Miriano Costanza
Casate Y Da La Vida Por
Ella
Hombres De Verdad Para Mujeres Sin Miedo
Título Original: Sposala e
muore per lei
Traductor: Catarecha, Mariano
©2013, Miriano, Costanza
©2012, Nuevo Inicio
Colección: Aerópagos
ISBN: 9788494052576
Generado con: QualityEbook
v0.64
Introducción. Regalos para los hombres
EXISTE un método único, infalible, inalcanzable y letal para hablar
con los hombres. Lo único que pasa es que no sé cuál es.
Desafortunadamente, es así, y
no puedo hacer nada. Lo he intentado, pero nada. Me refiero a hablar de verdad,
es decir, a intercambiar pensamientos profundos que lleguen a la mente del otro
y que requieran y provoquen alguna respuesta.
Hablar sola no cuenta, eso es
fácil y es mi especialidad.
Eso sí, es verdad que consigo
responder con agudeza algunas preguntas elementales, como en qué curso está
nuestro hijo, cuando mi marido va a recogerlo del colegio porque tiene fiebre
y, una vez en la puerta, se da cuenta de que no sabe dónde buscarlo (no, el
nombre no se le ha olvidado, me dice); sé dar informaciones esenciales como,
por ejemplo, dónde está aparcado el coche (he dicho esenciales, no exactas); sé
transmitir concisos comunicados operativos, después de los cuales mi marido
sólo me llama dos o tres veces — ¿Dónde dijiste que vivía la pediatra? ¿Quieres
precisamente piñones o te vale igualmente con un poco de jamón? ¿Te molesta que
no vaya a comprarlo adonde me has pedido? Obviamente, sí, me molesta, pero lo
negaré incluso bajo tortura.
Al principio, yo pensaba que
este problema del conducto auditivo era un defecto especial de fabricación de
mi marido, y me informé acerca de ello, pero mi suegra sostiene firmemente que,
sea como fuere, ya me tengo que quedar con él, con su hijo. Así que decidí
hablarles, al menos, a los maridos de las demás, y presa de fervor por predicar
me puse a escribirles cartas a los hombres. Pasé noche tras noche sin dormir
dándole a las teclas — y, vale, también pintándome las uñas de color geranio,
comiendo pan y salami mientras leía a Houellebecq1 y mirando con
ojos hipnóticos las lecciones de física que ponen en la tele a las cuatro de la
mañana, sin conseguir desviar la mirada de la corbata amarilla del profesor —
para acabar, al día siguiente, por borrarlo todo ya con la mente casi lúcida,
dándole a la tecla "del" con dolorosa resignación. Un gesto de una
gran dignidad.
El hecho es que, al menos
según mi propia experiencia, si una mujer quiere que un concepto llegue a la
cabeza, al corazón, de un ejemplar masculino de la especie a fin de influir
mínimamente en su conducta, no solamente no bastan las palabras, sino que a
veces pueden ser incluso contraproducentes. A los hombres, los consejos, las
indicaciones y las instrucciones de uso les provocan ataques repentinos de
artritis reumatoide, necesidad imperiosa de ir a controlar el nivel del líquido
de frenos, deseos de darle una mano de pintura blanca a la pared del baño y
oleadas de nostalgia por escuchar toda la música new wave posible, de
rodillas, devota y silenciosamente.2
Y las raras ocasiones en que
permanecen cerca mientras nosotras hablamos, no escuchan. Mientras escribía estas
palabras, presa de cierto escrúpulo de conciencia (¿seré demasiado severa?),
llamé a mi marido y le expuse mis reflexiones. Una larga, apasionada y
meticulosa requisitoria sobre la incomunicación, al término de la cual yo
esperaba una opinión de mi sabio consorte.
"Entonces, ¿qué me
dices?".
"¿De qué?".
"Del hecho de que los
hombres no nos escuchan".
"¿Eh?".
“Tu opinión”
"No sé, perdona, no te he
oído".
Yo, personalmente, me lo tomé
como un cumplido. Estoy segura de que quería decir: "Bien dicho, querida,
siempre sabes encontrar las palabras justas".
Tengo la clara sensación de
que cuando lo llamo al trabajo, mi querido marido suelta en la mesa el
auricular y se va a ordenar alfabéticamente cintas de vídeo antiguas, algo que
ya llevaba tiempo deseando hacer. Conociéndolo, puede que cambie de idea y
pruebe también a colocarlas en orden cronológico. Luego, de nuevo, en orden
alfabético, y eso es algo problemático, porque nunca se acuerda de dónde está
la J. De todos modos, haga lo que haga mientras yo hablo, su aportación a la
conversación es siempre la misma. Ninguna.
Aun así, está claro que el
hecho de que ninguno nos escuche no basta para detenernos, porque nuestro
segundo nombre es "consejo". Ayudar al hombre a mejorar nos parece
una parte obvia de nuestros deberes más básicos, lo mismo que respetar los
semáforos, curar rodillas heridas con tiritas de flores, colocar la base
satinada antes que la crema base o poner la merienda en la mochilita para la
guardería. Y que conste que digo ayudarle a mejorar, porque me gustaría pasar
por alto esa inquietante versión de la mujer conspiradora que manipula y dirige
silenciosamente en la sombra buscando sus propios fines. Conozco a varias
mujeres que podrían ser admitidas honoris causa en la Trilateral.3
Esa misión, explicitada en
planes quinquenales oficiales o urdida en las sombras en documentos
supersecretos que sólo conocemos nosotras y nuestras veintisiete principales
amigas, puede llegar a absorber todas nuestras energías, y a acabar por
hacernos olvidar lo más importante: amar gratuitamente. Sólo de ese modo se le
deja al otro el placer y el deseo de cambiar libre y espontáneamente, que es,
por otra parte, el único cambio realmente posible (porque me inclino a dar por
sentado que la necesidad de cambiar es constante, por parte de ambos, llámese a
ese cambio crecimiento o conversión).
No sé de dónde nos viene el
síndrome de la directora, pero nos afecta a casi todas. Es una especie de
inercia: es más fácil poner el piloto automático y continuar haciendo de educadoras,
además de con los hijos, con los hombres. Pero cuando estamos en "modo
madre" nos hacemos insoportables, porque el hombre es hombre y nunca, en
ningún caso, niño, por mucho que la satisfacción con la que nos anuncia que ha
encontrado la manera de colocar ese horrendo papel azul con estrellitas detrás
del Nacimiento nos autorice a pensar lo contrario, sobre todo si esa manera que
ha encontrado pasa por usar una cinta aislante amarilla que no le pega mucho al
Belén. Y si, por casualidad, ese orgulloso ultracuarentón que llevamos al lado
sigue conservando algún vestigio de inmadurez (me refiero a vestigios
sustanciales, no a la pasión secundaria por ciertas herramientas metálicas de
utilidad inescrutable, por hacer fotos de los despachos de los colegas con el
teléfono móvil o por producir una explosión fingida con la última app,
hechos que, después de todo, no disminuyen la estatura moral), es necesario que
él mismo dé los pasos necesarios que lo lleven a ser hombre en plenitud.
La crisis de la virilidad —
entendida ésta como la disponibilidad del hombre a dar animosamente la vida, a
ofrecerse a recibir los golpes necesarios para defender a los que le han sido
confiados — me parece que está a la vista de todos, y que no es cosa de hoy. El
"hombre que no rechaza su lado femenino", sensible como una mujer,
parece ser el ornamento supremo de la contemporaneidad. A mí, cada vez que oigo
una alabanza a ese hombre que "no reniega de su lado rosa", me sale
espontáneamente una mueca repentina, no sé, y como protesta me tumbo en el sofá
y me duermo (hace años que busco una excusa para hacerlo). En cuanto a las
mujeres que se sienten superiores a los hombres, yo diría que son la mayoría:
ése es el conformismo más difundido en la actualidad.
Y, sin embargo, ése es el
tema de nuestra época: la crisis devastadora de las identidades masculina y
femenina, la falta de hombres y de mujeres de verdad y, como consecuencia, de
matrimonios que funcionen. Que no es exactamente lo mismo que hablar de las
crisis que, después de los años ochenta, afectaron a las alfombras, a los
macarrones al vodka o a los polos color salmón: la unión estable entre un
hombre y una mujer es necesaria para transmitir la vida de la especie en unas
condiciones mínimas de serenidad.
Hablamos aquí, quisiéramos
hablar, de ser hombre en plenitud. Una plenitud que procede ante todo de una
respuesta libre al amor de Dios, pero una respuesta que el hombre puede dar en
el matrimonio sólo cuando encuentra en la mujer, en una mujer como es debido,
al otro sí mismo del que habla el Génesis.4
El problema es que, aunque sé
hablarles a las mujeres, a los hombres, como decía antes, no. Por increíble que
pueda parecer (sobre todo a mí), las cartas que he escrito a mis amigas sobre
el matrimonio, la familia, los hijos, no sólo han sido publicadas, no sólo han
sido leídas, sino que incluso algunas mujeres las han escuchado hasta el punto
de que tengo en mi haber algunas ceremonias nupciales — para mí, casarse y
estar abiertos a la vida es casi siempre la respuesta adecuada — y alguna
relación que ha vuelto a florecer.
Lo que, cada vez que puedo,
les digo a mis amigas y conocidas, y alguna vez a las mujeres con las que me
cruzo, es que elijan la sumisión; es decir, que decidan libre y conscientemente
ponerse por debajo, como unos cimientos de cemento armado que sostienen a la
familia, con la capacidad exclusivamente femenina de suavizar aristas, de
relacionarse, de ser para, de acoger, de mediar, de animar y de educar, o sea,
de sacar afuera lo mejor de todos. Que redescubran la misteriosa vocación de la
mujer.
Se trataría ahora, por el
contrario, de decirles igualmente a los hombres qué les corresponde a ellos. Si
nos fiamos de San Pablo (un tipo bastante fiable, diría yo), que en la Carta a
los Efesios nos invita a las mujeres a someternos, no es que a los hombres les
vaya mucho mejor: "... Y vosotros estad dispuestos a morir por vuestras
mujeres como Cristo por la Iglesia". A ser hombres, ni más ni menos.
Por tanto, casaos, hombres, y
estad dispuestos a morir por ellas. Noto cierto barullo en la sala. Prohibidas
las risitas y los murmullos acerca del poco heroísmo de vuestros consortes.
Aquí la ironía feminista está desterrada. Es cierto que también nosotras hemos
de admitir que se ven poquísimos ejemplares de este tipo de hombres (y, como es
notorio, o ya están ocupados o están destrozados, como las cabinas
telefónicas). Entonces, ¿qué podemos hacer para indicarles el camino a los
hombres?
Quedan categóricamente
excluidos los sermones — el conducto auditivo de los hombres es tan selectivo
que no los oyen, del mismo modo que no pueden percibir los llantos de un recién
nacido a partir de las once y cuarenta y ocho de la noche—, quedan excluidas
las indicaciones directas al hombre en cuestión, esas indicaciones que se
esperan de oficio de una madre, de una maestra, de un educador, de un padre
espiritual, pero no de una mujer; todo eso queda excluido, porque aquí nos
preguntamos qué puede hacer una mujer para estar al lado de aquel que debe
encontrar, o reencontrar, su grandeza, tan necesaria en esta época frágil y
vacilante.
Por el momento, podemos,
justamente, mantenernos a su lado, no por delante, no por encima. Pero, y esto
es bueno decirlo cuanto antes (no me gustaría desvelar el final demasiado
pronto, pero al menos aquí no hay ningún mayordomo entre los sospechosos), no
podemos hacer mucho más, porque hay una parte del trabajo que nadie puede hacer
por ningún otro.
Y si una mujer consigue
mantenerse al lado de un hombre en silencio, un silencio concentrado en Dios,
que, como dice Santa Teresa de Ávila, es el más poderoso de los clamores,
aprenderá lo que es la alegría de ver florecer a una persona junto a ella. Como
la pérdida de identidad del hombre ha coincidido con las reivindicaciones
feministas, una buena parte del trabajo que hay que hacer será retomar nuestro
sitio. No decidirlo todo le permitirá al hombre dar su opinión, no presionarlo
lo dejará emerger, escucharlo le hará asumir la responsabilidad de decir cosas
sensatas. Es probable que las primeras veces que la mujer no cuestione su
programa proponiéndole un plan B y otro B-2 e incluso, ya puestos, un plan C,
él se temerá lo peor (¿tendrá algo que ocultarme?, ¿tendrá un amante?, o peor
aún, ¿habrá invitado a su anciana tía la tarde del partido?).
Es un trabajo hermoso y fecundo,
porque si cada uno sostiene su parte del yugo, única y distinta, se produce
mucho fruto, y con menos sufrimiento.
Yo, y es bueno dejarlo claro
cuanto antes, no sé cómo se hace. Y por eso he decidido escribir un libro, así
puede que consiga entender algo.
No obstante, sí sé cómo no se
hace. No hay que intentar convertir al varón en una hembra, no hay que criticar
su estilo, no hay que andar fastidiándolo, no hay que ridiculizarlo. Hay que
jorobarlo sólo lo estrictamente necesario para la supervivencia familiar (que
monte la Kinect de la Xbox, que organice la recogida simultánea de diversos
hijos desperdigados por los cuatro puntos cardinales de la ciudad y que
mantenga una cadencia de al menos una por década en las visitas al médico).
Para lo demás, es obligatorio reducir al mínimo las sugerencias, dejar al otro
libre, no tanto libre de, sino libre para. Aquí se advertirá gran nobleza.5
En cuanto a mí, además,
pensándolo bien, si tuviera un hombre que secundara mis bruscos cambios de
humor, mi instinto de irme por las ramas y mi inclinación a la queja, en lugar
de contenerme con sus insuperables silencios y su capacidad de interrumpirme
dolorosamente para ir al grano, la cosa sería un verdadero desastre, para
nosotros y para nuestros hijos. Aun cuando a veces me gustaría mucho tener un
compañero con el que mantener fascinantes conversaciones sobre los reflejos en
el pelo, sobre el cómo y el porqué del hecho de que la raya de pelo recién
crecido y sin teñir es en Madonna una señal de originalidad y en mí una señal
del champú, hasta yo misma me doy cuenta de que vivir con un ejemplar afásico
pero lúcidamente reflexivo es algo muy saludable.
De todas formas, intento
descifrar meticulosamente los monosílabos con los que me responde mi marido.
Eso me pasa porque soy psicológicamente inestable. Él me ha dicho muchas veces
que intenta limitar las comunicaciones a lo estrictamente necesario, sobre todo
si está cansado (el otro día, en el coche, un árbol caído invadía la calzada y
él se limitó a señalarlo con el dedo, en media hora fue toda su aportación a la
conversación). Pero, ahora, ya sé que siente por mí una cierta estima. Sólo que
no lo dice. Hace como John Wayne en Río Bravo: "Si dejas que otro
te vea con este vestido te hago arrestar".
"¡Oh, querido! ¡Cuánto
has tardado!".
"¿En qué?".
"¡En decirme que me
quieres!".
Por eso, cuando mi marido me
dice, cerrando ruidosamente la puerta del coche: "Llegas tarde, como
siempre", me conmuevo. Estoy segura de que lo que querría decirme es:
"Te echaba de menos, querida".
Me temo que no sé cuál es el
secreto para estar verdadera y profundamente juntos. Pero, más o menos, tal
como yo lo veo, hay que partir de la aceptación de la diferencia. Porque el
otro es, precisamente, el otro. Es libre — dando por supuestas la buena fe y la
abnegación — de hacer las cosas a su modo (la regla vale para todo, excepto
para la propuesta de elegir como mesa de comedor una mesa de billar
convertible: sobre esta cuestión hasta la Sagrada Rota sería inflexible, el
matrimonio, en caso de compra de un objeto tan repugnante, sería nulo, y
entonces ¿qué hacemos con todas esas toallas con nuestras iniciales?). Asumir
la libertad y la diversidad del otro evita que su modo de hacer las cosas acabe
convirtiéndose en insoportable, desde la forma de dar vueltas a la cucharilla
en la taza, pasando por el tono de voz con el que regaña a un hijo, hasta el
uso del mando a distancia (la diferencia está bien, pero explíquenle ustedes a
mi marido, se lo ruego, que cuando va a llegar el beso final no se cambia de
canal "porque ya está muy claro cómo va a acabar").
Asumir la diversidad del otro
puede que también recorte significativamente el número de cosas que es
necesario discutir juntos, sabiendo que no se habla ni mucho menos la misma
lengua, como cuando uno dice library en inglés y piensas que está
diciendo librería. Tú le dices que estabas preocupada por su retraso, él se
siente controlado y sofocado. Tú quieres que él adivine tu deseo, él necesita
carteles de color verde fosforescente de tres por dos con un letrero: ESTOY
TRISTE, QUÉDATE CONMIGO. El problema principal de estas dos lenguas
recíprocamente intraducibles es que el hecho de que usen los mismo vocablos es
totalmente accidental, y es engañoso.
Mi marido sostiene, además,
que los gestos están sobremanera devaluados. El hace amplio uso de ellos, será
por eso que odia el teléfono. Temo incluso que pueda empezar a hacer como
Totti, que se levanta la camiseta después de marcar un gol para exhibir la
leyenda THE KING OF ROME IS NOT DEAD;6 tengo miedo de que algún día,
en la cena, se abra la camisa para mostrar un letrero que diga ¡NO! ¿OTRA VEZ
PASTA CON ACEITUNAS?
Así que, en lo relativo a
comunicarse con los hombres por medio de la palabra, no es que haya renunciado,
simplemente, he preparado algunas pequeñas estrategias para ser activadas en
caso de experimentar la necesidad urgente de una conversación.
Para empezar, yo excluiría las
mañanas. Para mí es fácil, porque las cuatro o cinco primeras horas de la
jornada las empleo intentando acordarme de quién soy, por qué vivo, dónde está
mi camiseta y a cuál de los hijos le toca ir a la guardería (uno, por fortuna,
va solo al colegio, y ahora ya sé que si sale de casa despidiéndose con la
consigna de la centésimo primera división aerotransportada: "Voy a mi cita
con el destino", no debo preocuparme, no va realmente a arriesgar el
pellejo). Si me llega a hacer falta, por un problema de circulación,
evidentemente, hablarle a mi marido antes del mediodía, lo mejor es que emita
frases que no sólo no requieran una respuesta, sino que más bien lo disuadan de
darla, como: "Es verdad que la leche entera tiene un sabor completamente
distinto", aunque lo que en realidad querría decir es: "Había pensado
invitar a cenar a Cristiana con todos los niños, ¿cuál sería el mejor día?".
Ésta es una pregunta que queda totalmente prohibida: jamás se plantea
directamente, menos aún antes de que el día esté bien avanzado, a no ser que él
esté duchándose y, al no poder escuchar bien, dé una respuesta al azar. Otros
anuncios que sólo se le pueden hacer al consorte si está duchándose son los
siguientes: la obra de teatro de fin de curso, el deseo de tener otro hijo y el
proyecto de salir de la ciudad a visitar a los abuelos por el inconfesable
motivo de que una quiere estar presente en la ecografía de su hermana (después
de tener cuatro hijos, mi marido todavía no ha entendido lo que es una
ecografía).
En cuanto a los demás momentos
de la jornada, se trata simplemente de estar dispuestas a aceptar aquel
instante en que él tenga ganas de hablar, o sea, cuando le estéis escribiendo
el correo electrónico a la amiga del alma o estéis dando cabezadas después de
diecisiete horas de trabajo. Está claro que la discusión fundamental para él
será el destino económico de Islandia o la necesidad de podar los limoneros.
Si una, por el contrario,
tiene necesidad de una pequeña confidencia íntima y profunda acerca de esa leve
tristeza que probablemente oscurece un poco el fondo de su corazón, mientras
pone al desnudo sus más profundos pensamientos ha de evitar usar expresiones
tales como: "Tengo una preocupación que va y viene, continua, como la gota
de un grifo que pierde agua en el lavabo", porque él se levantará e irá a
arreglar el grifo: ésa es su forma de escuchar, hacerse útil de modo práctico.
Ninguna mujer con sentido común se desahoga con el marido para que le responda:
"Querida mía, eres una mujer maravillosa". Para eso están las amigas.
