica desgracia.
Y, como el diablo es el príncipe de este mundo, estas ideas las repiten como papagayos todas las cajas de resonancia de la voz del mundo: la televisión, los periódicos, el cine y casi toda la narrativa contemporánea. Toda la comunicación, y ahora, ¡qué lástima!, también la información, es "emocional", palabra de marketing. Encuéntrate a ti mismo — ése es el mantra, encuentra tu verdadera libertad, no te dejes limitar por las instituciones, por los esquemas, haz lo que sientas. "El matrimonio es una cosa absurda, es como si uno que tuviera hambre se comprara el restaurante", dice un personaje de Renato Pozzetto, que copia mal a Jack Lemmon: "¿Ha estado casado usted alguna vez?". "Una vez, pero me liberé. Ahora las alquilo".
Y, obviamente, si no lo sientes — ¿qué querrá decir sentir en un asunto tan serio?—, cortas también esa "relación". Para acabar finalmente, todos, incluyendo a los libertinos más endurecidos, poniéndose a buscar a su alma gemela, con la cual, esta vez sí, será para siempre, lo presiento.
Desafortunadamente, por otra parte, reconozcámoslo con resignación, con desconsuelo, si alguien exalta el matrimonio, a menudo lo hace con palabras sobadas y apagadas, y con esas fotitos de familia rigurosamente en calzado cómodo y chándal para tiempo libre, que provocan siempre, hasta en el auditor más voluntarioso, aunque sea profundamente católico, el deseo de tomar cualquier otro camino, incluido en el límite, para evitar el ataque de claustrofobia, huir a las Barbados con el mecánico transexual de la melena rubio platino.
Es difícil encontrar palabras que sepan exaltar la familia como una aventura para tipos realmente duros, un desafío fantástico y apasionante donde es algo obligado, entre otras cosas, continuar seduciéndose y reírse muchísimo, aun cuando se esté cansado. Porque el cansancio se da, pero el amor tiene una única medida: aquello a lo se está dispuesto a renunciar.
Sé que dicen que, a pesar de todo, en caso de divorcio, la pena se supera, que es bueno para los hijos tener más casas y estar con los nuevos compañeros de mamá y de papá, porque todos somos hermanos y podemos querernos mucho todos. Pero los lazos verdaderos tienen una gran fuerza carnal y visceral, están hechos de sangre o, en cualquier caso, de paternidad y maternidad (incluidas las adoptivas), porque el amor también es un sentimiento violento y fuerte, y ser celoso es justo, porque también Dios es celoso con nosotros, tanto que, para no perdernos, se hizo matar.
El punto de partida para aniquilar la familia fue la "normalización" del sexo, hacerlo lo más semejante posible a una forma de actividad física que no tenga ninguna relación, como a veces ocurre en realidad, con algunos conceptos grabados en lo más profundo de nosotros, los conceptos de pureza y contaminación, de inviolabilidad y profanación, como dice Roger Scruton.69 El deseo liberado de los vínculos morales es un estado de ánimo nuevo y extremadamente artificial. Por otro lado, también la inmortal Sally se lo dice a Harry después de haber hecho el amor.
"¿Por qué te comportas como si todo hubiera cambiado?", pregunta él.
"Porque todo cambiado".70
El deseo tiene como referencia no sencillamente un cuerpo, sino a una persona, con un carácter, una conciencia y una dimensión trascendente: el verdadero deseo es arriesgado y amenazador porque es una súplica que pide reciprocidad. Esa persona no se puede sustituir por ninguna otra (al contrario que en la pornografía), y sobre esta base profundamente humana se fundamenta el matrimonio, que no es un contrato de cohabitación, sino un voto de unidad.
Haber liberado el sexo de tantos vínculos, resonancias e implicaciones, haberlo separado sobre todo, con la contracepción, de la posibilidad de acoger la vida, ha privado al matrimonio de su significado profundo de rito de iniciación, haciéndolo cada vez menos necesario, determinante y único. Ahora se ha convertido en poco más que un pacto que sanciona el deseo de estar juntos, al menos durante un tiempo, probablemente después de haber hecho un ensayo general. En una ocasión para hacer una fiesta — que a veces llega a ser directamente un obstáculo ("Debemos ir ahorrando el dinero") — y, en cualquier caso, en un acuerdo más o menos privado para el cual el reconocimiento de la Iglesia, de la sociedad, de las generaciones pasadas y futuras es cada vez más irrelevante.
Pero Simona y Matteo, si se casaran, podrían entrar con respeto en la estancia secreta en la que se transmite la vida, porque lo que hay en juego es mucho, y entrar en ella con apertura. La visión de ese lugar sagrado es o fascinante, si entras quitándote el calzado, o tremenda, si vas para destruir, pero nunca se puede decir que sea una visión neutra. Entonces, en esa estancia se cubre una la cabeza, como al entrar en un templo (está claro que, ahora, en nuestras iglesias, se entra igualmente con pantaloncitos, y con el móvil encendido...). Quien entra con respeto pone su propia vida y la de los hijos que pudieran venir (pero que igualmente pudieran no venir) en manos de Dios, que jamás traiciona nuestra confianza. Estar abiertos a la vida, con responsabilidad pero con disponibilidad, nos asegura el apoyo del alto y glorioso Dios, para el cual todo es posible. Se entra, entonces, en una dinámica de confianza que quita todos los miedos, porque estamos con el Todopoderoso, como dice mi amiga Isabel.
La aparentemente conquistada libertad sexual tiene un precio altísimo, que pagan en primer lugar los hijos, que, por lo pronto, son pocos, y que además adolecen de una seguridad mucho menor y de un menor sentido de pertenencia a una comunidad organizada y dotada de puntos de referencia estables. Una sociedad que ya ni siquiera es líquida, sino que está directamente atomizada, es decir, en la que los vínculos que se estaban licuando se han fragmentado definitivamente.71
Para que conste, yo remo a contracorriente, y en mi casa se celebran siete u ocho matrimonios al día: las aventuras de los personajes de mis hijas, sean Barbies, princesas, ardillas o niñas con nariz de botón, siempre concluyen con una solemne promesa de fidelidad eterna. De hecho, los protagonistas de la historia base, si es hora de cenar y hay que ir rápido, son al menos un él, una ella (lo sé, somos un poco retrógrados y políticamente incorrectos, pero en nuestra casa siempre se casan y además un varón con una hembra) y "el que lo registra", es decir, el celebrante. No necesariamente un sacerdote, porque en el caso del matrimonio de una gallina y un caballo, o entre dos dinosaurios, se admite el rito civil, desde el momento en que — lo sé, también en esto somos políticamente incorrectos — los animales no tienen un alma espiritual e inmortal. Debo admitir, siempre para que conste, que sólo he conseguido infundir este intenso celo matrimonial en mis hijas, porque los varones prefieren liquidar gente por todos los medios posibles — desde los soldaditos de Lego, pasando por las escopetas de balines de plástico, hasta los videojuegos — y si yo intervengo en el juego se dirigen a mí como "muñeca" o "nena", es decir, como a una mujer a la que como máximo se le puede decir: "Necesito cerveza e información frescas" (pero luego se conforman con pan y nutella.72 Quizás desvele un secreto demasiado íntimo, pero quisiera decir que hay también momentos muy privados en los que recibo propuestas de matrimonio. O, si he besado demasiado lascivamente a un hijo, me convierto en causa de altercados masculinos, generalmente a cojinazos, al grito de "quita tus sucias manos de mi chica".
Dicen que un niño liberado de presiones culturales podrá, en su día, elegir su orientación sexual entre las diversas posibilidades existentes porque, por si no lo sabéis, no hay sólo dos — qué retrógrados sois—, sino cinco. Evidentemente, mi marido y yo somos crueles manipuladores de conciencias, porque los varones y las hembras de nuestra casa tienen gustos, actitudes, inclinaciones y capacidades tan distintas que a veces me parece imposible haberlos parido yo a todos (¿esos dos cazadores de recompensas que oigo cuchichear juntos hasta bien entrada la noche no serán de otra especie?).
Precisamente por ser varón, Matteo tiene que ser el que le pida a Simona que se case con él, porque para hacerlo hace falta valor, y el valor es cosa de hombres. Un hombre tiene que saber cuándo es el momento de dar el salto, de cortar por lo sano, de romper con las vacilaciones.
Los dos novios tienen también dos casas en las que viven solos, pero afortunadamente están resistiendo a la tentación de hacer una prueba de convivencia, y creo que están viviendo este periodo en castidad, otro dato que me permite esperar una rápida clausura del dossier (hasta que no veo casados a mis amigos no encuentro la paz). Está claro que la libertad sexual tiene un efecto disuasorio potentísimo respecto del matrimonio, mucho más que las dificultades laborales, los graves problemas habitacionales, la precariedad e incluso que la crisis de fe. Como decía Paul Newman, que, para que conste, estuvo casado con la misma mujer toda la vida, "¿para qué me voy a comprar una vaca si yo puedo ordeñar la leche gratis?". El concepto es brutal, pero, a fin de cuentas, contiene algo de cierta ruda sabiduría.
En cuanto a la convivencia a la que se ha resistido Simona — ha sido suyo el mérito—, con respecto al matrimonio, supone una revolución copernicana: cuando convives estás junto mientras las cosas van bien. Da igual que luches con todas tus fuerzas, que te desgastes seriamente, pero admites ya desde el comienzo la existencia de un nivel b. Ni siquiera hay necesidad de que vayas al juez, ni de que derroches en abogados.
Cuando dos se casan, ya no son sólo él y ella, sino una tercera cosa, una sola cosa. Una tercera cosa que los psicólogos llaman de muchas maneras, pero que nosotros, los creyentes, llamamos sacramento, operado por el Espíritu Santo y enriquecido por sus dones, que son amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, clemencia y dominio de sí. Dios les hace estos regalos a todos los hijos que se los piden, de hecho, más que mandárselos los inunda de ellos, no por él o por ella, sino por esa cosa nueva que son los dos juntos.
Como decía al comienzo, aunque me han estado vendiendo como astuta consejera, ni siquiera sé cómo convencer a un hombre para que se case. Apenas lo conseguí con el mío, y todas las maquinaciones que he intentado entre mis amigos han fracasado estrepitosamente (no obstante, soy una buena asesora de amigas ya dotadas de hombre, pero sólo porque todas sus equivocaciones ya las he cometido yo antes).
Como siempre, estoy convencida de que, en este caso, las palabras son de lo menos adecuado para desenredar la situación: si Simona empieza a hablarle a Matteo acerca de su necesidad de seguridad, él se pone fatal.
Pienso que, al hombre, es razonable pedirle una fecha, aunque sea lejana, pero una fecha: de hecho, disponer de un límite que le sirva para organizarse no lo perturbará tanto. Matteo está más preocupado que Simona por los aspectos prácticos del mantenimiento de la futura familia. Naderías como el salario y una casa donde vivir, cosas que el hombre siente que son su responsabilidad aunque sean dos los que trabajan, mientras que yo, por ejemplo, considero más alarmantes una mirada fría o una mala palabra que las facturas de la comunidad de vecinos.
Puede que Matteo no haya reflexionado bastante sobre el hecho de que hay un tiempo para cada cosa y que, cuando ese tiempo pasa, no vuelve. Puede que se haya tragado el cuento de las puertas giratorias, de las ocasiones que se van presentando en la vida de vez en cuando y que nos van llevando a encrucijadas siempre nuevas y siempre excitantes. Puede que piense que las decisiones que se toman son como una rueda que gira y que siempre va presentando nuevas oportunidades, cuando en realidad nuestras decisiones son, más bien, como las ramificaciones de un árbol. Cada elección — o no elección — que hacemos determina la dirección definitiva que tomará nuestra rama, y una vez tomada una ramificación ya no se puede volver sobre los propios pasos, como saben las mujeres que vuelven atrás demasiado tarde, para descubrir que el tiempo oportuno para ser madres ya pasó.
Para curar a Matteo de su juvenilismo, de la idea de que en el horizonte siempre hay un futuro lleno de posibilidades, Simona podría regalarle un molesto, anticuado y ruidoso reloj de péndulo. Lo obligaría así a darle cuerda, tomando conciencia de este modo de que los días pasan. El mecanismo emitiría un fastidioso tic-tac, sobre todo en los momentos de silencio, también de noche, cuando él intentara distraerse navegando o viendo una peliculita poco exigente (la idea de que la distracción es necesaria siempre y de cualquier modo, y de que es un bien, es otra de las grandes mentiras contemporáneas, otra de las victorias de Escrutopo).73 Y, con el regalo, podría escribirle una bonita nota.
Querido Matteo: Me gustarla decirte que estoy aquí, pero no para siempre. Mientras que no nos juremos amor eterno, siempre podré irme. Me gustaría decirte que me estoy poniendo lo más guapa que puedo, por ti. Si, sé que tú, aunque tengo la colección completa de rojos Essie,74 no te das cuenta, y si me pongo en las uñas una laca color geranio para hacerme irresistible a tus ojos, tú, a mi pregunta "¿Me notas algo?", me contestas que me he cortado el pelo. De hecho, me estoy poniendo guapa para ti también de otra forma. Intento no angustiarte con problemas inútiles, sólo me quejo con las amigas y sobre todo encomiendo nuestro verdadero bien a Dios en la oración, que está abriendo mi corazón, haciendo que siempre esté más dispuesto a acogerte a ti y a las nuevas vidas que quizás algún día pongamos en marcha. No obstante, tú escucha el péndulo que marca las horas, y sabe que, en la vida, el momento oportuno sólo llega una vez. Y perdona los borrones en la nota. Me estaba poniendo el esmalte que, para que conste, hoy es de un exquisito color ruleta rusa.
Con amor, todavía no eterno, Simona.
 