Así que he decidido escribir
principalmente para ellas, para las amigas. Que no se extrañe quien, por el
título, se esperara una buena reprimenda a los hombres. Y es que yo pienso como
Fulton Sheen,7 que decía que el nivel de una civilización corre
parejo con el de sus mujeres. "Cuanto mayor sea la virtud de la mujer y su
carácter, cuanto más fiel sea en el amor a la verdad, a la justicia y a la
bondad, más deberá esforzarse el hombre en ser digno de ella". La mujer es
el sol de la casa, como decía Pío XII, tiene el primado del amor, y la Iglesia
lo anuncia desde siempre (nada que ver con el machismo).
La grandeza de un hombre
casado no puede prescindir de la de su mujer, aunque puede ocurrir que ella
encuentre su grandeza incluso junto a un hombre no exactamente noble,
precisamente gastando su vida en ayudarle a llegar a ser grande.
Queremos hombres que sean cada
vez más capaces de dar la vida y, para decírselo, yo propondría hablarles con
gestos concretos, o sea, con regalos. Que, como todos los regalos, han de ser
libres, gratuitos y pensados para aquellos que los reciben. Capaces de conmover
sus corazones. Regalos ofrecidos con dulzura, no como trampas que pretendan
echar un lazo. No con la presunción de quien sabe de algo que el otro necesita.
Regalos que intenten comprender los deseos y, si es posible, incluso
adelantarse a ellos. Pero que, en caso contrario, puedan también ser
rechazados. Es decir, sencillamente regalos.
Hasta que el hijo os separe, o Sobre el amor en la vida cotidiana
EN mi ámbito de trabajo, creo que soy un ejemplar de bio-diversidad
— demasiados hijos, demasiado poca pasión por la carrera—, hasta es probable
que en la fundación WWF se planteen catalogarme, pero no lo harán porque no soy
un oso pardo marsicano.8
De todas formas, pronto
comprendí que había errado mi camino. Fue como un chispazo mientras, en la
escuela de periodismo, le exponía apasionadamente al director, un importante
dirigente de la RAI, mi convincente teoría sobre la escasa importancia de dar
las noticias de forma inmediata. "Frente a la eternidad, qué va a pasar si
das una noticia en la siguiente edición del telediario?". En aquella
mirada de compasión del director pude ver con nitidez mi foto archivada e
impreso sobre ella el letrero encargada de las fotocopias. Así que la carrera
no está hecha para mí. Tuve un niño después de primer contrato temporal y desde
entonces — los otros tres llegaron entre un contrato y otro—, cada vez que me
he entrevistado con él, ha incluido en la ficha el nombre de una criatura de
menos de ocho meses y, aunque superficialmente, hemos acabado hablando de la
costra láctea en lugar de hacerlo acerca de proyectos de ley.
A veces, llego a hacer un
esfuerzo e intento adoptar maneras profesionales, como cuando fui a entrevistar
a Peter Cincotti, recién elegido The sexiest man on Earth por la revista
"People" y, con mis preguntas bien meditadas en la mano, me caí del
escenario con silla y todo.9 El atractivo cantante neoyorquino
intentó salvarme, y se lanzó abajo, despreciando el peligro, como correspondía
al hombre más sexy de la Tierra. Por eso, cada vez que veo una foto suya en la
que se le ve sonriendo con sorna desde el otro lado del océano, siempre imagino
que se está riendo de aquella pobrecita periodista italiana. Este tipo de
satisfacciones también las da la profesión.
Esta simpática y modesta
periodista, siempre fuera de campo, siempre dispuesta a darle paso a las
colegas, que no es ambiciosa ni envidiosa, sufre una profunda transformación
cuando se trata de sus hijos.
Lo reconozco, caigo presa del
perfeccionismo, lo comparo todo, los trabajos de la guardería, las notas, las
habilidades, la belleza, la educación y la inteligencia. Como dice mi marido,
"hago competiciones de hijos", y sé muy bien que no es justo, pero es
algo visceral. Me pregunto por qué, pero no sé si quiero escuchar la respuesta.
La verdad es que no estoy en
condiciones de valorar la clase de madre que soy, y si os entran ganas de
averiguarlo os ruego que, al menos, no se lo preguntéis a mi hijo
preadolescente, que afirma que mi fiase recurrente es: "Tommaso, ve a
hacer algo que no te guste. Sufrir templa el carácter". En realidad, no
creo haber dicho eso jamás, de palabra, pero ciertamente lo he pensado, y
realmente soy una madre auténticamente peñazo en lo que se refiere a los
deberes y a la aversión a la tecnología (las facciones rebeldes que tengo en
casa sostienen que los horarios que establezco para los videojuegos son más
severos que los que imponen todos los demás padres, pero quién sabe si es
verdad).
Por tanto, creo que soy una
madre que tiene algo de tigresa y algo de clueca y, de hecho, algo de vaca,
dada mi tendencia a alargar la lactancia. Pero, sobre todo, he dejado de
hacerme preguntas sobre el tema. He aceptado, y sé que la próxima adolescencia
de mi hijo mayor me lo confirmará ampliamente, que soy una madre imperfecta,
imperfectísima. He calculado que, si sólo me hubiera equivocado una vez al día
con cada hijo, ya habría superado la marca de los trece mil errores maternos.
Pero la hipótesis me parece muy, pero que muy, optimista.
El hecho es que la perfección
es un lío, y además un peligro. La imperfección proviene de nuestra humanidad
y, por tanto, de nuestra limitación, pero ésa es una buenísima noticia, porque
nos dice que somos criaturas: tanto nosotros como nuestros hijos, junto con
nosotros, estamos en manos del Padre celeste, y hemos de mirar sin angustia cada
acontecimiento, porque la unidad de tiempo es la eternidad. Por consiguiente,
se puede, se debe esperar con paciencia que los esfuerzos hechos con los hijos
den su fruto, que el cónyuge dé un paso adelante en el camino, que la familia
supere un momento de crisis, porque nuestra unidad de medida es la vida entera,
y la crisis nunca es la última palabra.
Con esta responsable
despreocupación, con esta amorosa negligencia, uno puede mirar a los hijos y a
todas las dinámicas familiares con el alivio del siervo inútil, que hace todo
lo que puede, pero que sabe que hay un Padre mejor que nosotros que provee,
remedia, arregla y cura.
Tras esta noble, elevada y
serena introducción, me gustaría — cristianamente, suavemente, claro está —
emprenderla a estacazos, estacazos amorosos, obviamente, con mi amiga Susanna.
Desde que nació su primer niño, su marido, Luca, fue excluido inmediatamente
del sagrado dúo madre-hijo. Sólo que el dúo, en lugar de ir a menos con el
transcurso de los meses, se va consolidando con el paso de los años. El pequeño
Andrea tomó posesión rápidamente de todos los espacios físicos y cronológicos
ocupables, comenzando por la cama de matrimonio, en la que se duerme
habitualmente desde su tercer día de vida (porque los dos primeros estuvo en el
nido). Cada uno de sus llantos, antes, de sus palabras, ahora — ya tiene cuatro
años — han sido atendidos con la única finalidad de no desagradarlo, sin
proyecto educativo alguno, con el resultado contrario y obvio de tenerlo
perennemente descontento y hecho un caprichoso.
Como decía antes, no sé
qué tipo de padres seremos mi marido y yo, pero realmente me parece que ese
error, al menos, no lo hemos cometido. Tenemos un proyecto educativo, puede que
equivocado, pero algo es algo. Y, de cualquier modo, ahora me gustaría
ahorrarme el sermón sobre la importancia de los noes, porque lo que en este
momento quiero destacar es el hecho de que mi amiga se ha mamificado completa,
irremediable y totalmente, y se ha olvidado de que, antes que nada,
cronológicamente, pero también ontológicamente, es una mujer.
Espero, por tanto, que mi
marido no haga públicas algunas fotos mías hechas a los pocos días del
nacimiento de mis hijos, de esas que, por tal de tener un retrato del
cachorrillo apenas llegado a casa desde el hospital, se hacen obligatoriamente,
pero cuyas huellas habría que hacer desaparecer inmediatamente o, al menos,
cortar con unas tijeras la parte en que aparece la efigie de la puérpera con la
raya de ojos bien marcada, la piel gris ratón y la barriguita. Son días en los
que a mí — no sé que le pasará a Victoria Beckham, a ella seguro que no — me
afecta el síndrome de "a partir de ahora, paso de todo", y la quina
tragada al embutirme los estrechos pantalones de la malla me lleva rápidamente
a cogerme una cola, a ponerme la cómoda camiseta amplia con la mancha de leche
regurgitada en el hombro, y a lucir una cara, ya de por sí arruinada,
inmisericordemente desmaquillada.
Tal como yo lo veo, se puede
aceptar una pequeña moratoria, digamos que de un mesecito como máximo, durante
la cual, dentro del túnel leche-pañal-otros-niños-que-atender, se puede admitir
olvidar la pinza en la cabeza, pero después hay que recordar que, si una es una
mujer, no tiene ya derecho a aquella degradación de la época de estudiante loca
y desesperada, y que las sandalias con efecto pie desnudo quedan muy chic con
el traje de noche, pero con el chándal hortera y el pie salvaje quedan un poco
tristes.
No me gustaría dar la
impresión de que soy una de esas que consulta La parisina. Guía de estilo
antes de abrir el armario.10 Creo, además, que la única pieza del
mío que superaría ese examen sería el traje de noche de mis veinte años, que no
es exactamente el atuendo más indicado para pasarse por la farmacia.
Ciertamente, no estoy tan a la moda, aunque me gustaría estarlo, si el tiempo,
el dinero y las energías me lo permitieran. En mi vida imaginaria digo frases
del tipo: "Detesto los vaqueros caídos y todo lo que tintinea"; en la
vida real digo frases del tipo: "Y como también se me ha roto el último
par de pantalones negros decentes, me parece que este año tendré que decidirme
a comprarme algo". No es, por tanto, cuestión de estilo, sino de sustancia
profunda.
Yo, por ejemplo, siguiendo a
mi amiga Elisabetta, me he enrolado en su cruzada contra las bragas gigantes,
con vistas a erradicar de entre las mujeres devotas la mala hierba de esa
práctica indumentaria íntima axilar de algodón. Elisabetta está convencida, y
yo con ella, de que una mujer casada debería cuidarse mucho, cuidar su cuerpo,
su intimidad, y también lo que se pone, de día y de noche, porque un marido,
aunque pueda tolerar una tasa muy alta de medias inapropiadas (no conozco a
ningún hombre que sepa responder bien a la pregunta: "¿Crees que estas
medias son lo bastante espesas?"), se entristecerá de forma irrecuperable
con esas tristes prendas de vestir con el elástico flojo. Sin embargo, la plaga
está muy extendida, probablemente entre las mismas personas que se ponen la
camiseta manchada para estar en casa, en lugar de reservarle al marido, o a la
mujer, la mejor parte de uno mismo: un cuerpo no abandonado con prestación
total e incondicional con el pasar de los años y una cara con un poco de
maquillaje. No se trata de que, porque una sea católica e intente ser fiel y
vivir además la castidad matrimonial, tenga que someterse automáticamente a la
decadencia doméstica; más bien, yo diría lo contrario. Puesto que la actividad
del matrimonio debe durar al menos hasta la muerte (sobre lo que sigue nos
estamos informando, pero de todos modos parece que allí no habrá problemas de
estilo, quizás nos den un uniforme), hay que trabajar para tenerlo lo más en
forma posible. Obviamente, también yo, en los primeros años de matrimonio, me
adorné con una serie de errores casi desastrosos, me ponía calcetines altos de
lana hervida, de los que se usan para escalar, en las veladas íntimas
invernales y me metía en la cama untada como un esquimal con inciertos
tratamientos de belleza (y, por supuesto, no era manteca de cerdo, era crema
noruega, querido), para después recriminarme justo antes de que mi marido
empezara a mirar con concupiscencia a las señoras del asilo de ancianos.
Susanna, desde que es madre,
se ha olvidado del todo de ser afectuosa, de seducir, de escuchar a su marido,
de gozar con él. La potencia del vínculo visceral con su hijo la ha
transformado completamente, y él se siente impotente ante esta realidad. No
sabe cómo introducirse en ese abrazo sofocante y exclusivo, y espero que no lo
tiente la idea de renunciar a ello. No conozco las particularidades de su vida
íntima, pero algo puedo imaginar: al comienzo de la noche y a primeras horas de
la madrugada, el niño siempre está en la cama de matrimonio, de modo que no sé
como ha sido concebido el segundo que, por fortuna, está al llegar. Obviamente,
no es que yo me dedique a dar vueltas indagando acerca de la vida íntima de las
personas — soy una defensora convencida del sentido del pudor, y de algunos
temas sagrados no hablo con nadie—, pero tengo algunos datos para afirmar que
hay muchos hombres excluidos del tálamo deambulando de un lado para otro. Si no
excluidos físicamente, ciertamente distanciados: no deseados, tratados sin
ternura, no honrados (sí, cuando te casaste, Susanna, dijiste, "amar y
honrar", yo estaba allí, lo oí).
No es sólo que Susanna se haya
olvidado de Luca, sino que además ha decidido emplearlo como mayordomo, tata,
enfermero y camarero, como si el niño fuera tarea exclusiva de ella, en la cual
él debe "ayudarle", pero sin dar a esa ayuda ninguna impronta personal
y masculina. Es inútil decir que, con un niño así de viciado y, por tanto,
exigente, las necesidades se multiplican. Mi amiga está muy cansada, es verdad,
pero, poseída completamente por el fuego sagrado de su nueva misión maternal,
no se deja ayudar por ninguna persona de fuera y, presa de un sentido
equivocado de la unidad de la pareja, quiere que todo el apoyo que le hace
falta — cada día el niño inventa algo nuevo — venga de su marido o de los
abuelos.
Pero, al margen del discurso
educativo, lo que me preocupa de Susanna es la vida de pareja. Para ella, su
marido no forma parte nunca del orden del día, nunca es el tema de la velada,
no se pone guapa para él, nunca decide ver con él El caso Bourne
fingiendo que comprende el argumento (de todos modos, al final hay un beso,
Susanna, uno solo, pero que vale la pena), no lo invita fuera, no lo corteja,
no lo escucha, no valora lo que le dice o lo que piensa.
No hablo mucho con Luca, pero
el intento que ha hecho de invitarla a pasar tres días fuera, ellos dos solos,
me ha parecido realmente inteligente. Mi amiga no se decide nunca a decirle que
sí, bastan dos rayitas de fiebre en el niño para hacer que eche raíces en casa.
No obstante, Luca es un hombre de verdad y creo que ha decidido luchar por
ella. Está intentando hacer añicos ese vínculo morboso, y espero que lo consiga
antes de que llegue, si es que no ha llegado ya, alguna mujer que le mande
mensajitos seductores llenos de admiración y que pestañee ante él como una
cervatilla. Es un hombre guapo y, en el trabajo, es el jefe — binomio
irresistible para algunas mujeres—, y el vacío que deja mi amiga no aguantará
mucho tiempo sin volver a llenarse.
Luca, te lo ruego, no hagas
solamente un intento, insiste, lucha por hacerte de nuevo con tu mujer, dile
claramente que la quieres de nuevo toda para ti, vence su resistencia y
llévatela fuera sola. A veces, para nosotras, es muy relajante obedecer...
Y además hay una pequeña
consigna para mi amiga y para todas las Susannas que viven dentro de nosotras:
tu marido es tu vocación, y el hecho de ser madre no puede hacer que lo
olvides. No hay bálsamo más medicinal para los hijos que ver a dos padres que
se aman, que se buscan, que uno tiene atenciones con la otra e, incluso, que se
gustan. No entiendo nada de psicología, pero creo, más o menos, que eso también
les ayuda a desarrollar una identidad sexual más segura: si mi padre, con el
cual me identifico, es bueno, y me lo confirma el hecho de que es apreciado,
cortejado y valorado por la figura femenina que también amo yo, mis cualidades
masculinas serán asimismo buenas y ejercitarlas será bueno igualmente para mí.
Me pregunto qué seguridad en sí mismo podrá desarrollar el hijo varón de un
padre continuamente criticado y disminuido por la madre. Lo mismo vale para una
hija (quién sabe de qué sexo es el segundo bebé de mi amiga): también para
ella, dándole la vuelta a lo anterior, es un bálsamo ver a unos padres que se
buscan y que se valoran mutuamente.
De hecho, es algo posible:
tengo dos amigos que tienen toda una nidada de hijos y que siempre están
juntos, pero, a tenor de cómo se miran, se sonríen, se rozan y se buscan, deben
vivir una vida íntima profundamente gratificante. "Es verdad", dice
mi amiga, que se llama Raffaella, "que, para mí, mi marido siempre ocupa
el primer puesto y que, en la intimidad con él, invierto tiempo y energías, no
se trata de una más de las tareas de la jornada: busco tiempo para ponerme
medias autosujetables, para escucharlo con ternura, con atención, incluso en
una cotidianeidad de la que también forma parte el dolor de cabeza y el pastel
de carne quemado". Y, de cualquier modo, es inútil ir a las Maldivas si
después te pasas todo el tiempo diciendo: "Pero, ¿adónde me has traído?
¿Qué hotel has reservado? La próxima vez lo hago yo". Se puede conservar
un ritual de gestos atentos que hagan recordar que el caballero está yendo a la
corte, al castillo. Se puede, sí, es posible incluso tras una jornada
fascinante pasada haciendo declaraciones de la renta, atascada en la
circunvalación y preguntándose qué salidas laborales tendrán alguna vez los
hijos de una (yo también me pregunto a menudo qué colocación tendrán en el
mercado un derramador de vasos, un cabreado crónico, una campeona del mundo de
caída tonta y una niña koala, siempre abrazada a su mamá). No obstante, es
indispensable, incluso después de jornadas como ésas, que los esposos custodien
la memoria de sí mismos: él es un caballero que ha encontrado un tesoro en un
campo — una esposa fuerte y sumisa — y vende todo lo que tiene para comprar el
campo, y venerarla.
En cuanto al cortejo, amiga,
acuérdate de que el amor, para el varón, pasa ante todo por la mirada y, por
tanto, el cuidado de tu aspecto es obligatorio. A veces, puede ser más
religioso y santo ponerse un bonito vestido que ese castigo de rebequita
sintética que tienes para estar en casa. Entre paréntesis, es absolutamente
necesario acabar con el concepto de ropa para casa. Perdona, ¿en qué sitio
tienes que ponerte más guapa? ¿Para quiénes te maquillas? ¿Para los colegas? ¿A
quién tienes que conquistar, que seducir, que cautivar? ¿Al tío del estanco?
Pienso que tu marido te
debería decir con claridad lo siguiente: llama a la niñera, vete a la
peluquería, hazte la cera, cómprate otra crema base, haz todo lo que sea
necesario para una operación cambio de look. La mujer, dice San Pablo,
ya no es dueña de su cuerpo, lo es su marido; de igual modo, tampoco el marido
es dueño de su propio cuerpo, sino que lo es la mujer. Puede que Luca no posea
el don de la delicadeza verbal, pero ¿sabes lo que te digo? Que mejor así,
porque tú, de otra forma, no lo escuchas.
Y, entre otras cosas, ¿sabes
que Agustín, santo, obispo, padre y doctor de la Iglesia, uno de los mayores
intelectos de la historia y no precisamente Yves Saint-Laurent, en su carta a
Ecdicia, la reprende porque se viste demasiado mal, de una manera punitiva, por
un sentido erróneo de la penitencia? Si lo dice San Agustín, yo diría que te
puedes fiar: debes cuidar necesariamente tu aspecto, "para no disgustar a
tu marido", como dice él, "para ganar su alma para el Señor y
arrebatársela a Satanás, que está a su alrededor como león rugiente", dado
que el marido de Ecdicia se había buscado una amante.11 Pasemos por
alto, en cambio, el hecho de que el santo menospreciaba la ropa negra, porque
yo no consigo comprarme más que prendas negras, grises y azul noche, pero ¿qué
puedo hacer si el amarillo aceitunado de mi piel junto a una prenda de color
hace que parezca un mantel de picnic?
La carta de San Agustín me
permite, querida amiga mía, darte otro palmetazo a propósito de otra cuestión:
este santo genial nos recuerda a nosotras, las mujeres casadas, que, como
mujeres cristianas, debemos prestar atención a otra cosa. El camino específico
que hace concreta nuestra vocación es exactamente nuestro marido, vocación que,
como para todos los cristianos, es conocer, amar y servir a Dios. No es que
debas hacerlo a pesar de tu marido, sino gracias a él. De hecho, así se
adornaban — como recuerda San Pedro — las santas mujeres que esperaban en Dios
siendo sumisas a sus maridos.12
¿Es posible que tú, que no
consigues nunca separarte de tu hijo, venzas esa resistencia sólo para
frecuentar a curas, frailes y monjas? Sabes bien cómo pienso, que voy a misa
todos los días y que envidio un montón a mis compañeras de banco
ultrasetentonas que tienen tiempo además de rezar el rosario en comunidad; yo,
en cambio, tengo que hacerlo sola y, por eso, a menudo me adormilo, y me siento
un poco excluida porque no llevo los zapatos Valleverde ni los bolsitos rígidos
con el asa tipo años sesenta que, para ellas, no son una afectación de moda
antigua, sino accesorios que están en uso sin descanso desde aquella época.13
En compensación, canto con ellas desgañitándome todos los éxitos del tipo É
l'ora che pia, aunque mi preferida es E le stelle più belle non sano
belle al par di Te.14
Pero estas cosas las hace una
sola, a tu marido lo debes dejar en paz. No te digo que lo lleves a ver lap
dance, pero ya está bien de cursos, encuentros o grupos de oración, a menos
que sea él el que te lo pida.15 Lo tuyo es, a veces, una especie de
lujuria espiritual; quieres continuamente nuevos estímulos, nuevas emociones.
Vamos, ahora ya conoces la teoría, es hora de que la vivas tú sin más necesidad
de instrucciones de uso. Es verdad que no basta con saber, hay que alimentarse,
pero éste es un asunto entre Dios y tú, en la oración. También es verdad que es
necesario y bellísimo tener alrededor compañeros de camino, "amigos de
Jesús", como dicen mis niñas, un regalo de compañía, preciosa e imprescindible.
Pero lo primero de todo es tu marido, es tu camino hacia Dios, y no puedes
escaquearte yendo por la parroquia, después de haber trabajado, de haber
pensado en los hijos y en la casa. No tienes que transformar tu casa en una
iglesia, pero tampoco buscar la iglesia fuera demasiado a menudo para evadirte
de la casa. ¿Y el tiempo para él? Como le dice San Agustín a la mujer que ha
escandalizado a su marido con demasiadas exigencias — abstinencia, limosna y
penitencia—, la mujer ya no se pertenece a sí misma, sino a su cabeza, es
decir, a su marido. Con él es con quien debe poner en práctica todo aquello que
ha aprendido. Por consiguiente, querida amiga, él está antes que todos los
trabajos de la parroquia, y que todas las cosas que haces creyendo hacer el
bien, estoy segura de ello, pero omitiéndolo en realidad.
Lo sé, para nosotras,
para las mujeres casadas, las cosas son difíciles a veces. No sólo está el
duelo entre nuestro egoísmo y Dios, duelo cansadísimo pero, según lo veo
yo, claramente característico de las personas consagradas. Para nosotras no es
un duelo, es un "trielo". Está Dios y está nuestro egoísmo, pero
también está la familia. Formada por personas que a veces pueden no compartir
nuestro camino, o no del todo, o no a nuestro modo. Hay que encontrar la manera
de que todo se pueda hacer, pero, aunque con el tiempo para ti misma puedes ser
generosa, con el tiempo para tu familia has de ser celosa.
También nosotros, los
cristianos, de cuando en cuando tenemos sueños de gloria, de un martirio
brillante, pero con frecuencia, al menos en esta parte del mundo, nuestra
llamada y nuestra salvación pasan simplemente por esa pequeña realidad: amar a
la persona que tienes al lado y a los hijos; siempre y a pesar de todo,
aprender a amarlos como ellos quieren ser amados, por lo tanto, ayudarles a ser
felices aquí, y a salvarse para la eternidad. Nosotros, en cambio, hacemos
muchas veces como hizo, según cuenta el Libro de los Reyes, Naamán el sirio,
que para curarse estaba dispuesto a acometer cualquier empresa, pero cuando el
profeta le dice que se sumerja sencillamente en el río Jordán, pierde la
ilusión casi por completo.16 ¿Eso es todo? Encontramos nuestra
salvación en la dócil fidelidad a todo eso que llamamos "¿eso es
todo?".
También a este respecto creo
que el marido tiene el derecho y el deber de llamar al orden a su mujer, sin
miedo a cometer sacrilegio, recordándole que no es una monja y que, por tanto,
su modo de rezar será más parecido al del peregrino ruso que a la liturgia de
las horas (de vez en cuando me pregunto si serán válidas las laudes matutinas
rezadas en la pausa para el almuerzo: puede que estén en sintonía con algún
fiel que rece en Nueva York...), en torno a la cual se articula la vida del
monasterio. A la hora de vísperas, normalmente yo estoy en pleno delirio de
deberes-amigos-merienda-mamá, me ha dicho que huelo mal-mamá, se me ha acabado
la libreta-mamá. Llegados a ese punto, tengo que gritar: "¡A la puerta!
¡Poneos los zapatos!" y salir a procurarme una libreta, pero siempre hay
alguno que no tiene ganas ("yo no quiero salir, quiero darme una vuelta
por la casa") o que simula un malestar imprevisto ("llévame al meco,
estoy enfriado') o que me dice que un cowboy no puede perder el tiempo
en papelerías ("chica, sólo tengo dos amigos: uno en la canana, y lo tengo
cargado, y otro en la petaca, y me tiene cargado"). Así que prorrumpo en
una serie de amenazas que no son exactamente parecidas al canto gregoriano, y
cuyo contenido me guardo de exponer en detalle negro sobre blanco, porque en
muchas ocasiones podrían intervenir los servicios sociales. De todos modos, ésa
es mi hora de vísperas, y no puedo hacer nada.
Finalmente, en el caso de que
Susanna haya llegado leyendo hasta aquí, hay otro aspecto de su vida familiar
que sería apropiado revisar: el papel de los suegros. Bien. La cosa es
realmente complicada.
Yo diría lo siguiente: cuando
se realiza el milagro, cada vez más raro y más obstaculizado desde todos los
frentes, del nacimiento de una nueva familia, hay que vigilar ese brote, sobre
todo al comienzo, con extremo cuidado. Entre los muchos, realmente muchos,
ataques que sufre está también el del fuego amigo de las familias de origen,
cuando hay alguno de los padres, alguna madre fundamentalmente, que no se
resigna a dejar que se vaya su hijo, con más frecuencia varón, pero igualmente
hembra, sobre todo un hijo que no tiene ganas de crecer. Cuando aceptamos ser
madres, elegimos el martirio de transferir nuestra vida a otros, y después
resulta difícil dejar que esos otros se vayan, que se retiren ordenadamente.
Parece, incluso, que ésta es la primera causa de divorcio en Italia.
Creo que lo peor que se puede
hacer cuando hay fuego amigo es empezar con acusaciones recíprocas entre marido
y mujer a propósito de los suegros. Ahora estamos tú y yo, solos, los demás
están fuera. El partido que jugamos es nuestro, estamos construyendo nuestra
vida, y tú y yo estamos antes que todo y que todos. No importa lo que nos digan
los padres, los consejos que nos den, las críticas, las ofertas de ayuda (timeo
Danaos et dona ferentes)17 Ahora estamos nosotros dos y podemos
o, mejor, en muchos casos debemos incluso correr el riesgo de ofender, de
disgustar y de traicionar expectativas, porque nosotros dos somos algo distinto
de lo que fueron nuestros padres, e incluso de lo que nosotros éramos de
solteros. Ahora somos y hemos de llegar a ser una sola carne.
El modo de honrar
verdaderamente al padre y a la madre es separarse de ellos, poner distancia de
por medio, atravesar la línea de sombra, hacerse adultos mirando a los padres a
los ojos de igual a igual. Hasta cierto punto, hay que dejar de ser hijos. No
hablo con crueldad, porque lo que digo no significa renegar o rechazar o hacer
de menos la enormidad de cuanto se ha recibido. Por el contrario, significa
valorarlo. Mirad, habéis sido tan buenos que yo, ahora, puedo hacer mi vida,
gracias a todo lo que vosotros me habéis dado. Y, muy pronto, dejar de ser
hijos podrá significar asimismo ser padres de los propios padres, dispuestos a
ayudar en caso de necesidad, a veces, también a darles la vida de nuevo, si
llega la dificultad.
En el caso de mis amigos, esta
vez el palmetazo se lo tengo que dar a Luca, que permite demasiadas injerencias
de su madre. A juzgar por lo que se puede leer por aquí y por allí, está
tomando carta de naturaleza un modelo de abuela demasiado atareada con el
trabajo, las exposiciones y los viajes de placer que no pudo permitirse de
joven, como para que le quede tiempo para inmiscuirse en la vida de los hijos,
pero personalmente me parece que se trata de un género literario de ficción.
Puede que no tengan tiempo para los nietos, pero siempre se encuentra un minuto
para dar una opinión no solicitada.
Yo, por ejemplo, sé que tendré
que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ser una suegra terrible para mis
futuras nueras, dado que, en la época en que mis hijos varones iban a la
guardería, sus amiguitas favoritas ya me caían un poco gordas.
El hecho es que, por muy
buenas que sean, cuando el hijo se casa siempre hay dos mujeres que inevitablemente
compiten por un mismo territorio: la mujer se siente como una tigresa, y ve a
la suegra como una leona. No obstante, si las dos son ante todo esposas de sus
maridos, los territorios son distintos. Una vez más, poner al esposo en primer
lugar hace que las dinámicas se saneen.
Luca no consigue comprender
que a su mujer le gustaría sentirse defendida por él en caso de ser atacada por
la suegra. Pero, para él, su madre es intocable y, cuando Susanna la critica,
sufre. La única solución es que cada uno de los dos dé un gran paso adelante y
honre al padre y a la madre dejando de ser hijos y convirtiéndose a su vez en
padre o madre. Si cada uno trabaja en sí mismo, las cosas son mucho más
fáciles, porque no se entra en acusaciones recíprocas o en críticas a la
familia del otro.
Por esta razón, soy también
una partidaria convencida de la ayuda pagada, independiente de la familia: los
abuelos, si es posible (y en ciertos casos, desgraciadamente, sé que no lo es),
tienen que ser un comodín, y no ser explotados en la organización cotidiana.
Si, por el contrario, pides ayuda, entonces tienes que aceptar el lote
completo, con las críticas, los consejos no pedidos y los gruñidos.
Si quieres determinar la línea
educativa para tus hijos, has de estar presente o hacer que te sustituya
una persona a la que tú seas capaz de dar las instrucciones de uso. Los
abuelos, libres de turnos de servicio estrictos y obligatorios, deben estar ahí
para contar aventuras sorprendentes, para dar abrazos, para enseñar cosas
antiguas que ya no se hacen, para invitar a jugar a las cuatro esquinas y a las
estatuas,18 para aupar en las rodillas cantando nanas olvidadas,
para escuchar confidencias que no se cuentan ni siquiera a la madre y para dar
sabios consejos.
Está claro, de cualquier modo,
que nosotras, las mujeres de esta generación, somos distintas de las mujeres de
la generación de nuestras madres: lo sé, mi madre encuentra desolador mi nivel
de competencia doméstica, y además puedo admitir que habría debido aprender,
después de quince años de matrimonio y puede que de millares de manchas
impresas en todo tipo de prendas de vestir, que la lejía no se usa con las
cosas negras, en particular, con los impermeables favoritos de los maridos. Por
otra parte, ella me conoce, lo sabe todo y se resigna. De hecho, una vez que me
vio en antena con una camiseta penosa con el cuello cortado con mis santas
manos una hora antes de irme al trabajo, con las tijeras de punta redonda que
encontré en el bote de los rotuladores, me telefoneó para ofrecerse a
acompañarme a una tienda de buen tono para intentar buscar algún remedio,
mientras que las colegas pensaban que seria una pieza de Jean Paul Gaultier
años ochenta ("imagina qué divertido, parece cortada a mano",
imagina). Desgraciadamente, a mi madre no la timo ni siquiera a doscientos
kilómetros de distancia.
Por otro lado, las mujeres de
esta generación sabemos hacer más cosas, y no sé si eso es algo bueno o malo,
simplemente es así: no me preocupa ir sola de un extremo al otro del mundo, lo
he hecho (basta que haya alguien que me llame por teléfono a la hora de
levantarme), preparo tranquilamente siete u ocho meriendas a la vez, pero, para
mí, ir al mercado es un viaje lleno de trampas, no distingo los tipos de carne
al corte y probablemente he comprado sin darme cuenta gallinas bisabuelas
víctimas de muerte natural. No me acuerdo de cómo se hace la semolina, cuánta
leche, cuánta agua, cuánto tiempo, pero puedo calcular rápidamente a cuánto hay
que hacer el kilómetro para correr una maratón por debajo de las tres horas
(mientras hago el cálculo puedo quemar la semolina, pero eso son minucias).
Juego a las Barbies, pero la verdura la compro ya limpia. Sé escribir el guión
de un documental, pero no sé coser un falso, no me jacto de ello tampoco, pero
es así, y creo que, para mi marido, no es ningún problema, si no, se habría
casado con la señorita que hace la vainica en las sábanas de lino.
Por consiguiente, de Luca me
gustaría ser testigo de su gran paso adelante, de Susanna de la paciencia
necesaria para esperarlo: acuérdate de que, si te casas con una persona, en
parte también te casas con su historia familiar, con aquello de lo que esa
persona está hecha, que viene también de su familia, porque nadie se hace solo.
Querida Susanna, perdóname si
la reprimenda te la echo siempre a ti, aunque, como en este último caso, el
problema sea tu marido. La razón es que creo que nuestra vocación matrimonial
es una especie de sacerdocio. Debemos aceptar perder nuestra vida, lo que
querríamos, el cuerpo, los sentidos, los pensamientos, los deseos, en otras
palabras, ofrecernos a Dios nosotras mismas poniéndonos de su parte para salvar
al hombre. Todas esas cosas nos serán devueltas transfiguradas, precisamente
porque hemos aceptado perderlas y el hombre, viendo nuestra generosidad, se
verá atraído a dar la vida por nosotras.
Pienso que, para hacer que
Luca comprenda esta nueva tarea tuya, podrías cocinar para él el pastel de
macarrones con ragú de jabalí, y acuérdate de que el jabalí tienes que ponerlo
en vino con hierbas la noche anterior, y de que la pasta brisa tampoco es una
broma. ¿Serás capaz?
Querido Luca: Ésta era la sorpresa que te estaba preparando en la
cocina. Creías que era un trabajito con plastilina, ¿eh? Lo he cocinado
dedicándole un montón de tiempo (el jabalí lo metí en vino con hierbas ayer por
la tarde, tenía miedo de que lo vieras, pero menos mal que tú no notarías nada
ni aunque el jabalí estuviera vivo y durmiera en el mueble de los zapatos) y
para la pasta brisa he telefoneado por toda Italia a mis tías hasta el tercer
grado de parentesco. Era para decirte que quiero dedicarte tiempo y, por otro
lado, separarme un poco del niño al que, me doy cuenta, estoy apegada como un
molusco a la concha. Dejaré también de dar vueltas en busca de padres espirituales,
encuentros y emociones incesantes, porque quiero estar contigo y, si puede ser,
volver a salir, nosotros dos solos (sí, está bien, con el barrigón, pero por
ahora no molesta). También me gustaría que tú dieras un paso adelante, pero no
hay prisa, puede que te venga bien hablar de ello después, cuando yo haya dado
primero el mío.
Tu mujer, siempre más tuya, y también un poco más mujer.
Susanna.
Esta casa no es un hotel, o Sobre la autoridad paterna
AUNQUE tenga que ir en nuestro monovolumen de siete plazas con el
abrigo puesto incluso en pleno agosto intentando recuperar algún grado de calor
pegándome a la ventanilla como una salamanquesa, porque mi marido es el que
regula el aire acondicionado, y aunque tenga que gritar para hablar de teología
con las chicas de la última fila ("¿Qué apellido tenía Jesús? ¿Qué quiere
decir Dentor?". "No, no es el Rey Dentor, Lavinia, es el Redentor,
todo junto") mientras los varones escuchan con toda devoción la música
elegida por su padre con el volumen a veintiocho (una esposa sumisa puede decir
"¿Te importaría bajarlo?" un máximo de siete u ocho veces durante el
viaje, cuando realmente le apetecería decirlo unas doscientas treinta y cinco)
y piden comida cada dos kilómetros — creo que la Chrysler ha impregnado la
tapicería de un estimulante especial del apetito que se fabrica en Detroit—, no
obstante todo esto, decía, la salida de mi familia para ir de vacaciones
todavía entra dentro del ámbito de las conductas legales. Extremas, pero
legales. Tiene también una lógica subyacente (aunque no consigo explicarme cómo
ha podido acabar el arroz al azafrán en el hueco del reproductor de CDs).
Hay un jefe que decide
destinos y horarios, una lugarteniente que retrasa y pone impedimentos, pero
que provee a todas las necesidades de rancho, enfermería y bienes de primera
necesidad — conejos, tebeos, tiritas, caramelos, gorras de la Luftwaffe,
bocadillos, flotadores y rosarios—, y cuatro soldados que murmuran, se distraen
y ocasionalmente también son poseídos por mañosos y por lánguidas heroínas (a
veces, me parece que en el coche vamos nueve, en lugar de seis), pero que al
final permanecen apostados en los lugares asignados. No es, entonces, algo tan
laborioso. De hecho, la pregunta que me hacen con más frecuencia es "¿Qué
haces para mantenerte tan calmada?", pero o yo tengo los reflejos
atrofiados o las ocasiones de cabreo, al final, no son tantas. Por eso, me voy
convenciendo serenamente de haber cometido una larga, variada y fantasiosa
cadena de errores educativos, pero puede que después de todo no sean fatales
para el equilibrio global de mis hijos (espero tener tiempo de retirar este
volumen de los comercios cuando el pequeño amenace a alguno de su edad con una
botella rota para robarle el reloj).
En cambio, hay algunos niños
con los que — como dice un amigo mío — basta pasar una hora para dar un paso
importante, si no decisivo, hacia la vasectomía. Y, a decir verdad, no son
precisamente una minoría. Os ahorro el sermoncito sobre la catástrofe educativa
general que, sin embargo, es una de mis especialidades, pero podéis llamarme
por teléfono si lo queréis escuchar.
No me refiero a actividades
molestas, como entrar en un local gritando "Los hombres de Makarov han
tomado como rehenes a algunos civiles, solicito permiso para intervenir,
señor", o peligrosas, como pasar a todo gas con el monopatín delante de
las hermanas intentando esquivar sus pies mientras saltan por el aire a setenta
y cinco kilómetros por hora, según las reglas del juego llegan-las-patadas,
seriamente desaconsejado a las madres por la asociación de cardiólogos
italianos: esas actividades son el oficio principal de los niños, al menos de
los míos, y, si las abandonaran, yo me preocuparía. Quiero decir: si mi hijo
entrara en un local y en vez de imaginar una irrupción armada se pusiera a
mirar compungido a los dueños, o a decir con tono grave "Pero mira qué
bonito mostrador de mármol, debe de ser de comienzos del diecinueve", yo
llamaría al médico de guardia.
Por otra parte, ya hace tiempo
que me resigné al hecho de tener unos hijos un poco surrealistas. Sé que si me
distraigo, normalmente, uno de ellos me gritará "¡Atenta, detrás de
ti!". "¿Qué es?". "¡Un remordimiento!", o algo
parecido, y sé también que, desgraciadamente, nuestro signo de reconocimiento
es un código de imperfección genérica, como, por ejemplo, una mancha — de
ketchup, de chocolate, nunca de verduras — o un cordón del zapato demasiado
largo que va barriendo la acera.