He dicho "Dios", no "bio", o La educación debe tener un fin elevado

CUANDO veo a Giuseppe con sus hijas, la alarma DON'T PANIC que habitualmente intento tener encendida en beneficio propio en el lóbulo occipital del cerebro — me basta cerrar los ojos para verla — se apaga, y comienza a encenderse una gigantesca alarma panic parpadeante. Eso no me ocurre ni siquiera cuando me doy cuenta de que he salido con un calcetín más corto que otro (cosa que no sólo revela que soy boba, sino también un horrible secreto, que de vez en cuando me pongo calcetines altos hasta la rodilla: todas queremos hacer creer que llevamos siempre liguero, pero debajo de los vaqueros es inhumano, ¡vamos!, ni siquiera Lulá de la Falaise), ni cuando me cita la profesora de primaria (¿cuántos puntos de madre he sacado?, ¿he aprobado el examen?, ¿hay otra madre mejor que yo?, está claro que, en caso de respuesta afirmativa, lo reconoceré deportivamente, pero no podré hacerlo sin subrayar que la otra es bajita y un poco ancha de caderas), ni tampoco cuando un hijo se queja de un fuerte dolor en el cuello ("¿será meningitis fulminante?", me pregunto con mi admirable equilibrio de siempre; normalmente, sin embargo, el enfermo, tras un cuarto de hora de sofá, se levanta, se estira y dice: "Me encanta el olor a napalm por la mañana temprano"; por tanto, concluyo que no, que no era meningitis, que solamente había estado leyendo un tebeo en una posición incómoda).
Mantener la calma, DON'T PANIC, siempre. Incluso cuando un hijo vomita espaguetis desde lo alto de la litera acertando de lleno con trayectorias audaces precisamente en el interior de la caja de los Lego, o cuando un joven aspirante a suicida decide demostrarle al hermano que es mayor y que también sabe nadar sin manguitos y se ahoga solo sin previo aviso (se hunde como el plomo, para mí que no sabía nadar), o cuando una aceituna se atranca en la garganta de una niña que la ha robado del plato con su mano gordita (tiene razón, la aceituna está mejor que la papilla de verdura y cordero): en todos estos casos, una madre consigue sacar una dosis de fuerza y sangre fría que no sospechaba tener, poner bocabajo a la niña como a un conejo y darle un golpe seco en la espalda para que salga la aceituna, repescar del agua al hijo por los pelos y comprobar que está bien antes de dejarse llevar de una crisis de histeria y recoger cadáveres de espaguetis sin sentir náuseas (para después jurar no comer nunca más).
Pero cuando veo a un padre, como Giuseppe, que dirige, decidido, voluntarioso y convencido, la educación de sus hijas hacia el vacío absoluto, no consigo experimentar más que pánico: la alarma empieza a parpadear, me siento perdida. El padre es el que debe indicar a sus hijos el sentido, y si un padre equivoca el camino, si no hace de padre, ¿quién podrá hacerlo en su lugar?
Por tanto, digamos sin más que, personalmente, cuando comienzo a leer o a escuchar algún discurso sobre la "educación en valores", el cerebro se me cierra instantáneamente como ante la tabla periódica de los elementos químicos. No comprendo, ni siquiera sé que se entiende por el término "valores".
Es toda una puesta en escena. Educar de verdad, pero de verdad, es un trabajo dificilísimo que sólo Dios puede hacer con nosotros, con una buena cantidad de tiempo y de gracia, y con nuestra colaboración: tiempo, cansancio, lealtad, sacrificio y oración. Estamos hechos de barro, y no basta una vida para limpiarnos y ponernos presentables. Lo máximo que los padres podemos conseguir son comportamientos socialmente aceptables. Por lo cual, las peroratas sobre la educación en valores me hacen morirme de risa, por muy de moda que estén. Me parecen tan incisivas como las pulseras de goma "stop al hambre en el mundo" o "contra la violencia" (¿hay alguien que esté a favor del hambre en el mundo?), o como ciertas formas de protesta: mi hijo, leyendo la historia de los Beatles, se convenció de la bondad de las formas de protestar contra la guerra del estilo de John Lennon y, lo mismo que él, pretendía pasar mucho tiempo en la cama (pero fue obligado a levantarse para arreglar la habitación, una causa menos noble, lo reconozco). A pesar de todo, yo también me ofrezco a protestar de ese modo contra cualquier plaga, contra la extinción de las chinchillas o contra la ineficacia de la línea ferroviaria adriática. Puedo dormir gratis por la batalla civil que sea, me presento voluntaria.
La idea de educar en valores me da la risa porque pienso que el hombre, por sí solo, es fundamentalmente malo; lo dice el Evangelio, no yo. Por eso, dice Jesús: "Sin mí, no podéis hacer nada".75 Por tanto, se trata sencillamente de estar con él, que "sabía lo que hay en el corazón del hombre y no se fiaba",76 pero que nos ama igualmente, y nos ama hasta morir por nosotros.
En cambio, Giuseppe piensa que su deber de padre es permitir que sus hijas saquen afuera libremente todas sus potencialidades, sin limitaciones, sin presiones, libres un día para elegir en qué creer. Y hasta aquí podríamos llegar con él: el riesgo educativo conlleva siempre la libertad definitiva del hijo. El problema es que, para él, creer en algo e intentar comunicar la buena noticia a los hijos significaría dañar su libertad y su derecho a la autodeterminación: una idea que podría tener un vago vestigio de sentido si el hombre fuera bueno por sí mismo, si no tuviera necesidad de educarse en un combate espiritual hasta derramar la última gota de su sangre, si no estuviera herido para siempre y marcado hasta en sus vísceras por el pecado original. Por debajo de los diez años, más o menos, los niños carecen de sentido moral autónomo y, para ellos, las normas llegan sólo a través de las sanciones. Pequeños castigos demostrativos, por supuesto, nada de malos tratos, pero señales claras (te quedaste sin helado, te quedaste sin jueguecito) que sirvan para hacer que el niño respete las reglas simplemente porque le conviene, antes de ser lo bastante mayor para interiorizarlas. Por el contrario, para mis amigos, que aborrecen la idea de que exista una guía, el padre no es más que un proveedor de servicios, que se encarga sobre todo de la atención física y sanitaria y de la manutención; después, en el límite, más tarde, un amigo que hace con él una parte del camino.
Creo que así se explican las obsesiones contemporáneas de los padres por la atención médica o, en cualquier caso biológica, de los hijos. No digo que haya que llegar a mis excesos (siempre respondo al azar a los requerimientos de mis hijos sobre las enfermedades infecciosas, ¿y hay alguien que se acuerde de todo?, mi única esperanza es la memoria de mi tía hipocondríaca, yo me despreocupo), pero ciertamente Giuseppe, y también su mujer, hacen que me angustie, disertan en la mesa sobre el equilibrio del sistema endocrino como nosotros hablamos de peonzas, y tienen una serie muy rígida de normas de tipo médico-físico: creo que su idea del mal absoluto se parece mucho más a una enorme ración de patatas fritas del Burger King (que, permitidme decirlo desde el púlpito de mi amplia experiencia de madre blandengue, son mucho mejores que las del McDonald's) que a la condenación eterna, lo único a lo que yo, personalmente, temo de verdad. Para compensar el desinterés por la suerte del alma y por la felicidad profunda de los hijos, mis amigos se preocupan muchísimo de su suerte inmediata, física: no hay golpe de tos o manchita en la piel que no tengan que ser analizados, no hay tarde que no esté ocupada por una actividad sana y estimulante, no hay comida que no haya sido sometida a la comisión examinadora.
Lo sé, está claro que, en cuanto al consumo de verduras por parte de mis hijos, yo podría mejorar: digamos que tengo miedo de que, de un momento a otro, irrumpa en mi casa, a la hora de comer, un grupo de hombres armados de la Food and Drug Administration,77 y no sé si se conformarían con las dos o tres sopas de verduras semanales que suministro y que, no obstante, que lo sepan, me cuestan mantener pulsos extenuantes, hasta tal punto que mis hijos han decidido reescribir la Constitución Italiana. El objetivo final, según dicen, es un referéndum para abrogar el calabacín, su enemigo jurado. He aquí los primeros artículos: 1. Esta casa es una democracia basada en los niños. 2. Esta casa repudia su utilización del puré de verduras como instrumento de tortura y de resolución de conflictos alimentarios. 3. Los deberes se equiparan al trabajo en negro y, por consiguiente, son declarados ilegales.
Como nuestra casa no es una democracia, y menos aún basada en los niños, mi marido y yo tenemos votos de calidad, somos Grandes Electores, y la nueva Carta no ha sido aprobada, pero, ciertamente, por aquí se ven pocos niños sonriendo ante un plato de brócoli. Una vez, lo confieso, obligué a mi hija Lavinia a comerse una pera. Soy consciente de ello, soy un monstruo de insensibilidad y sé que esa horrible experiencia la marcará de un modo indeleble. Para expresarme todo su desdén, la pobrecita niña de cuatro años, me miró a los ojos y sentenció: "¡Conque ahora eres bio!". En casa, de hecho, "biológico" es sinónimo de las peores vilezas, porque normalmente nuestros amigos biológicos comen horribles caramelos de miel con forma de ositos (para nosotros, los caramelos, para ser homologados, tienen que estar cargados de colorantes y conservantes), organizan meriendas de degustación de acelgas, visten tejidos de algodón orgánico de diseños llamativos y juegan con elefantitos de madera y tambores hasta la edad de pasar directamente al primer porro (característico del joven criado a base de principios bio, el cual, apenas le aflojas las riendas te las gasta de todos los colores: cuando vienen invitados a mi casa, son claramente ellos los más famélicos consumidores de comida basura).
En cuanto a las preocupaciones médicas, mi principio guía es, por el contrario, la táctica del avestruz, que queda condensada en la siguiente reflexión: "Si te haces una revisión, te encontrarán lo que no esté bien; por tanto, no te hagas revisiones y todo seguirá bien". En caso de duda, siempre llevo en el bolso, junto con los productos de primera necesidad, como el Eau de Beauté de Caudalie y las tiritas,78 un botecito de aceite bendito procedente de Loreto, adonde vamos todos los años a encomendarnos: hasta el momento, la Virgen, Salud de los Enfermos, siempre ha resuelto nuestros problemas físicos.
Como soy un poquito consciente, sé que, en cambio, esa táctica del avestruz no la puedo aplicar con mis hijos; por eso, por lo que a ellos respecta confío en una pediatra muy lúcida, muy rubia y muy tranquila, que nunca se preocupa, pero que tiene todo bajo control. Cumplo diligentemente todo lo que me dice, no tengo nada contra la medicina tradicional (sé que tiene efectos colaterales, pero me basta y me sobra con que te cure), no hago preguntas, no me interrogo, no consulto a otros médicos, no busco en Internet, porque cada vez que tecleo el nombre de una enfermedad en Google descubro que la tengo. Todas excepto, quizás, el cáncer de próstata.
Tengo un montón de amigas que, en cambio, conservan el médico de la ASL "sólo para las recetas rojas",79 pero para todo lo demás acuden a algún médico de pago fuera de serie, que a su vez solicita otros controles y verificaciones, principalmente para demostrarles que no han tirado su dinero (detecto igualmente, en algunos médicos, una alegre disposición a aconsejar intervenciones quirúrgicas, que serán, por supuesto, más fiables si se realizan en clínicas privadas). Por definición, dos opiniones médicas siempre serán discordantes, de tal modo que proporcionarán material ansiógeno siempre fresco, pero dando la sensación de que, al menos, hacemos algo por nuestros hijos. Hijos que, aunque perfectamente alimentados y sanitariamente impecables, pronto llegan a estar descontentos y a ser incontrolables. De hecho, ocuparse sólo del cuerpo, deja fuera de las preocupaciones de los padres la parte fundamental, es decir, la mente y el alma del niño. Y, por otro lado, las cosas no mejoran cuando el niño se convierte en muchacho: se intenta intensificar la única atención que los padres sabemos gestionar, la biológica, considerándolo siempre un poco niño, y no un joven o una joven que aceptan su libertad y deciden cómo, o mejor, para quién usarla.
El problema es: ¿cómo se le dice a un padre que haga de padre, si no lo hace por sí solo? Es obvio que al hombre se le cierran automáticamente los oídos cuando una mujer intenta darle consejos, sobre todo si la mujer, casualmente, resulta ser también su mujer.
No tengo más remedio que decírtelo a ti, Valeria, a ti que hablas mi lengua, la de las mujeres: hay muchas cosas que puedes hacer para favorecer el nacimiento de un padre en tu marido, Giuseppe. Por el momento, podrías dejar de alimentar resentimientos contra él cada vez que se pone ante el ordenador, que ve la televisión o que se pone a trajinar con algún dispositivo tecnológico, que es claramente la forma favorita de relajarse de casi todos los pertenecientes al género masculino. Durante algún tiempo, me hubiera gustado aclarar de alguna forma esta inexplicable atracción, pero hace mucho que renuncié a entenderla. Convivo serenamente con esa diversidad entre mi marido y yo, porque si nos encontramos con una amiga y nos dice "Me he peleado con Andrea, pero no consigo llamarlo porque se me ha roto el iPhone", yo grito angustiada: "¡No! ¿Que te has peleado con Andrea?" en el mismo instante en que mi marido estalla abatido: "¿Que has roto el iPhone?". Cuestión de prioridades.
De todas formas, Valeria, si tu marido se escaquea de vez en cuando, sea cual sea su modo de hacerlo, debes dejar de condenarlo por eso, y quizás incluso debieras aprender de él de vez en cuando. También Dios descansó el séptimo día, hazlo también tú. Deja de pesar en una balanza la contribución de cada uno a las tareas de la casa. Deja de medir todo lo que viene de él, si es más o menos, mejor o peor que lo que haces tú: así no lo respetas y, ciertamente, ése no es el modo de enseñar a tus hijos a que lo respeten. No lo critiques nunca delante de ellos, no intentes ponerlos de tu parte, porque vuestra parte debe ser una sola. Defiende su derecho a ser distinto de ti, y si los niños lo asaltan cuando viene del trabajo, intenta enseñarles que su papá no ha estado tomando el sol bajo un cocotero, y que necesita descansar, porque no es capaz de pasar de una tarea a otra como mamá, que de hecho tiene los nervios un poco frágiles y probablemente dentro de poco tendrá un ataque cardiaco y así se decidirá a ralentizarse, cosa que será buena para todos. Por otra parte, papá no se puede ordeñar incesantemente como mamá, la cual, obviamente, para los niños no es más que una continuación de sus propios cuerpos, un ser completamente carente de necesidades suyas autónomas (recupera el derecho a meterse en la cama con fiebre sólo después de varios años en los que, aun con fiebre, se arrastraba de un cuarto de los niños a otro, a gatas, cabizbaja, con el paso de un jaguar, segura de caer si hubiera intentado ponerse en pie; años en los que se dormía en la tienda cuando probaba la almohada para las cervicales o en la camilla del angiólogo o cuando le lavaban la cabeza en la peluquería).
Con objeto de que él, después, empiece también a tomar decisiones en lo que se refiere a los hijos, no vale decirle: "Tienes que decirle a Ludovica que no puede seguir así". Y estaría muy bien que tampoco le dijeras: "Me gustaría que le dijeses a Ludovica". Sería perfecto decirle: "Ludovica se comporta así" (es verdad, no se da cuenta, es verdad, se distrae, es verdad, parece que no le importe gran cosa, pero precisamente para eso estás tú a su lado) y añadir: "¿Qué piensas? ¿Qué podemos hacer?". El buen padre tiene la lucidez para tomar la decisión justa, porque se involucra menos afectivamente, no ve peligros por todas partes y tiene el valor de afrontar también los desafíos que se les plantean a sus hijos.
Por el contrario, una de la técnicas preferidas de Giuseppe es hacerse el tonto, porque odia tomar decisiones, una tara bastante extendida entre los varones contemporáneos. Quien no decide, luego sufre de forma particular por las decisiones que toman los demás, por los vacíos propios que algún otro llena después, por una expropiación real de un territorio que se ha dejado demasiado libre. La única manera de inducirlo a tomar decisiones es, por tanto, que te hagas la sueca, que no busques soluciones por él, que no llenes sus vacíos y que le replantees continuamente la cuestión. Replantearla no como un desafío, sino con el deseo leal de escuchar su respuesta y, esto sí que me lo tienes que prometer, de acogerla. Porque, querida Valeria, que no responda como tú habías pensado no significa que se esté equivocando. Tienes que prometerme que lo que te diga lo escucharás de verdad, intentando honradamente acallar todas las objeciones que se te agolparán en la boca. Deberás decir que sí a sus indicaciones acerca de vuestra casa y de vuestros hijos, confiando en su modo irreduciblemente distinto de actuar en el mundo. Tu lealtad lo conmoverá. ¿Y sabes qué pasará? Si, por una vez, las cosas no se hacen a tu manera, no pasa nada: ¿no te acuerdas de cuando estuviste enferma de verdad?, soltaste las riendas y, como diría Jimmy Fontana, "el mundo no se ha parado nunca ni un solo momento".80 Podrías descubrir, incluso, que él puede tener razón y que, aunque se haya equivocado, el haberlo obedecido hubiera sido, a pesar de todo, un acto de dominio de ti misma, de voluntad, de amor generoso para con él. Pienso que las primeras veces que le des la razón, Giuseppe se sentirá un poco mal y se preguntará, suspicaz, qué hay por debajo. Comenzará a temerse que le ocultas algo terrible, por ejemplo, que tienes un amante, que has decidido separarte o, aún peor, que le has estropeado su colección de discos de Nick Drake.81 Será difícil convencerlo de que lo único que quieres es fiarte de él, un precioso espectáculo para los hijos, y un bonito desafío para él, que así se verá obligado, la próxima vez, a preguntarse sobre el significado de ser padre. Yo, personalmente, sé lo que quiere decir ser madre (tener mucho sueño), pero no estoy en condiciones de decir lo que es ser padre.
No bastan, y ni siquiera son necesarios, los manuales que infestan los estantes de las librerías de todo el mundo, llenos de instrucciones de uso encaminadas a producir prestaciones cada vez más elevadas (¿cómo se ha podido pasar la humanidad sin esos manuales tantos miles de años?). No hacen falta porque lo de ser padres no es una técnica, no son habilidades que haya que adquirir, aparte de algunas fundamentales bastante intuitivas: no hundir el chupe en el barro antes de ponérselo en la boca a un recién nacido, si es posible darle el pecho o, en caso negativo, no añadirle licor alguno al biberón y no animar a los aprendices de electricistas a cortar los cables con las tijeras o a meter estufas eléctricas en la bañera llena de agua y con alguna hermana dentro. Hay que dar cuanto antes signos definitivos y coherentes que expresen quién manda en casa: manda quien esté en condiciones de comprender qué es lo bueno para todos, por lo tanto, no mandan los niños de dos años, y quien esté dispuesto a servir, para alcanzar ese bien, hasta llegar incluso a morir; por tanto, manda el padre.
Misteriosamente, además, la mayoría de los manuales limita a la infancia el radio de acción de los padres, como si, pasado el tiempo de los cuidados biológicos, los padres hubieran acabado su trabajo y como si, por el contrario, no comenzara el desafío más exigente, la presencia de un hijo adolescente en casa, que será un severísimo examen para nuestra coherencia de vida.
Lo que nos consuela y alivia es que nosotros no damos la vida, nos es entregada por Dios, y a él se la volvemos a entregar. Los hijos que nos son confiados no son producto de nuestras habilidades, del control que hayamos conseguido ejercer, de las técnicas que hayamos aprendido en los manuales.
Giuseppe, por ejemplo, es un consumidor compulsivo de libritos de instrucciones acerca de la infancia. Se esfuerza sinceramente en hacer su papel de padre, se lo ha trabajado: hizo de él su única misión y, por eso, aprobó una oposición a un puesto fijo que no le gustaba, pero que estaba hipergarantizado, se puso resignado su traje gris (hasta aquel momento usado sólo en calidad de invitado a una boda) y todas las mañanas ofrece heroicamente su cuello al nudo corredizo. Sus dos hijas son lo único que activa su entusiasmo, toda su esperanza para el futuro, el veredicto sobre su éxito personal; en cuanto a Valeria, se entregó con celo misionero a su función materna, que la ha absorbido totalmente (os lo ruego, decidme que yo no era así también, capaz de disertar durante horas sobre la consistencia de la deposición de mi prole en el pañal, y más tarde sobre las notas del colegio y, obviamente, sobre la incapacidad de la maestra para valorar plenamente las potencialidades ocultas de mis muchachos).
Esta actitud, una inmersión totalizante, un sumergirse sin traje de buceo en el mar de la paternidad, es el estilo imperante y explica la proliferación de blogs, páginas de Internet y libros que hablan de lo increíblemente perturbadora que resulta la llegada de un niño y de las crueles renuncias que debe hacer una pobre pareja (piénsalo, nunca más podrás irte de improviso a Formentera aprovechando una oferta de último minuto, es realmente para que te den escalofríos) por causa del pequeño soberano sin poder entregarse al conformismo más obvio: hacer todo lo que se te pasa por la cabeza apenas te pasa y con el máximo de libertad (cuando, por el contrario, la libertad es retar a duelo a nuestro egoísmo).
Será que, como estoy tan pasada de moda, nunca disfruté de las noches locas de Formentera, ni antes ni después del nacimiento de mis hijos, y ni siquiera sé lo que es un mojito, pero la llegada de los niños no me resultó tan perturbadora, excepto por el hecho de que ya no puedo correr maratones, porque habitualmente mi tiempo libre son tres minutos y doce segundos al día (los uso para limpiar las manchas de moho de la pared). Al contrario, si es por eso, mi tasa de mundanidad ha experimentado una brusca subida: pizzas de fin de año con las maestras, fiestas de cumpleaños y ensayos de danza.
Me resulta extraño que se perciba tan a menudo a los niños como perturbadores, descontrolados e invasores. Probablemente sea un efecto colateral del hecho de que su nacimiento ya no es un acontecimiento natural. Adquieren por esa razón un enorme peso, se convierten en el centro de las vidas de sus progenitores: rendición absoluta e incondicional frente al niño. Yo, personalmente, si en el parque se me acerca una madre con carrito, bajo la mirada y empiezo a hojear frenéticamente un libro cualquiera, adoptando una expresión absorta y esforzada mientras releo por octogésimo séptima vez un apasionante volumen que habla de un cierto Timmy en el Polo Norte, todo ello con el objetivo de no hablar un solo minuto de lo difícil que es convencer al pequeño de que deje el chupe (si el pequeño no es mío, no me importa para nada su chupe). Entre paréntesis, cualquiera que conozca a los niños sabe que "convencer" y "niño" son dos palabras que nunca van juntas, lo mismo que el "a mí me" es un error de gramática existencial. Un niño se dejará convencer para comprar un bidón de palomitas algo más pequeño solamente a cambio de tres paquetes de cromos, una clase de tratos a la que un padre jamás debería rebajarse. Un niño no se convence nunca de algo razonable que limite, aunque sea mínimamente, su placer inmediato. Un niño debe ser contenido, inducido y, a veces, obligado. Pero no convencido.
Hoy día, en cambio, como los adultos no están equipados para acogerlos, por estar desprovistos de coordenadas educativas, los dejan adueñarse del entorno a su antojo, y se sabe que un niño llega hasta donde se le deje llegar: hasta ocupar todo si no se le contiene. No solamente no es necesario que el nene esté de acuerdo con las líneas educativas, sino que es incluso indispensable que no lo esté, para así ayudarle en los primeros pasos de la batalla que le espera de mayor, en el combate espiritual, en el cuerpo a cuerpo contra el pecado.
¿Alguien ha oído alguna vez decir a un niño: "Basta ya, he visto bastante televisión, creo que me iré a la cama con una bonita edición de las opera omnia de Quinto Horacio Flaco"? ¿Existe por casualidad algún pequeño que esté en condiciones de decir, sin relación alguna con los estupefacientes: "No, querido progenitor, te ruego que no me compres tampoco hoy un juego de construcción. Prefiero la sobriedad, quiero usar mi fantasía e inventarme algo con lo que ya tengo"? Si conocéis a alguno, quiero estrecharle la mano, llamadme a cualquier hora del día o de la noche (abstenerse bromistas).
Cuando hay una pared y el hijo quiere atravesarla como si nada, la madre intentará romperla para ver si es posible hacer en ella una puerta. En cambio, el padre es la realidad: si esto es una pared, es una pared, y si es una puerta, es una puerta. Por tanto, el padre es la norma, la ley, pero también el descubrimiento, la búsqueda, el conocimiento.
Antes de comprender esto, me disgustaba que mis hijos le pidieran confirmación a su padre de todo lo que yo decía: estaba segura de que tal cosa ocurría porque yo no lograba disimular mi ignorancia, quizás había llegado al límite cuando les dije que Pancho Villa era el ayudante de El Zorro, o quizás porque todo lo que funciona en casa lo hace funcionar papá y, si el reproductor de vídeo se atasca, es mejor que yo salga de la habitación. Después, me fui dando cuenta de que la culpa no es de mi incompetencia — de todos modos, cuando esté jubilada pienso rellenar algunas de mis lagunas—, sino de lo específico de la paternidad: el padre es el que indica el origen y el destino del hombre. Por eso adoptamos el apellido de nuestro padre (mientras la ley lo siga consintiendo), porque le pertenecemos a él. Un padre que ciertamente no es más que un pálido reflejo del Padre al que tendemos, pero que, así y todo, nos cuenta nuestra historia, de dónde venimos y adonde vamos. Por eso, en nuestra casa, el padre, además de arreglar las cosas, expulsa todos los miedos, da la valentía para experimentar. De hecho, el padre tiene la fuerza necesaria para fijar objetivos difíciles de alcanzar, observa al hijo, lo conoce y, por eso, establece las reglas (como decía Konrad Adenauer, los diez mandamientos son tan claros porque no salieron de un debate parlamentario). La ley no es limitación, sino que es lo que nos saca de la esclavitud de Egipto: nos hace vivir mejor aquí en la Tierra (cuánta infelicidad hay en torno a las personas que son su propia cabeza y que dicen pertenecerse sólo a sí mismos...) y nos hace vivir para siempre.
Sí, Valeria, sé que a veces ocurre que Giuseppe abronca a tus hijas de forma no exactamente proporcional a lo que han hecho, sino proporcional a la importancia del partido que esté viendo. Entiendo que tu instinto sea agarrar la liana y tirarte abajo a defender al cachorro de los gritos del padre, pero eso es algo terminantemente prohibido. Los padres son los que cortan el cordón que une a la mamá, de hecho, deben salvar a los hijos de su abrazo sofocante y a veces mortal, porque ella está programada para intuir y satisfacer todas sus necesidades. No se puede ni siquiera imaginar la existencia de un hombre que fuera capaz de adivinar el número de estratos de camiseta que necesita un bebé o que esté en condiciones de descifrar un llanto infantil, ni siquiera lo consiguen los miembros de esa rara especie que forman los pediatras varones.
Entre las dotaciones básicas de las que están desprovistos los hombres está también la percepción de los peligros. Cuando estoy con Giuseppe, las niñas hacen triples Axel — sin patines, bastan los calcetines — para doblar las esquinas, se lanzan por las escaleras para ver si pueden volar como la Antorcha Humana, ingieren botones y tocan ollas hirviendo.82 Él, inadaptado e inconfesablemente aburrido por hacer este trabajo forzado e ininterrumpido de baby-sitter, apenas puede se distrae — hojea un libro, pone un mensaje, da una cabezadita — y las dos aspirantes a suicidas, de una inventiva riquísima, se aprovechan inmediatamente. Además, digamos la verdad, como no es una madre, el padre no posee ese instinto que le hace adivinar una fiebre sólo por el tono de la voz en el teléfono, una caída estando a dos habitaciones de distancia o una mala nota por un golpe de tos. Un hombre no está capacitado para prever los peligros y las insidias como una mujer, a menos que sea un neurótico hipocondríaco declarado. Por consiguiente, ¿por qué obligarlo a que lo haga? Si la seguridad fuera una preocupación masculina, los padres tardarían menos de dos horas y cuarto en aprender a abrochar las correas del asiento infantil para el coche, y no sudarían tanto.
Propongo, pues, una recogida de firmas para salvar al hombre, al hombre al estilo antiguo, claro, de las insidias de la visita a la pediatra, tarea extremadamente trabajosa para él, durante la cual se verá expuesto a una serie de preguntas incomprensibles (¿qué entenderá exactamente un hombre por tos seca?). La pediatra, por tal de ayudarle, seguro que irá bajando progresivamente la dificultad de la prueba, proponiéndole al final una pregunta de rescate, sólo por no echarlo a la calle, como cuántos años tiene el niño (una especie de "háblame de tu autor favorito"), y ésa sí que se la sabe, se acuerda porque el niño nació exactamente después del título de liga.
Sin embargo, tal como lo veo yo, el confín extremo de lo ignoto para un hombre sería recoger firmas para que readmitieran a la antigua maestra de teatro. En primer lugar, debería saber que su hijo hacía teatro en la escuela (en sus tiempos, en la escuela se aprendía a leer y escribir). Después debería haber sabido que había una maestra para enseñar teatro. Memorizar su nombre aunque fuera fea. Saber que la habían sustituido. Indignarse. Redactar una carta de más de cuatro palabras. Contactar con otros padres — se los encuentra cada año, pero sólo reconoce a uno de ellos, y porque lleva una cien de sujetador—, escuchar sus razones, sintetizar, mediar, aceptar objeciones y suavizar asperezas. Llevar la carta a la directora. Mantener una conversación. Imposible.
Por otra parte, hay muchas cosas que hace un padre y que una madre no sabe hacer, por mucho que a nosotras, afectadas de delirios de omnipotencia, nos cueste trabajo admitirlo. El padre propone nuevas experiencias y enseña a afrontar los problemas; protege, pero cuando es conveniente permite arriesgar y ofrece un modelo para los hijos varones; y aprueba y confirma a las hijas. Como él es el que ha establecido las normas, también puede perdonar. Y, cuando está presente, está presente con todo su ser, y puede apasionarse jugando como si tuviera diez años, algo que aprecian enormemente los cachorros bípedos.
Llegados a este punto, tengo que insertar aquí un agradecimiento a mi marido, que impide que en nuestra casa entre en vigor la democracia, cosa que nos conduciría a un neto predominio de la Pepsi Twist sobre el agua, de la lucha libre sobre el estudio y de las actividades relacionadas con la peluquería sobre las de ordenar los juegos. Lo que dice papá se escucha, porque papá es generoso y no tiene nada para sí mismo. Me gustaría darle las gracias a mi marido porque siempre hace el trabajo pesado, el menos creativo, pero el más útil para todos nosotros; porque es sólido y lógico; gracias porque es de opción única — como un sofisticado navegador que permitiera seleccionar nuevas mechas para la consorte — pero sin averiarse nunca; sólo recibe SMS del Touring Club, pero para nosotros está siempre (no como otra — ¿yo? — que siempre estaría comunicando); corrige con mano firme, apaga las luces por la noche, quita los chupes y dice basta de caramelos; siempre sabe distinguir entre la travesura y la impertinencia, y siempre mantiene los enfados sin salirse del cauce; pide que le ayuden en los trabajos de jardinería aun teniendo los cuatro ayudantes más incoherentes del centro de Italia; le doy las gracias porque viaja, ve cine, explica guerras, escucha opiniones incongruentes sobre táctica futbolística y aventuras surrealistas de muñequitos Lego, pone (y oye) los despertadores y está dispuesto a hacer todas las cosas que yo no sabría ni por dónde empezar; porque nos guía, pero siempre me pide opinión (y cuando después hace lo que le gusta siempre nos lleva); le doy las gracias porque es el rey de la chapuza y con una creatividad totalmente suya — saliva o un clavo torcido — arregla práctica e increíblemente todo. Le doy las gracias porque, aun pudiendo mejorar en el aspecto de los cumplidos (¿siempre hay que decir toda la verdad?), estaría dispuesto a morir por cualquiera de nosotros.
Querido Giuseppe: Tengo una sorpresa para ti. Me he decidido a hacerte caso y he ordenado el ático. He encontrado tus viejas botas para andar por el campo, aquellas capaces de aguantar un ataque nuclear, fabricadas por aquí cerca cuando todavía no existía el made in China. Están un poco endurecidas y puede que sean un poco pesadas (parecen dos planchas), pero creo que están tan pasadas de moda como cuando salías al campo con ellas. Te las he limpiado, les he cambiado los cordones y las he engrasado un poco. ¿Por qué no pruebas aponértelas de nuevo? Tienen pinta de poder llevarte lejos, de estar adaptadas al paso animoso de alguien que va abriendo camino. Por mi parte, prometo que te seguiré y estaré ahí para controlar que nuestros hijos también lo hagan. También porque tú vas delante, y apenas te giras para ver si alguno se pierde.
A este respecto, que sepas que la pequeña me ha contado que te la dejaste olvidada en el balancín: he fingido que no lo sabia. Por otra parte, si uno es un jefe de aventureros, difícilmente puede estar preocupado por el sombrero.
Con amor, Valeria.
 