No obstante, no creo que este
desaliño represente un problema, a no ser en caso de audiencia papal privada,
acontecimiento, me temo, que no es inminente. El problema son, más bien, los
hijos que responden mal a sus padres o, peor aún, los que ni siquiera les responden,
totalmente indiferentes a sus indicaciones y llamadas. Los que llaman tonto a
su padre porque ha hecho que se les caiga el helado (en las heladerías, las
familias muestran sus mecanismos de funcionamiento más auténticos; tendría
mucha curiosidad por leer algún ensayo sobre heladologia clínica) o le propinan
una patada a su madre porque ha apagado el videojuego. Los que miran con rostro
inexpresivo a un padre que les ordena no abrir el grifo de la manguera de riego
y después lo abren a modo de desafío, para ver si, al menos, el padre se decide
a hacer algo: las más de las veces, que conste, no hace nada, como máximo un
ligero indicio de reprimenda velado y respetuoso. En estos tiempos, el padre ha
olvidado que él es quien inflige la herida de la separación de la madre, y
ningún manual impregnado de ideología de género e intercambiabilidad de roles
conseguirá negarlo jamás. Ella es la certeza del amor, el consuelo y la
satisfacción, un nido cálido en el que no se puede permanecer para siempre, so
pena de no crecer. Si los padres no hacen de padres, crecerá una generación de
bebés, es decir, de personas incapaces de hablar, de decir algo suyo al mundo y
de modificarlo.
Un niño al que no se le
imponen normas es un niño que las pide ávidamente. Este hecho es tan evidente
que lo he llegado a comprender por mí misma. Y muchas veces he intentado
decírselo, delicada y oblicuamente, al padre de algún amiguito de mis hijos.
Daniele tiene un niño que,
obviamente, no es mío. Tampoco Daniele es pariente o amigo íntimo mío. Por eso,
mi marido me invita a ocuparme de mis propios asuntos (con un florilegio de
expresiones romanas muy incisivas pero no reproducibles en un texto como éste
de cierta altura literaria) y a dejar tranquilos a los niños de los demás, y
sobre todo a sus pobres padres.
Sin embargo, yo no le hago
caso, porque repartir consejos es algo maravilloso — si me quitáis esto me
priváis del ochenta por ciento de mi tráfico telefónico — y porque el niño me
da pena de verdad.
Daniele es un padre muy
cuidadoso y forma con la madre un bloque granítico único. Con ella hay plena
intercambiabilidad, reparto de deberes y coincidencia de estilo educativo: al
principio sólo elegían carritos ergonómicos; ni siquiera tengo ganas de
esforzarme en entender qué significa eso, pero sé que son más caros y más
suecos, y que mantienen levantados a los bebés por encima de la altura de los
tubos de escape de los coches (yo, personalmente, viviendo en Roma, pienso que,
con la nube de contaminación, es más sano levantar la bandera blanca; no se
puede recoger agua con una horca). Daniele, además, llevaba al pequeño al
parque atado a su barriga con una tira de ésas de tejido estilo mamá africana,
prácticamente un saco de tela, pero comprado en una tienda estrictamente bio y,
por tanto, carísima: un arnés que, entre otras cosas, hace al hombre tan
excitante y seductor como una mesilla de noche, posiblemente lo mismo que la
música country hecha en China. Al niño sólo le han puesto pañales
lavables, de modo que no pese sobre él la gran vergüenza de haber contaminado
y, por tanto, ofendido, a la Única Diosa honrada universalmente, la Madre
Tierra. Al parecer, cada pañal, prácticamente indestructible, permanece en el
medio ambiente durante dos eras geológicas, peor que el uranio 238 (bien pensado,
según los ecologistas, quizás fuera mejor no tener a estos hijos: una
generación en vías de extinción tiene efectivamente un impacto cero, quien no
nace no contamina).
El delicado paladar del bebé
tampoco ha sido profanado con nada que sea menos que bio, eco y orgánico, en
otras palabras, que no sea justo, con la mirada puesta siempre en la Madre
Tierra y en las delicadas células del retoño sobre el que se despliegan la
sabiduría y los esfuerzos puericultores de ocho o nueve personas, entre padres,
abuelos y tíos.
La casa del pequeño soberano
se llenó inmediatamente de protectores de esquinas, de juegos educativos de
madera de abedul y de grandes y horribles cojines de colores inaceptables
(¿quién ha decidido que a los niños les tengan que gustar por fuerza los
payasos fosforescentes y los osos con cara de estúpido?); el salón fue
totalmente colonizado por su presencia, y para enfrentarse a su nacimiento,
obviamente, se juzgó indispensable comprar un monovolumen, como si un niño, uno
solo, tuviera necesidad de moverse acompañado de un inmenso ajuar de
accesorios. Probablemente se trate de estrategias económicas: puesto que nacen
tan pocos niños, hay que dotarlos de muchos accesorios para mantener los
balances en activo; hace falta convencer a las demacradas y asustadas nuevas
madres de que los pañales no se pueden guardar en una bolsa normal, qué horror,
sino que es necesario llevarlos en un tristísimo bolso de bandolera de tela
enguatada y dibujos de fantasía, preferiblemente conejitos o sombrillitas.
Daniele y su compañera, Elena,
tenían el ajuar completo, hicieron lo máximo posible, ni que decir tiene.
Hicieron tanto que al solo pensamiento de contrariar al niño les entraba el
pánico. A medida que el niño iba creciendo, la cosa resultaba cada vez más
evidente. Cada exigencia suya era satisfecha inmediatamente, y cuando no era
posible se malograba la ocasión educativa. A este niño, de hecho, nunca se le
decía "No te lo compro porque no te hace falta" o "Ya tuviste un
regalo" o incluso "El dinero no es infinito y, si compramos esto,
después no podemos ir al cine". Se le decía "La tienda está
cerrada... se ha acabado ese juego... hoy no lo vende la señora", de modo
que la responsabilidad del "no" nunca fuera de los padres. O, peor
aún, se hacía recaer sobre él: "No te lo compro porque, como tantas veces,
después no estarás contento y mañana querrás otra cosa". Aunque el máximo
de la crueldad, para ser precisos, es conceder y después provocar la
pesadumbre, hacer que se sienta culpable ("Está bien, pero verás como
mañana ya no juegas más o lo rompes; tenlo, pero que sepas que no te lo
mereces"); así, el helado no pasa del estómago y el juego ni siquiera lo
llegas a ver porque los ojos ya están anegados en lágrimas.
Cada "no" que hay
que decir se convierte en una tragedia; así no se capta el concepto fundamental
de límite, que mucho más que oprimir, custodia. Nos dice que somos criaturas no
omnipotentes; pero como sabemos nosotros, que hemos conocido a Dios en Jesús,
ésa es una buena noticia, de hecho, la buena noticia. El límite nos dice
algo sobre el sentido de nuestra vida, y nos habla también a nosotros los
adultos cada vez que se nos presenta. Imaginemos qué importante es para los
niños, que aún no tienen ninguna idea sobre el sentido de su vida.
"No puedes quedarte con
la abuela, no puedes levantarte de la mesa, no puedes bañarte" se han
convertido en frases imposibles de pronunciar para Daniele y Elena, en
obstáculos insalvables, superables sólo a base de negociar contratos y firmar
tratados de paz. Hagamos lo siguiente: nos quedamos dieciocho minutos más con
la abuela; comes sentado, pero puedes ver la televisión y si, aun así, te
levantas te engancho con el tenedor; báñate también un poco, pero no cojas frío
(¿cómo se hace?).
Comer, dormir y hacer los deberes
— cosas pequeñas que, ciertamente, hasta hace unos años, se hacían y se acabó,
sin tener que abrir una mesa de negociación tripartita en donde se sentaran
también los interlocutores sociales — se han convertido en campos de batalla
entre padres aterrorizados por la idea de descontentar y niños aterrorizados
por la idea de no tener padres, o sea, personas que sepan cómo funcionan las
cosas y que no me dejen a mí, que soy pequeño y no entiendo nada del mundo, la
libertad de decidir acerca de cosas mayores que yo. La libertad es el premio a
la madurez, pero si llega demasiado pronto es una condena.
Admito que es difícil captar
la riqueza y la nobleza del desafío educativo cuando una hija vomita en el
momento exacto en que uno de sus hermanos, que, como su padre, sólo dice seis o
siete palabras al día, decide que ése es precisamente el momento de confiarse a
su madre, y mientras otro hijo te plantea cuestiones embarazosas (preguntitas
del tipo "Pero Dante, ¿dónde puso exactamente a Mahoma en la Divina.
Comediad") que consiguen mostrar tu ignorancia a toda tu prole (los
hijos por debajo de los quince años deberían seguir concediéndote autoridad, y
no sospechar ni siquiera de lejos que con la cuarta hija has expulsado también
todo lo que te quedaba de la cultura clásica que tantos sudores te costó
aprender). Bien, en ese momento, encrucijada de toda tu incompetencia, tu
cuarta hija decide que, a partir de ahora, se puede emancipar de las verduras y
se niega a tomarse la menestra. El desafío educativo puede esperar, te dices
mientras recoges el vómito con papel de cocina e intentas recordar la
ultratumba dantesca y escuchar las confidencias del joven oso, y te gustaría
proponerle a la pequeña un menú alternativo a base de grasas hidrogenadas y
evitar abroncarla de un modo tan inapropiado, porque después te salen arrugas.
Dice Nora Ephron que el cuello empieza a ceder alrededor de los cuarenta y tres
años, y yo tengo la intención de llegar a la meta lo más estirada posible.19
Me gustaría rendirme ante esa hija que rechaza todo lo que procede del mundo
vegetal y que se considera ofendida como mujer y como ciudadana (tiene cinco
años) si alguien le ofrece algo que le recuerde vagamente a una fruta o a una
verdura, aunque sea un caramelo de melocotón ("Mi fluta plefelida
es el chocolate").
Desgraciadamente, me queda un
residuo de conciencia y tengo que mantener el desafío educativo, es decir,
ponerle de sombrero la menestra a Lavinia, con lo cual complicaré las cosas,
porque además tendré que ponerme a limpiar y no podré ir a coger la Divina
Comedia de Sapegno con las manos hechas un asco.20
Ninguno de estos pensamientos
parece haber rozado nunca a Daniele ni a Elena, cuyo único imperativo es que el
niño no se queje. A veces, al observarlo (lo sé, debería ocuparme de mis
asuntos), he tenido la sensación de que se queja porque, al final, ésa es la
única forma que ha aprendido para interactuar con ellos. Puede que no vean la
gravedad del problema que están originando, porque, a causa del trabajo, están
todo el día fuera de casa: para preocuparse de la educación, por lo pronto, hay
que estar presentes, ver a los hijos de uno; además hay que tener tiempo y
energías mentales para aplicarlos a decir que no, a soportar caprichos y a
aguantar con firmeza.
Al crecer, el producto de
tantas atenciones ha llegado a ser, y no me gusta decirlo, francamente
insoportable. El hijo de Daniele es realmente inaguantable, y ello es así, de
hecho, para algunas personas más que lo han tenido a su cargo en algunos
momentos de su niñez: dos abuelas, una escuela, una tata y un entrenador
personal, que le han ido pasando la pelota, con una elegancia digna de Chris
Evert, a sus padres, que lo sueltan en cuanto pueden.21 No se trata
de que no lo quieran, ni mucho menos. El problema es que sus padres están tan
afectados por la felicidad de haberlo tenido, acontecimiento realmente
extraordinario en nuestros días, que tienen terror a causarle el menor
disgusto.
Y así, este muchachito, por
ejemplo, no hace ni siquiera un mandado con su madre, porque siempre se le
ahorra todo lo que es enojoso, y si no queda más remedio — cuando tiene que
cortarse el pelo es necesario, digo yo, que también vaya él—, los diez largos
minutos que tiene que estar sentando y quieto han de ser comprados al precio de
un regalo. Mi amiga la peluquera dice que ésta es por ahora la norma, y que el
fenómeno ha sido la fortuna de la tienda de juguetes que hay frente a su
peluquería, que además vende objetos de porcelana, los cuales, por tanto, se
rompen en el trayecto a casa, de modo que al día siguiente se puede volver a
comprar otro. Las veces que yo he ido a la peluquería a ponerme mechas con mis
dos hijas detrás, avergonzándome como una ladrona por sus caprichos, porque
para entretenerlas yo les había puesto sus bigudíes y les había pintado las
uñas y estaba dispuesta a añadir voluntariamente a la cuenta la quinta parte
para pagar los daños eventuales causados en el local por el paso de nuestra
horda bárbara, mi amiga la peluquera se me ha anticipado abrumándome con
felicitaciones por la conducta ejemplar de estos dos sujetos — llamarle niñas
es un poco optimista. Beati monoculi in terra caecorum, se ve que en
medio de la mala educación imperante, mis pequeñas vándalas resultan
presentables.22
Como me ha hecho notar mi
socióloga de referencia (más exactamente, mi amiga la peluquera, que, aunque no
disponga de oficina estadística, ve familias de toda condición), imponerle al
niño una línea educativa es más difícil cuando no hay una persona que esté
presente con él durante la mayor parte del tiempo. He usado la palabra persona
porque debo haber leído demasiados periodicuchos, de esos que escriben
estupideces del estilo de "políticas de género",
"homofobia" e "igualdad paritaria". En realidad, habría
debido decir que es difícil establecer una línea educativa cuando la madre está
fuera todo el día y llega a la casa sólo por la noche, cansada y sin ninguna
gana de seguir combatiendo, con muchísimas cosas que hacer y poquísimas
energías que gastar. Y también es difícil para un padre que, a su vez, también
llega por la noche y se encuentra asimismo trabajo doméstico que hacer, en
homenaje a la banal división igualitaria de las obligaciones, y que tiene aún
menos energías que la madre, que para algunas cosas estaría más capacitada;
pero esto no se puede decir.
Entre una multitud de
análisis, jamás he leído que se hayan relacionado alguna vez la actual
emergencia educativa y el ingreso masivo de las mujeres en el mundo del
trabajo, a pesar de que, como mínimo, la coincidencia temporal de los dos
fenómenos podría hacer reflexionar a alguien. Yo, personalmente, lo he hecho, y
estoy segura de poder decir, como mínimo, que nuestro sistema económico no está
hecho para los niños, que impone heridas en los corazones y en las familias,
que obliga a trabajar a muchas mujeres que, al menos, durante una porción
fundamental de la infancia de sus hijos se quedarían con ellos de muy buena
gana o, quizás, deberían hacerlo, y así puede que se enfrentaran mejor al
desafío educativo.
De cualquier forma, cuando
están presentes, los padres como Daniele nunca usan con los hijos un tono
afirmativo, sino siempre interrogativo: ¿Nos vamos? ¿Comemos? ¿Damos un último
paseo y después nos vamos a casa? Si lo que yo he programado te perturba
demasiado, podemos programar otra cosa entre los dos, aunque yo tenga cuarenta
y seis años y tú siete, qué le vamos a hacer, encontraremos un punto de
encuentro. Por eso se ven por ahí tantas escenas que claman venganza, como la
distribución en el coche de la familia moderna: el padre delante, la madre
detrás con el hijo, para sellar el hecho de que mamá y papá ya no son una
pareja y de que el niño es el rey de la casa, y no se supone en condiciones de
afrontar el trauma que supondría un viaje en coche sin un contacto físico. O se
ven adultos que con una mano empujan un carrito vacío y en el otro brazo llevan
a un mocoso al que abroncan quedamente: ¿Por qué eres tan caprichoso? ¿Por qué
eres tan pesado y no quieres ir en tu carrito? Porque soy un adorable egoísta,
querría decir el niño, que desgraciadamente no sabe hablar. Cumplo con mi
obligación de ser humano dedicado completamente a la búsqueda del placer fácil
e inmediato, porque no hay otra cosa que yo entienda; eres tú el que no cumples
con tu deber, de adulto, de enseñarme que, para que el placer sea siempre
mayor, más elevado y más ordenado, ha de haber reglas, orientaciones, tiempos,
dosificación. "Para Navidad quiero todo lo que quiero", dijo una vez
uno de mis hijos, que apenas podía escribir la carta a los Reyes Magos. La búsqueda
del placer absoluto y gratuito nos guía a todos, desde el más pequeño al más
grande. Los educadores deben enseñar a recolocar el placer en un plano más
elevado (también la ascesis y la vida en Cristo son un placer, el sumo placer).
Que quede claro que en mí no
habría ni rastro de esta sabiduría si yo no tuviera a mi lado a un padre que
hace lo que debe, es decir, infligir la herida del distanciamiento entre
nuestros hijos y yo. Si por mí fuera, me haría colocar una enorme bolsa
marsupial, como una madre canguro, y llevaría a mis hijos siempre conmigo.
"Lavinia, ¿por qué cuando
está papá caminas sola y sin ninguna historia, y cuando estoy yo dices que
estás cansada y quieres que te lleve en brazos?".
"Porque papá es más
fuerte".
Ha sido él, por ejemplo, el
que los ha expulsado de la cama de matrimonio, en la que yo los hubiera tenido
de por vida con la excusa de darles el pecho al menos hasta la edad de pasar
directamente al gin-tonic; ha sido él el que ha aclarado con firmeza que la
cama de matrimonio es de papá y de mamá, que son una pareja, y que de noche
está prohibida, mientras que de día — sin que se entere mamá, que tiene que
hacerla y siempre se cabrea — puede servir también de campo para juegos
salvajes como abajo-de-mi-barca y dale-en-el-culo.
Daniele — que, se
sobreentiende, en la vida ve gente y hace cosas, de hecho, realiza uno de esos
trabajos creativos para los que se necesitan camisetas descoloridas y bolsos
producidos con cinturones de seguridad viejos reciclados en algún país en vías
de desarrollo — adopta una línea educativa cuyo verdadero punto crucial es el
siguiente: el objetivo de la vida es estar contentos. Las normas, por tanto,
son arbitrarias, no se fundamentan en la Verdad.
El discurso se seguiría en
consecuencia. No hay mucho que discutir: yo me autodetermino y así hasta
que me encuentre bien, ¿qué problema hay? El problema que hay es que la cosa no
funciona. Sólo eso. El problema es que así no se es feliz.
En primer lugar,
fundamentalmente porque se omite una pequeña e insignificante información; la
muerte, la gran desterrada, existe realmente y pende sobre nosotros cada vez
que respiramos. La muerte y las pequeñas muertes cotidianas, el cansancio, la
frustración, el error. Hay Uno que la ha derrotado y que nos ha dado también la
posibilidad de ser salvados y de llegar a ser hijos de Dios, algo a lo que vale
la pena entregarnos nosotros mismos por completo; tomar a Dios, y no al
"objetivo contentamiento", como medida de nuestra vida, que
tiene un comienzo, pero que es eterna. Si Jesucristo nos ha redimido de la
muerte, cada muerte cotidiana, cada fatiga, cada sufrimiento, están redimidos.
No es que nosotros, los
cristianos, busquemos la muerte, ni mucho menos. Yo, personalmente, intento
salir por piernas, me escaqueo, me meto bajo el sofá o me vuelvo para otro
lado. Pero cuando toca no es el final, porque el final no está aquí.
Está claro, por consiguiente,
que también el sufrimiento tiene un significado (también debe tener un
recóndito significado la celulitis, sólo que en este momento se me escapa: si
fuera para enseñarnos que somos mortales y estamos destinados a volver al
polvo, no sería necesaria, bastaría con las arrugas y la caída del pelo y todas
las calamidades naturales que nos afligen). El sufrimiento, el de verdad, nos
obliga a hacer memoria, a recordar por qué existimos y adónde vamos. Si no se
va a ninguna parte, porque no hay ninguna otra parte que no sea el aquí
y el ahora (y qué difícil es moverse en el mundo sin un mapa), entonces
"no contrariar" se convierte en el primer mandamiento del progenitor.
El segundo, "contrariar muy poco y sólo cuando sea estrictamente
necesario". Y esto desemboca en que los antiguos niños nos vemos obligados
a constatar, entre estúpidos e incrédulos, que la vida es sorprendentemente
difícil y complicada, aunque llena de sentido porque se dirige hacia la vida
eterna. Yo, por ejemplo, que soy hija de una educación de un tipo completamente
diferente, cuando llegué a ser madre aprendí atónita lo impracticable que podía
llegar a ser la vida cotidiana incluso a nivel de principiante, o sea, con
coeficiente de dificultad uno: es decir, sin tener cruces de verdad, incluso
cuando todo va bien. ¿Quién no conoce, por ejemplo, el axioma de la comunidad
de vecinos.^ (Representando el tiempo en el eje de abscisas y en el de
ordenadas el punto de cocción de la papilla y el nivel de llenado de la bañera
del bebé más pequeño, la vecina tocará el timbre para darnos la notificación de
la reunión de la comunidad de vecinos en el punto exacto en que se corten las
dos curvas correspondientes, a fin de que mientras vuelves de informarte por
milésima vez de quién está en contra de embaldosar la terraza, la bañera pueda
desbordarse y la papilla carbonizarse.) Todo el mundo sabe que hay otras muchas
leyes físicas que deleitan nuestra vida aun cuando no tengamos problemas
serios, como la regla de la batería descargada, el asunto de la bolsa de la
compra ecológica que se biodegrada de pronto en el centro exacto del paso de
peatones y la implacable ley de la fiebre del viernes por la noche, dieciséis
minutos después del cierre de la consulta de la pediatra.
La obediencia a nuestra
realidad, aun cuando sea difícil y trabajosa, nos guarda, nos sostiene, nos
impide equivocarnos de camino (¿habéis probado a usar a Santa Teresita como
navegador en el coche?; no funciona, pero así se reza un montón y, por eso,
cuando al final se llega al destino, se llega de muy buen humor). Todos
nosotros, sea cual sea nuestra vocación, tenemos a alguien a quien obedecer
(si, por un caso, nos creyéramos los dueños del mundo, como muy poco,
deberíamos rendir cuentas directamente a Dios, aunque fuera sólo por motivos de
antigüedad).
La primera obediencia se
aprende en casa. De niños, obedecemos al padre, después descubrimos quién es el
verdadero Padre, cuya nostalgia nos provoca el padre de la tierra.
La línea educativa que domina
actualmente parece ser, por el contrario, alérgica al concepto de obediencia:
"Los niños son como los adultos, sólo que más pequeños: no los obliguéis,
no les pongáis obstáculos". En mi casa, los niños no son, para nada, como
los adultos. Por lo pronto, son más, y además, concretamente, de otro tipo.
Supongamos que tenemos que coger el coche y salir de viaje. Un adulto solo
decide adónde ir, coge el coche, en el supuesto de que se acuerde de dónde lo
aparcó, y se va. Vale, bueno, vuelve a buscar las gafas de sol (que llevaba
puestas) y, finalmente, se va. Con los niños es otra cosa. Por lo pronto, hay
un largo y minucioso examen del sitio al que se va. Una vez al mes, el destino
entusiasma a los cuatro, pero la mayor parte de las veces hay alguno que no
tiene ganas, y practica el obstruccionismo pasivo: tiene graves emergencias
fisiológicas, quiere encontrar el libro que tanto le gusta (está sepultado bajo
tres kilos de fichas de dominó), tiene sed, se ha puesto el zapato derecho en
el pie izquierdo, necesita ponerse una tirita, ha perdido cuatro botones de la
camisa, probablemente porque la ha usado para atar a un hermano a una silla y
obligarlo así a revelar quién mató al viejo Frank el Cojo en Cuba en 1962. Y,
mientras la madre — que sabe que hay un nivel del que no se puede bajar en
público, si se quiere mantener un rating decente en Standard and
Poor's, al menos una simple A — cambia la camisa, los hijos, los que sí
estaban contentos por salir, se lanzan fuera de casa, y la anciana progenitora
se arriesga a sufrir un infarto de pensar que salgan a la calzada.23
Llegados al coche, empieza la extenuante lucha por los sitios: quién va
delante, tú eres muy baja y ahí está el airbag, mamá, me ha dicho baja, yo
entonces voy en la segunda fila, yo elijo la música, pero es que yo quiero las
canciones de Barbie, yo las de Pearl Jam. Un guionista de Disney encontraría
con seguridad una moral edificante en todo esto — algo, por ejemplo, del estilo
de prepararse para la lucha por la vida—, pero a mí, en general, mientras en mi
corazón quisiera pronunciar una convincente plática sobre la necesidad de
amarse los unos a los otros, sólo me salen cobardes amenazas y alusiones a cierto
regalo que podría no llegar jamás. No sé cómo, al final acabo gritando, y se
restablece el orden.
Los que dicen "No les
pongáis obstáculos" me dejan perpleja, yo ciertamente los obstaculizo,
arranco páginas de deberes mal hechos y hago que los repitan. Si un dibujo da
asco porque está hecho con indolencia, lo reconozco y estoy dispuesta a
defenderme de la denuncia del teléfono azul, digo que no vale gran cosa.24
No disimulo dando grititos de entusiasmo. Creo haber engendrado en mis hijos un
sano realismo; espero que no demasiado. Una vez, Bernardo volvió de la escuela
con una medalla, diciendo que se la habían dado porque sobraba (y efectivamente
era así).
Me queda por averiguar si es
cierto que hay tantos padres que creen realmente que los niños son pequeños
adultos y que hay que dejarlos libres o si, más bien, lo que tienen no será
pereza. En otro tiempo, la disciplina tenía que ver con el temor, pero ahora ya
no hay ningún niño que tema seriamente a un padre y, por eso, controlarlo es
algo más laborioso. Se deja que hagan ellos para ahorrar energías nosotros,
pero si las ahorramos nosotros, también lo harán ellos. Y, palabra de honor,
los niños necesitan de todo salvo una invitación a ahorrar energías: Bernardo
me expresó su deseo de jubilarse ya al acabar el primer año de escuela
maternal, aunque después aceptó proseguir la carrera escolar ("Pero, ¿te
gusta ir a la guardería?". "Digamos que me dejo arrastrar"),
mientras que, de Lavinia, también llamada Brandina por su legendaria disposición
a tumbarse siempre que sea posible, ni siquiera hablaremos.25
La tomo con mi pobre amigo
porque al que le toca imponerle las reglas al niño es, sobre todo, al padre, en
tanto que la madre consuela, abraza y acoge. No obstante, tengo que reconocer
que Daniele goza de una selecta y numerosa compañía. Se mire hacia donde se
mire se pueden ver padres maternos y cariñosos que no tienen el valor (o las
ganas o las fuerzas o la consciencia) de corregir y progenitores mutuamente
intercambiables, y puede que la menor presencia en casa de la madre haya
contribuido a la difusión de ese fenómeno. Ciertamente, la feminización de la
figura paterna es una tendencia tan a la moda, se ha convertido en un dogma
tal, que las maestras de maternal, en las reuniones, catequizan y les gritan a
los padres que no cambian los pañales, si es que queda alguno. Pero no hay
nadie que le grite a un hombre por no hacer de padre, por no mantener la
disciplina o no saber decir a su hijo para qué está en el mundo, por no darle
sentido, tampoco al dolor, por no remitirlo al Padre celeste, autor del sentido
de todo.
Así pues, me gustaría
regalarle a Daniele los ojos de hielo de Lee Marvin, que, en Los doce del
patíbulo, consigue domar a doce soldados americanos detenidos en prisiones
militares: los peores hijos de su madre que se podían poner en circulación. Con
puño de hierro, los mete en vereda y, lo que es más importante, los conduce a
la victoria final: llevan a cabo una misión imposible y aprenden a sacrificarse
por el grupo. Como premio, podrán decirle adiós a la cárcel. Para eso, es
necesario un padre con su disciplina: para escapar de nuestra esclavitud, para
ser, por fin, hombres libres.
Querido Daniele: Si quieres a tu hijo de verdad, aprende a
decirle que no. Ánimo, prueba una vez y verás que después del capricho estará
más tranquilo y sereno. Y cada vez será menos difícil. Sabrá que tiene un padre
y eso calmará sus miedos.
No seas cobarde y no dejes esa tarea para la madre, y eso que
ella al menos de vez en cuando lo intenta. Al principio será trabajoso, tan
impensable para ti como regalar tu colección de cromos de Panini de 1979 hasta
hoy, pero ya verás cómo lo puedes hacer.
P.S.: Y, te lo ruego, basta ya de comida biológica. Cuando tu
hijo vino a mi casa, se atiborró de porquerías, parecía que llevaba sin comer
seis meses. Abajo el tofu.
El problema del amor es que muchos lo confunden con la gastritis, o El amor no es sólo una emoción
SI hay algo que me hace sentirme mal, aparte de ver un escorpión, es
cuando, en mi diligente actividad de predicadora no solicitada, me doy cuenta
de que he herido a alguien, sobre todo a alguna, dado que las destinatarias de
mis llamadas de teléfono persecutorias erizadas de opiniones espontáneas son
casi siempre mujeres (a un hombre que tenga problemas puedes darle como máximo
una viril palmada en la espalda o invitarlo a una cerveza, porque hablar lo
único que hará es empeorar la situación). Y me pasa que hiero a algunas, lo sé,
porque siempre voy un poco pasada de vueltas, soy delicada como un camión
articulado entrando en una callejuela medieval. Cuando hablo siento la urgencia
de beneficiar al mundo con mi verbo, y de hacerlo rápidamente, en lugar de
activar la prudente modalidad "antes de hablar, piensa, y antes de pensar,
reza". Hace falta demasiado tiempo, y yo siempre ando con prisa, porque
cuando una está salvando el mundo nunca tiene bastante tiempo.
Y por eso debe haberme pasado
lo de haber sido tan tajante, haber juzgado poco misericordiosamente, haber
propuesto objetivos demasiado altos y haber olvidado decir lo dificultoso que
resulta para todos y, por tanto, también para mí, vivir coherentemente. Será la
educación prusiana, será el carácter de coronel heredado de mi abuelo (su
consigna era "con pared o sin pared, tres pasos al frente"), será la
deferencia al principio anglosajón del never complain (aunque yo always
explain,26 incluso demasiado) o, mejor, al franciscano de la
perfecta alegría, pero no me gusta hablar de las dificultades ni del
abatimiento ni de la duda ni del deseo de apoyar el cráneo y que me engulla un
sueño voluptuoso y sin ensoñaciones, que de cuando en cuando también me atrapa
a mí.
Lo sé, a veces parece que me
estuviera preparando para un casting de Miss Brightside (no me
escogerían nunca, tengo los dientes torcidos y no puedo sonreír ante la
cámara), pero sé que las vidas de todo el mundo son trabajosas y están llenas
de dudas.27 Cuando le pregunté a mi amiga-icono de mujeritis y
mamitis, esposa ejemplar y progenitora de siete hijos además de arquitecto, que
cuándo había llegado a estar segura de que él era exactamente el hombre
adecuado, me respondió: "Nunca". Nunca ha estado segura de que fuera
el hombre adecuado, ni siquiera después de haber tenido esa caterva de niños,
ni siquiera después de veinticinco años de vida felicísima, al menos vista
desde fuera. Con menos razón aún lo ha estado en esos momentos de crisis que,
justamente para aclarar las cosas, nos alcanzan a todos. Entre otras cosas,
porque el amor tiene algo de magmático, nada de firme y de completo. Además,
porque, sencillamente, la persona adecuada no existe. Lo queremos creer porque
nos hace la ilusión de la varita mágica, de la solución inmediata y gratuita,
que no cuesta trabajo (ilusión en la que creo firmemente y a la que debo mi
amplio armarito de cremas en el baño). Es verdad que hay una persona con la
cual las cosas pueden ir bien, pero después siempre hay una decisión libre y
una elección de la voluntad. Dios, que no tiene absolutamente nada de sádico,
no está en la ventana para ver si, por un acaso, acertamos. Y tú te podrás
equivocar, pero Dios no, y una vez que ha bendecido esa unión él sabrá qué
hacer con ella.
Las cosas son así, según creo,
para la mayoría: nuestras historias empiezan siempre en la fragilidad, quizás
nacen también lisiadas y sin mucho sentido, y después, con los años, se van
curando poco a poco. Y después también llega, invariablemente, el momento en
que, como en las bodas de Caná, se acaba el vino y, sólo si entre los invitados
está Jesucristo, puede llegar un vino nuevo que haga que la fiesta recomience
(George Clooney raramente llama al timbre, y tú raramente tienes la oportunidad
de decirle no Martini no party; a mí, por lo menos, nunca me ha pasado,
pero también he de decir que puede que no lo haya oído porque estuviera
cantando Roadhouse blues a grito pelado con las niñas).28
Por consiguiente, Gabriella,
sé que él se adormila en el sofá cuando tú quieres hablarle de lo mal que va
vuestra relación. Sé que has trabajado como un burro toda la mañana, que en el
trabajo has limado asperezas y parado golpes, que te han hecho comentarios para
los que se te han ocurrido, a las tres horas, algunas respuestas fulminantes,
que has acallado caprichos y trifulcas en casa, que has conquistado un puesto
para llegar a la caja milagrosamente en la fila que iba más rápido, y que
después te has acordado de que no habías cogido la harina, que era el motivo
por el que habías salido, que te has dado la vuelta y ya te has ganado el
retraso correspondiente, y que has llegado a casa a pie con la extraña sensación
de que te faltaba algo, Y que ese algo era el coche aparcado en doble fila
delante del supermercado, y que te ha costado decidir si ibas a aparcarlo o
dejabas que se lo llevara la grúa para poder cocer la pasta, y que, al final,
no sabes cómo, has vuelto en autobús y te las has arreglado para poner algo en
la mesa, pero que todavía te falta corregir los deberes de los tres mayores y
regar los bulbos del experimento de la guardería y tomarte los fermentos
lácteos para la digestión, digestión que tú sabrías muy bien cómo regularte,
bastaría con sentarte a comer de vez en cuando, pero no puedes, y que también
le has preguntado al médico si podía recetarte alguna sustancia ilegal, porque
los posibles perjuicios para la salud no te importan nada, pues de todas
formas, si continúas así, morirás en breve. Sé todas esas cosas porque me
recuerdan algo, y sé que, llegado cierto punto, querrías tener un hombro sobre
el que llorar, porque en el trabajo tienes el mismo carisma que un contenedor
para recogida de basura diferenciada, y con los hijos te parece que no
consigues enseñarles nada, y la casa se cae a pedazos (no tienes que seguir
comprando «AD»,29 lo único que hace es acomplejarte), pero te
olvidas de que un marido no es un punto de apoyo, no es un sostén, no es un
cojín, no es ni siquiera un amigo, y tampoco un padre. No puedes desahogarte
con él por una larguísima serie de motivos: por lo pronto, porque de cualquier
modo su respuesta te herirá. En mitad de tu desahogo te dirá cosas como ésta:
"¿De verdad que has dejado el coche en doble fila?", o también:
"¡Pero a quién le importan un pepino los bulbos de la guardería!"
(mientras que tú tienes terror a desatender al pequeño, y estás segura de que
las madres que son buenas amas de casa han comprado un jacinto ya florecido
sólo para que tú te sientas culpable, que eres una madre demasiado multi y
"poco tareas). Cosas que también sería muy sensato decir, pero lo que
tú querrías es sólo que él te escuchara sin interrumpirte, que te escuchara
totalmente concentrado, que te mirara sin pestañear, y si hay que exagerar que
te hiciera preguntas tales como: "¿Y tú cómo te sentiste en ese
momento?" (ciencia-ficción), y después mostrara su estupor por todas las
cosas que has hecho, y que te dijera hasta qué punto eres insuperablemente,
exageradamente, hiperbólicamente, la mejor mujer del planeta. Olvídate. No
sería tu marido. (De todos modos, en el caso improbable de que algún marido
esté leyendo esto, que sepa que lo que nosotras queremos es exactamente eso y
que, entre otras cosas, sentimos celos de todas las demás mujeres con las que
podríamos entrar en competencia, y que sepa que debería evitar hablar de ellas
demasiado bien, si es posible, a menos que compitan en una categoría distinta:
alabar a la campeona mundial de canoa sí está permitido, e incluso a una
bordadora por hacer bien el encaje de bolillos.)
Por otra parte, un hombre,
como es notorio, afronta un solo problema cada vez, y cuando lo afronta lo
quiere resolver de un modo práctico. Por ejemplo, te dará el número de las
entregas a domicilio para la compra que, mientras tú hablabas, él ha encontrado
en el móvil, y probablemente te echará también una reprimenda muy razonable
porque debiste comprar la harina para hacer un dulce casero, puesto que tú
haces competiciones de mamitis y no quieres ir a la fiesta del catecismo con
algo comprado (que sepas que, de todas formas, yo soy una degenerada, y en esos
casos me presento con un paquete gigante de chicle de sandía, ganándome así el
desprecio de las mujeres adultas, pero la admiración eterna de todas las que
están por debajo de diez años). O te sugerirá otros modos prácticos e
inteligentes, y casi todos acertados, para disminuir la cantidad de tareas que
tienes que hacer, pero tú no quieres suprimir ninguna porque eres
perfeccionista y centralizadora y quieres tenerlo todo bajo control (aunque
luego te quejes).
Finalmente, hay que decir que
los hombres rechazan la palabra como instrumento de resolución o disección de
los problemas. Nunca afrontarán nuestras maratones de autoconciencia si no es
bajo la amenaza de un arma de fuego, y si lo hicieran, obligados, se les
formaría en medio de la frente una arruga de sufrimiento sólo comparable a la
que les sale cuando hablan de la tristemente célebre final del Campeonato de Europa
de fútbol perdida en la tanda de penaltis en la noche de los tiempos.30
Instrucciones de uso: llama a
una amiga que te quiera y que tenga paciencia, y desahógate. Una vez
desahogada, razona con frialdad sobre las cosas, mira a ver si realmente hay un
problema que resolver o es sólo cansancio. Usa la fantasía, la creatividad,
invéntate salidas, atrévete, lánzate, pide días libres, abandona alguno de los
frentes, pide ayuda. Apenas puedas, ponte a rezar. Sería mejor hacerlo lo
primero de todo, antes de telefonear, antes de pensar, antes de hablar, pero se
sabe que una multimadre pluriempleada no reza cuando hay necesidad, sino cuando
puede. Mi oración favorita, en estos casos, es el rosario: la repetitividad
calma la mente embotada y atareada y, además, la Virgen es tu madre, y nadie
como ella puede llevarle al Padre tus peticiones (lo mismo que en nuestra casa
yo soy el abogado de los niños, y le presento sus peticiones a su padre), y es
también una mujer, y hay cosas que se discuten mucho más fácilmente de mujer a
mujer.
Ahora bien, estáte dispuesta a
acoger la ayuda que tu marido pueda darte: te puede ayudar a resolver un
problema, hablando, razonando sobre algo concreto, viendo de una vez por todas
si podéis permitiros que pidas el trabajo a tiempo parcial o es mejor contratar
a una persona que te ayude en casa. Te puede abrazar y hacer que eches una
cabezadita bajo su axila sin hablar. Puedes pedirle algo muy concreto, preciso,
claro, por ejemplo, que vaya a recoger al mayor del baloncesto dos veces a la
semana. Permítele que sea lo que sabe ser, y no todo lo que a ti te hace falta,
porque lo que a ti te hace falta es demasiado.
En nosotras, en cada mujer,
hay un torbellino imposible de colmar, una necesidad espasmódica de ser amada,
que con toda seguridad la mujer experimenta más que el hombre. Esta necesidad
misteriosa y nunca satisfecha plenamente es signo de su debilidad, de su
fragilidad. No obstante, es también su riqueza, porque la expectación significa
mayor disponibilidad para responder, para decir "Aquí estoy", como
hizo María, modelo nuestro. Una fragilidad que se puede transformar en la
generosa acogida de que podemos ser capaces. Casi todas somos inseguras y poco
felices dentro de nuestros pellejos, incluso las que no dejan que se vea — y
sí, también las amazonas, las mujeres viriles, las que dan órdenes por todos
lados en tu trabajo—, y sólo hay una forma de saciar esta sed: abrirnos a la
mirada de Dios. El único que colma todos los anhelos, el que responde a
nuestros deseos más profundos.
Así que no puedes pretender ni
esperar todo eso de tu marido; además, cuando te decepcione — ¿quién no te iba
a decepcionar, con esas expectativas tan altas?—, encuentra tiempo para pedirle
cuentas a Dios, para decirle en qué te ha fallado y para servirle a él
sirviendo a tu marido. El ajustará todas las cuentas y te restituirá el ciento
por uno, con sobreabundancia, cuando hayas dado algo de más, algo por lo que ni
siquiera te hayan dado las gracias, algo de lo que nadie se haya acordado, y el
que menos tu marido, pero Dios sí.