Una sonrisa, please, o Estar de buen humor es un trabajo difícil, pero alguien tiene que hacerlo

EL problema principal, el motivo por el que no puedo seguir censurando tanto a mi amiga Cecilia por sus quejas es, fundamentalmente, porque tiene razones de verdad para estar descontenta. Hace un trabajo que no le gusta, ella quería diseñar y fotografiar, en cambio, rellena hojas de datos en una oficina con baja tasa de fecundidad, junto a colegas que van de leopardo y lentejuelas ya desde las ocho de la mañana, con un carácter que se va agriando de año en año (creo que es la sede provincial de la tristemente famosa Oficina de Complicación de Asuntos Simples). Para ir y volver de ese lugar de tortura hace tres horas de coche al día a una media de once kilómetros por hora; cuando finalmente llega a casa, por la noche, tiene el tiempo justo de limpiar las manchas de leche y cacao esparcidas por sus dos hijos preadolescentes que juegan a la Play, de abrir el armario de la ropa y volver a cerrarlo inmediatamente para que no se derrumbe el montón y de ponerse esas tristes zapatillas por las que le vengo regañando desde hace años para después, acoger finalmente a un hombre cuya locuacidad, cuyo brío y cuya simpatía harían palidecer a Kim Jong-il.83
Cecilia es una persona firme, que mantiene el sentido de la realidad, y cuando se queja sabe lo que hace. No se parece en nada a mí, que de vez en cuando contraigo tumores letales en el cerebro porque me parece que he perdido la vista, me hago un control urgente en el oculista y, después, todavía a la espera de un diagnóstico seguro sobre el raro mal que me aflige, descubro que únicamente me he cambiado de ojo las lentillas, que he aburrido inútilmente a mi marido con mi última voluntad y las disposiciones correspondientes para quien cuide de mi prole después de mí (esa gorda pérfida que ocupará mi lugar en el corazón de mis niños) y que el solo hecho de haberme puesto finalmente la lentilla derecha en el ojo derecho me ha curado milagrosamente.
Decía que Cecilia, por el contrario, sólo se queja de problemas reales. Pero se queja realmente mucho. Y, tengo que decir la verdad, en mi opinión, contribuye a que su marido se vuelva pesado, taciturno e increíblemente rígido (aunque hay quien asegura haberlo visto reír, al parecer hacia finales de los noventa). Porque no hay nada que hunda más a un hombre que tener a su lado a una mujer quejumbrosa, un tipo de mujer que, por otra parte, es el modelo más corriente en el mercado.
A mi amiga no se le puede regañar por muchas más cosas: es una madre buenísima y, a pesar de ser un poco blandengue — a causa de la ingenuidad patológica que la aflige, sus hijos consiguen engañarla prácticamente desde que saben usar más de seis o siete palabras—, es generosa y lúcida. No es tampoco ese tipo de madre, tan habitual en nuestros días, que no puede embarcarse con los niños en ninguna situación trabajosa a no ser que la relación entre la cantidad de adultos y de niños sea como mínimo de uno a uno, o de uno a dos como máximo. Ha sido capaz incluso de gestos heroicos como, por ejemplo, hacer la compra con dos pequeños o ir a buscar a los abuelos a doscientos kilómetros de distancia, siendo así que la madre media considera un gesto audaz superar un puesto de peaje con hijos pequeños detrás y sin un hombre al lado. De hecho, por algún motivo inexplicable, se está extendiendo una epidemia de mamás incapaces: en la calle, se reconocen por ir acompañadas frecuentemente por la abuela, que empuja el carrito y que está dispuesta a intervenir en caso de que la joven deba acometer alguna ardua empresa, como comprar el pan. Temo que el fenómeno tenga que ver con la incapacidad contemporánea de contener a los niños, de inducirlos a soportar terribles sufrimientos como, por ejemplo, estarse sentados en el carrito o pasar delante de una heladería sin obtener nada o incluso, tortura cruel, irse de la fiesta cuando su mamá dice que se acabó. A mí, personalmente, me alecciona una amiga mía, madre de seis hijos, que, "como tiene tantos", siempre le dejan alguno más, y que sale serenamente al parque con ocho o nueve chiquillos. En cuanto a mí, nunca he salido con más de seis — por eso dispongo de un coche de siete plazas, desgraciadamente sin baño, sin siquiera un mínimo lavabo para limpiar incrustaciones de Pangoccioli en la barbilla — y creo que ése es el límite manejable por una madre como yo, desprovista de superpoderes.84
Cecilia también sabe cocinar bien, otra rara habilidad y, cuando una entra en su casa, un olor bueno a sofrito recién hecho, no a rancio, y a carne estofada con hierbas aromáticas, predomina invariablemente sobre su sempiterno perfume Amarige, dando siempre la sensación de que te estaban esperando.85 Es una habilidad infravalorada por las mujeres de hoy, que se jactan alegremente de no saber hacer nada en la cocina (aunque en mi caso no es jactancia, sino un lúcido análisis de la realidad), no obstante que saber crear platos con ingredientes básicos — no vale mezclar dos salsas preparadas y una pasta al huevo comprada — es un modo incomparablemente elocuente de decirle a alguien que estamos cuidando de él, y que lo hacemos sacrificando nuestro tiempo.
Mi sabia amiga Elisabetta, por ejemplo, siempre les regala a las novias jarroncitos con hierbas aromáticas cultivadas en su jardín, pero eso es demasiada tela para mí: necesitaría saber cuáles son las hierbas, plantarlas, no dejar que murieran, recogerlas y ponerlas a secar. Para tal fin, necesitaría asimismo tener en casa un rincón a salvo de balonazos: dejé un huevo de Pascua en una panera y se suicidó en el instante en que salí de la habitación ("un golpe de viento", siguen diciendo mis dos terroristas de pasillo; al parecer en mi casa se originan corrientes de aire peligrosísimas, responsables de misteriosos acontecimientos cuyos autores son imposibles de encontrar jamás: acceso a la Xbox en días prohibidos y raciones de tarta desaparecidas; lo único que no consigue hacer el viento, desgraciadamente, es levantar del suelo los tristemente célebres calcetines).
Asimismo, Cecilia sabe hacer manualidades de diversas clases: desgraciadamente, también fabrica sospechosos artefactos de collage barnizado que, de cuando en cuando, amenaza con regalarme, pero ésa es una falta leve. Y además cose y borda, está bastante más arriba del nivel medio de la mujer trabajadora, que alcanza más o menos el estadio "coser un botón". Si es por eso, yo también estoy en el nivel básico, y puedo decir que me queda mucho por hacer: en efecto, si tenemos un estilo propio de familia, nosotros seis, es probablemente porque casi siempre nos falta a todos a la vez al menos un botón. Es bonito tener una familia con un estilo uniforme, aunque preferiría ser una de esas madres rubias y un pelín bronceadas, con camisa blanca, seguidas de pequeños hombrecitos y mujercitas de altura escalonada, también ellos con camisas blancas y polos de Ralph Lauren, una familia entera en pendant,86 que generalmente sale junta para ver el estreno del musical y que, para nosotros, será siempre modelo invariable de delicadeza.
Así que no se sabe bien por qué criticar a mi amiga. Si ve una película, se acuerda del título mucho después de haber bajado las escaleras del cine y, por tanto, está en condiciones de mantener una conversación coherente sobre el tema, porque no se duerme como yo hago normalmente. Memoriza nombres de directores y escritores y formula sobre ellos juicios articulados y motivados, no como si en los últimos años sólo hubiera leído La Pimpa y Zio Colombino o las páginas web de cotilleo que debaten acerca de quién es la que lleva mejor las combinaciones de color de Stella McCartney (yo voto por Kate Moss).87
Sólo que Cecilia nunca está de buen humor, nunca es agradable, nunca sonríe, y para un hombre la gravedad de este defecto supera con mucho las múltiples virtudes. De hecho, corresponde a la mujer el deber de mantener alta la moral de la tropa, siempre. No en el sentido de las pin-up que mandan al frente — por mucho que el no ser irreparablemente feas y haber pasado de secundaria también ayude (creo) a ese fin—, sino en un sentido más profundo.
Todo el mundo sabe, en efecto, que una mujer, en el momento que tiene una familia, ya no se podrá abandonar, al menos no todas las veces que quisiera, a periodos de abatimiento, porque de su humor depende el de todos los suyos. Una mujer siempre habrá de tener en sí un espacio soleado en el que acoger, en el que combatir contra el pozo negro al que, de vez en cuando (o cada poco), la llama una vocecita interior, porque, si se hunde en él, ¿a quién se agarrarán los demás? Tendrá que dejar de ver lo que falta y sonreír a todo lo que hay y, a veces, incluso fingir un poco que hay algo, no porque sea falsa o hipócrita, sino porque espera, espera siempre.
Se olvidará de sí, no porque sea buena, sino porque se verá forzada: cuando quiera revitalizar su pelo de hortensia seca, deberá lavar el de sus hijos; cuando por fin esté para sentarse, después de no se sabe cuántas horas, saltará justamente entonces la "alarma pompis" (un sofisticado mecanismo que emite puntualmente el reclamo "maamaaá" cuando el trasero de una progenitora se acerca peligrosamente a una superficie horizontal); cuando al final de la jornada abra el periódico, las noticias, aun siendo ya viejas, tendrán que esperar otra media hora, porque siempre habrá alguno que quiera escuchar Pollicina.88 Tendrá que dejar pasar los malhumores, los momentos de tristeza, los de cansancio y miedo; y, si no pasan, seguirá adelante igualmente de la mejor manera posible, porque, como dice el inmortal héroe Buzz Lightyear, si no puedes volar, al menos intenta caer con estilo.89
"Voy a hacerle una ayuda adecuada",90 dijo Dios al crear a la mujer y, según glosa Edith Stein, esa que debe convertirse en su compañera, mediante una decisión personal libre, puede decidir ir en ayuda del hombre y permitirle llegar a ser lo que debe ser. San Pablo, en la Carta a los Efesios, controvertida desde hace una veintena de siglos, minuto más o menos, invita a las mujeres a la sumisión.91 A mí, que sobre ese tema me he devanado los sesos hasta escribir un libro, me parece que la sumisión tiene que ver algo, mejor dicho, mucho, con el buen humor, entendido como capacidad de sostener, de abrir senderos en los días más oscuros a fuerza de sonrisas, entendido como voluntad granítica de no dejarle nunca al mal la última palabra.92 Estar literalmente por debajo, o sea, aguantar cuando aparece la tentación de ceder, sostener al otro cuando se abandona a sí mismo, permitirle ser lo mejor que pueda, incluso animarlo a ello. Como escribía Joseph Ratzinger, siendo cardenal, "la mujer conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección".93 Para eso hace falta nuestra especial capacidad de resistir en medio de las dificultades, de hacer posible la vida en situaciones extremas: todo ello para hacer que vivan quienes nos han sido confiados, ciertamente no para nosotras mismas.
Yo, por decir algo, para mantenerme en forma, hago, para beneficio exclusivo de mi persona, ejercicios de catástrofe prêt-à-porter. De hecho, desde que soy madre, para mí el mundo está poblado de insidias, como, por ejemplo, aviones que hacen ruidos siniestros que antes del primer parto yo no habría notado; como, por ejemplo, análisis de sangre de la prole y boletines de notas, que son mapas de mi eficacia materna de los que extraigo lentamente la información con los ojos entrecerrados y la madura serenidad de un jugador de póquer que ha hipotecado la casa; como, por ejemplo, comidas ligeramente más peligrosas que el cianuro de las que hay que mantener alejadas las mandíbulas de los nenes (que además son los mismos alimentos amenazadores que yo engullía a lo loco durante las noches de estudio en la universidad y que, en honor a la verdad, no me han llevado a una muerte lenta y dolorosa, sino sólo a un incremento neto del contorno de muslos).
En cuanto a ti, Cecilia, me dices que estás tan cansada que, cuando te encuentras con Massimo, por la noche, después de los hijos y el trabajo, el tráfico, la compra y otra vez los hijos, ya se te han terminado las reservas de sonrisas y buen sentido y la paciencia, y él nota que los tienes precisamente para todos excepto para él. Por descontado, te ahorro ahora el correspondiente sermón sobre lo de no darse, porque la teoría nos la sabemos todas muy bien (yo he comprado libros sobre el matrimonio a kilos, aunque algunos los he reciclado como rollos de papel de la cocina), pero tú sabes que él tiene razón.
Si no eres capaz de presentarte ante él con un tacón del doce y un vaso en la mano y fingiendo que has encontrado interesantísimo ese artículo sobre la orden ejecutiva n° 11.110 y las políticas monetarias de Kennedy en los años sesenta que él te ha mandado a la oficina para darte un poco de brío en tu jornada, intenta al menos no llegar al sofá arrastrándote y no dormirte al instante, aunque no hayas cerrado los ojos desde hace diecinueve horas. Sabes muy bien que la mujer da lo que ni siquiera tiene ella y, cuando se ocupa de los otros, se cura a sí misma (una madre que tiene hambre reparte bocadillos a todo el que se le pone a tiro, y cuando tiene frío empieza a ponerle sudaderas a unos hijos que no tienen culpa de nada).
Sabes también que, cuando, ya por la noche, lo único que nos gustaría es estar sentadas e inmóviles, descalzas, contemplando con éxtasis y devoto recogimiento nuestros dedos de los pies por fin ya libres, depende de nosotras aquietar riñas, acallar caprichos, ablandar, suavizar, sonreír hasta la parálisis facial, ver el destello de luz, aminorar los contratiempos, ocultarlos si es posible o encontrar en ellos una oportunidad maravillosa y compartir con el marido no todos los problemas, sino sólo aquellos en los que él puede echar realmente una mano; decisiones educativas rápidas, eliminación de caprichos o negociaciones, emisión de opiniones seguras, así como la resolución de todos los problemas de funcionamiento de cualquier objeto más complejo que una cafetera. Pero, en cuanto a la temperatura, a la calidez, a la luz que debe permanecer encendida en casa, puede que nosotras nos doblemos pero nunca nos quebramos, como se dice en el estadio. Yo sé que mi marido va tirando del carro, pero yo soy buenísima para animarlo (es cómodo, lo reconozco). La mujer tiene que llevar la esperanza, una esperanza que no es un vago y buen sentimiento, sino que se fundamenta sólo en una noticia: en que Jesús verdaderamente ha resucitado, porque, al final, el miedo a la muerte es el miedo de todos los miedos.
La sonrisa tiene sentido de verdad, profundamente, sólo si se enraiza en la esperanza de haber vencido la muerte. Si no, ¿de qué otra esperanza se puede hablar? Y, de hecho, la noticia de la resurrección le llega en primer lugar a las mujeres, el mensaje de ir hasta los confines de la Tierra (por otro lado, está claro que, si quieres que algo se sepa en todas partes, se lo tienes que decir a una mujer).
Lo admito, es verdad que tu marido no anima al buen humor, sus más chispeantes contribuciones a la conversación acostumbran a ser descarnadas intervenciones del tipo "Me gustaría saber exactamente dónde has escondido el Maalox", "Invéntate una excusa, pero el sábado por la tarde no, di que tendré dolor de cabeza", "Se me ha caído otro botón del abrigo, dentro de poco lo usaré como albornoz" o, para terminar, "Yo no aguanto más, me voy a la cama". Justo para darte un último latigazo de determinación, de buen humor y de energía antes de afrontar la última parte de la jornada: preparar la ropa de los niños, emparejar calcetines, rastrear pechugas de pollo para descongelar escondidas tras vasos de plástico con huevos de dinosaurio hibernados y, finalmente, intentar acordarte del motivo por el que un día te decidiste a casarte con él (tienes la foto, por tanto, fue un acontecimiento real).
Pero si tú no resistes, lo sabes, él no lo hará primero. No sé por qué es así, pero nos corresponde a nosotras abrir la pista. En cambio, sí sé por qué lo hago: porque vale la pena. De ti depende la felicidad de los que tú quieres, y también la tuya. Cuando ignoras tu cansancio, la tristeza, el bajón, esa "relajante" sensación de llevar el mundo a cuestas, cuando finges que no pasa nada porque tienes que pensar en los demás, entonces pasa todo.
Considero algo fundamental el aprender a hacer como si. Hacer como si es, para mí, una de las reglas básicas del matrimonio. Cuando te parece que no lo soportas, que todo lo que hace te pone de los nervios — puede ocurrir — o cuando te critica continuamente y te parece que incluso el muchachote afásico que viene a entregarte el paquete con los cascos en las orejas, los piercing la mirada vacía sería un compañero más apacible para un aperitivo (por otra parte, también a tu marido se le ocurrirá quedarse con la señorita del navegador — esa que dice: "Tome la salida"—, que es más encantadora que tú), entonces es el momento de hacer como si. Como si lo quisieras aunque las reservas te parezcan agotadas. El amor es una extraña práctica en la cual a veces ocurre que los sentimientos siguen dóciles como corderitos a nuestras palabras, gestos, manos y brazos. A veces sucede, sí, sucede que se hace necesario un esfuerzo de nuestra voluntad, al cual sigue, no obstante, un florecimiento espontáneo y abundante.