He visto a mujeres resolver
así las cosas, aun cuando sus maridos las ofendían gravemente, con su ausencia,
con su distanciamiento, con su egoísmo excesivo e incluso con su traición. Con
mayor razón lo puedes hacer tú, que seguramente no tienes nada gravísimo que
reprocharle, mas que esas pequeñas y continuas heridas en tu anhelo nunca
colmado.
Cuando empieces con el diluvio
de las lamentaciones, imagínate que está lloviendo muy fuerte (y cuando quieres
llover, amiga mía, llueves a cántaros). Imagínate que estás en el coche con el
cristal trasero anegado de agua, tanto que no ves nada. Bien, tu marido es como
el limpiaparabrisas que va echando a un lado y a otro tus quejas. Va de un lado
a otro, lo despeja, no parece que haga un trabajo particularmente creativo,
pero sin el limpiaparabrisas tienes que pararte. Tu marido te ofrece soluciones
prácticas, tienes que reconocerlo, y te ayuda muchísimo, pero cuando hay que
decirte basta, te lo dice. No se deja arrastrar del todo por ti, por tus
ataques de pesimismo cósmico. Y cuando realmente está contigo, sin mirar a la
pantalla por detrás de ti, al i-lo-que-sea, al periódico, a la pared que
necesita una mano de pintura, cuando te escucha con todo su ser una media hora,
para ti es como si fuera un mes, te aprovisionas para una temporadita.
A propósito, ¿por qué no le
regalas a tu marido unos limpiaparabrisas nuevos?, porque los de ahora tienen
las escobillas completamente desgastadas. Podrías arriesgarte de vez en cuando
a sorprendernos y comprarle algo que necesite de verdad.
Así le dirías que también él
te resulta indispensable a ti, y tú debes reconocer ante él que, si él no
estuviera, estarías perdida. ¿Tienes presentes a los cartógrafos chinos de
Borges que hacían los mapas a escala 1 a 1? Pues bien, nosotras los hacemos a
escala 1 a 2; la realidad, más todos los detalles.31 Porque nosotras
no sólo estamos contentas de vivir. Hacemos también la telecrónica de la vida y
entonces, en esos mapas el doble de grandes que la realidad, podemos acabar por
perdernos. El hombre, por el contrario, que reduce y simplifica, que usa una
escala 10 a 1, a veces recorta, poda y siega dolorosamente, de maneras que para
nosotras pueden resultar incomprensibles.
Esto no le ocurre en absoluto
solamente a Gabriella: en cada matrimonio feliz que se precie, cansarse y
empezar a dudar, tarde o temprano, de si se ha elegido bien es casi
obligatorio. "Si es posible divorciarse por incompatibilidad de
caracteres", decía Chesterton, "me pregunto cómo no se han divorciado
siempre todos los matrimonios. He conocido muchos matrimonios felices, pero
nunca ninguno compatible. Todo el sentido del matrimonio está en la lucha y en
la superación del instante en el que la incompatibilidad se hace evidente.
Porque un hombre y una mujer, como tales, son incompatibles".
Mi padre espiritual, profundo
conocedor del corazón humano, afirma que el equívoco entre hombre y mujer nace
de la creencia ilusoria de que unos y otras hablamos una misma lengua, pero
sólo formalmente es así. En realidad, nuestras lenguas son muy distintas y la
confusión procede del hecho de que parecen semejantes, como pasa, por ejemplo,
con el español y el italiano: añades las eses finales, alargas un poco las
palabras y, de alguna forma, te esfuerzas y, al menos lo fundamental, lo
entiendes (encantada, ¿estás casado?, ¿cuántos hijos te gustaría tener?; sólo
la información básica). En cambio, la diferencia entre la lengua masculina y la
femenina es como la que hay entre el italiano y el cantonés, un idioma
complicadísimo porque el tono de la palabra determina también su significado.
Está claro que, en esta comparación, el cantonés es obviamente la lengua de las
féminas. El femeninés es totalmente intraducible. Un hombre no podrá comprender
nunca realmente a una mujer, sólo podrá aprendérsela.
Esto es así para las más
profundas necesidades, y en ese terreno no entenderse es a veces fuente
de mucho dolor, pero también para las pequeñas inseguridades: durante la
conversación, un hombre nunca se podrá relajar completamente. Todo lo que diga
podrá ser usado en su contra, y será interpretado ciertamente según el
humor de la destinataria. Habrá días en los que un inocente "¡Qué bien te
has maquillado!" será traducido por "¿Quieres decir que sin maquillar
estoy hecha una pena?".
Mi marido, por ejemplo, lo
sabe, y cuando le pregunto "¿Cómo estoy?", nunca se vuelve a mirarme.
Ahorra energías. Pone el piloto automático y dice algo genérico sobre mi
extraordinaria delgadez. No importa si hace poco que he dado a luz y todo el
mundo me sigue dando la enhorabuena por el embarazo porque el barrigón sigue
tal cual; no importa que en la cabeza lleve una especie de mocho de fregona
porque me doy un "cortecito" de pelo yo sola. De todas formas, estoy
totalmente dispuesta a creerme lo que me dice, la verdad no me interesa para
nada.
No obstante, hay veces que se
distrae — le pasa con bastante facilidad — y me responde sinceramente. Cosas
terribles como "No estás mal, sólo un poco blancuzca" o "Esos
vaqueros no te quedan bien". Pero sé que sólo se trata del problema de la
incapacidad para la falsedad del que adolecen los varones, que no consiguen
fácilmente decir esas medias mentiras que hacen tan interesante nuestra vida
social más o menos a partir del segundo año de escuela maternal, cuando nos
sentimos obligadas a decirle a la amiguita, sólo para conquistarla, lo bonita
que es su vulgar camiseta. No hablemos de la espesa trama que puede urdir la
líder de la clase en los cursos de secundaria. Yo, a decir verdad, el otro día,
delante de la escuela maternal, invité a las niñas a resolver virilmente las
controversias: como es notorio, los varones se dan cuatro patadas y dos
empujones y después, mientras se levantan del suelo sacudiéndose el polvo de la
camiseta, ya se están poniendo de acuerdo para verse por la tarde. Nada de
psicodramas y nada de crisis histéricas. Para que conste, las otras madres no
captaron las simpáticas consecuencias prácticas de mi consejo (¡unas niñas,
liarse a tortas!). Las niñas pequeñas y después la muchachas, las chicas y,
finalmente, las mujeres son capaces de perfidias y astucias y malicias y
falsedades con las que complican inútilmente sus vidas, y muchas otras.
Por eso, cuando le digo a mi
ejemplar masculino "¡Qué difícil es entenderse!", y va y me responde
"¿Qué es lo que no has entendido exactamente?", ya no me preocupo.
Será porque hace un montón de años que estoy obligada a ver documentales de
historia, o sea, quiero decir, que estoy casada. Por otra parte, no sé
exactamente cuánto esfuerzo hace mi marido para traducir del cantonés desde la
mañana a la noche; pienso que, sabiamente, ha renunciado a entenderme, pero que
ha aprendido a tratar conmigo.
Varones y hembras hablan de
modos distintos porque tienen que llegar a ser padres y madres, también aquellos
que no engendren biológicamente. Todos los hombres y las mujeres maduros dan la
vida por alguien.
El lenguaje femenino sirve
para ir adaptando a la mujer a ser madre: la mujer está programada para los
niños, incluidos los muy pequeños, y por eso es emotiva, analógica, simbólica e
intuitiva. Tiene una especie de radar interno eficacísimo, que no puede dejar
de usar, es demasiado constitutivo y estructural de su talento peculiar. De
hecho, las que niegan su propia emotividad, como sucede a menudo con las que
llegan al poder, se convierten en excesivamente duras, porque niegan su
naturaleza más profunda.
El hombre, por el contrario,
está desprovisto de dicho radar y, a veces, para hacer que comprenda las cosas
hay que servirse de dibujos. O incluso de carteles explicativos. Como
compensación, no da rodeos, con frecuencia va directo al objetivo.
A este propósito, tengo que
hacer una invocación urgente y cordial a mi colega Valentina y a casi todas mis
amigas: muchachas, al hombre no hay que interpretarlo. Dice lo que quiere
decir, exactamente, ni una sílaba de más ni una de menos. Si intentáis
interpretarlo, lo ofenderéis, le provocaréis un terrible malestar, lo
irritaréis. "Estoy aprendiendo a conocerte y me gustas" significa
realmente que le gustáis, no significa en modo alguno "Antes de decirte
que me gustas, quiero conocerte mejor" y, por lo tanto, no quiere decir
"Estoy dándole vueltas a si te dejo o no te dejo, tengo que verlo",
ni tampoco significa en absoluto "Te estoy comparando con mi ex, pero
todavía me faltan elementos de juicio" (la escalada pesimista es la única
especialidad olímpica en las que las mujeres sobrepasamos a los hombres). Pero
¿por qué tenemos que ser así de malpensadas? ¿Por qué creemos saber lo que él
quiere decir? Y, al contrario, Roberta, ¿cómo se te ha podido ocurrir, así de
sopetón, que "Quiero estar solo" podría significar "Te quiero
muchísimo"? Léele los labios. Quie-ro es-tar so-lo.
Cuando invité a cenar por
primera vez en casa a mi futuro marido, le pregunté que qué le gustaría comer.
A él no le importaba absolutamente nada la cena (creo que tenía cierta
debilidad por mí, aunque él sigue negándolo; después de quince años y cuatro
hijos todavía prefiere mantener una actitud prudente), así que me pidió una
tortilla, sospechando que no me las arreglaría con algo más complicado.
Obviamente, yo no había cogido un huevo en mi vida, así que llamé a mi madre,
escudriñé libros de cocina, leí las guías del Gambero Rosso y comprendí
que una tortilla se hacía batiendo un huevo (sin cáscara) con un poco de sal32.
Pensé entonces que una tortilla no sería bastante y, puesto que tenía que
aprender, sería mejor aprender una versión de lujo. Mi marido sostiene que le
presenté una cosa inadmisible de cuatro centímetros de altura y llena de
verduras medio crudas. De esta forma inauguré mi brillante carrera de
intérprete, casi siempre falaz, de mi marido.
Intentar adivinar los deseos
de un hombre es una empresa condenada al fracaso casi con seguridad. No hay que
adivinar, hay que saber. Preguntar. Informarse. Saber qué tipo de ordenador
quiere, someter a un tercer grado al colega freaky empollón. Elegir para
él la versión más potente y con más accesorios, la que él nunca se compraría
por sentido de responsabilidad. Hay que tener bien claro que los detalles que
le interesan a él no son los mismos que nos resultan interesantes a nosotras.
(Después de haber escrito un libro entero con la tecla delete rota, mi
marido me obligó a comprarme uno nuevo y me preguntó "¿Cómo lo
quieres?". "Rosa", le dije. No me ha vuelto a preguntar ni una
vez más sobre ese tipo de temas.)
Por el contrario, en caso de
regalo, a la mujer le gusta que sus deseos sean adivinados; ella querría algo
ya pensado, pensadísimo (por más que un Birkin,33 incluso comprado
de repente, se acepte siempre), porque sueña con la armonía, mientras que el
hombre quiere la libertad, modelo elástico, me alejo y vuelvo y me vuelvo a
alejar.
A causa de todas estas
dificultades para comprenderse, pequeñas y grandes, ridículas y trágicas,
llegados a este punto, me gustaría insertar en cada volumen de este libro un
bono para unas vacaciones gratuitas: cada lector debería gozar de una estancia
de tres días en casa de mi amiga Emanuela para aprender de ella, que ha
experimentado dolorosamente lo fatigoso que es encontrarse, incluso cuando uno
está convencido de que la elección que ha hecho es la buena, incluso cuando se
tienen todas las cosas fundamentales en regla, y a veces incluso todas las
opcionales, como un horizonte común, y cuando se comparten las cosas importantes
y hasta el bienestar. Cuenta tú misma lo que me contaste a mí, Emanuela, sobre
las noches en las que te dormías llorando, esperando que él no se diera cuenta,
esperando que comprendiera todos los síes que le habías dicho durante el día y
que te parecía haber arrojado al viento. Cuenta todas las veces que te sentías
herida, y que, después de todos estos años, continúas indefensa ante esas
heridas, aunque las llagas que se reabren de cuando en cuando son cada vez
menos profundas, como cuando una cicatriz está curándose y cada vez que se cae
la costra se forma una más sutil y menos extensa. Dices que ahora ya no duele
como en los primeros años de matrimonio, cuando la desilusión era intolerable
por días, y si aguantaste fue sólo porque se lo habías prometido a Dios. Cuenta
todas las veces que, para hacer que interviniera tu marido en los asuntos de
los hijos cuando ya comenzaban a crecer, le has tenido que implorar, como si
las cosas no fueran con él. Las veces que no ha tenido en cuenta lo que deseabas:
soledad, reposo, sostén, por ejemplo, en aquellos momentos en que te echaron
del trabajo — habías tenido demasiados niños — y a ti te parecía que él no
comprendía lo importante que eso era para ti. Incluso sospechabas que, en el
fondo, le parecía bien, porque, a fin de cuentas, tenerte siempre en casa le
gustaba (como sabes, sobre este tema pensamos de forma diferente: yo, en las
mismas condiciones económicas que vosotros, hubiera dejado el trabajo, pero aun
así tienes razón tú). El hecho es que él nunca se ha dado cuenta de todo esto,
que tú, para él, eres un misterio, una chica adorable — un poco lunática, a
decir verdad, y ciertamente hipersensible — de la que él desea una acogida
total, y en cuyos misteriosos meandros no sabe si tiene muchas ganas de
internarse: como él es el modelo básico del ser humano, es seguro que se
perderá, porque el modelo básico a secas no lleva navegador de serie. No
obstante, tu marido, falto como está de instrumentos sofisticados, a veces
hasta de amortiguadores, quizás incluso de dirección asistida, se porta de
forma algo brusca y desorientada, mete la pata y ni siquiera se da cuenta, pero
ahí está. Te es fiel, te quiere mucho, está dedicado a ti y a tus hijos, se
hace cargo de vosotros lo mejor que puede y, reconozcámoslo, también hay días
en los que a él le gustaría una mujer sabia y equilibrada y, en lugar de eso,
tú te comportas como una niña de cinco años, pero sólo porque te esfuerzas,
porque la edad media de la mujer — según mi padre espiritual — es, por lo
común, de tres años, en cuanto a fragilidad y a sensibilidad. Un hombre debería
estar siempre dispuesto a cogerla en brazos, aun cuando haya discutido con el
jefe, aun cuando esté cansado y ya no le quede nada para nadie.
Llegados a este punto, debo
decir qué es lo más importante, lo más impresionante, lo más explosivo que he
aprendido sobre el amor, algo que me gustaría tatuarme en el dorso de las manos
para obligarme a leerlo cientos de veces al día, e intentar ver si consigo
asimilarlo: el amor verdadero es preterintencional.34 El amor
verdadero aparece, y se sostiene, con la superación de una desilusión
recíproca, al comprender que no existe una unión armónica, fácil y espontánea.
No fuera del periodo de la conquista y de la seducción. No tras el contacto con
la realidad, con el cansancio, con las papillas, las hipotecas, los hijos
adolescentes, las arrugas y las pequeñas idiosincrasias.
Sin embargo, cuando tú pones
todo de tu parte para estar guapa y él para ser noble, aceptando casi la muerte
del amor tal como la mayoría de la gente lo entiende, al menos aquí en
Occidente — mariposas en el estómago y sonido de violines, taquicardias y
reciprocidad fácil e inmediata—, cuando pones una cruz sobre todo eso y aceptas
morir a todo lo que deseabas, o creías que deseabas, a todas tus pretensiones y
proyectos, y morir cada día, tener esa herida siempre abierta, trabajar en
todos tus defectos — la mujer en la voluntad de dominio, el hombre en el
egoísmo — sin esperar que nadie lo reconozca, entonces, casi como por casualidad,
en un encuentro entre dos que deciden hacer ambos este trabajo extenuante — y
con frecuencia la decisión no es simultánea—, entonces se puede amar también
más allá de las propias intenciones. Así se llegan a encontrar dos personas que
están intentando ser bellas y nobles y que han renunciado a dominar la una a la
otra, a prevalecer, a adoptar tácticas. Dos personas, en fin, que ni siquiera
se rinden una totalmente a la otra, a su parte de mal, que no secundan esa
parte, como cuando Erec, en el relato de Chrétien de Troyes, gana para sí a la
princesa Enide venciendo en un torneo y, para complacerla, renuncia a la vida
caballeresca para poder gozar de su amor sin interrupción, y ella, unos años
más tarde, le dice: "Era mejor cuando no me hacías caso", porque, si
él pierde su nobleza, ella acaba por destruirlo.35
Este tipo de amor,
preterintencional, es de una grandeza que no tiene nada de romántico, no es un
ardor exaltado, sino — como dice Denis de Rougemont — la locura más sobria y
cotidiana, es decir, una paciente y tierna aplicación de la fidelidad, una
fidelidad que se observa porque uno se ha comprometido y porque, con el
inconformismo más profundo, no cree en el poder revelador de la espontaneidad,
de la inmediatez y de la multiplicidad de las experiencias.36 Una
fidelidad que fundamenta y construye a la persona, persona que es una obra real
y propia. Una obra que se fundamenta ante todo en la fidelidad a alguien que,
en el caso del matrimonio, es una vida que se ha aliado con la mía,
milagrosamente, para toda la vida.
Es un trabajo heroico y
apasionante que, sin embargo, y hay que admitirlo así, tiene una pésima prensa.
Es decir, aunque sea una empresa audaz y heroica, el matrimonio siempre aparece
mezclado con cierto olorcillo a frito y a despensa rancia.
La fidelidad a una obra que me
trasciende puede hacer nuevas todas las cosas, también lo puede hacer en
aquellos dos que se casaron siendo unos niños mimados e irresponsables sólo
para hacer una bonita fiesta y darle un nuevo impulso a una relación vieja y
cansada, también lo puede hacer con los que se han consumido en un noviazgo en
el que han quemado toda la pasión sin dejar nada, con esos dos que han
convivido y han hecho cálculos contables para decidir cuándo era el momento de
contentar a mamá y a papá, con ese matrimonio nacido de una carambola y que
parecía apoyarse en algo insignificante, sólo porque llegaba un niño, y además
con esos matrimonios en los que él es cada vez más egoísta y ella cada vez más
dominadora, lo puede hacer con mi amiga quejumbrosa y peñazo, y con el marido
que se escaquea en cuanto puede, con aquella otra que cometió una traición y
que, después, al final, volvió a casa, con aquella que abortó y no consigue
perdonarse pero que no quiere reconocerlo, y también con aquella otra,
dominadora tentacular, y con ese que parece una nenaza que va detrás de ella
como un perrito, y con aquellos dos padres completamente esclavos del horrible
niño de tres añitos ya debilitado por el exceso de chucherías.
Sea cual sea el error, o
incluso el horror, que un hombre y una mujer lleven sobre sus hombros, el
momento es siempre oportuno, siempre es ahí donde se juega la eternidad, y
siempre es en ese instante cuando la gracia puede hacer nuevas todas las cosas.
Querido marido: Hoy me gustaría que te quitaras la alianza. No,
no exultes, sé muy bien que desde hace tiempo intentas deshacerte de ella, con
la excusa de que se te hinchan las manos. De hecho, ahora me acuerdo de que la
tarde de nuestra boda dijiste que aquel anillo te molestaba un poco.
Obviamente, el asunto es innegociable. Tienes que llevar la alianza. Para
nosotras, las mujeres, es la primera información sensible cuando catalogamos a
un hombre. Me gustaría que te la quitases, para así poder regalártela de nuevo,
y dar un salto hacia delante. Yo me esforzaré en estar para ti lo más guapa que
pueda, y pasaremos al nivel siguiente del amor.
Con amor, tu mujer.