Me preguntas dónde encontrar las fuerzas. Bien, reconozco que no es fácil. Trabajo e hijos, hijos y trabajo, nunca nada para ti, siendo tú prácticamente un sentimiento de culpa viviente. Además, también estás a dieta, admítelo y, reconócelo, tu idea sobre el aporte de grasas consiste en tener en el frigorífico un panecillo de mantequilla y paseártelo por delante nerviosamente una media hora. Eso no ayuda a estar de buen humor. La verdad es que lo único que ayuda a estar de verdad de buen humor es una relación lo más viva posible con Jesucristo, que es el punto arquimediano de la historia, el único puente hacia la presencia santa e inaccesible de Dios. El sí que entiende de yugos: es el único que podrá aligerar el tuyo y que podrá hacerte sonreír de verdad. Con una sonrisa que no es una máscara, que no es una técnica psicológica ni el fruto de una meditación oriental. Para nosotros, cristianos, esa sonrisa no procede de nuestra valentía, de nuestro esfuerzo disciplinado, sino de la alegría de quien ha sido amado totalmente, agraciado de tal modo que, después, no puede dejar de vivir sobre la espuma de la ola, con la felicidad desbordante de hacer algo para restituir a su alrededor esa abundancia de la que él ha sido saciado.
Tu marido trabaja aún más que tú, pero, como es varón, ignora el tormento que nosotras conocemos tan bien, y puede volver a casa tranquilamente, saludar, tirar la chaqueta y coger la bolsa del fútbol-sala para salir de nuevo, sin sentirse un padre degenerado. Como sabes, yo le doy la razón, porque la presencia que debe exigirse de un padre es muy distinta de la que debe exigirse de la madre: no es necesario que esté siempre ahí para cuidar, sino que diga las cosas importantes cuando hace falta, que señale el límite, que encuentre tiempo para estar en exclusiva con sus hijos, sin hacer nada más, sólo hablando con ellos, jugando, haciendo juntos alguna cosa propia de hombres. Tú sabes que él hace mucho más que eso y, por lo tanto, cuando le haga falta, hace bien en salir: tu marido sabe de qué tiene necesidad, sabe que debe hacer un poco de deporte para estar bien y, como es una criatura simple, como todos los varones, intenta satisfacer sus necesidades, porque sabe que, al final, eso es mejor para todos.
Si, además, tú no consigues hacer lo mismo que él — no insisto porque yo también soy campeona olímpica de sentimiento de culpa—, entonces no te queda más que abrazar con alegría tu pequeño y cotidiano morir, a pedacitos, pero morir. Convéncete y enamórate del hecho de que estás haciendo un trabajo oscuro cuyos resultados no sabes si verás. Lo que estás construyendo, tu familia, es una catedral, una obra eterna que permanecerá para generaciones, para la eternidad, y que solamente tú puedes hacer. Si no, quedará incompleta.
Es cierto que hay días, meses, quizás años, en los cuales te limitas a esculpir una estatua bajo una bóveda, algo que no ve, desde abajo, quien entra en la iglesia. Menos aún lo ve tu marido, que por lo tanto se olvidará regularmente de agradecértelo, pero no te lo puedes tomar a mal. Sabes que los hombres tienen un poco limitado su campo visual, una tara que les impedirá percibir las camisas en los armarios y las botellas en los frigoríficos, por no hablar de las flores en las mesas o las novedades del vestuario de su consorte. Imagínate entonces si van a estar en condiciones de ver todo lo que hacemos durante la jornada, sobre todo cuando ellos no están (las madres son las únicas que poseen sensores que les permiten ver a tres habitaciones de distancia, de hecho, yo digo de vez en cuando de forma aleatoria: "Lavinia, recoge lo que has tirado", y lo bueno es que siempre acierto).
Se da así una bonita complicación, porque la mujer es mucho más sensible que el hombre a las miradas que se posan sobre ella. Necesita ser reconocida, necesita gustar, necesita ser admirada. Es una necesidad profunda, una especie de nostalgia de aquella primera mirada recibida en el momento de la creación. Como si la eternidad hubiera posado sus ojos sobre ella, dejándole para siempre una marca indeleble. Una nostalgia que mantendrá siempre vivo su deseo de abrir la puerta, de acoger, de dar. El dilema es ser capaces de dar sin reservas y de dar sin perderse.
De hecho, la necesidad de amor puede convertirse en la gracia de ser acogedoras, generosas y amables, pero el pecado original ha transformado la gracia en fragilidad. La mujer, separada de Dios, perdió aquello que realizaba su plenitud y entró en una lógica de dominio con el hombre. "Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará", dice el Génesis;94 y, así, la mujer volcó sobre él todas sus expectativas y entonces comenzó en ella un deseo espasmódico de gustar, y aquí habría que abrir un paréntesis acerca de lo que se invierte en contrarrestar el envejecimiento. Son brindis al sol. Es decir, que basta que veamos a una chica de dieciséis años dándose una vuelta con sus shorts para que se dispare el instinto de ir al baño, coger la Crème de la Mer o cualquier otro artículo que la dependienta nos haya vendido, por una cifra indecorosa, y decidirnos a echársela al gato.95 Después, una se olvida, y al día siguiente está otra vez dispuesta a creer cualquier promesa ("¡Ten cuidado, dicen que eso da cáncer!". "Sí, pero ¿adelgaza?").
Depender de la mirada del otro abre a la posibilidad de una herida, nos expone a la infelicidad, puede ser humillante, es verdad. Todos somos identificados por una mirada, pero sólo Dios nos conoce realmente y sólo El nos ama en todo nuestro misterio infinito. Y solamente si Lo tenemos a Él en el corazón estamos en condiciones de ver el bien en el misterio de quien está cerca.
Una vez llamé a mi amigo Giovanni para felicitarlo por el día de su santo: se celebraba ese día al "discípulo amado" de Jesús, y yo estaba segura de que él la consideraría como su fiesta. Me había olvidado de que mi amigo, siendo decididamente varón, festeja igualmente el día de San Juan Bautista, porque el Evangelio lo define como "el mayor de entre los nacidos de mujer".96 "¿Por qué iba a tener que elegir?", me respondió. Precisamente porque eres un hombre. Yo no tendría duda alguna si tuviera que elegir entre todos los San Juan del calendario. Con toda seguridad, me gustaría ser la más amada.
Si su sed no es satisfecha en profundidad, entonces la mujer busca otras compensaciones: le gustaría ser la más bella del mundo, la más inteligente, la más algo, un deseo que el hombre también conoce, pero de un modo totalmente distinto. El necesita sentirse poderoso, porque en el fondo del corazón quiere saber que su estar ahí es útil.
Para una mujer es distinto. Por ejemplo, si le contáis a vuestra amiga que habéis visto a su ex con otra, ella comenzará a bombardearos con preguntas: ¿Cómo era? ¿Cómo estaba? ¿Qué hacía? Pero no hablará de él. Querrá saberlo todo de ella. Cómo iba vestida, cuántos años tenía, si parecía feliz o si, quizás, podría ser, esperemos, tenía en los ojos esa extraña luz de la mujer que no es amada de verdad. Está claro que, llegados a este punto, existe un prohibición total de hablar bien de la otra, de esa tía desagradable, de la cual siempre diremos que era fea, baja, gorda y muy triste, probablemente porque cuando esté a punto de ser abandonada, si llega el momento, tendremos que dar nuestra opinión sincera.
Esta hambre atávica de amor, querida Cecilia, te hizo andar completamente desorientada en la primera época de tu matrimonio, cuando el impacto con la realidad ocurrió de un modo completamente distinto a como tú lo habías imaginado. Por eso te dormías llorando tantas noches, esperando que él no se diera cuenta (aunque, probablemente, roncando es difícil notar algo que esté ocurriendo silenciosamente, aunque ocurra junto a tu almohada). Por eso te has entristecido una infinidad de veces, y continúas haciéndolo, no obstante que los años pasan y que, en teoría, deberías saber que hay algunos callos que no llegan a formarse jamás.
El paso verdadero se da cuando aceptamos el traspaso del corazón. Convenzámonos de que ese traspaso no sólo depende de la presunta "maldad" del hombre, sino también de nuestra fragilidad y, entonces, lo ofreceremos y, sinceramente, lealmente, ya no pretenderemos cambiar al hombre que tenemos al lado. De ese modo, él podrá realizarse en la verdad, libre de nuestras presiones, pero a la vez mirándose en el espejo de nuestra lealtad, que nunca lo acusa, porque siempre parte de una aceptación verdadera, profunda y sincera. No se trata de una acogida pasiva que, al final, bien vista, es narcisismo, es dejar de luchar por el otro, por su verdadero bien, porque el exceso de paciencia — la acogida pasiva, justamente — puede significar igualmente dejar de creer que él es capaz de un bien mayor: es una especie particular de desamor, que se parece mucho a la resignación y que no tiene nada que ver con la estima profunda.
Porque, si el Dios pastor te ama y te colma una y otra vez, entonces a tu marido lo dejas en paz. Estás saciada, puedes entrar y salir del aprisco, y dejar que él lo haga también. Esta docilidad conmueve a Dios, y asimismo conquista al hombre. Una mujer "de buen humor" le permite al hombre dar lo mejor de sí mismo, hace fecunda su fuerza viril, lo estimula con el ejemplo, casi lo provoca.
Por eso, querida Cecilia, no sabes qué milagros realizaría el hecho de que dejaras repiquetear tu buen humor en los oídos de tu marido. ¡Por favor! Entiendo que si uno no tiene sentido del humor, no se lo puede inventar (hace algún tiempo, mi hija Lavinia se vestía sola en su habitación y una vez, con mis propios oídos, la oí decir: "Ahoda nos ponemos la camiseta, los lotardos, el buen humor..."), pero no sé, haz algo poco prudente, de vez en cuando, algo estúpido, algo insensato. Y no vale, como idea de tarde animosa, irse a un prado a recoger flores y meterlas en el horno, para eso ponte a hacer la declaración de la renta, al menos el contable que hay dentro de tu marido se pondrá contento. ¡Eres demasiado sosa! No pretendo ni mucho menos que organices un viaje sorpresa a Nueva York para el desfile de Betsey Johnson o que hagas un curso de burlesque.97 Bastaría seguramente con que de cuando en cuando salieras con él, una vuelta por la ciudad, vosotros dos, sin ver ni siquiera un sofá o un pariente o un partido de fútbol de categoría juvenil: finge estar en una canción de Sergio Caputo, "puede que esté triste, pero mi corazón no lo sabe", y aprende que "arruinarle la tarde no es chic".98
Pero no todo es cuestión de ligereza, de columna sonora o de accesorios adecuados: el hecho es que nos separa un abismo de diferencias. La mujer le plantea incesantemente al hombre una exigencia, de generosidad y dedicación, que a menudo acaba en desilusión y herida. Porque él es egoísta, pero también porque ella es exigente. Porque, además, pensándolo bien, esa exigencia es otra forma de egoísmo, es decir, de falta de amor: es el egoísmo de la mujer que no consigue nunca olvidarse de sí misma, de su propio mundo interior. Es difícil ser delicada y estar relajada con esa herida a cuestas, una herida probablemente abierta muchas veces cada día. Es difícil llegar a decir, como Santa Teresita: "Grande es mi alegría por estar sin alegría".
En muchos casos, basta activar el traductor automático, así se les da sentido a los gestos del hombre, preocupado por aspectos concretos, por la gestión, por el pan, por su acción en el mundo. Ésta, por ejemplo, es una conversación corriente en mi casa:
"Eh".
"¿Me has llamado, querido?".
"He podado los limoneros".
"Sí, yo también te quiero mucho, querido" (ahora sé que él me lo dice con gestos concretos).
Por otra parte, también el hombre queda desilusionado en su deseo de la mujer perfecta que lo acoja, y que sea grande y adulta en su belleza. Mi padre espiritual sostiene que toda mujer, aun la más adulta espiritualmente, sufre de vez en cuando ataques epilépticos. Si es leal, si es buena. Si, por el contrario, es maliciosa, o problemática, sufre también ataques de histeria. En esos momentos pierde la cabeza, "se le va la pinza", da patadas, se vuelve loca o, en resumen, cada uno que lo exprese como quiera.
Yo soy buenísima para verlos, esos ataques, en mis amigas, pero, obviamente, cuando se trata de mí misma siempre me parece estar dotada de un admirable equilibrio. Excepto cuando, bien pasada la hora en que una madre templada apaga las luces de los dormitorios, Lavinia me anuncia que no puede recoger los Lego porque ha tenido un "occidente de muerte" y le duele la mano y, por otra parte, Livia, para no ser menos, emerge de un encuentro de lucha libre ("No estoy muerta, sólo estoy un poco apaleada") y quiere una medicación profesional para una herida imaginaria que le ha hecho Bernardo, el cual, en ese momento, se acuerda de que tiene que llevar al colegio un bote y algunas perlas para el trabajo de Navidad, pero son las diez de la noche y a mí me parecería ya algo muy satisfactorio encontrar todos los pijamas, no digo los correspondientes a cada uno, sino al menos de tallas compatibles, así que imagínate pensar en las perlas, y mientras rebusco en el cesto, Tommaso me sale con un análisis del escenario de Medio Oriente y una ráfaga de preguntas sobre la posición de Turquía, y yo me arrepiento de haberle comprado todos aquellos juegos estimulantes cuando era pequeño: ésas no son preguntas para hacerle a un ama de casa. Pues bien, en estos casos, para conseguir que, como mínimo, alguien recoja del suelo una Barbie o un libro, puede ocurrir, efectivamente, que mi tono no sea acompasado, firme y lleno de autoridad, como conviene a una madre. Puede que, no lo niego, haya ocurrido alguna vez que yo haya lanzado el cubo de Rubik contra una pared (para después pasarme el resto de la noche intentado arreglarla) o que haya dicho algo ruin y falso acerca de lo bien que se comportaban los niños en mi época, haciendo una descripción inspirada, en realidad, mucho más en el relato de Mujercitas, lleno de guantes de lana y hermanas enfermas, que en mi infancia, llena de un hermano y una hermana saludables con los que me liaba a puñetazos (exactamente como hacen mis hijos) y junto con los cuales me dejaba la carne en el plato porque tenía grasa (exactamente como hacen mis hijos). En cuanto a lo de tapar los rotuladores, no puedo asegurar que fuera tan ejemplar como les cuento, pero después de todo, ¿quién lo va a descubrir alguna vez?
Bien, Cecilia, me duele bastante, pero tengo que decirle a Massimo que ahora le toca a él. A veces debe dejar que te pierdas un poco cuando pierdes contacto con la realidad. Cuando sintonizas el canal de mis-lamentaciones, el canal de porqué-precisamente-a-mí, el canal en-todas-partes-menos-aquí, cuando pones en antena en tu pantalla interior los programas especiales "Por qué nadie me comprende" y "Todos la toman conmigo", uno de tus mayores éxitos. No tiene que entrar en sintonía contigo, no debe responderte. Un hombre verdaderamente noble sabe custodiar y coger en brazos a aquella que en ese momento es su niña. La coge en brazos, pero no la secunda: desconecta el volumen, no se deja arrastrar.
No obstante, es cierto que, para hacer esto, hace falta un hombre sólido, concreto y rocoso. Pero estoy segura de que nuestros maridos son mucho más capaces de lo que creemos de cogernos en brazos. Cuando mis amigas me cuentan sus pequeños litigios, o incluso divergencias, conyugales y las respuestas firmes y bruscas que reciben de sus maridos — ¿puedo decir la verdad?—, a menudo entiendo la profunda sabiduría masculina para saber acabar con los "caprichos", las lamentaciones, las desorientaciones y las quejas.
Esto de hacer cada uno su propia parte, escuchando al otro sin dejarse condicionar por él, es fundamental, y para hacerlo hay que ser verdaderamente, plenamente, hombre y mujer. Si contemplamos la dinámica que se da entre Adán y Eva, Adán se deja llevar por Eva, mientras que Jesús, nuevo Adán según el paralelismo paulino-joánico, le dice a María: "No sigas reteniéndome". Jesús no permite nunca que sean las mujeres las que conduzcan la relación con él, sino que siempre es él el que lleva las riendas de la relación.
Querido Massimo: me gustarla regalarte un abono anual para uno de esos canales que programan películas en blanco y negro, Totó y Peppino,99 comedias americanas de los años cincuenta, El gordo y el flaco. Esas que te ponen de buen humor (lo sé, eres un mártir retro), sobre todo si las echan los domingos por la mañana y puedes retreparte en el sofá, perdiendo un montón de tiempo de modo sanamente irracional Prometo que ya no volveré a intentar que te levantes para hacer cosas constructivas, y que alzaré una barrera en torno al sofá, de modo que los niños te dejen tranquilo.
Intentaré también oscurecer la señal de mi canal personal vía satélite "Crisis-Histérica". Cuando lo sintonice, no obstante, debes prometerme que me cogerás del brazo y que me apagarás la televisión, como se hace con una niña pequeña y caprichosa. Yo intentaré fiarme de ti, y también, si cojo una rabieta, no me hagas caso.
Con amor (y una sonrisa final), Cecilia.
 