¿Somos tatas o sargentos?, o Si lo quieres, déjalo hacer de hombre y cesa de darle órdenes
¿DE qué mutación genética proviene mi amigo Paolo? No sé si es que
sufriría algún trauma infantil (es cierto, perder un título de liga por un
punto a los doce años, y no volver a acercarse jamás ni siquiera de refilón el
resto de tu vida debe marcar a uno indeleblemente), o si su vocación al
martirio es espontánea (¿por qué, si no, ver todos los sermones de Saviano en
la tele, completos, sin que nadie te mantenga los ojos abiertos con el
artilugio que le ponen a Alex en La naranja mecánica), o si
sencillamente está muy adoctrinado por la televisión, y por la ideología única.37
No sé si está tan condicionado como para ni siquiera plantearse el problema,
pero yo, por mi parte, cuando lo veo probar la salsa con aire entendido,
recoger los platos después de la cena, levantarse de la mesa a enjuagar el
chupe que se ha caído al suelo y consolar al pequeño que se ha dado un cabezazo
— siempre él, todo él, sólo él—, experimento un sentimiento de piedad mezclado
con rabia. Porque aquí hemos llegado mucho más allá de la paridad, estamos en
el abuso de poder.
Giorgia, su compañera — no sé
cómo llamar a la madre de sus dos hijos—, considera como una cuestión de honor
cargarlo con la mayor cantidad posible de deberes y responsabilidades. Le
parece una conquista de la civilización, un sello de la actual emancipación de
la mujer y, aunque ella también se obliga a hacer muchísimas cosas, hace inútil
su generosidad al insistir en que él haga lo mismo.
Este principio-guía la ciega
de tal forma que ha dejado de preguntarse qué hacer para amar a su hombre, para
contentarlo (un práctico papel de tornasol, más eficaz que muchas teorías, es
preguntarse: ¿qué le gusta?, ¿qué le hace sentirse bien?; es un error buscar
muchos manuales sobre estrategias de pareja...), para hacer que se sienta valorado.
Creo que este pensamiento no ha llegado a rozar su mente jamás. A pesar de
todo, estoy segura de que realmente lo quiere mucho. De que hace lo mejor que
sabe por su relación, de que quiere que dure. Sólo que más que una relación es
una lucha, la lucha con Paolo — como en Durmiendo con su enemigo —.38
y ella combate en esta guerra con las armas de un sentido de la paridad mal
entendido. Se ha nombrado a sí misma Ministra — con cartera — para la Igualdad
de Oportunidades, y parece medir la fidelidad y el amor de Paolo por los
kilómetros que hace con la aspiradora. Una severa contabilidad del afecto.
Porque, al final, detrás de todas estas reivindicaciones egoístas siempre hay
una gran fragilidad y, en el fondo, una sinuosa y desesperada búsqueda de amor.
Por el amor de Dios, digamos
la verdad, no es que mi amigo haya opuesto una resistencia tenaz a las
imposiciones: cumple las órdenes con diligencia, encaja las broncas sin
inmutarse o, con más frecuencia, los comentarios agrios. Puede que, de algún
modo, le resulte más cómodo que le manden, lo alivia de la responsabilidad de
las decisiones, cosa que lo pone al mismo nivel que muchos de sus
contemporáneos varones. Hacer las tareas de la casa es, según ellos, un buen
precio a pagar por abdicar del papel de guía que, como bien sabemos, es
trabajoso y da miedo.
Los hombres han abandonado la
consigna de la autoridad para adoptar la del cuidado del otro, la de la
disponibilidad en casa, la del servicio. Sin embargo, así han alterado los
equilibrios de la pareja y de la familia: no se puede proporcionar ayuda
fraterna y seguridad viril, no se puede ser a la vez una tata y un general, no
se puede tener el coraje de resistir a un capricho y enjugar también las
lágrimas del caprichoso, no se puede establecer la regia y mediar en su
aplicación concreta, ser el que pone orden en el nido y también el que da el
valor para abandonarlo. No podemos tenerlo todo, un hombre siempre solícito y
también un guía con autoridad moral, una chacha y un rudo protector de la
nidada. Si él dedica todos sus esfuerzos y energías al trabajo doméstico
cotidiano e hinca la cabeza en la almohada apenas se quedan dormidos los niños
no podrá ser también el hombre lúcido y seguro que toma las decisiones, porque
los talentos y las capacidades también han de ser cultivados, dedicándoles
espacio y energías. Asimismo, tomar decisiones es fruto de un ejercicio: yo,
por ejemplo, no tengo ninguna intención de aprender, porque decidir significa
decir no y, por tanto, hacer morir alguna parte de uno mismo, y yo no muero ni
siquiera si me matan, como decía Guareschi.39 No obstante,
desgraciadamente, las elecciones que hacemos, las decisiones que tomamos, son
lo que principalmente nos define. Y si los hombres eligen ahora su parte
solícita y servicial la culpa es de nosotras, de las mujeres.
Puedo creerme perfectamente
que sean los hombres los que hagan todo en casa, un poco menos que lo hagan con
gusto, con la alegría de contemplar un salón brillante, ordenado y armonioso,
quizás con un toque floral y un candelero encendido, a menos que tengan algún
problema psicológico (por decir algo, si te das una vuelta por la casa de un
hombre solo y no tiene comida en descomposición, yo comenzaría a preocuparme).
Los hombres que yo conozco, dejados solos, serían como animales, por tal de no
planchar usarían sábanas de papel como en los hospitales, vivirían a un
milímetro del embrutecimiento (al menos, usando nuestro criterio habitual, que
es como el de Martha Stewart).40
Paolo se afana de forma
realmente voluntariosa, y pone todo de su parte para preparar la comida cuando
no está Giorgia, y no entraremos en sutilezas del tipo de si, mientras deja que
explosione un huevo en el microondas, se pone a lanzar imprecaciones contra los
fabricantes de latas de guisantes porque se ha cortado y ha llenado todo el
suelo de insidiosos vegetales rodantes (pero, siendo un hombre, las palabras
"Maldita sea, la culpa es mía" se le quedan atrancadas en la
epiglotis: se convencerá sinceramente de que el huevo ha decidido sin más tener
una embolia por propia iniciativa y de que la tapa de la lata ha tenido un
momento personal de intemperancia).
Mi amigo puede tener en un
puño a un estudio de cuatro ingenieros, por no hablar de los arquitectos,
categoría que él considera como el eslabón perdido entre el hombre y la nutria
(pero "no es que él sea racista, es que ellos son arquitectos"),
puede ganar concursos de concesión de obras y dirigir grandes proyectos, pero
los dos muchachitos a los que tiene que domesticar lo dejan en estado de postración.
"Filippo, lávate los
dientes".
"Me los he lavado".
“¿Cuándo?”.
“El viernes”.
"¡Pero si hoy es
domingo!".
"¿Es domingo? Maldita
sea, mañana hay colegio".
Éste es el tipo de
conversación a la que un progenitor nunca debe dejarse arrastrar, pero Paolo no
resiste la lógica de un filósofo de siete años ("Me dijiste que me los
lavara, no me dijiste nada de cuándo"). Entretanto, el hermanito ha
aprovechado para eludir la vigilancia y dedicarse a experimentos científicos
sobre la fuerza de gravedad, lanzando el bote de clavitos de plástico desde el
segundo piso de la litera, para ver si el tapón se sale y los clavitos se
desparraman (se sale, sí, y se desparraman, sí, con una deplorable tendencia a
meterse bajo las estanterías fijadas a la pared).
Para aumentar el coeficiente
de dificultad, tenemos el hecho de que a Giorgia le gusta que le ayuden, pero,
con mentalidad característicamente femenina, quiere que las cosas se hagan a su
manera (episodio típico: lavado del pequeño con jabón especial antiinfecciones
de la vía urinaria; suministro de leche tibia en vaso con tetina; narración de
un cuento; consuelo existencial; beso; amortiguación de luces; apagado;
prácticamente un decatlón). Mi marido, por ejemplo, acorta mi ritual de
dormición de casi una hora por hijo reduciéndolo a "Muchachos, es la hora,
buenas noches", y apaga la luz. Un silencio sepulcral desciende sobre sus
habitaciones instantáneamente, y no parecen gravemente traumatizados a la
mañana siguiente. No telefonean a un neuropsiquiatra infantil. No lían sus
cosas en un mantel de cuadros y abandonan la casa. He aprendido que, si él
tiene que hacer las cosas, las debe hacer a su estilo, y no tiene sentido que
yo me entrometa. Nunca se ha visto a un niño atendido en un servicio de
urgencias "por utilización de toalla equivocada" (y, de cualquier
modo, mi experiencia me dice que el concepto altamente especulativo de
"cada toalla en su gancho" es interiorizado por una fémina alrededor
de los tres años de vida, mientras que el varón, a los cuarenta y cinco, sigue poniéndola
a tientas, pero no pierdo la esperanza).
Las cosas o las hace uno solo
o se aceptan como vienen hechas por la otra persona, también porque es
extremadamente sano para los hijos tocar con sus propias manos lo que es un
código paterno, el de la norma, y uno materno, el del deseo. Ser una pareja
significa entrelazar los lenguajes y los mundos y los códigos propios, y hacer
que vivan juntos fecundándose mutuamente. Permitirle ser al otro, y permitirle
hacer las cosas a su modo, sin aprisionarlo, sin refunfuñar y sin sermonearlo,
menos aún delante de los niños.
La importancia que tiene para
ellos ver que la madre aprueba lo que hace el padre es incomparable, aunque
tenga miedo de que sus retoños acaben transformándose en un ala de pollo frita,
de tanto llevarlos al Burger King. Asistir a la enésima escenita les hará
seguramente menos bien que las fibras y las vitaminas invocadas por la
progenitora, aunque después, en sede separada, quizás se pueda razonar y
discutir sobre el número de fritos tolerable antes de llegar a la operación de
hígado. El mensaje es éste: no estoy de acuerdo, pero me fío de ti, de verdad,
y acepto tus propuestas; y cuando hagas tú las cosas, te permito que las hagas
como creas mejor. Y si piensas que ingerir muchos triglicéridos a bajo precio
es más relajante, porque de vez en cuando alivia la economía familiar, la
alegría consiguiente compensa el desequilibrio nutricional.
Al parecer, este escollo, más
que el de la traición, ha hecho naufragar a muchísimos matrimonios: ahora todas
las obligaciones han de ser compartidas, así lo quiere la ideología imperante.
No sólo en lo que se refiere a la educación, sino también en lo relativo a la
gestión de la lavadora. Hubo un tiempo en que cada uno hacía su parte, y
probablemente las ocasiones de fricción no eran tantas ni tan extenuantes.
Había matrimonios que se acababan, ciertamente, pero no creo que se discutiera
sobre el prelavado. Eran tiempos en que los padres ignoraban la ubicación de
las mantas y de la cuna, por no hablar de la consulta del pediatra. (Y, de
todas formas, mi marido, interrogado a quemarropa sobre el sitio donde se
guarda el termómetro en nuestra casa, pediría una pregunta de reserva: se
presentaría voluntario para el destornillador o para los partes de accidente
del seguro.)
Ya que estamos, me gustaría
continuar con este breve paréntesis personal. Mi consorte sostiene que yo
coloco los cacharros en el lavavajillas de una forma absurda, pero ciertamente
no podrá negar el placer visual que proporciona la observación de los vasos
armónicamente colocados en la rejilla según una escala cromática. De hecho, yo
no me rebajo a preocuparme de cosas secundarias como el tiempo — la puntualidad
es algo vulgar, ¿no? — o el pragmatismo. Si la cosa funciona es una
peliculita divertida, pero desde luego el título no es mi consigna.41
De lo que yo toco, no funciona casi nada, pero sé hacer maravillosas guirnaldas
navideñas. ¡No querrá también que después le haga la cena!
Reconozco que un hombre, en
una situación óptima, con todos los ingredientes necesarios, en silencio, con
la puerta cerrada, sin ninguna interferencia, con condiciones meteorológicas
favorables y redoble de tambores, puede preparar una cena buenísima. Lo que de
verdad le resultará imposible, impensable, impracticable, será hacerla mientras
corrige las cuentas, repasa historia y descifra dibujos ("¡Qué bonito! ¿Es
mamá dentro de una tienda de campaña?". "No, es la Sirenita en su
barco". Un padre no conoce la sutil diplomacia que impide desequilibrarse
peligrosamente admirando obras de arte de cincoañeros) y, entretanto, se rasca
y se bebe un vaso de agua, operaciones que requieren una coordinación superior
a la suya. Las cosas una a una, por favor. (Una vez que mi hijo le pidió a mi
marido "¿Me pasas el pan?", él echó un poco de café en el azucarero.
Se había desconcentrado.)
Gestionar la complejidad, no
la que hace falta para levantar un dique ni para desarrollar un proyecto
aeroespacial o descifrar una inscripción antigua, sino la complejidad humana,
es dificilísimo para un hombre. ¿Cómo va a poder acordarse alguna vez de los
nombres de los amiguitos de sus hijos? Si hubiera que aprendérselos, argumenta,
ya les habría hecho antes unas fotos. ¿Cómo va a poder lavarle el pelo a una
niña preocupándose a la vez de que el cuarto de baño no se transforme en el
lago Victoria? (Entre otras cosas, es realmente inexplicable que ninguno de mis
hijos haya resbalado todavía y se haya abierto la cabeza en el escalón de
mármol; no obstante, eso señalaría el momento de dar el libro a la imprenta.)
El hombre puede revelarse Utilísimo en caso de búsqueda de una nueva casa (en
el supuesto de estar ya resignados de partida a la muy conocida regla del
mercado inmobiliario, la llamada regla del day after: el día después de
firmar la escritura él encontrará a mitad de precio la casa de tus sueños),
pero después le resultará muy trabajoso implorar a los albañiles rumanos que se
presenten, a los fontaneros multimillonarios que busquen un hueco en su waiting
list y a los tapiceros daltónicos que acudan menos a sus principios morales
y hagan el sofá como lo quieres tú, aunque a ellos les dé náuseas. Lo que ya le
resultará imposible, después, es ser útil en la fase organizativa de la
mudanza, a no ser que os contentéis con encontraros ya bien tarde desempaquetando
cajas con letreros como PELAPATATAS-CALCETINES-SUPERHÉROES o CHUPES-
FACTURAS-HOMERO, sabiendo bien que lo que hace falta para irse a dormir,
SÁBANAS-PIJAMAS-TENEDORES-PELÍCULAS-BÉLICAS, le será imposible de encontrar,
por definición, hasta después de medianoche.
El hombre no gestiona la
complejidad porque, está claro, piensa las cosas de una en una. Y si,
aprendiendo a usar una nueva app en su teléfono móvil, se da cuenta de
que no funciona, hasta que no haya resuelto el problema, en el mundo sólo habrá
un hombre con su teléfono móvil. Para él, está excluida cualquier otra forma de
pensamiento que lo aleje de la resolución del problema. En el límite, con una
concentración de dimensiones titánicas, podrá acordarse de que tiene que ir al
baño. En el límite. Se puede olvidar de comer con facilidad. Por eso son los
varones los que organizan las cenas de trabajo: así, el hombre de negocios que,
a pesar de todo, es sólo un hombre delante de un filete de ternera prusiana,
firma acuerdos con ligereza, porque en la mesa no está pensando en las
estrategias de marketing, sino que está satisfaciendo sus necesidades básicas.
Apenas es necesario señalar que, por el contrario, en una cena común, las
mujeres acabarán hablando de sus vidas sentimentales: confidencias que de la
boca de un hombre sólo se extraen a cambio de cheques de seis cifras.
Como se encarga de muchas
cosas, Giorgia se lamenta porque nunca tiene tiempo para sí misma, y sobre esta
cuestión podríamos escribir todo un diccionario enciclopédico: desde la a de
"Arreglarse el pelo" hasta la z de "Zapatos nuevos",
actividades complicadísimas en estos últimos trece años hasta el minuto del
último ingreso en la sala de partos. No hablemos de ello ni siquiera, porque si
comienza la competición para ver quién está más cansada no acabamos: es verdad,
mi amiga afirma que el otro día fue a trabajar aunque se había tomado una
jornada libre para descansar, vale, pero yo, por mi parte, puedo decir que, si
me siento a leerle un cuento a alguno de mis hijos, después de dos o tres
minutos se me cierran los ojos y se me pone la voz pastosa, de borracho. Por
eso, leo los cuentos de rodillas y, si es posible, en ayunas.
Mary Poppins. Ése es el regalo
que Giorgia debería hacerle a su marido. Una tata sonriente y maravillosa hasta
el punto de tomar en peso las situaciones resolutivamente cuando sea necesario.
Puede que no tan guapa como Julie Andrews, ni tan adorable como ella, porque
¿qué reina de la casa sobreviviría a los celos con Mary Poppins tras los
talones? Pero, de vez en cuando, hace falta el valor de delegar, de ceder
durante un momento, de ser menos indispensable.
Giorgia, te lo ruego, si
necesitas alejarte de casa, hazlo sin sobrecargar a Paolo. Es una de las reglas
de oro de una esposa: no descansar nunca a expensas del marido. Una de las
reglas más transgredidas, me da el barrunto. Y, además, también puede hacer
falta una niñera cuando se está en casa, simplemente para hacer las cosas de un
modo algo menos trabajoso.
Sin embargo, aunque las
parejas jóvenes no dudan en echar mano en exceso de los abuelos, se resisten
muchísimo a pedir ayuda a una persona externa, a una buena tata que pueda hacer
más fácil la gestión de la casa, evitando tantas reivindicaciones recíprocas.
Si una mujer trabaja, puede
pasarse sin ayuda sólo a costa de esfuerzos sobrehumanos. Es verdad que también
hay casos en que el desembolso económico es imposible, y entonces hay que
echarle coraje. Pero, en muchísimos casos, en casi todos los casos que conozco,
es posible encontrar algunos euros que eliminar, puede que de las vacaciones,
de alguna que otra cena fuera, de algunos bienes superfinos, o incluso ahorrar,
porque por esa justa causa se puede incluso reciclar alguna cosa, no sé: yo
tengo un coche que se encuentra en un estado lastimoso, tarde o temprano algún
limpia me hará una oferta en un semáforo.
Con todo, tengo muchas amigas,
y Giorgia es una de ellas, que, masacradas por el ritmo de sus vidas, para
tener tiempo para ellas se apoyan en los maridos: dejan a los hijos en casa y
salen a descansar. O uno decide pasarse sin descanso, cosa que también es
legítima, o se pide ayuda: buscar el descanso a expensas del marido significa
ir transformándolo en ayudante, criada, niñera y mayordomo. Así se convierte en
un aliado casi fraterno para el cuidado de los hijos, y no en el destinatario
de nuestras atenciones, nuestros cuidados y nuestra dedicación. Una opción — la
del papá niñero — que, según creo, las mujeres de las generaciones precedentes
jamás tomaron en consideración y que, sin embargo, hoy es la predominante.
No abramos aquí la discusión
rompecabezas acerca de la masacre que ha causado la conciliación
familia-trabajo, aunque merecería la pena hacerlo, pero aun así damos por
sentado — puesto que, en muchos casos, el trabajo ya no es una elección, sino,
aun siendo querido, una necesidad — que después del trabajo y de los hijos no
queda para más. Absolutamente para nada. Ni siquiera existe la posibilidad de
darse una ducha, a veces. Y si es natural no quitarle tiempo a los hijos, acaba
siéndolo, en cambio, olvidarse de amar al propio hombre, que es, además, la
primera forma de amar a los hijos.
Cada familia encuentra su
propio ajuste — según el número de hijos, las horas de trabajo y las
condiciones económicas, pero lo fundamental es que los padres no se transformen
en un equipo al servicio exclusivo de los hijos. Si no es posible pagarle a una
persona, ni siquiera una hora de vez en cuando, siempre existe la posibilidad
de echarse una mano entre amigas, entre madres. Hacer turnos y cuidar los hijos
mutuamente (yo vivo en el barrio de San Giovanni en Roma y puedo ofrecer a
vuestros hijos meriendas basura, afecto, opiniones políticamente incorrectas y
microbios, todo gratis) para que os toméis unas horas libres sin recargar al
marido. Mejor aún si esa libertad se disfruta con él, para recordarle que, está
bien, en estos años las energías se gastan mucho más a menudo en cuidar a los
niños, pero tú eres el primero en mi corazón. Tú eres el primer destinatario de
mi amor, tú el que me completas y me haces vivir, tú mi camino para la vida
eterna, tú el que me indicas el camino.