Durmiendo con su enemigo,100 o Extraño pero cierto: Pon lo primero el amor, también en el matrimonio

BEATRICE, además de trabajar fuera, es un ama de casa, modelo Italia antes del boom económico: cocina, limpia y ordena. Borda, cose y hasta decora muebles. Organiza, invita y recibe. Hace compras semanales monumentales, planificando la vida familiar con la capacidad de un general (que estuviera preparando la campaña de Rusia, creo yo, a juzgar por la cantidad).
Es capaz de venir a cenar a mi casa y traer dos cacerolas con el primer y el segundo platos, prácticamente todo el menú, y de darme las gracias después por haber pelado la fruta y haber volcado en una ensaladera una bolsa de verduras crudas compradas ya limpias; se comporta de un modo tan creíble que, al final, acabo convencida de que realmente la comida la he hecho yo. Así, mientras ella, con unos pocos gestos decididos, se hace con el control de mi cocina, yo me sumerjo con toda la prole, los míos y los suyos, en actividades más adaptadas a mí: ensartar collares con las pequeñas o hacer para los mayores el papel de la princesa Leila, con un velo en la cabeza y en el corazón una pena lacerante por no poder vivir como quisiera mi amor por Han Solo.101 "¿Cómo se puede comparar una lasaña con alcachofas con el dolor que me veo obligada a soportar?", me pregunto con voz desgarrada por la emoción, mientras les digo dónde está el abrebotellas (probablemente debajo de ese montón de viejas revistas Runner's World leo cuando finjo cocinar).102
En el frente de operaciones, a Beatrice no se le puede reprochar realmente nada, al contrario, yo me sentiría menos inútil como ama de casa si ella lo fuera un poco más. Imagino que me considera algo superficial desde que, habiéndome dicho una vez que la sopa se podía hacer también sin pastillas de caldo condensado, yo celebré el fascinante descubrimiento como una nueva frontera de la ciencia.
Si la tenéis que invitar, aun así, tenedla siempre ocupada; basta con algo relajante como desbarnizar puertas y ventanas. Porque cuando está inactiva comienza a hacer planes y, antes de que haya puesto en el platito la taza de café, ya ha montado una celebración para alguna fiesta creada adrede — qué sé yo, el aniversario de la operación de tibia de la señora del cuarto piso—, en la que debe intervenir todo el vecindario (a mí me asignará normal y piadosamente la única tarea de escribir los nombres en los vasos de papel, por algo una es escritora...).
El problema, sin embargo, es que con Paolo, precisamente con su marido, toda esa capacidad de cuidar, de organizar, de establecer relaciones entre las personas, de encargarse de los demás, parece desvanecerse. Sólo para empezar, digamos que, como él tiene un sistema cardiocirculatorio normal, después de sus ocho o diez horas de trabajo, le gustaría descansar de cuando en cuando. Nunca se aventura a expresar esta rara aspiración, porque ella lo fulminaría. Y así, entre ellos, se activa ineluctablemente un círculo vicioso: cuando más le ordena ella que les eche un vistazo a los niños, más experimenta él una morbosa e irrefrenable atracción hacia todo lo que pueda distraerlo del encargo. El periódico, por ejemplo. Lo mira con avidez mientras intenta, con el rabillo del ojo, controlar a la pequeña para que no se pegue en mitad de la frente con el tablero de la mesita. Lee vorazmente la publicidad de la consulta de un dentista que pone prótesis vanguardistas o el artículo sobre el reciclado diferenciado de la basura en el suburbio de Torchiagina, se bebe cualquier página que encuentre abierta delante (no puede ir pasándolas porque siempre tiene un biberón en la mano y una manecita regordeta en la otra). Se queda extasiado contemplando el folio como si contuviera el secreto de la aparición de la vida en la Tierra.
El pensamiento de acoger a su marido cuando vuelve del trabajo intentando hacer que se sienta bien, pensamiento, por otro lado, no especialmente excéntrico, jamás ha rozado la mente de Beatrice o, si lo ha hecho, ella lo ha alejado con firmeza. Me temo que cree tener el deber de respetar un rígido contrato de convivencia según el cual las cargas se dividen con precisión milimétrica, y desperdicia un montón de energía en controlar que tal cosa se realice: exactamente lo contrario del amor, más o menos. El amor quiere que uno rivalice en hacer aquello que le gusta al otro, en quitarle cargas, en anticiparse incluso a sus deseos.
En particular, no sé cómo esa actitud soldadesca de Beatrice les puede permitir disfrutar de una vida íntima rica y feliz. La sexualidad masculina, me ha explicado un sacerdote — un hombre que conoce a sus semejantes mejor que ningún otro — es la más desconocida. Nosotras creemos que, para seducirlos, hemos de adoptar un actitud de pantera, mientras que lo más importante es que el hombre no se sienta juzgado. La mujer ha de convertirse en acogida infinita: como juzgue al hombre, éste escapa, porque una mujer así no pone en movimiento la espiritualidad; esto es cierto en todas las fases de la vida sexual masculina, la fase juvenil en la que busca a personas más grandes, la fase poderosa y generadora y aquella última fase en que se transforma en una corriente de ternura. Todos estos aspectos, vividos en el matrimonio, pueden ser muy placenteros, a condición de que por parte de la mujer haya una aprobación total.
El amor conyugal funciona si se encuentran dos amores. Por ejemplo: el hombre querría que la mujer no llevara las riendas, el hombre hace feliz a la mujer tomando la iniciativa. Funciona cuando ambos se quieren hacer felices uno al otro, cuando se encuentran estas dos actitudes y, a veces, eso ocurre por casualidad. Es decisivo que haya una corriente de ternura, sonrisas y consideración, que después se pueden transformar también en genitalidad, pero ese amor conyugal también es en el hombre, contrariamente a lo que se cree, mental y espiritual.
Me resulta difícil ver ese respeto y esa delicadeza en casa de mis amigos. Mientras Beatrice sigue señalándole a Paolo lo que no hace, él intenta hurtarse de lo que ella le pide y, objetivamente, se escabulle, se escurre y se escapa (especialidad masculina), abasteciendo siempre de nuevos materiales el cahier de doléances103 aniversarios olvidados con precisión suiza, cabelleras de los hijos lavadas por encima después de salir de la piscina porque el frío templa el carácter (imagina que a mí, Paolo, el otro día, ese cuello rígido tuyo, más que carácter, me parecía un problema de cervicales), encargos sin hacer (un hombre podrá acordarse, como máximo, de comprar un cuaderno, pero nunca con la portada rosa y con la Winx adecuada; no se las arregla).104
Todos ellos, defectos corrientes en los hombres de otras generaciones, pero inadmisibles en el Buen Padre y Buen Marido que la mayoría prefiere hoy.
Beatrice, junto con su marido, parece repudiar todos los talentos femeninos que tiene y que, en realidad, vive plenamente en muchas otras relaciones: siempre tiene un regalo que hacer a alguien, una palabra que dar y las puertas de la casa abiertas. Una generosidad que, a su marido, misteriosamente, se le niega.
El cáncer que corroe hoy a las parejas es cierto sentido de la igualdad mal entendido. La idea de que las diferencias entre los géneros son solamente condicionamientos sociales, idea enormemente extendida y ahora aparentemente imposible de erradicar, junto con el hecho de que, objetivamente, se realicen cada vez más las mismas tareas (trabajos fuera de casa, competencias similares, objetivos comparables) hace que estar juntos sea mucho menos imprescindible que antes. En primer lugar, desde un punto de vista práctico, porque se acaba negociando cada vez, de modo extenuante, quién hace cada tarea. Además, desde un punto de vista más profundo, porque se corre el riesgo de hacer del otro algo ontológicamente superfino. Si yo me autodetermino, de hecho, y me basto a mí misma porque ya estoy completa, ¿de qué me sirve elegir a un hombre, para siempre, y entregarme a él? O, más sencillamente: si lo que hace el otro me pone de los nervios, me saca de mis casillas, me parece equivocado, ¿por qué no decírselo y no hacer algo para que no vuelva a suceder (si no basta con discutir, lo dejo)?
Cuando mis amigas me hablan de las cosas que se esfuerzan en aceptar de sus maridos, nunca se me ocurre pensar que se hayan equivocado al elegir a esa persona — es la primera duda que el divisor, el diablo, nos susurra al oído apenas puede—, sino que deben seguir trabajando en ellas mismas, porque lo que nos contraría de los demás nos está diciendo algo sobre nuestros defectos, sobre el camino que nos queda por hacer. Sólo nos afecta el mal que encuentra eco en nosotros, de otro modo, vuelve atrás sin molestarnos. Como predicar bien no cuesta nada, al contrario, con muy poco esfuerzo se da una muy buena impresión, a mis amigas que están en modo "lamentación" les aconsejo, cuando las irrita algo en sus maridos, que hagan como María, que guardaba todo en el silencio de su corazón. Pospongamos la queja, intentemos comprender si esa irritación no nos está diciendo algo importante sobre nosotras mismas (lo sé, marido, son palabras muy bonitas, pero son para mis amigas, en absoluto para mí). Hablo en femenino porque conozco bien mi especie: para contrastar opiniones sobre estos asuntos con una mujer no hace falta, como con un hombre, haber estudiado siempre juntos, desde la guardería hasta la licenciatura, o haber bebido o encontrarse en medio del campo esperando ya dos horas y cuarto a que llegue la grúa o estar increíblemente tristes, sólo basta con tener ganas de hablar. No obstante, sé con seguridad — tengo mis fuentes — que a muchos hombres les gusta pensar que tienen las alas cortadas por culpa de su mujer, que quién sabe lo que hubieran hecho si no se hubieran casado, qué aventuras hubieran vivido al otro lado del océano, qué salvajes conquistas. Me temo que son los mismos que dan vueltas por la casa planteándole a la mujer preguntas lastimosas de todo tipo, como "¿Qué quieres que haga, la cocina o el baño?".
El hecho es que, en cualquier caso, tenemos límites, sea cual sea la vida que elijamos. Y está bien que sea así, porque somos limitados. No podemos ignorar que habitualmente somos incapaces de ver lo que es bueno para nosotros, incapaces incluso de pedir en la oración lo que nos hace falta. Esto nos convence de que "no es bueno que el hombre esté solo",105 de que cada uno de nosotros debe entregar a alguien su propia vida. A una criatura o, directamente, a su Creador. Esa criatura, por sí sola, no podrá colmarnos definitivamente, pero nos acompañará en el camino, porque nadie debe, ni puede, caminar solo. Nadie ve en sí mismo todo lo que tiene que ver, es la mirada de otro la que te dice quién eres.
A Beatrice nunca se le ha pasado por la cabeza que Paolo la pueda completar, que le pueda decir lo que le falta para ser más santa, por consiguiente, más feliz. Su marido, desde el día en que se casó con ella, es su camino hacia Dios, y no puede elegir uno alternativo cuando "se siente" contrariada.
Lo que nos limita, incluso, lo que a nosotros nos parece que nos limita, aunque no siempre nos demos cuenta, en realidad, nos sostiene. Nos mantiene en pie, nos impide caer, perpetrar desastres en la vida, permanecer solos, estériles y egoístas, infantiles y frágiles. Eso mismo es lo que hace la obediencia en las personas consagradas, y no encuentro una imagen mejor para decirlo que la elegida por Giotto, que, de hecho, de imágenes sabía un poco: la obediencia sostiene a San Francisco, en la bóveda de la Basílica Menor de Asís, como una especie de andador de niño pequeño que lo sujeta por la espalda. Parece impedir sus movimientos, pero, en realidad, lo hace estar derecho. Es un alivio, una ayuda para caminar, lo mismo que el que se usaba hace años para los niños que daban sus primeros pasos (también la puericultura tiene sus modas, como sabemos muy bien nosotros, crecidos con botas ortopédicas, que en los años setenta eran lo mínimo para ganarse el Cupón de Mamá Concienzuda).
A mi amiga, estos discursos le provocan crisis asmáticas o la urgente necesidad de terminar la conversación telefónica para ir a extraer níquel de una mina boliviana en la que no haya cobertura para móvil, y es que, según yo lo veo, no sólo no es creyente, sino que no tolera ningún discurso relacionado con Dios. No sé qué le habrán dicho, pero lo considera un sádico que la quiere fastidiar con órdenes costosísimas de cumplir, tristes y exigentes. A mi amiga le bastaría con darle oído, por una vez, a esa inquietud que la persigue, a esa sensación de falta de plenitud, a esa rabia que exige una respuesta, a esa rabia de la que no es responsable su marido.
"¿De qué marca eres?", me preguntó una vez una amiga a la que yo no sabía explicarle mi desasosiego de aquel día. Comencé a buscar entre las cosas que llevaba puestas, por si acaso, por error, llevaba algo de marca (no llevaba).
"Yo soy de marca vacío", respondió ella en mi lugar; yo continuaba buscando alguna firma y sólo encontré un arañazo en la nariz siempre goteante de mi hija Livia, pero no creí que fuera homologarle como marca de moda. Pero, realmente, como dijo ella, todos somos de esa marca, "vacío"; está escrito dentro de nosotros, se nota en esa nostalgia inexplicable, en esa tristeza que está en el fondo de cada cosa humana. También en cada cosa espiritual, desde el momento en que nuestro ser en la Tierra es siempre un "todavía no", un ver "de modo imperfecto, como en un espejo".106 Se trata de la falta de plenitud que pone de manifiesto la declaración de amor más bella que yo haya escuchado jamás, la de San Anselmo de Aosta a Dios: "Que, deseándote, yo te busque y, buscándote, te desee; que, amándote, yo te encuentre y, encontrándote, te ame".107
Nuestro ser macho y hembra está empapado de ese ser en tensión que busca la plenitud. El Génesis dice que Dios crea al hombre "a su imagen, macho y hembra".108 No se trata, por consiguiente, de una carrocería externa que reviste a seres humanos indiferenciados, sino de una naturaleza profunda que, precisamente en la diferencia, dice algo de Dios. La tensión entre lo masculino y lo femenino tiene algo esencial que decir de la imagen de Dios. La relación entre masculino y femenino es figura de la Trinidad, del amor que une a las tres Personas. En el amor subsisten eternamente las tres Personas, pues cuando San Juan escribe que "Dios es amor" no habla de una cualidad de Dios, o sólo de la relación trinitaria, sino también de la misma esencia divina.109
Ambos, hombre y mujer, están llamados al "sacerdocio real",110 a la perfección, pero llegan a él según su don particular propio, según su "acentuación existencial" propia, como la llama Pavel Evdokimov, dos acentos que actúan juntos potenciándose y exaltándose el uno al otro: el instinto masculino de la agresividad, de la guerra, si consigue armonizarse con el de la mujer, se transforma.111 La cuerda tensa llega a ser capaz de producir música, para lo cual hace falta, sin embargo, que sean más de una las cuerdas que suenan juntas.
Las cuerdas de la mujer son el instinto de la vida, de la construcción, de custodia de lo sagrado. La mujer acoge, interioriza, guarda las palabras en el secreto de su corazón; el hombre, en cambio, es más dado a salir fuera, a prolongarse, a fecundar, a construir.
La mujer custodia la vida y siempre llamará al hombre a pensar en su propia dignidad, en su propio valor único e irrepetible. Y lo hace porque tiene una relación más íntima que él con los misterios de la fe y de los sacramentos, a los cuales también conduce a sus hijos, sean o no sean de carne, porque una mujer completa siempre es madre. Precisamente por estar más cerca de la raíz de la vida y de su sentido, la mujer no tiene miedo de sus propios límites, ni siquiera de reconocerlos y de nombrarlos; tampoco tiene miedo del tiempo — le debo también esta imagen al gran teólogo ortodoxo ruso Evdokimov — porque sabe que el tiempo hace falta, como en la gestación, para fabricar una nueva vida, la del niño, la de las personas que le son confiadas. La mujer es capaz de ir a lo esencial de lo que hace falta para la vida de cada uno, pero más aún para la vida del hombre. En efecto, en el Génesis se puede leer literalmente que es "una ayuda que está frente a él". La mujer es como un espejo que refleja ante el hombre su rostro mismo, se lo revela y se lo desvela.
Un pequeño paréntesis poco teológico: los espejos, aparte del de la reina malvada de Blancanieves, no hablan. Reflejan las imágenes sin hacer comentarios. Eso es lo que nosotras debemos hacer con nuestros hombres. Convencerlos con nuestra belleza, dejar que vayan tras ella, a veces que la intuyan solamente, porque en el fondo de nuestro corazón hay un Sancta Sanctorum en el que, de cuando en cuando, nadie puede entrar, salvo Dios. Dejemos de echar sermones, hablemos por medio de la vida, con paciencia, porque el tiempo que hace falta para que despunte el brote no es una preocupación que nos concierna a nosotras. Mis pocas, pero bien aprendidas, lecciones de hombrología barata me dicen que el hombre sólo se convence de una manera: cuando algo toca su corazón, cuando nuestra bondad y coherencia lo obligan a mirarse en el espejo de una belleza feliz, para él profética.
Una vez mirada su imagen en nuestro espejo, el hombre puede ir más allá de su propio ser, hacia fuera, prolongarse en el mundo del cual es dueño y señor, un dominus inspirado por nosotras en su misión, y completado por nosotras.
Esta dinámica maravillosa de lo masculino y lo femenino es un prodigio, y sólo la fantasía de Dios podía haberle confiado a este prodigio la transmisión de la vida, es decir, la generación de los hijos destinados a vivir in eterno. No me explico que esto haya podido conducir a la lucha entre los sexos, pero las mujeres están mal desde que adoptaron las lógicas masculinas.
Cuántos desahogos he recogido en ese sentido — "Me he equivocado en todo, he peleado y me he gastado por cosas equivocadas..."—, cuántas confesiones a medias, cuántos valientes reconocimientos — "Te envidio, porque has puesto la familia en el primer lugar, a mí ahora ya no me queda nada". Cuántas mujeres se han dejado convencer de que lo justo era ponerse las primeras a sí mismas, porque yo lo valgo, porque yo soy mi primer amor, porque si no estoy bien conmigo misma no puedo estar bien con los demás (como si no fuera al contrario, o sea, que estamos bien porque amamos y cuidamos a aquellos que nos son confiados), porque yo dependo sólo de mí misma (como si no fuera verdad que cada uno de nosotros, hombre o mujer, es un ser en relación — dependiente: de Dios y, una vez colmado de él, dependiente en algún sentido incluso de las personas que amamos).
Me parece ahora claro, demostrado, enojosamente reiterado como perejil de cada salsa, el hecho de que las mujeres están en condiciones de hacer las mismas cosas que los hombres (en el debate, normalmente, en este momento se propone una lista de ejemplos comprensibles hasta por los niños de primaria, como astronauta, jefe de estado, físico nuclear, para probar de lo que son capaces las mujeres, lista que da lugar a lugares comunes como "el verdadero sexo fuerte", "es que yo siempre las he respetado", "imagínate yo", "y además mi abuela estudió").
Está bien, lo sabemos hacer, pero, me pregunto, ¿a qué precio? ¿Cuánto tiempo y energías les han sido sustraídos al marido y a los niños con objeto de llegar así de alto? ¿Cuántas tatas habrán enjugado las lágrimas que deberíamos haber consolado nosotras? ¿Cuántos deberes habríamos podido corregir con calma, enseñando a nuestros hijos a usar mejor sus cerebros? ¿Cuántos cuentos les habríamos podido leer? ¿Cuántos arrebatos consolar, cuántas conversaciones, con sus amigos en la habitación de al lado, escuchar para intuir muchas cosas de nuestros hijos? Es verdad, las mujeres están obligadas a elegir, porque el día tiene veinticuatro horas. Efectivamente, yo también lo considero una grave injusticia. Me dirigiré al Tribunal de Justicia de Estrasburgo.
¿Y cuántas mujeres, por otra parte, además del trabajo, se han dejado embrollar con la retórica del tiempo para mí, para la peluquería, para el gimnasio, para las amigas, dejando para los hijos las migajas, olvidando que los años vuelan y que los hijos crecen... tan rápido?
Ahora no me parece el momento oportuno para profundizar en el asunto del trabajo femenino, porque lo único que yo quería era darle unos consejos a mi amiga Beatrice, intentando hacer que vislumbre la posibilidad de hacer de mujer con su marido, si la idea no le parece demasiado extravagante. Sobre el trabajo, de todas formas — aun estando fuera de tema la tentación es demasiado fuerte—, me basta con repetir mi mantra: horarios flexibles para las madres. Hemos entrado en el mundo del trabajo, intentemos ahora, por favor, cambiar sus reglas. No para entrar en los consejos de administración, problema, imagino yo, candente para una mujer de cada cien mil. Para todas las demás, para nosotras, para las normales, el verdadero sueño sería que nos valoraran por la productividad y no por la permanencia en el puesto de trabajo, por la audacia, y no por la disponibilidad para dejar a los hijos aparcados hasta la noche. Una madre a la que se le da la oportunidad de mantener juntas todas las facetas de su vida será extremadamente leal y agradecida con quien le permite sobrevivir, y no ahorrará esfuerzos: trabajará en casa si tiene fiebre, hará contactos yendo a la ortopedia con un hijo, escribirá un artículo o un informe mientras mira un partidillo de fútbol, para librarse de la cola en la cafetería irá con el plátano en el bolsillo (para marcar tendencia) y los pocket coffee en el bolso para no ir al bar (dicen que el forro de un Roger Vivier empringado de café y pegajoso por las chocolatinas derretidas es la última frontera de la elegancia).112
Ya he encontrado el regalo que Beatrice debería hacerle a Paolo para que fueran un poco más felices: un escudo y una espada, nada más y nada menos.
El escudo le serviría a Paolo para recordar que es un guerrero, para defender a su familia de los muchos ataques que sufre, desde dentro y desde fuera. La lista es larga: todo va contra la familia, la cultura, la organización de la vida, el trabajo y los ritmos de la ciudad. Pero, como contra ciertas cosas es inútil combatir (esto seguramente será un sabio dicho popular de los pieles rojas acerca de este tema), la primera cosa para la que le servirá el escudo es para defender a su familia de ese sentido de la paridad mal entendido que lleva a su mujer a adueñarse de la casa, a sermonearlo, a criticarlo y a darle órdenes continuamente.
Con que sólo comprendiera que realmente vale la pena, le sería muy fácil a mi amiga hacer que su marido se sintiera antes que nada liberado, y después acogido, amado y cuidado. Bastaría con cualquier pequeña atención, permitirle que se relaje cuando lo necesita y que contribuya a las tareas de casa según su capacidad, quizás a su ritmo y a su modo. Porque una de las reglas básicas es que, si se le pide ayuda a alguien, se tiene que aceptar la ayuda que puede dar. No se debe pretender que quien nos echa una mano haga las cosas como las haríamos nosotros, y Beatrice no tiene ni idea de lo amplia que es la compañía de la que forma parte, de la cantidad de mujeres que exigen a sus maridos la división de las tareas domésticas, para después pretender que el hombre siga en la práctica sus órdenes. Si se tiene que pedir ayuda, se agradece la que venga, y se acabó. No se puede hacer que un hombre se levante de noche para dormir a un bebé, y después seguir presionándolo: "Dale golpecitos en la espalda, recoge el chupe, lava el chupe, échatelo sobre el hombro, ponte a patita coja y canta sin respirar «La fiamma traballa, la mucca è nella stalla» seis veces seguidas".113 Él tiene su estilo que hay que respetar; si no, debería levantarse una (algo, por otra parte, cálidamente aconsejable).
Es cierto que la idea que tiene Paolo de lo que significa una cena sana para una prole cuya edad media es de cinco años es de juzgado de guardia, pero paciencia (si a la mañana siguiente se despiertan, o sea, si siguen con vida, eso quiere decir que tienen una constitución sana y robusta). En cuanto a la idea de orden que tiene el consorte, está bien que Beatrice sepa de antemano que si a él se le encarga ordenar una habitación, descubrirá de pronto, después de sólo cinco años de permanencia en esa casa, que sus hijas disponen de un armario, que ese armario, además, tiene cajones y que la locución "las camisetas interiores ponías en el cajón de la derecha", evidentemente, le sonará de un modo completamente extraño. Sin embargo, antes de haber conseguido traducir la frase, habrá decidido, con rapidez masculina, engrasar un poco las guías del cajón, que no corre bien, y para hacerlo habrá tirado al suelo un kilo de ropa interior femenina. Está claro que Paolo profesa el credo "una cocina inmaculada es signo de una vida desperdiciada", al cual yo, para que conste, también me adhiero.
A menudo, las mujeres se someten voluntariamente a ciertas esclavitudes en relación con la casa porque quieren mantener su criterio de perfección (enfermedad femenina), para después quejarse o exigir ayuda de quienes no comparten su mismo celo higienista. Una ayuda que, entre otras cosas, al hombre le cuesta más que a nosotras, porque no queda recompensado por el placer de contemplar con alegría una casa brillante y ordenada. Si, por poner un ejemplo, le pregunto a mi marido, después de haber ordenado la casa como una loca durante dos horas (mi casa alcanza el estado de gracia sobre las doce de la noche, mucho después del toque de retirada para los niños), que si está contento, probablemente me responderá: "Sí, bastante, aunque el árbitro no ha pitado una falta a favor nuestro".
Además, hay ocasiones en que Beatrice patalea como una niña de cinco años; ella también tiene sus caprichos, como sus dos hijas, en lugar de comportarse como una señora firme y adulta. Aunque, en ese caso, el escudo le servirá a Paolo para defenderse. Cuando sus peticiones sean en realidad las exigencias de una niña que nunca ha tenido un padre que la confirmara, función principal del padre para con su hija, su marido está autorizado a no contentarla, porque él es precisamente el marido, no el padre. Por otra parte, a cierta edad, una debe reconciliarse con su infancia herida, sobre todo si, a su vez, tiene hijos. En cierto momento es hora de dejar de dar patadas al vacío, o al marido.
Y, además, tenemos la espada. Beatrice se gasta en mil cosas, pero cuando llega el momento del marido está reventada. La espada es para cortar todo lo que no hace falta y, en esto, los hombres son mucho, pero que mucho, más lúcidos y valientes que nosotras. Paolo tendrá que ser capaz de podar unas pocas ramas con el filo de su hoja, tendrá que contener ese ardor de Beatrice por tener siempre gente alrededor, por invitar, organizar, acoger, abrir las puertas, tener la casa siempre llena, todo sin preguntarse qué piensa acerca de ello su marido y, sobre todo, sin reservar para él la mejor parte de esas energías, de esos afectos, de esos impulsos. Siempre está dispuesta a correr en ayuda de quien sea — a expensas de su familia o, al menos, de su compañero, pues nada se hace sin quitarle algo a otro—, poniendo siempre a su marido el último de la lista. Ciertamente, puede que sea indispensable desramar un poco este árbol, para que crezca recto. Puede que sea un poco doloroso, pero hay que hacerlo, y sólo un hombre está en condiciones de hacerlo.
Querido Paolo: Puede que no me convenga, pero aquí tienes una espada y un escudo. Te servirán para defender a nuestra familia y, a veces, también para defenderte de mi cuando soy irrazonable y caprichosa. Te servirán para cortar todo lo que no nos hace falta ni a nosotros dos ni a nuestras niñas. Estoy de acuerdo por fin en que lo hagas, aunque puede que en el momento en que lo hagas me ponga a patalear de nuevo.
Por mi parte, intentaré estar más guapa, para hacer que vuelvas a desear seguirme. Tú tendrás que vencer tu indolencia memorable.
Intentaré ser, con mi belleza, el espejo que refleje tu verdadero rostro y que, al revelarlo, lo corrija. La buena noticia es que los espejos, no lo vas a creer, no hablan.
Beatrice.
 
Eres grande, grande, grande, o Sobre la eterna adolescencia

"SÉ tu mismo" — o "encuéntrate a ti mismo", además de dar lugar también a esa exótica excitación por los viajes—, es una idea, un eslogan viejuno aunque siempre eficaz, para vender dispositivos tecnológicos, zapatillas de correr o billetes de avión, que, a pesar de todo, no me resuelve una duda. Si tú mismo eres realmente una inmundicia, ¿de verdad te tienes que buscar?
Yo, a Michele, no le confiaría ni siquiera un cactus, ni siquiera la tortuguita de agua que tenía en primaria: está dedicado de tal forma a la búsqueda de sí mismo que las más de las veces ni siquiera encuentra la factura del gas, no tiene tiempo para dedicar a esas pequeñas minucias del estilo de respetar una fecha límite u ocuparse de algo (no, no hablamos de alguien) que lo limite.
Con él me hago la superior, pero en lo referente a la falta de habilidad, a decir verdad, si yo no compartiera con mi marido la responsabilidad de los niños, no bromearía. Por eso, Michele y yo somos amigos desde hace muchos años, desde que, durante las prácticas de periodismo, le pregunté a un ministro: "Perdone, ¿es usted por casualidad el ministro o quizás un pariente suyo?". Sólo después he aprendido que: a) si vas a entrevistar a un miembro del gobierno, debes saber, al menos, qué pinta tiene; b) niega siempre que no lo sabes y, aun cuando recojas las declaraciones de un sindicalista de tercera fila, le preguntas más tarde el nombre a un colega, nunca al entrevistado. Por eso, al final de las conferencias de prensa, todos hablamos por lo bajo y decimos cosas de este tipo: "Pero ¿quién era ése?", así como: "¿Dónde sirven el buffet?".
Somos amigos desde entonces, aunque hoy llevemos vidas muy distintas. Yo soy una anciana cuarentona que trabaja y hace de madre, él es un joven cuarentón que trabaja y me mira atónito cuando, buscando el móvil en el bolso, saco un diente de leche, un gorro de piscina, seis caramelos de gelatina sin envoltorio y llenos de pelusa, un volumen del oficio de lecturas, ropa interior (me estaba molestando el tirante) y un trozo de queso parmesano (mi almuerzo). Mi sueño es poder dormir diez horas, el suyo ser enviado especial a las elecciones presidenciales americanas, aunque en las cosas del trabajo está tan relajado que siempre parece estar a punto de meter todo el contenido de su mesa en una caja de cartón, dejar su puesto fijo e irse a vivir descalzo a una playa de Saint-Juan-lès-Pins, alimentándose de pescado asado y tocando la guitarra con Brigitte Bardot;114 yo voy a las fiestas del parque, él frecuenta las reuniones mundanas; yo me emociono cuando veo a mi marido y a mi hijo hablando de la Segunda Guerra Mundial como dos hombres, él está siempre a la caza de emociones frescas (no me cuenta todas las cosas, ni mucho menos, pero yo he aprendido a traducir y ahora sé que "he estado cerca de Alessandra en estos momentos difíciles" quiere decir "nos hemos acostado un par de veces").
El hecho es que Michele es un muchachito, y eso está bien. Pero si hablo de él, es porque hablo de mí misma, de la que yo probablemente sería si no hubiera elegido la vida en familia, mejor dicho, si Dios no me hubiera elegido para regalarme a mi marido y formar una familia: en el fondo, todos somos un poco muchachitos, somos gente pobre, contradictoria, indolente, incoherente y herida. Para nada nobles, como solemos pintarnos a nosotros mismos; somos, por el contrario, un misterio, pero cognoscibles: sólo la familia o la vida consagrada nos impiden liarla demasiado, son los cauces que nos permiten correr hacia mar abierto.
"El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo", dice Benedicto XVI.115 Tú tienes una naturaleza que no constriñe tu libertad, pero que sí es una condición para hacer que te realices. Juega las cartas que tienes en la mano como tú quieras, pero no te puedes fabricar otras, porque eso es hacer trampas y, si haces trampas, antes o después acabarás fuera del juego.
Experimentar tantas cosas, probarlo todo, no jugarse la vida seriamente, no aceptar todas las responsabilidades, no encargarse de nada, escapar de la limitación, es una tentación siempre presente. Pero el límite es precisamente lo que nos define, porque la percepción del límite se convierte en una petición de ayuda. "Vine entre ellos y los encontré a todos borrachos, ninguno de ellos tenía sed", dice Jesús en un fragmento de los Agrapha, que los más consideran auténtico.116 En este punto voy a hacer una pausa de unos pocos años para reflexionar sobre ese misterio, sobre el límite que, en lugar de encerrarnos en un recinto, hace que, por el contrario, tengamos sed y nos abramos al infinito, a Dios. Lo importante del bautismo es descubrir que tu problema es tu ego. Tenemos un hardware viejo, una carcasa anticuada que ya no aguanta, con un sistema operativo lentísimo. El programa funciona, corre, sólo si nos fiamos de Dios y renunciamos a nosotros mismos.
Son precisamente nuestras limitaciones las que nos hacen amables, porque nos obligan, si queremos sobrevivir, a pasárselas a Dios. En efecto, cada vez que tengo un contratiempo, si realmente me quiero quejar, llamo a Giuliana, que me dará un par de palmaditas en la espalda, y no a mi padre espiritual que no dejará de decirme que cada obstáculo en el camino es una gracia maravillosa (yo no quería agradecer nada, sólo quería soltar algunas imprecaciones). Sólo de este modo, en determinado momento, uno puede comenzar a convertirse en una persona seria. Comienza a ocuparse de sus tareas, probablemente también de las de los demás. Me ha llevado bastante tiempo comprender qué significaba "bienaventurados los que no funcionan", una bienaventuranza acuñada por un sacerdote santo para resumir todas las demás del Sermón de la Montaña. Somos bienaventurados si no funcionamos porque en nosotros aparece con claridad algo que, a pesar de todo, es verdad para todos: que tenemos necesidad de Dios.
A menudo, el límite, para muchos de nosotros, es sencillamente esa "mediocridad" que nos salva, es permanecer en nuestro lugar con adhesión apasionada, es eso que Madeleine Delbrêl define como la pasión de los actos de paciencia, es "el autobús que pasa abarrotado, la leche que se derrama, el teléfono que se vuelve loco, las ganas de callarse y el deber de hablar, las ganas de hablar y la necesidad de callarse, y el deseo febril de todo cuanto no nos pertenece".117 Mi pasión de los actos de paciencia, para ser precisos, normalmente tiene que ver más con la solicitud de los cromos que le faltan a mi hijo para completar el álbum y que me he olvidado de echar al correo (voy a salir en el boletín de noticias de las madres), con cerdos de goma atrapados dentro de la impresora y con el hecho de que, en mi casa, desgraciadamente, no llueve nunca sobre los tamariscos salados, sino siempre sobre el vestido para la representación de mañana en la escuela que después dejo olvidado en la percha (un pensamiento in requiem por mi secadora, que ha mordido el polvo después de haberme sostenido lealmente en tantos momentos difíciles).
Pero en permanecer fielmente en el puesto propio de cada uno hay un misterioso poder salvífico. Y el signo de la madurez es justamente desear tener lo que uno tiene, ser lo que uno es, sin acusar a los demás, sin buscar excusas, sin decir "no es culpa mía", tuve una infancia infeliz, "no me han comprendido", "no me valoran", "nadie sabe lo que estoy pasando", "es también un poco por culpa del metabolismo" — de verdad, y de la crisis — y "he pinchado", y "llovía" — sí, puede que incluso llovieran ranas y que los semáforos estuvieran todos en rojo.
Sencillamente, resulta que la vida es difícil, lo es de por sí, y no es que nosotros, los cristianos, busquemos el sufrimiento, es que en cierto momento llega. La diferencia es que nosotros, los cristianos, lo llamamos cruz. Muchos conocidos nuestros lo llaman desgracia, y así le quitan su poder salvífico. La desgracia la exorcizas con talismanes, la cruz la abrazas para no perder ni una migaja, y te salva.
¿Cuánta infelicidad hay alrededor de nosotros? Quiero decir, infelicidad de verdad, no de esa que a veces me inflijo a mí misma, por ejemplo, cuando me ofrecí a coser a mano las muñecas para la venta benéfica de la guardería (después también las compré yo todas, todas las que hice yo, porque muñecas afectadas de alopecia no tienen mucho tirón en el mercado) o cuando le dije que sí a mi marido, que me había propuesto ver, desafortunadamente a condición de que no roncara, una retrospectiva completa de Stanley Kubrick.
Estoy segura de haberme internado en un terreno que no es el mío, quizás más filosófico o teológico, pero, por otra parte, ¿a qué territorio le podría llamar mío verdaderamente? ¿Al amamantamiento acrobático? ¿A la orientación deportiva (la actividad que me sirve por la mañana para recorrer el pasillo sin lentillas hasta llegar a la cafetera)? ¿Al lanzamiento de hijos, categoría más de quince kilos (sirve para hacer entrar niños en la escuela por la rendija del portón unas centésimas de segundo antes de que lo cierre el bedel)? Ahora, no obstante, estoy aquí, en este territorio que no es mío, y me gustaría intentar concluir mi razonamiento.
Inmersos en esta sopa cultural, esperamos que todo nos venga dado, no sabemos soportar las incomodidades para las que, de algún modo, generaciones enteras han estado, por el contrario, preparadas: todas nos pillan de sorpresa, como si no fueran la norma y, en cuanto a ocuparnos de las de los demás, la propuesta suena extraña a nuestros oídos. Para nuestros contemporáneos parece existir sólo el presente, lo inmediato, la ilusión del control por medio de la técnica, en un intento de cancelar la muerte y el sufrimiento.
Michele cree ser anticonformista (por otra parte, ¿quién se atrevería a decir de sí mismo lo contrario?), pero a mí me parece en realidad un medioman, una prueba viviente de que la infelicidad está garantizada si eliminas a Dios de tu horizonte Y te pones tú en el puente de mando, siguiendo tus instintos, pasiones, emociones, ideas centradas en ti mismo, sin confrontación alguna con el Padre que te sirva de espejo y de punto cardinal. En cuanto a los miedos que debería haber alejado de nosotros la supresión de Dios, sería suficiente con echar un vistazo a su botiquín medicinal, tan grande más o menos como un garaje: tiene en él tantas medicinas que yo creo que se las toma un poco al azar o que quizás las elige a juego con el color de su polo. Creo, además, que ciertos tonos pastel de Lacoste — tan tristemente pastel que cuando Michele sale de la tienda, el dependiente invita a los amigos a brindar — los compra adrede porque van bien con el optalidón. Hacer con él un viaje en avión, por otro lado, es bastante instructivo: lo he visto con mis propios ojos aferrarse a los brazos del asiento con extrema seriedad, convencido de que tal es su deber, para permitir así al piloto llevarnos a salvo a todos los pasajeros (de todas formas, se sabe que las posibilidades de lo real son demasiado terroríficas para un hombre que está solo, y que quien no cree en Dios está dispuesto a creer en un montón de cosas: tarot, rituales, signos, iluminaciones y maldiciones varias). Pero la habilidad más refinada de Michele, más aún que sostener los aviones en el aire, es su capacidad acrobática para justificar sus desastres sentimentales: esencialmente, según su versión, la otra estaba siempre muy sola (traduces: se acostó con ella), pero él no puede ilusionarla, a pesar de todo, con un futuro que todavía no sabe si puede prometerle (no piensa hacerlo), porque antes tiene que madurar por sí solo la decisión de estar de nuevo con una persona (y ahora, perdóname, me voy, que esta tarde salgo con otra). Los Michele siempre llevan un gran amor, y un gran futuro, sobre los hombros. Una de las mayores preocupaciones que me afligen, teniendo en cuenta mi muerte prematura, que llegará con certeza si sigo durmiendo tan poco, es, sí señor, la de llevarme algunos secretos a la tumba — dónde están las cartillas de vacunación, cómo se hace un bizcocho glaseado con arena y piedras o en qué punto exacto hay que golpear la tubería para que llegue el agua al cuarto de baño pequeño — pero, sobre todo, la de no verlo sentimentalmente ordenado.
Una de las deidades tutelares de la revuelta antiautoritaria fue Freud, con su idea de que la naturaleza del hombre está constituida por pulsiones instintivas. Estas pulsiones fueron legitimadas por el descubrimiento del inconsciente: desde entonces parece que necesariamente han de ser reveladas, autorizadas, animadas y plenamente satisfechas (¿comprendido, Michele?, no se trata de que todo lo que se te pasa por la cabeza esté bien sólo porque se te ha ocurrido a ti). El hecho es que Freud odia a Dios, de hecho, el exergo de La interpretación de los sueños reza así: Flectere si nequeo Superos, Acheronta movebo, uno de los más terribles versos de la Eneida: "Si no puedo doblegar al Cielo, moveré al Aqueronte", o sea, los infiernos. Legitimar el inconsciente, conceder derecho de ciudadanía y de libre expresión a todo lo que surge de él, equivale a entregarse a lo demoníaco, sin ni siquiera intentar oponerle alguna resistencia o, en vez de ello, escapar directamente, que es lo mejor (Santa Catalina decía que el diablo es malo, pero que está atado con una cadena, y si no te acercas demasiado no puede morderte). Y se sabe que el demonio quiere nuestra muerte, nuestra infelicidad definitiva, cuando nos anima a seguir nuestros instintos.
Por el contrario, durante siglos, la narraciones, todas las sagas, la épica, a partir de la Iliada y la Odisea, han sido la historia de los intentos del hombre por superarse, por consiguiente, la historia de su ascesis; la historia de la lucha de un ser pequeño contra la enormidad de su destino y contra su debilidad. Poemas sobre la sed de gloria, sobre obstáculos que superar, sobre caminos nunca frecuentados, sobre bellezas imposibles, pero también sobre el respeto por el enemigo y la sed de sabiduría. Que, después, singularmente, secretamente, privadamente, esta lucha la combatieran todos es algo que está por ver, pero ésa es harina de otro costal.
Tú también, Michele, eres un hombre de inteligencia multiforme, pero ¿adonde conduce tu viaje? ¿A qué tempestades y sirenas y enemigos te enfrentas? ¿Y para llegar adonde?
No me digas que estás contento así, contento de tu jornada que, aparte del trabajo, viene como viene, porque, si no gastas tu vida por nadie no estás contento de verdad, y tú lo sabes. Sé que está de moda decir que uno se puede contentar con pequeños placeres, el mando a distancia que sigue funcionando aunque tenga las pilas descargadas, los cigarrillos que no se han acabado, quedaba uno más, o el supermercado que tiene tu marca favorita de yogur. En la lista de cosas por las cuales merece la pena vivir, tu gurú Saviano ha incluido la mozzarella de búfala; estúpida de mí que siempre pensé que eso era algo que sólo servía para comérselo.118
Me gustaría muchísimo que encontraras a una muchacha que tuviera el valor de proponerte algo verdaderamente audaz, verdaderamente increíble, verdaderamente excitante: la castidad prematrimonial. Te lo digo por escrito porque sé que, si te lo digo de viva voz, me pegas. Sin embargo, mira a esos amigos míos, casados desde hace veinte años, con cinco hijos: en mi opinión, su vida íntima tú ni te la imaginas. Que la tienen y bien intensa se intuye en cómo se miran, se sonríen y se rozan; y no hace falta preguntar, porque de ese tema, como sabes, yo no hablo nunca. Está bien que la puerta del sexo, el laboratorio en el que se transmite la vida, se mantenga cerrada con muchos pestillos, con el pudor que merecen las cosas más preciosas (quien no tiene sentido del pudor, ¿cómo puede tener intimidad consigo mismo?). De todos modos, que sepas que Clarissa y Andrea se conocieron con delicadeza y se fueron acercando gradualmente, ése es el sentido del noviazgo: cuando el otro no es tuyo, tú no pretendes que cambie, sino que, más bien, estás dispuesto a acogerlo y a cambiar, sin sentido de posesión, sino en la libertad. Puede que así, finalmente, encuentres a "la" que te conviene.
Lo que los chicos como tú no comprenden es que con las muchachas deberían hacer como con los zapatos, que te los pruebas en la tienda sobre la moqueta, teniendo cuidado de no ensuciarlos. Así te puedes probar todos los que quieras, de hecho, es bueno que lo hagas. Pero si empiezas a andar fuera con esos zapatos, sin haberlos elegido realmente, los ensucias y, si después los quieres devolver, tienes que empezar a decir un montón de mentiras.
En la historia de mis amigas, la castidad ha evitado muchas confusiones, les ha dado esa mirada transparente que se obtiene cuando, si digo sí con el cuerpo, es porque lo estoy diciendo con toda el alma. Después de que en una relación ha entrado el sexo, cambia todo: el hombre pierde la tensión de la conquista que lo hacía estar atento a los detalles (el mío, en honor a la verdad, ya estaba distraído antes), mientras que, por el contrario, la mujer, desafortunadamente, precisamente en ese momento, comienza a buscar mayores seguridades. Por eso estoy segura de que Every little thing she does is magic fue escrita para una mujer que, digámoslo así, todavía no le había permitido al hombre cruzar la línea de sombra.119 Sólo por eso, él encuentra mágica cada acción de la amada. Y sólo en esos momentos de la historia, él podría escuchar absorto ese largo razonamiento de ella acerca de por qué es mejor plantar allí, en ese rincón, narcisos en lugar de rosas. Después, normalmente, tenderá a salir de la habitación y a dejarla sola hablando (cosa que, vuelvo a decir en honor a mi marido, él siempre ha hecho con coherencia viril desde el primer día en que nos conocimos, para no acostumbrarme mal).
Sabemos muy bien que el sexo está increíblemente banalizado, así que no te voy a echar ningún sermón acerca del asunto. Solamente me gustaría decir que es bueno guardarse durante la espera, si no por profundísimos motivos teológicos que, por otro lado, comparto, al menos por motivos simplemente humanos: cuando dos no están casados, ella se ofrece porque lo quiere retener junto a sí, él se desahoga y se aleja, entonces ella se vuelve a ofrecer aún más. Comienza la farsa de las mentiras dichas con el cuerpo y con la vida, con una vida que, en lo cotidiano, no corresponde a lo que hace el cuerpo: de la unión absoluta y total que se realiza en el amor físico se hacen eco dos vidas separadas, que no van en la misma dirección, y se comienza a mentir para mantenerse en una situación falsa. Ciertamente, para ti que estás habituado a algo totalmente distinto, me gustaría una mujer inteligente, lo bastante autónoma como para saber que, con el sexo, abre su sagrario y que, aunque la televisión y el cine y los libros y los periódicos intenten convencerla de lo contrario, no es verdad que de antes a después no cambia nada, porque cambia todo. Ella acabará sufriendo si a esa apertura total no le corresponde una coherencia vital. Lo hemos llamado conquista, como la del aborto, pero somos nosotras las primeras en sufrir por su causa, y en volver a encontrarnos solas.
Me gustaría mucho que una mujer especial, valiente, que vaya a contracorriente, te invitara, con su pudor, signo de una vida interior maravillosa que merece ser defendida, a hacerte cargo de tu responsabilidad. Una mujer que, dejándose seguir, te guiase hacia Dios, como ha hecho Clarissa con su marido. Lo ha tumbado en la lona para siempre, deberías ver cómo la mira (está bien, a veces también la mira un poco como a una loca, como cuando en su lucha perenne contra los kilos de más, se adhiere a teorías nutricionales digamos que poco razonables, como esa del poder adelgazante de los pistachos, teorías que, por otro lado, yo también estoy dispuesta siempre a creer con fe ciega).
No obstante, como sacar de debajo de las piedras una Clarissa para ti no es, desgraciadamente, algo que esté en mi mano, sólo puedo invitarte, entretanto, a que te hagas cargo de tu responsabilidad en el trabajo. Es verdad, sé que no estás todo el día en el sofá con el mando a distancia con las pilas medio gastadas en la mano, sé que trabajas, pero ¿estás seguro de que lo haces con la dedicación que merece, y que tú merecerías? Porque el trabajo es buena parte de lo que define al hombre, al varón. Hasta la época industrial, se promovía una ética laboral que hiciera aceptable para las personas sacrificarse por construir a favor de las generaciones que vendrían después. Eso servía para la estabilidad de las relaciones, de los proyectos, de las normas. El hecho de que la vida fuera dura no sólo se daba por supuesto, sino que, más bien, se veía como algo natural, funcional. Puede que el trabajo, incluyendo el trabajo en la fábrica, no fuera tan noble como el viaje de Ulises, pero contenía en sí la idea de dejarle algo a los hijos de uno (un título, un campo, un taller, un oficio, algunos conocimientos o incluso dinero) y el sabor de la batalla, de la superioridad del hombre sobre lo creado. Creo que esta idea no ha sido cultivada por mi fontanero, a no ser que trabaje tan mal porque se haya encariñado con mis hijos y quiera verlos crecer día tras día. Seguro que no ha sido cultivada por el operador número 88 de la central de llamadas que me respondió el otro día y menos aún por quien le puso los botones a mis pantalones, la señora con número de control de calidad 56, motivo por el cual algún día de éstos emprenderé un viaje a Turquía expresamente para estrechar la mano de una persona, ejemplar único en el mundo, que cose los botones peor que yo.
Veo a tanta gente que trabaja mal, sin cuidado, sin competencia, de modo aproximativo, sin preparar, con negligencia, que pienso que el fenómeno transciende con mucho las dimensiones personal y psicológica, y que involucra algunos otros factores.
En la sociedad narcisista e infantil — al igual que los niños, tenemos que satisfacer rápidamente todas las necesidades—, se da un empobrecimiento que no es sólo salarial, factor que probablemente motiva el escaso entusiasmo de los señores 88 y 56 citados anteriormente, sino también de los saberes y de las responsabilidades que exige el trabajo industrial. La calidad del trabajo es cada vez menos relevante, porque lo que producimos parece cada vez menos relevante y significativo: ¿habéis intentado alguna vez pedir que os cambien la correa de un reloj para correr, en vez de tirarlo? Os mirarán como a una pobre loca abandonada que va por detrás del destino y del progreso, y para encontrar la pieza de recambio, que costará más que un reloj nuevo, llamarán a Bill Bowerman en persona, sacándolo de la cama en el cuartel general de Nike en Oregón, así de excéntrica les parecerá vuestra petición. Lo que se disfruta hoy no es el producto del trabajo, sino el ámbito completo de la imaginación y de las pulsiones humanas: no me vendieron un reloj hecho para durar, sino la emoción de ser una deportista, tú también puedes ser de los nuestros, esfuérzate al máximo, eres fantástica (conmigo siempre funciona la adulación, me la creo inmediatamente). El reloj que me regalaron en mi comunión era lo bastante triste como para ser aprobado por una comisión de tías, pero todavía funciona, muchos años y muchas correas después.
Hay, además, otro aspecto de la cuestión. "Vivir no es hacer lo que se sabe hacer, es hacer lo que no se sabe hacer", escribe el poeta escocés Kenneth White, "es sentir y vivir la rugosidad de lo viviente, generar encuentros y actos inesperados, crear y hacer vivir relaciones que nos aumentan".120 Aprender la dificultad de hacer cosas nuevas esforzándose, probar, equivocarse, chocar con el otro. Usar las manos, por ejemplo, significa literalmente tocar con la mano cuanto haga falta para encaminar las cosas hacia nuestro proyecto, hacerlas bien, avanzar paso a paso, mejorar siempre un poco, pero es algo que ni siquiera está garantizado. Yo también tuve mi época de "cobertor de retales" y quien la ha pasado sabe de qué estoy hablando: es un secreto horrible que mi desván custodia en la más absoluta reserva junto con el cajón de los trabajos de Navidad (pero ¿por qué son tan sádicas las maestras?, deberían saber que una madre siempre corre el riesgo de oír, incluso en mitad de agosto, cómo le hacen la fatídica pregunta: "Pero, ¿mi belén de pasta de sal lo guardaste?").
La idea de un trabajo bien hecho y con cuidado es dulce al corazón, aunque me doy cuenta de que la mística del trabajador silencioso y experto, al estilo de San José, es romántica pero cara. Está claro que las cosas hechas a mano y a medida costarán mucho más, pero debe seguir habiendo trabajadores así que sean una profecía o, al menos, un recordatorio. El hombre artesano podrá llamar a la responsabilidad a una economía ficticia y distante de la realidad.
Ciertamente, esto está muy lejos de una generación de bárbaros digitales, es decir, de una generación que disfruta del trabajo de otras personas, sin saber hacer por sí sola prácticamente nada, sin sospechar ni siquiera que los objetos que usa con indiferencia no brotan en el campo.
Yo soy de esa partida con todas las de la ley, faltaría más, soy tan inconsciente de cómo se produce cada cosa de las que uso que llego incluso más lejos: ni siquiera la sé usar. Ayer por la noche ni siquiera logré programar el despertador del reloj, y he pensado que quizás esté poseído por mi madre, que me prohibía dormir tan poco (me tenía que despertar a las tres para escribir): mi marido sostiene, no obstante, que los despertadores digitales habitualmente no dan consejos.
El trabajo puede convertirse en el aspecto más concreto, aunque árido y duro, del amor de uno hacia Cristo. Entonces, si se vive de ese modo, se pueden aprender la atención, el respeto y la paciencia cuando los quebraderos de cabeza se dilatan en el espacio y en el tiempo. Puede llegar a ser una magnífica cura contra los males que afligen al hombre que vive en el país de los juguetes, un narcisista perseguido por la ansiedad, porque no tener certezas — y, en el caso de encontrar alguna, aunque fuera por equivocación, ser lo bastante ilustrado como para no considerarla absoluta — proporciona un sentido de relajación y tolerancia que solamente es superficial. Debajo queda la profunda inquietud de estar solo en el mundo, sin un límite dentro de uno, sin un recinto alrededor, cuando, por el contrario, el recinto, como dice Carl Schmitt, determina profundamente el mundo construido por los hombres: el recinto es lo que produce el lugar sagrado sustrayéndolo a lo habitual, entregándolo a lo Divino.121
El trabajo, por consiguiente, considerado como terapia para la adolescencia patológica de Michele. Bonitas palabras, pero desgraciadamente, hay un problema. Mi amigo hace de periodista como si jugara al póquer. En la mayoría de las ocasiones va de farol. Si le mencionas a un economista escandinavo conocido por tres personas en todo el mundo, y del cual obviamente jamás ha tenido noticia, no alterará lo más mínimo los músculos faciales. Dirá, incluso, que recientemente ha leído uno de sus ensayos, algo igual de probable que el hecho de que yo me arriesgara a hacer una quiche de alcachofas sin telefonear a mi madre. Siendo como es algo inadaptado para la vida práctica, todo el tiempo que permanece fuera del trabajo no lo emplea leyendo ensayos de economistas finlandeses, sino intentando encontrar dónde aparcó el coche cerca de la casa de la última amiga, de la cual debería recordar, como mínimo, el nombre si no la dirección, o intentando rastrear comida no precocinada, deshacerse de las verduras compradas en su último impulso saludable, experimentado hace quince días, que yacen exánimes en el frigorífico.
Si consiguiera abrazarse a su trabajo como a un servicio que hace, con humildad y dedicación, como una labor que lo salva, se curaría. Todo trabajo puede ser iluminado por esa luz, también el sello que se pone en la oficina de correos, que en ese momento, incluso, para la viejecita es tan fundamental como la mano del cirujano más puntero, porque a la señora que está en la cola de la oficina de correos en ese momento lo que le hace falta es la pensión y no una luminaria de la ciencia. Por tanto, también la rutina, un trabajo oscuro y repetitivo, o uno duro, uno insensato incluso, pueden ser fecundos. Fecundos para el mundo al cual contribuyen a salvar, y fecundos j)ara la familia de quien trabaja, que vive gracias a ese trabajo. Esta fue la gran intuición de San Josemaría Escrivá de Balaguer, que a comienzos del siglo pasado tuvo el valor de decir, por primera vez, que todo el mundo puede llegar a ser santo, también los empleados insignificantes, y no a pesar de su trabajo, sino gracias a él.
El trabajo tiene, para el hombre y la mujer, dos significados completamente distintos. A una mujer también le podrá gustar, pero no es lo que la define (y cuando lo es, pierde el centro de sí misma), mientras que para el hombre es decisivo. Si bien la mujer se realiza en la acogida, el hombre tiene una profunda necesidad de saber que le está sirviendo a alguien. Una mujer tiene terror al abandono, mientras que la forma particular de la soledad para el hombre es sentirse inútil. Un hombre funciona cuando entiende que, para él, la vida es servir, servir y servir, puede que silenciosamente, pisando poco el escenario. Dios los quiere así, hombres fuertes, responsables de sus propios hermanos, capaces de hacerse cargo: si quieres ser aliado de Dios, nunca te pongas en contra de un hombre. A Dios, ese hombre le ha costado su sangre, y él lo sostiene. Si te declaras a favor de los hermanos, él te obedece, te sirve y te resuelve todos los problemas, está contigo.
En mi casa funcionamos así: yo decoro y adorno con lazos, escribo cartas, libros y diarios, besuqueo, abrazo, hablo, mimo y vuelvo a hablar. Mi marido ahorra mucha saliva y se remanga. Durante mis maravillosas y presuntas conversaciones con él, de vez en cuando me convenzo de que ha muerto, porque no es sólo que no responda, y ésa es la norma, sino que además desaparece. Siempre pienso que se ha ido a exhalar el último respiro en un rincón aislado como una ballena varada en la playa, cuando, por el contrario, habitualmente ha ido silenciosa y rápidamente a resolver el problema que yo le estaba planteando.
El hombre, más que la mujer, que fundamentalmente es madre, aunque no lo sea biológicamente, coopera con su trabajo al plan salvífico de Dios. La virilidad no es un hecho biológico, sino que se aprende, se conquista. Hay un modo viril de realizar incluso los pequeños gestos cotidianos, un modo, diría yo, de resistir firmemente ante el mal y de aceptar dócilmente las cargas. Pero la virilidad, a diferencia de la feminidad, que es principalmente una llamada a custodiar la vida, no puede agotarse nunca del todo en el horizonte biológico: el hombre de verdad está dispuesto a morir por algo que está totalmente en otro lugar. Por tanto, hacer mal el propio trabajo, descuidadamente, con negligencia, de forma incompetente, significa traicionar el deber que uno tiene en el mundo. Por otra parte, la misma traición se comete cuando uno se hace esclavo del trabajo, cuando hace de él un ídolo. En muchas empresas se crean mecanismos letales que absorben implacablemente las fuerzas, las energías, las inteligencias y, a veces, incluso los afectos ("Todos formamos una gran familia, no nos puedes traicionar de esa forma"). Entonces sólo se puede avanzar al precio de digerir absurdos tours de forcé, reuniones a las ocho de la tarde, brainstormings vacíos, encuentros de trabajo, planificaciones de marketing, donde el inglés sirve de cortina de humo, porque trabajar hasta las diez para armonizar un poco las ideas fastidia un poco, mientras que si es para un brainstorming, entonces se hace.122 Hay muchos modos de traicionar la propia virilidad trabajando, pero sólo hay una vía para santificar el trabajo, y no es incensar al director general, al menos no al de esta tierra.
Querido Michele: Te voy a dar una sorpresa. Hoy, para variar, no te voy a decir que te tienes que casar. Te voy a hacer un regalo distinto. Un rosario para que lo lleves en el bolsillo, para que, de vez en cuando, recites alguna decena de avemarias, mientras estás en la cola de la circunvalación (se admite incluso la variante con imprecaciones contra el que te la juega para adelantarte por la derecha), mientras caminas buscando el mejor encuadre para la conexión o mientras esperas las proyecciones de los resultados electorales. Es pequeño y discreto, no da mala impresión, y puedes tenerlo en la mano dentro del bolsillo, porque, es verdad, si te descubren con él en la redacción estás acabado (obviamente, nadie diría una palabra si te viera recitar un mantra budista, que, sin embargo, a mí no me gustan, porque no funcionan). Comienza poco a poco, unos minutos cada día. Cambiará tu vida. Sé que no eres (todavía) exactamente un creyente convencido, pero a ti te hace falta una terapia de choque. Cogido a la cadena que nos une al cielo, acabarás siendo un hombre de verdad, dispuesto a morir por alguien (no, no lo voy a decir, lo he prometido, no diré la palabra "mujer"). Llegarás a ser más fuerte y más noble. En mi opinión, incluso adelgazarás un poco. Si yo fuera tú, lo probaría.
Con afecto, tu amiga C.
 
Agradecimientos

COMO "gracias" es una de las expresiones que uso con más frecuencia (junto con "perdona por el retraso", "¿me ves gorda?" y "cuento hasta tres y después me enfado"), no podía dejar escapar la ocasión de darles las gracias miles de veces de un solo golpe a todos lo que han contribuido a que vea la luz este segundo libro mío.
Antes debo hacer un mención especial a la valiosa estufita que ha luchado conmigo durante las noches de invierno y que, para morder el polvo, ha esperado, heroica, hasta la entrega del preciado manuscrito. Una madre que trabaja nunca puede escribir antes de medianoche, y a la hora de la escuela tiene que estar, en cualquier caso, en condiciones de poner ropa de abrigo sin la intervención previa de un reanimador. Gracias, por tanto, a la cafetera, a las sudaderas de color gris sucio absorbe-manchas, al pocket coffee, a los bedeles de la escuela tolerantes y al nuevo túnel de la autovía que me ha permitido llegar a tiempo al trabajo. Gracias a mi tata Antonella que ha suplido mi ineficacia como ama de casa y que siempre ha encontrado el modo de excusarme, aun cuando he quemado ollas, olvidado hijos y confundido detergentes.
Gracias a mi editora Patrizia (llevaba una vida deseando decirlo, ahora sí que me siento como una escritora) y a Francesca.
Gracias a todos mis "viejos" amigos que no me han negado el saludo aun cuando me he estado dando aires de escritora, y que han aceptado seguir viéndome aun temiendo que de un momento a otro me presentara con un viejo jersey harapiento, una cruz al cuello y pinta de existencialista: a Marina, antes que a nadie, y después a Ale, a Carmen, Chiara B. y M., Claudia, Costanza, Cristiana, Daniela, Elisabetta, Fabiana, Federica, Francesca, Gabriele, Luca, Lucia, Marinù, Noemi, Paola, Patrizia, Stefania y Silvana. Gracias a Paolo, que siempre es cosa aparte, como la nata o la salsa para Sally.123
Gracias a los amigos del blog, una aventura comenzada a regañadientes por las presiones de una amiga demasiado tecnológica e inteligente, Elisabetta, y que se ha revelado como un extraordinario medio de profunda comunicación. Gracias a aquellos que, como Raffaella Frullone, Cyrano, Paolo Pugni, don Fabio Bartoli, Fra Filippo Maria, Daniela Bovolenta, Claudia Mancini y Maria Elena Rosati, me han ayudado a escribirlo, y gracias a aquellos que con sus comentarios lo mantienen siempre a un altísimo nivel, aun cuando yo tendería al pop y a escribir posts sobre la laca de uñas y el tráfico: Alessandro, Andreas, Angelo XL, Alvise, la Dada, Daniela B. y C., Erika, Fefral, Luigi, Maxwell, Principessa, Roberto, Salvatore y Vale.
Gracias a Benedetta, de nombre y de hecho, a Elisabetta, hermana en la fe, a Giuliana, amiga refugio, a la rutilante Luisa, a la animosa Ana, al generoso Livio, al queridísimo Stefano, dispuesto a intervenir cuando mi autoestima desciende por debajo del nivel de alarma, a mi faro Daniela, desgraciadamente lejana, y a aquellos que, conocidos gracias al primer libro, se han transformado en amigos: Alessandro y Mario, Alessio, Claudia, Daniela C., don Luca, Elisabetta, Ettore y Francesca, Francesco, Gabriele, Gianluigi, Giovanni, Laura, Manu Red y Black, Maria Cristina, Paola y Sabina.
Gracias de nuevo a Gamillo Langone, al que debo el coraje de haber comenzado a escribir, por su preciosa amistad.124
Gracias al amigo fraterno Giovanni Marcotullio, que ha pasado por el tamiz de su desmesurada cultura cada renglón de este libro, corrigiendo los despropósitos teológicos más impresentables y tolerando con esfuerzo las imprecisiones. Para ver alguna muestra, de todas formas, dirigios a él (para las felicitaciones a mí).
Gracias a mis padres que, aunque al leer la apología de la sumisión comentaron "hemos criado un monstruo", en el fondo, en el fondo, están orgullosos de mí, pero no lo admitirán jamás (porque el educador prusiano no se jubila nunca). Gracias a mi hermano Giovanni, más que un abogado un ansiolítico, y a mi hermana Chiara, que se ha fiado de mí. Os quiero mucho.
Gracias a mis hijos, Tommaso, Bernardo, Livia y Lavinia, por ser tan divertidos, surrealistas e hilarantes: no me he inventado nada, ellos forman en realidad un óptimo guionista. Gracias porque hacen mi vida así de afortunada y llena (incluso demasiado) de alegría. Os quiero con todo el corazón.
Gracias a mi marido Guido, arquitrabe de la familia, que — al contrario que yo — habla poco pero hace mucho, y me sostiene y me apoya de todas las formas posibles, también con sanas críticas constructivas que yo siempre me tomo con poca deportividad. Gracias por todo el amor recibido y dado, gracias por ser un padre firme, con autoridad y dispuesto a dar la vida; y gracias por ser también, además de especial, un poco el modelo básico de ser humano (me has ahorrado el trabajo de estudiar a los hombres de las demás).
Gracias al padre Emidio Alessandrini, al que le debo muchas de las intuiciones que he revendido despachándolas como mías (él dice que en la Iglesia no existe el copyright, y que se puede coger lo que uno quiere como del frigorífico de casa). Gracias al padre Maurizio Botta por ser un sacerdote como los pensó Jesús, que da la vida por sus ovejas. Gracias a todas las personas que me han transmitido el depositum fidei: de pequeña don Ignazio y después la doctora Tenda, sor Elvira, sor Chiara Serena, el padre Bernardo y el padre Arsenio.
A Chiara Corbella, por su luminoso ejemplo.
Gracias a toda la Iglesia, de la que formo parte con orgullo. A los santos y a las santas que nos han precedido, sobre todo a mis amigos íntimos: Teresita de Lisieux, que es mi verdadero agente literario, Teresa de Ávila, Catalina, Teresa Benedicta de la Cruz, y al beato Karol Wojtyla, el gigante que ha llevado a la Iglesia en medio de la tormenta, y además a Francisco, Agustín, Bernardo, Tomás, Piergiorgio Frassati, Gianna Beretta Molla y a toda la multitud.
Gracias al Papa, Benedicto XVI, que sigue en la tormenta,125' por su desconcertante humildad, por su delicadeza, por la inteligencia y por la firmeza con la que difunde la Verdad: con su existencia nos garantiza que lo que creemos es verdad, y basta mirarlo a él para entender el lugar de uno mismo en el mundo.
Gracias a nuestra madre celestial, a la Virgen: si supiéramos cuánto nos ama, lloraríamos de alegría. No habríamos podido encontrar mejor abogada (parece que está algo emparentada con el juez, por eso yo, personalmente, espero una sentencia clemente).
Finalmente, gracias a Dios porque nos ha creado para la vida eterna. Porque nos ha creado inquietos y deseosos de él. Porque se deja encontrar por quien lo busca. Porque es Padre y de él nunca viene nada que no sea bueno.

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 Notas a pie de página

1 Michel Houellebecq (1958) es un poeta, ensayista y novelista francés. Sus obras más conocidas puede que sean Las partículas elementales (finalista del premio Goncourt, 1998), Plataforma (2001) y El mapa y el territorio (2010).
2 La expresión inglesa new wave ("nueva ola") define un tipo de música rock, posterior al llamado punk, nacido alrededor de 1970 y que alcanzó su esplendor en la década de los ochenta.
3 La llamada "Comisión Trilateral" es un organismo privado fundado en 1973, por iniciativa de David Rockefeller, para estimular las relaciones entre Estados Unidos, Europa y Japón. Sus miembros, personas vinculadas al poder político y económico, han sido acusados de promover en la sombra el adoctrinamiento de las masas a favor de las clases dominantes.
4 Pequeña advertencia; No me refiero a un dios cualquiera ni a un hálito de bien ni a una entidad superior genérica, sino exactamente al Dios Trinidad, al de la Iglesia católica, al de la tradición de los Apóstoles y de los Padres, confirmada por el Papa. Espero que a estas alturas ya no puedan ustedes devolver el libro o cambiarlo por un manual de papiroflexia o cualquier otra cosa con tal de liberarse del libro de una católica. Espero que lo conserven aunque sean alérgicos. Les ruego que se fíen: aun cuando no crean en ella, aun cuando no lean la Biblia, la Biblia es la que los lee a ustedes, la que nos dice cómo funcionamos, cómo están hechos la cabeza y el corazón del hombre, sea éste creyente o no.
5 La autora cita a Dante, Inferno, II, 9: Qui si parrà la tua nobilitate, pero cambia el posesivo tua ("tu"), referido a la memoria de Virgilio, por sua ("su"), referido al hombre que recupera su identidad junto a la mujer.
6 En inglés en el original: "El rey de Roma no ha muerto".
7 Fulton John Sheen (1895-1979) fue un arzobispo católico estadounidense, escritor prolífico. Fue muy conocido por dirigir y presentar diversos programas de televisión.
8 La WWF (World Wildlife Fund, en español "Fondo Mundial para la Naturaleza") es la mayor organización internacional conservacionista, fundada en Suiza en 1961 por un grupo de entusiastas ecologistas encabezados por el príncipe Bernardo de los Países Bajos. En cuanto al oso marsicano que cita la autora, es una subespecie del oso europeo endémico de la zona de los Apeninos italianos.
9 Peter Cincotti (1983) ("el hombre más sexy de la tierra", según "People") es un joven cantante, compositor y pianista americano que inició su catrera artística como precoz pianista de jazz y ha acabado haciendo papeles en televisión, grabando discos de cierta fama y produciendo musicales.
10 El título italiano del libro a que alude Miriano es La parigina. Guida allo chic. Nosotros lo citamos con el título de la edición española. Su autora es Inés de la Fressange (1957), hija de un aristócrata francés y una modelo argentina. Fue durante bastantes años la modelo de la marca Chanel. En la actualidad regenta una cadena de pequeñas tiendas de moda. La parisina pretende ser una guía de compras en París para aquellas mujeres que se identifiquen con el estilo de la autora.
11 San Agustín, Obras completas, vol XIb, tercera edición, Cartas (3°), BAC, Madrid, 1991, Carta 262.
12 2 Pe, 3, 5-6.
13 "Valleverde" es una marca italiana de zapatos que se anuncian como "clásicos y cómodos".
14 Se refiere la autora a dos cantos marianos antiguos, el primero de ellos dedicado a la Virgen de Lourdes.
15 El lap dance es un tipo de baile que se originó en los clubes de alterne de Las Vegas que se caracteriza porque la bailarina se mueve sensualmente directamente sobre el regazo de los espectadores
16 Véase 2 Re, 5.
17 Virgilio, Eneida II, 49: "Temo a los griegos aunque traigan regalos". Frase que pronuncia el sacerdote Laocoonte ante el famoso "Caballo de Troya" para advertir a sus conciudadanos que no se fíen de los sitiadores griegos aparentemente huidos.
18 Para jugar a "las estatuas" se escoge a uno de los participantes que tiene que poner en pose a los demás, todos en fila sobre un escalón. El "maestro del juego" se acerca a algún jugador y lo coge de la mano. El jugador "tocado" debe quedarse inmóvil inmediatamente, en la posición que quiera. Acabado el turno, el "maestro del juego" proclama la "estatua" vencedora, (que puede ser la más bella, la más original o la más divertida). Esa "estatua" pasa a ser el nuevo "maestro del juego", y todo empieza otra vez. También se puede aplicar otra regla: todos los participantes deben estar quietos en sus posiciones. Quien no resista y se mueva, queda eliminado. Para el juego de las "cuatro esquinas" hacen falta cinco jugadores. Se necesita un espacio cuadrado, para que cuatro de los jugadores ocupen un ángulo. El quinto participante se coloca en el centro. Los otros cuatro tienen que cambiar sus posiciones, sin permitir que el quinto ocupe el ángulo que queda libre. Si no fuera así, el que pierde su esquina tiene que irse al centro.
19 Nora Ephron (1941-2012) fue una periodista, guionista y directora de cine estadounidense. Se hizo famosa por el guión de la película When Harry met Sally ("Harry y Sally", en los cines españoles), dirigida en 1989 por Rob Reiner, que cuenta la historia de un hombre y una mujer que se conocen accidentalmente en su época de estudiantes. Él tiene la certeza de que es imposible que un hombre y una mujer mantengan una relación sólo de amistad. Ella piensa lo contrario. Las circunstancias los separan y los acercan de cuando en cuando y su amistad resiste. Al final, el espectador se da cuenta de que la historia es la narración de una gran historia de amor entre los dos.
20 Natalino Sapegno (1901-1990) fue un crítico literario italiano experto en el siglo XIV. La autora se refiere a una conocidísima y valiosa edición hecha por este estudioso de la obra de Dante.
21 Christine Marie Evert (1954) es una antigua jugadora profesional de tenis natural de los Estados Unidos y ganadora de dieciocho títulos de Grand Slam.
22 En latín en el original: "Dichosos los tuertos en la tierra de los ciegos", un equivalente a nuestro "En el país de los ciegos, el tuerto es el rey".
23 Standard and Poor's es una de las llamadas agencias de calificación de riesgo. Su calificaciones sobre solvencia de entidades financieras y estados (esa "A" a la que se refiere la autora irónicamente) suelen guiar los movimientos de los inversores.
24 El Telefono Azurro ("Teléfono Azul") es una asociación benéfica nacida en Italia en 1987, de la mano del neuropsiquiatra infantil Ernesto Caffo, que proporciona una línea telefónica para "dialogar con niños y adolescentes y con sus padres y educadores en situaciones de conflicto". Desde 2003, el gobierno italiano le ha asignado la tarea de gestionar el servicio de emergencias infantiles.
25 "Brandina" es una marca italiana, muy conocida, de somieres, colchones y tumbonas de piscina y playa.
26 En inglés en el original. Never complain significa "no quejarse nunca" y el always explain de la autora, "explicar siempre".
27 En inglés, bright side (literalmente, "lado brillante") es el lado bueno de una cosa o de un acontecimiento. De modo que atribuirle el apellido Brightside a una persona es algo parecido a llamarle "optimista" con cierta carga de ingenuidad. La autora hace referencia seguramente al titulo, Mr. Brightside, de una famosa canción del grupo estadounidense The Killers.
28 La autora se refiere aquí a un spot publicitario de televisión de la conocida marca italiana de vinos aperitivos protagonizado por el actor americano George Clooney, en el que la frase clave es precisamente: No Martini, no party ("Sin Martini no hay fiesta"). En cuanto a la canción Roadhouse blues, que la autora canta a gritos con sus hijas, es una de las más famosas del grupo The Doors, escrita por Jim Morrison en 1970.
29 "AD" es un acrónimo de Arquitectural Digest, una revista de decoración de interiores, cuya versión española lleva por subtítulo "Las mejores casas del mundo".
30 Miriano se refiere a la final de la Copa de Europa de la temporada 1983-1984 que se disputó en el Estadio Olímpico de Roma entre el Liverpool y la Roma, y que este último equipo perdió precisamente en la tanda de penaltis.
31 Esos cartógrafos aparecen el relato de Borges titulado "Del rigor en la ciencia". Buscando trazar un mapa exacto del Imperio, construyen una copia exacta, de modo que el Imperio y el mapa llegan a ser indistinguibles, lo cual lleva a la ruina del Imperio.
32 Gambero Rosso ("Gamba Roja") comenzó siendo una empresa italiana que comercializaba comida y vinos típicos del país. En la actualidad publica guías de vinos, edita una revista mensual y tiene un canal de televisión dedicado a la gastronomía. El nombre Gambeto Rosso está tomado del cuento de Pinocho, donde los personajes del Gato y el Zorro cenan en cierta ocasión en una taberna que lleva ese nombre.
33 El "Birkin" es uno de los bolsos más famosos que fabrica la marca de lujo francesa Hermés. Lleva ese nombre en honor a la actriz y cantante Jane Birkin. De hecho, ella misma lo diseñó cuando coincidió accidentalmente en un viaje en avión con el presidente de dicha compañía. El precio de las versiones más económicas está en torno a los 6.000 euros, pero puede llegar hasta los 55.000, si es de piel de cocodrilo o a los 120.000 si la piel es de cocodrilo negro.
34 El término "preterintencional" se suele usar en Derecho Penal. Se denominan "preterintencionales" aquellos actos que causan efectos de mayor gravedad que los que se pretendían causar. Cuando la autora aplica este término al amor verdadero, lo que quiere expresar es que ese amor da lugar a vínculos mucho más sólidos que los que los amantes pretendían en un principio con su relación.
35 Erec et Enide ("Erec y Enide") es la primera novela de Chrétien de Troyes, escrita en 1176. De hecho es la primera que conocemos del ciclo medieval del rey Arturo y resulta algo extraña dentro de este ciclo, pues su culminación no es el matrimonio. Por el contrario, el matrimonio es su comienzo y su argumento principal. La princesa Enide se enamora de Erec por sus dotes caballerescas. Cuando se casan, él abandona su vida de aventuras y peligros por estar junto a ella. Pero ni uno ni otra pueden ser felices; él por haber abandonado su vocación, la caballería, y ella por haber perdido la admiración por él. La novela narra el proceso de superación de este fracaso y acaba con la coronación de ambos cónyuges como reyes de Nantes.
36 Denis de Rougemont (1906-1985) fue un escritor y filósofo suizo. Es considerado como uno de los padres del federalismo europeo.
37 El trauma infantil puede habérselo causado la Roma, que en la temporada 2000-2001 perdió el título de liga italiano por un solo punto frente a la Juventus y que, desde entonces, no ha estado en condiciones de ganarlo. Roberto Saviano (1979), el de los sermones, es un escritor napolitano que cobró mucha fama con su primera novela, Gomorra, sobre la trama delictiva de la camorra. La novela se tradujo a numerosos idiomas y le valió serias amenazas de muerte que le hicieron salir de Italia. En la actualidad lidera una cadena de televisión propia, Zero Zero Zero Tv, en la que diserta periódicamente sobre toda clase de temas. Por supuesto, Alex es el malvado protagonista de la película de Kubrick, La naranja mecánica, al que curan de su violencia patológica haciéndole ver imágenes extremadamente violentas con un aparato que sujeta sus párpados para que no pueda cerrar los ojos.
38 Se refiere a la famosa película de Joseph Rubén, estrenada en 1991, y protagonizada por Julia Roberts. En ella, una mujer, dentro de un matrimonio de apariencia perfecta, vive durante cuatro años la violencia obsesiva de su marido. Cansada de ello, simula su muerte y cambia de identidad y de vida. Su antiguo marido la descubre y decide perseguirla para vengarse.
39 Giovannino Guareschi (1908-1968) fue un periodista y, sobre todo, un escritor humorístico italiano. Es el creador de los célebres personajes de Don Camilo, el cura que habla con el Cristo del altar mayor de su iglesia, y de Peppone, el aguerrido alcalde comunista, que cultivan en un pequeño pueblo de provincias una entrañable e íntima enemistad.
40 Martha Stewart (1941) es una empresaria y presentadora de televisión estadounidense. Es una de las mujeres más ricas del mundo y ha hecho su fortuna con un grupo multimedia basado en programas y revistas de cocina, de decoración, estilismo y buenas maneras.
41 Si la cosa funciona (Whatever Works, en el inglés original) es una película de Woody Alien estrenada en 2009. Es una comedia romántica algo ácida y de personajes planos. Cuenta la historia de un neoyorquino maduro y raro que decide empezar una vida bohemia. Emprende una relación con una guapa joven sureña y se interna en toda una trama de enredos familiares y sentimentales.
42 Fausto Coppi (1919-1960), italiano, apodado Il campionissimo, es uno de los más grandes ciclistas de todos los tiempos. Ganó varias veces el Giro de Italia y el Tour de Francia.
43 Sári Gábor (1917), de origen húngaro, conocida como Zsa Zsa Gabor, es ahora una anciana de 96 años, pero fue una de las actrices del cine norteamericano más famosas de los años cincuenta y sesenta. Se casó por primera vez a los veinte años y en la actualidad disfruta de su noveno matrimonio, el más estable de todos (veintisiete años). Su indiscutible experiencia en divorcios y matrimonios solubles, junto con su gran ingenio, ha hecho que se hago famosas algunas de sus "reflexiones" sobre el tema, como la que, por ejemplo, cita Miriano. Otras perlas de la Gabor son las siguientes; "Debo de ser una buena ama de casa porque, cuando me divorcio, siempre me quedo con la casa", o también: "Cuando observo a una mujer, no me fijo ni en su vestido ni en su elegancia, me fijo en su marido".
44 Centro Suono Sports una cadena de radio romana, especializada en deportes y particularmente en fútbol. Por supuesto, Totti es el delantero más famoso de la Roma.
45 Se trata de una colección de cromos de futbolistas de la liga italiana. Por lo visto, alguno de los hijos de la autora los escondía tras ciertos libros de la biblioteca familiar.
46 En inglés en el original: quick significa "arreglo rápido" y es el reclamo típico de los talleres de reparación de coches o de calzado. La autora lo refiere a las zonas donde se venden cosméticos en los grandes supermercados, donde se realizan pruebas de maquillaje al momento.
47 En la terminología del Derecho Penal, la expresión latina in bonam partem se usa para indicar que se interpreta la ley en beneficio del reo.
48 "La Reppublica" es el diario italiano de mayor tirada. Se edita en Roma y fue fundado en 1976. Su tendencia política es, en general, la de la izquierda liberal moderna y moralizante.
49 Flp 2,3.
50 El "pandoro" es un dulce típico de Verona. Tiene forma de tronco de cono con base de estrella de ocho puntas. Su interior es de color amarillo intenso por la vainilla y el huevo. Por fuera va cubierto de azúcar en polvo. A diferencia del "panettone", no está relleno de crema ni de frutas confitadas.
51 Cupertino es una localidad californiana del condado de Santa Clara. Está en la famosa zona del Silicon Valley y en ella está la sede de la empresa informática Apple.
52 En francés en el original. El sentido del refrán francés A la guerre comme ll la guerre, (literalmente, "En la guerra como en la guerra") es que, en circunstancias adversas, hay que usar remedios extraordinarios. En español existe un refrán muy parecido aunque poco conocido: "A la guerra, con la guerra". Otros más conocidos que expresan una idea análoga podrían ser: "En campaña como en campaña", "En el amor y en la guerra, todo es válido", "En tiempo de guerra cualquier hoyo es trinchera" o "Cual el tiempo, tal el tiento".
53 Las fette biscottate (literalmente, "rodajas bizcochadas") son cualquier tipo de rodajas de pan o de bizcocho tostado deshidratado, normalmente de forma rectangular, aunque también las hay redondas, que se suelen tomar en el desayuno.
54 El amarillo y el rojo son los colores del equipo de fútbol de la Roma (la signora in giallo-rosso).
55 El texto italiano original dice: "Quello è l’aereo del babbo che torna da Londra". "Aereo?" Io credevo che Lombra stava per terra". El niño confunde Londra ("Londres") con l'ombra ("la sombra"). De ahí se sigue el retruécano difícilmente traducible al español.
56 La Pandectas es el nombre griego de la recopilación legislativa llevada a cabo por el emperador Justiniano. Su nombre latino es Digestum ("Digesto", en español).
57 Benedetta Parodi (1972) es una presentadora de televisión, escritora y periodista que, hasta 2008, ha sido la conductora del telediario de mediodía del canal "Italia 1". Desde ese año dirige un programa culinario de gran audiencia. Cotto e mangiato. Ha publicado exitosos recetarios.
58 Camilo Langone (1967) es un periodista y escritor italiano residente en Parma, polemista brillante y autor de varios libros. Aparte de haberse ganado las críticas más acerbas por sus críticas al darwinismo, una de las últimas polvaredas levantadas por Langone se ha debido a un artículo suyo escrito en noviembre de 2011 y titulado Togliete i libri alle donne: tornerano a far figli ("Quitadle los libros a las mujeres: volverán a tener hijos").
59 Jeff Buckley (1966-1997) fue un compositor y cantante estadounidense que sólo llegó a editar un único álbum, Grace, en 1994, pues murió ahogado mientras nadaba en un río tres años después. A pesar de ello, es considerado como uno de los mejores músicos americanos de los años noventa.
60 Hemos preferido dejar el italiano original para que se mantenga la similitud fonética entre morte ("muerte") y torte ("tartas"), las dos palabras que confunde el marido de Costanza. Él afirma que no oyó decir finché morte non ci separi ("hasta que la muerte nos separe"), sino finché torte non ci separino ("hasta que las tartas nos separen").
61 Como ya habrá adivinado el lector. Carneo es una marca italiana de tartas y otros productos precocinados. En su publicidad, alardean de que "cualquiera puede triunfar" con sus dulces "caseros".
62 Es cierto que, en el ritual católico del Sacramento del Matrimonio, en el escrutinio previo al consentimiento de los contrayentes, sólo en la última fórmula el ministro que preside habla de "hasta que la muerte os separe". En las primeras fórmulas del ritual, las más antiguas y las más usadas, se habla de "todos los días de vuestra vida" o de "toda la vida".
63 La autora hace alusión a la película Up close & personal ("Íntimo y personal", en español), realizada en 1996 por Jon Avnet. Narra la historia de amor de una joven deseosa de triunfar en televisión y un periodista un poco fracasado que ya está de vuelta del triunfo en el trabajo.
64 Míster Increíble es el protagonista de la película de animación Los increíbles, rodada en 2004. En ella, la actuación de tres superhéroes liderados por este protagonista llega a desencadenar, en su afán por hacer el bien, tal oleada de quejas y denuncias que deben ocultarse llevando una vida normal. En esa nueva vida, Mister Increíble trabaja como agente de seguros.
65 Véase la nota "c" del Capítulo 1.
66 Véase la nota "a" del Capítulo 2.
67 El Muppets Show fue un programa de televisión británico, emitido entre 1976 y 1981, en el que actúa todo un grupo de muppets ("títeres"). Muchos de los personajes, entre ellos los dos viejecitos gruñones a los que alude Miriano, aparecieron en los programas de televisión emitidos en España con los títulos de Los teleñecos y Barrio Sésamo.
68 "Sombras y niebla"("Shadows and Fog", fue su título inglés original) fue una película rodada en 1992 por Woody Allen, en la que intervienen como actores el mismo director, Mia Farrow, Madonna, Jodie Foster y otros. Es una de las cintas más extrañas del célebre director americano, rodada en blanco y negro y llena de guiños al cine expresionista de los años treinta.
69 Roger Scruton (1942) es un filósofo inglés, catedrático de Estética en la Universidad de Oxford. La cita de la autora está tomada del ensayo de Scruton titulado Sexual Desire: A Philosophical Investigation ("Una investigación filosófica sobre el deseo sexual"), publicado en 1986 y del que no existe traducción española.
70 Véase la nota "a" del Capítulo 2.
71 Los conceptos de sociedad o de pensamiento "líquidos", últimamente muy de moda, se deben al filósofo polaco Zygmunt Bauman (1925), que desde los años setenta prefiere hablar de la contraposición entre "modernidad sólida" y "modernidad líquida" donde otros hablan de "modernidad" y "posmodernidad". Según Bauman, en la "modernidad líquida" desaparecen las identidades fijas, y la única virtud moral consiste en la necesidad de hacerse con una identidad flexible y versátil que le permita al sujeto mutar convenientemente a lo largo de su vida.
72 Nutella es una marca comercial de crema de cacao azucarado y avellanas para untar en el pan.
73 Escrutopo, por supuesto, es el nombre que toma en la versión española el personaje principal de Cartas del diablo a su sobrino (The Screwtape Letters, en su versión inglesa original), del escritor inglés C. S. Lewis. Es un diablo malvado y voraz que intenta adoctrinar a su sobrino Orugario en las artes de la seducción pecaminosa.
74 Essie es una marca americana de cosméticos. La autora se refiere a colores de esmalte para uñas, como queda claro más adelante.
75 Jn 15, 5.
76 Jn 2, 24-25.
77 La U.S. Food and Drug Administration es la agencia gubernamental estadounidense que se encarga de regular y autorizar todo lo relativo a alimentos (para humanos y animales), medicamentos (también veterinarios), cosméticos y toda clase de productos biológicos.
78 Caudalie es una marca farmacéutica francesa que comercializa algunos cosméticos muy caros. El Eau de Beauté ("Agua de Belleza"), según la citada marca, se inspira en "el célebre elixir de la juventud de la reina Isabel de Hungría".
79 En Italia, la ASL (Azienda Sanitaria Locale), integrada en el SSN (Servizio Sanitario Nazionale), se ocupa de la asistencia médica pública no hospitalaria. Serían los organismos análogos a nuestros Ambulatorios y Centros de Salud. La ricetta rossa ("receta roja") es la receta en la que se prescriben los medicamentos en ese servicio nacional de salud, con la cual se adquieren los medicamentos en las farmacias con la correspondiente bonificación.
80 Jimmy Fontana (1934-2013), en realidad Enrico Sbriccoli, fue un cantante italiano muy famoso en los años sesenta. En España alcanzó un gran éxito con la canción El mundo, a cuya letra pertenece la cita que hace la autora. También compuso la balada ¿Qué será?, popularizada por José Feliciano.
81 Nick Drake (1948-1974) fue un cantautor inglés nacido en Birmania. Tocaba la guitarra, el piano, el clarinete y el saxofón. Sólo llegó a editar tres álbumes, que no tuvieron mucha difusión porque él se negaba a conceder entrevistas o a actuar en directo. Sufrió de insomnio toda su vida y se sumió en hondas depresiones. Murió a los veintiséis años a causa de una sobredosis de somníferos.
82 El "axel" es un tipo de salto que se ejecuta en el patinaje sobre hielo y que fue inventado por el noruego Axel Paulsen. Se despega con el filo externo del pie contrario al del aterrizaje y patinando hacia delante, por eso permite un giro mayor que otro tipo de saltos. El triple "axel", ejecutado por primera vez en 1978 por un canadiense, se considera el salto más difícil del patinaje sobre hielo y en él el cuerpo del patinador realiza tres revoluciones y media. La "Antorcha Humana" es uno de los Cuatro Fantásticos, personajes de ficción de la factoría Marvel.
83 Kim Jong-il (1942-2011) fue el último dirigente comunista de Corea del Norte, padre del gobernante actual Kim Jong-un.
84 Los pangoccioli (de pane gocciolio, literalmente "pan con gotas") son bollitos llenos de tropezones de chocolate.
85 Amarige (un anagrama de mariage, "matrimonio" en francés) es una de las marcas de perfume que comercializa la casa francesa Givenchy.
86 En francés en el original: en pendant, o sea, "bien puestos", "arreglados".
87 La Pimpa, una perrita de orejas largas, blanca y con motas rojas, es un personaje de la literatura infantil italiana creado por el guionista e ilustrador Francesco Tullio-Altan (1942). Colombino es un pollo, uno de los mejores amigos de La Pimpa. Los otros dos personajes, reales, que cita la autora en este párrafo, Stella McCartney y Kate Moss, son mucho más conocidos. La primera, hija de Paul McCartney, el famoso miembro de los Beatles, es una gran diseñadora de ropa femenina. Kate Moss es una famosa modelo.
88 En 1835, Hans Christian Andersen publicó el cuento de hadas Tommelise, título que en italiano se suele traducir por Pollicina y en español por Pulgarcita (en italiano, "pulgar" se dice pollice) o Almendrita. Es la historia de una niña que nace de un grano de cebada para que la cuide una mujer estéril. Es pequeña como un dedo pulgar y correrá diversas peripecias hasta encontrar al príncipe Cornelius con el que acabará casándose.
89 Buzz Lightyear es uno de los héroes de la serie de largometrajes de animación Toy Story. Es un "guardián espacial" y hace de antagonista y compañero del vaquero llamado Woody.
90 Gn 2, 18.
91 Ef 5, 22-24.
92 El libro al que se refiere la autora es Sposati e sii sottomessa: Pratica estrema per donne senza paura, Vallecchi, Firenze, 2011. Versión española: Cásate y sé sumisa: Experiencia radical para mujeres sin miedo. Nuevo Inicio, Granada, 2013.
93 Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a tos obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, 31 de mayo de 2004, Capítulo 3, n. 13.
94 Gn 3, 16.
95 Crème de la Mer ("Nata Marina") es una marca francesa de cosméticos, famosa por sus cremas hidratantes y anti-envejecimiento. Algunos de sus envases de alrededor de 150 centilitros alcanzan precios que oscilan entre los centenares y los miles de euros.
96 Mt 11, 11.
97 Betsey Johnson (1942) es una famosa diseñadora de moda norteamericana. Sus diseños, muy femeninos y caprichosos, son clasificados como de estilo vintage y chic. En cuanto al término burlesque, se suele usar en todos los idiomas para referirse a un trabajo artístico que trata un tema de forma irreverente con ánimo de ridiculizarlo. La autora lo usa para referirse al estilo típico de los cabarets americanos surgidos en el siglo xx que pretenden rememorar los espectáculos de la primera mitad de siglo, con un alto contenido erótico.
98 Sergio Caputo (1954) es un compositor y cantante italiano, encuadrado en lo que se suele llamar jazz latino.
99 Totó, en realidad Antonio de Curtis (1898-1967) fue un actor y poeta italiano. Su trabajo en el teatro, el cine y la televisión lo colocan a la altura de los grandes iconos del cine en blanco y negro, como Buster Keaton o Charles Chaplin. Uno de sus compañeros de aventuras fue, en muchas de su producciones, Giuseppe "Peppino" de Filippo (1903-1980), uno de los principales actores cómicos italiano de principios del siglo pasado.
100 Véase la nota "b" del Capítulo 4
101 Personajes de la saga de La guerra de las galaxias.
102 Runner's World ("El mundo del corredor") es la revista para corredores más leída del mundo, con información sobre entrenamientos, calendarios de pruebas, material deportivo, etc.
103 En francés en el original. Los cahiers de doléances (literalmente, "cuadernos de quejas") eran unos memoriales de peticiones o de reclamaciones que se rellenaban en cada circunscripción encargada en Francia de elegir diputados para los llamados Estados Generales. Especialmente célebres fueron los redactados en 1789, cuando se inició la Revolución.
104 Personajes femeninos de dibujos animados.
105 Gn 2, 18.
106 1 Co, 13, 12.
107 La autora habla de Anselmo de Aosta, monje benedictino, más conocido por Anselmo de Canterbury. En efecto, este santo doctor de la Iglesia nació en la ciudad italiana de Aosta en 1033 y murió en la ciudad inglesa de Canterbury en 1109, como titular de esa sede arzobispal. La cita que tanto impresiona a Miriano está sacada del comienzo de su Proslogion, obra filosófica escrita en forma de meditación. En ella es donde se encuentra el célebre "argumento ontológico" de la existencia de Dios.
108Gn 1, 27.
109 ª Jn 4, 8.
110 1 Pe 2, 9.
111 Pavel Evdokimov (1901-1970) ha sido uno de los principales teólogos ortodoxos del siglo XX. Estudió teología en Kiev antes de la revolución bolchevique y, tras el asesinato de su padre, en 1921, se exilió a Turquía y posteriormente a Francia. Casado y con cuatro hijos, fue director del Centro de Estudios Ortodoxos de París y observador de la Iglesia Ortodoxa en el Concilio Vaticano II. La autora cita de su obra Il matrimonio, sacramento dell'amore, Qiqajon, Roma, 2008.
112 Roger Vivier es una marca francesa de zapatos y bolsos de lujo.
113 "La llama temblando, la vaca en el establo". Son el tercer y cuarto versos de una nana popular italiana que comienza así; Stella, stellina / la notte s'aviccina ("Estrella, estrellita / la noche se avecina").
114 Saint-Juan-lès-Pins es una pequeña ciudad de la Costa Azul francesa, entre Niza y Cannes. Es un lugar de descanso que suele frecuentar la "alta sociedad" internacional.
115 La autora cita el discurso de Benedicto XVI ante el Parlamento alemán del día 22 de abril de 2011. En cierto momento, el papa se refería a la ecología en estos términos: "La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que — me parece — se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana".
116 Los llamados Agrapha (del griego agraphon, "no escrito") de Jesús son frases o dichos atribuidos al Señor que no están escritos en los evangelios canónicos. En el Evangelio de Juan se dice claramente que no todo lo que dijo Jesús estaba escrito. Ello dio pie a que se fueran recogiendo a partir de diversas fuentes esos pretendidos dichos no escritos. La primera colección fue publicada por el teólogo alemán A. Resch en 1899.
117 Madeleine Delbrêl (1904-1964) fue una escritora y trabajadora social francesa que se convirtió al catolicismo a los veinte años. Pasó su vida en los barrios obreros de Ivry-sur-Seine, en las afueras de París. El texto que cita la autora está dentro del párrafo titulado Passion des patiences, en la obra La joie de croire (versión española; Madeleine Delbrêl, La alegría de creer. Sal Terrae, Santander, 1997).
118 Véase la nota "a" del Capítulo 4.
119 Every little thing she does is magic ("Cada cosa insignificante que hace ella es mágica") es el titulo de una canción del grupo británico de rock The Police, que pertenece a su cuarto álbum, Ghost in the machine ("El fantasma en la máquina", una frase acuñada por el filósofo Gilbert Ryle (1900-1976) en alusión al dualismo cartesiano), editado en 1981.
120 Kenneth White (1936) es un poeta, ensayista y académico escocés. Da clases en Edimburgo, Glasgow y La Sorbona.
121 Carl Schmitt (1888-1985) fue un filósofo y teólogo político alemán.
122 En inglés en el original. El llamado brainstorming (literalmente, "tormenta de ideas" o "lluvia de ideas") es una técnica de trabajo en grupo para facilitar la búsqueda de ideas creativas sobre un tema preciso.
123 Véase la nota "a" del Capitulo 2.
124 Véase la nota “f” del Capítulo 6.
125 Nótese que este texto fue escrito antes del verano de 2012, bastante antes de la dimisión de Benedicto XVI en febrero de 2013.
 
Table of Contents

Datos del libro
Introducción. Regalos para los hombres
Hasta que el hijo os separe, o Sobre el amor en la vida cotidiana
Esta casa no es un hotel, o Sobre la autoridad paterna
El problema del amor es que muchos lo confunden con la gastritis, o El amor no es sólo una emoción
¿Somos tatas o sargentos?, o Si lo quieres, déjalo hacer de hombre y cesa de darle órdenes
La mujer de Gudbrand el de la montaña, o Sobre la necesidad de tener sobre él un prejuicio positivo
Á la guerre comme a la guerre 52 , o Qué es verdaderamente la virilidad
Sí, quiero, pero... ¿qué has dicho?. O Vale la pena casarse
He dicho "Dios", no "bio", o La educación debe tener un fin elevado
Una sonrisa, please, o Estar de buen humor es un trabajo difícil, pero alguien tiene que hacerlo
Durmiendo con su enemigo, 100 o Extraño pero cierto: Pon lo primero el amor, también en el matrimoni
Eres grande, grande, grande, o Sobre la eterna adolescencia
Agradecimientos
Notas a pie de página


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