Qué lejos está este modo de
pensar del que ve la familia como una sociedad anónima, en la que cada uno gana
precisamente según lo que ha invertido. En la que los tiempos y las cargas y
las obligaciones se dividen por la mitad.
Si la mujer, en particular,
pierde su disponibilidad para darse sin reserva, traiciona su identidad más
honda. Pero no hablamos solamente de labores domésticas: las mujeres trabajan
en total un número de horas al día realmente impresionante, pero después, a
veces, hacen vana su generosidad reivindicando siempre, haciendo observaciones
y reproches al marido, pretendiendo imponerle su mismo ritmo y su mismo estilo.
Así no vale.
La paridad, como se entiende
vulgarmente, no existe. Siempre será ella la que haga más dentro de casa, y
subrayo lo de dentro, porque lo sabe hacer, porque tiene la capacidad, porque —
perversión inconfesable—, en el fondo, también le gusta, porque sabe lo que es
la dedicación, la mediación, la gestión de muchas cosas a la vez y, si no lo
acepta, niega la realidad. Sin embargo, no la cambia: no conseguirá jamás que
el hombre se transforme en mujer. Por suerte.
Está claro que un hombre no
afectado por desórdenes psíquicos tiene un sentido del orden de subnormal y
aunque, por lo que se refiere a sus cosas, puede incluso a llegar a medir con
regla la posición de sus calzoncillos en el cajón personal, ignorará totalmente
la existencia misma de algunos sitios en otros muebles de la casa, como el
sitio de los boletines de notas, el de las fotos antiguas o el de las
medicinas, informaciones que os pedirá por teléfono, provocándoos el escalofrío
de creer que os busca a vosotras (¿habéis notado alguna vez la gran frecuencia
con la que los varones se queman y se cortan cuando vosotras os vais a la
peluquería?), pero no os quería a vosotras, buscaba la pomada. La mente vacía
del hombre podrá ubicar Tegucigalpa a ojos cerrados en un mapa mudo, pero no un
jarrón de flores en la casa donde vive desde hace diez años.
La mujer, si se dedica a
contar lo que hace de más, se condena a una vida continuamente insufrible y, al
final, incluso a un sufrimiento seguro. Si, en cambio, comienza a aceptar
hacerse cargo de las cosas la primera, elegir por sí misma la parte más gravosa
sin reservarse nada y, sobre todo, sin decir nada, aprenderá la levedad de los
santos, de los que no tienen nada que defender y todo que ganar. Abolirá de su
jerga los chistecitos acerca de ese animal mitológico mitad marido y mitad sofá
con el cual convive. Cesará de reivindicar, aceptará comenzar a dar, porque a
eso está llamada, ésa es su felicidad profunda. Algo de lo que no se puede
renegar más que al precio de desnaturalizarse. Y, milagro, a cambio de todo eso
obtendrá la dedicación del hombre, su disposición al sacrificio final, un
sacrificio que, al principio, cuando ella se lamentaba, él intentaba ahorrarse.
Yo sé que mi marido hace el
trabajo arduo, hace las tareas a las que se compromete, dentro de los plazos
fijados y hace que todo funcione; cosas tan simples como proveer a la
manutención de la casa, tener listas todas las herramientas y las máquinas, y
controlar que todos vayan al trabajo y a la escuela por la mañana. Yo sería más
creativa en cuanto a la realización de las tareas: por ejemplo, puedo estar sin
dormir hasta cuarenta y ocho horas, dar el pecho a dos gemelas con dolor de
tripa (es curioso que, si una se duerme y la madre intenta, con indiferencia,
para no llamar la atención, apoyar la cabeza en una esquina, la otra, gracias a
un sofisticado dispositivo de control, empieza de nuevo a chillar), puedo
corregir dos dictados a la vez y también coser en plena noche camisetas de
fútbol rotas, pero si cometo la imprudencia de irme a la cama, después es
imposible despertarme. Ningún truco de los de siempre, como el despertador o la
llamada de teléfono serán suficientes. Generalmente, mi marido me amenaza con
terribles represalias si no abro los ojos (en orden: "Me divorcio, subo a
la red tu foto con la permanente, le doy el salami que hay en el frigorífico al
gato de los vecinos") y, en ese momento, me levanto; cuando uno se pasa,
se pasa. A pesar de todo, nada podrá evitar que deje a los niños en la escuela
bastante después de que haya sonado la campana (mi conserje favorita, Gianna,
no me regaña casi nada).
Deberíamos respetar los puntos
fuertes y los momentos de cansancio del otro: un hombre, por ejemplo, a
diferencia de una mujer, es capaz de desconectar de vez en cuando — y,
contrariamente a lo que piensan muchas de mis amigas, yo creo que éste es uno
de sus puntos fuertes — y de tomarse un respiro cuando le hace falta mantener
la lucidez que necesitamos todos. A nosotras que, como Fausto Coppi, no nos
rendimos nunca, y aguantamos la borrasca en carrera para no pararnos a beber,
nos cuesta un poco comprender su lógica de corriente alterna y permitir que
descanse, por ejemplo, evitando asaltarlo cuando vuelve del trabajo.42
Por eso, me gustaría decirle a
Giorgia que, por lo menos, se abstenga de esperar a Paolo en el zaguán para
soltarle al niño en los brazos y comenzar a quejarse en cuanto él vuelve a
casa. Porque, en ese momento, él sigue pensando en el proyecto de edición o,
alternativamente, en alguna fantasiosa forma de tortura para aplicar a sus
empleados, que le han organizado no sé qué desastre — arrancarle las uñas con
tenazas u obligarlos a ver de forma coordinada y continuada todas las películas
inspiradas en las novelas de Jane Austen. En ese momento de la vuelta a casa,
lo último que quiere en el mundo es que le cuenten cualquier otro problema, o
que lo obliguen a hacer el rompecabezas de Winnie the Pooh o el sofrito.
También hay días en los que,
por una serie de errores no imputables a ella, resulta que Giorgia está de buen
humor, pero son raros y las cosas vuelven a su sitio rápidamente, para ser fiel
a la consigna que ya hace tiempo hizo suya: "el único día fácil fue
ayer" (la misma que la de las fuerzas especiales de la infantería
americana: tener un hijo de trece años amplía tus horizontes culturales).
Si ella supiera que,
comenzando a servir a su hombre, volvería a despertar en él el deseo de
levantar una muralla en torno a ella y a sus hijos, lo haría con alegría y
generosidad, con entusiasmo.
Todo esto tiene poco o nada
que ver con quién lava los platos, sino que, por el contrario, tiene mucho que
ver con ser hombres y mujeres adultos. En la llamada desde la nada a la
existencia. Dios creó el mundo como regalo para el hombre, creó al hombre como
regalo para la mujer y a la mujer como regalo para el hombre, como dice
Wojtyla. La verdad de la creación es la dimensión del don — dimensión
fundamental, radical, porque viene de la nada. Ésa es nuestra verdad. También
el hombre, al final, es un regalo para el mundo. Un hombre que, junto con la
mujer, sojuzga la tierra y domina a los animales (Paolo, te lo ruego, echa a
los perros del sofá, porque donde se idolatra al animal, el hombre acaba
teniendo, fatalmente, un feo final).
Y quisiera decirle por última
vez a Giorgia que la regla del servicio libre funciona muy bien con los
hombres, que no soportan las constricciones (no, chicos, la regla no vale para
vosotros, por debajo de los trece años no, no me gusta, no esperaré que nazca
en vosotros espontáneamente el deseo de reordenar el Lego ni una inspiración,
una armonía celestial, que os incite a iros a estudiar): el servicio vuelve a
poner en nuestras manos la dedicación del hombre, y su servicio, a su vez. Sólo
que ahora se acercará sonriente. Debo señalar, sin embargo, que nosotros
aventajamos a nuestros amigos Giorgia y Paolo porque estamos casados. Hicimos
un compromiso (mi marido lo niega, pero lo hicimos, lo dijo, lo oí muy bien) y
eso cambia la perspectiva como en una revolución copernicana: no se trata de
que estemos juntos para cumplirlo, sino que todo lo hacemos para estar juntos
lo mejor posible, puesto que, de todas formas, estaremos juntos siempre.
Además, tenemos la gracia, y ésa es nuestra arma secreta, una bonificación. La
gracia que hace nuevas todas las cosas. Una ayuda de verdad, concreta, que realmente
provee. Tanto es así, que yo pienso a veces que me casé por la Iglesia (y esa
vez ni siquiera me quedé dormida en misa) porque me gusta ganar por lo fácil.
Querido Paolo: Te regalo a Mary Poppins para, en primer lugar,
recordarme a mí misma, y después a ti, que de vez en cuando tú también tienes
derecho a descansar. Es un derecho sacrosanto, está sancionado seguramente en
algún documento importante cuyo nombre he olvidado al intentar recordar todas
las cosas que tengo que poner en la lista que siempre te dejo en la cómoda. Te
prometo que, a partir de hoy mismo, intento dejar el uniforme de coronel.
Olvida la aspiradora y suelta la cuchara de madera.
A pesar de todo, no sé si todo eso te conviene. Porque el
sacrificio que se te pide es mucho mayor: el de la guía. Deberás tomar
decisiones, dirimir controversias y tranquilizar a todos. Pero ¿cómo lo vas a
hacer con los patines para lustrar el parqué puestos en los pies? Vamos, seamos
serios.
La mujer de Gudbrand el de la montaña, o Sobre la necesidad de tener sobre él un prejuicio positivo
QUERÍA decir que una mujer, desde que traspasa el umbral de su
residencia de casada, en brazos de su marido, según mandan los cánones, o no,
ha de hacerse un buen nudo en la lengua. Quería. Pero después he conocido a
Anna y he descubierto que, a decir verdad, se puede empezar a molestar al otro
antes aún de cruzar el umbral de la casa, ya en el viaje de novios, aunque eso
ya es cosa de profesionales. Buscando, podemos encontrar algo que criticar en
el hotel, en el vuelo, en los paisajes, en cualquier cosa que haya elegido él.
Cómo se le va a ocurrir, después, proponer por sí solo alguna iniciativa. El
relato de la llamada luna de miel de mi amiga me ha confirmado que no es
cierto, como decía Zsa Zsa Gabor, que el matrimonio sea una comida bastante
aburrida con el postre al comienzo,43 sino que, por el contrario,
puede tener un inicio repugnante (y después, con un poco de trabajo, también
puede mejorar). En el caso de mi amiga, a decir verdad, era imposible de
empeorar.
Marido, aprovecho un poco para
decirte que espero que apreciaras la docilidad con la que te ahorré el viaje de
novios, costumbre que tú considerabas bárbara y cómo, a cambio, fui contigo a
ver una película en inglés la tarde de "mi" — como lo llamas tú — matrimonio,
vestida de novia. Todavía era carnaval e íbamos un poco mimetizados, porque no
querías demasiada celebración, probablemente porque no estabas muy convencido
de haber cerrado un gran negocio. Espero también que puedas perdonarme que me
durmiera en el cine, agotada por la ceremonia y todo lo demás: ten presente que
sólo ronqué suavemente, que te pregunté poquísimas veces "¿Cuándo llega el
beso?" y que ni siquiera me quejé de los tacones (pero sólo debido a un
principio de congelación: había perdido la sensibilidad en los pies).
No obstante, mi primer día de
matrimonio fue mejor que el de mi amiga Anna, porque ella, en presencia de
cualquier figura antropoide que esté dispuesta a prestarle atención, se pone a
dictar normas. Es una rubia que emana seguridad y delicadeza y elegancia a
varios kilómetros de distancia; no digamos ya cuando nos aproximamos a ella,
pues también es prudente, profunda e inteligente. Por eso, a mí, personalmente,
sus normas no me molestan en absoluto. Al contrario. Si pudiera, le propondría
a Anna que fuera la directora, la administradora delegada, de mi empresa —
compuesta sustancialmente por mí y por mis habilidades, que requieren cierta
estrategia para coordinarse, como bien saben los enfermeros de urgencias que
periódicamente me vendan la rodilla (me gusta correr, pero tengo algún problema
de coordinación). Ella sabría encontrar, con seguridad, el modo de evitar que
yo vaya siempre en el coche con el intermitente puesto, conduciendo con más
peligro que un tío con una boina, o de que no me ponga las lentillas manchadas
de rimel, cosa que, ciertamente, me proporciona, a mí, un aspecto algo ingenuo
— le quita a la lente varias dioptrías — y al mundo un romántico tono sepia,
pero que no le ayuda a mi sentido de orientación de caniche; Anna sabría
inducirme con dulce firmeza a cerrar el libro sobre Santa Catalina y abrir, en
su lugar, el archivo de prensa cuando, a cuatro minutos de la entrevista, no
consigo acordarme del nombre ni del título del entrevistado o de por qué estoy
yo allí, y les exigiría a mis despreocupadas neuronas que se unieran en
formación cerrada antes de la catástrofe; sabría dirigirme sabiamente a comprar
una sobria camisa blanca para la señora cuarentona que yo debería ser
teóricamente, en lugar de la cazadora de solapas en piel verde, poco usable en
las reuniones con las maestras y en todas las ocasiones en que se dan cita las
personas normales.
Anna es abogada y en su bufete
desembrolla problemas humanos y legales con ojo clínico, acogida maternal y
lengua afilada en caso de necesidad. Es también una madre realmente atenta, y
una mujer guapa, devota y fiel. En otras palabras, como diría San Pablo, sabe
hacerse todo a todos.
Es de tal forma todo, y de tal
forma justa, que, inevitablemente, preside el Comité Mundial para la Mejora del
Marido. Pietro, criatura simple, lo sabe y la quiere, es cierto, pero vivir con
un administrador delegado tan eficiente, en tu casa, es un poco duro. ¿Qué
haces para relajarte en el sofá cuando al lado tienes a una que está allí sentada
para salvar el mundo?
Tal como yo lo veo, no habría
regalo más sublime para el marido, de parte de ella, que una bandera blanca. Me
encantaría un montón ver a Anna ondeándola al viento. Me encantaría que se
rindiera, por fin, de una vez por todas y que, después de prácticamente veinte
años — bronca más, bronca menos—, se decidiera a entender que, después de todo,
él está bien, está más que bien, está muy bien, como es. Dicho de otro modo,
habida cuenta de hasta qué punto pueden envolver los nudos al retorcido leño
humano; habida cuenta de que estamos amasados de mal; habida cuenta de que un
ejemplar cualquiera de nuestra especie puede, de improviso, un día cualquiera,
sumergirse de cabeza en los abismos del susodicho mal, de un momento a otro,
sin preaviso alguno ni a sí mismo ni a los que están cerca; habida cuenta de
todo eso, señora del jurado, yo me conformaría con que, en su libro negro,
Pietro haya sumado solamente algunos zapatos dejados fuera de su sitio, algunos
rumores molestos, cierta incapacidad de llegar desde el punto a al punto b sin
darle un golpe a algún objeto (los varones están desprovistos con frecuencia de
ese delicado sensor que nos permite a nosotras ver mínimos detalles, como el
gran sillón que está en el centro de la habitación desde hace alrededor de ocho
años, siempre en la misma posición), un poco de pereza, alguna escenita algo
ruidosa y puede que algún exceso de superficialidad. Y vamos, Anna, que la cosa
podía ser peor. Podía ser mucho peor. No me gustaría recordarte ahora a ese
colega de tu bufete que ha dejado mujer e hijos por la joven en prácticas, y
todas las demás historias de novios de más de diez años que nunca se deciden y
de amantes fogosos que al aparecer la segunda raya en la ventanita del test de
embarazo se acuerdan de pronto de que no habían mencionado un pequeño detalle:
que estaban casados, pero con otra. En la otra columna del libro de
contabilidad de Pietro, en cambio, tú puedes dejar constancia de toda su
solidez, bondad eficaz y concreta y fidelidad, y perdona si todo esto es poca
cosa.
Está claro que haría falta una
buena y abundante y constante provisión de banderas blancas para casi todas las
mujeres que conozco, para mí la primera (aunque, como yo no soy rubia como
Anna, a menudo decido aprovisionarme de contribuciones constructivas para el
crecimiento del consorte y así, lo sé muy bien, alegro sus jornadas lo mismo
que un derby perdido en el minuto noventa y cuatro por un penalty que no era).
No sé explicar bien por qué,
ni exactamente a partir de qué momento de la relación nos ocurre, pero con los
hombres todas nos encabezonamos con frecuencia en hacer de maestrillas.
Nosotras los salvaremos. Desencadenamos contra ellos una especie de guerra
humanitaria (por una buena causa, pero arrojando bombas), nos convencemos a
nosotras mismas de estar ungidas por el poder celestial, de haber recibido el
mandato de mejorar a ese hombre que encontramos a nuestro lado, de fabricar una
versión suya perfeccionada (porque habiendo sido investidas de lo alto, no nos
conformamos con querer cambiarlo, no estamos expresando una opinión nuestra,
maldita sea, sino la Verdad Absoluta). Ante el fuego sagrado del amejoramiento,
puede que de vez en cuando se nos olvide que, antes que nada, deberíamos amar a
esa persona.
El hombre, en cambio, cuando
nosotras intentamos formatearlo — y lo hacemos casi siempre—, sufre, siente que
se ahoga, que le cortan las alas. No existe nada en el mundo que les moleste
más que sentir que se les limita su libertad. Y aunque esas alas siempre las
usa, al final, para volver donde nosotras, necesita saber que se puede alejar
en caso de que le venga en gana. Aunque no lo haga, pero tiene que saber que
puede hacerlo (hablo de alienarse, de abstraerse, no de irse de vacaciones con
la vecina a una isla de coral). Es evidente que el hombre ama en modo elástico
(yo en modo lapa).
Para el hombre-elástico (todos
ellos), la cercanía permanente de Miss Perfecta puede ser algo realmente
agotador. Yo, personalmente, no me explico qué hace que me soporte mi marido,
probablemente el hecho de que cuando me siento me duermo y, en ese momento,
llego a ser una magnífica compañía.
El caso es que es difícil amar
respetando la libertad del otro, refrenando el deseo de dominarlo,
permaneciendo leal, permitiendo que sea él, y que encuentre por sí mismo el
camino para trabajar en sí mismo hasta dejarse transformar en Cristo, que es el
sentido de nuestra vida aquí en la Tierra.
En cuanto a mi amiga, soy
testigo: la he visto, a ella también, regañarle al pobre hombre por su forma de
cerrar las ventanas, por el ruido que hacía al beber, por lo que pedía en el
restaurante, por su desorden, por no vigilar al niño y por el tiempo que pasaba
frente al ordenador.
Para mí que, las más de la
veces, Anna tenía ciertamente razón; pienso que porque yo soy una mujer como
ella y considero que hay que regañar exactamente por las mismas cosas. No
siempre me resigno con elegancia a admitir que un hombre sólo se pueda acordar
del horario del antibiótico si se tatúa en el pecho AUGMENTINE A LAS 13 HORAS
en caracteres floridos (y, en tal caso, se lo dará al hijo equivocado); no me
resigno a la evidencia de que, si un marido la mira con ojos demasiado
cariñosos, la consorte deba cerciorarse de que él no tenga el pinganillo en la
oreja y de que, en realidad, no le esté sonriendo al programa especial de Centro
Suono Sport sobre. el septingentésimo partido oficial de Totti;44
no me resigno al hecho, ampliamente demostrado, de que volverá de la misión
compras, después de haber perdido la lista apenas salir de casa, cargado de
antorchas de jardín en oferta especial, pero sin leche ni huevos, provocando en
la mujer la decisión de darse a la bebida o, si es abstemia, al consumo compulsivo
de pan y salami, una vez consciente de que, durante toda la vida, se verá
obligada a recordar por dos: a recordar insignificancias como el recibo de la
hipoteca, las matriculaciones escolares, las vacunas y los cumpleaños; porque,
a cambio, un hombre, al tener la memoria RAM bastante libre, podrá guardar en
ella todos los hechos notables de la Revolución de Octubre, la fecha de la
destrucción del Templo de Jerusalén y las distintas hipótesis sobre la muerte
de Kennedy, en particular, esa historia según la cual Johnson sería el que la
ordenó (supongo que no será el mismo del champú de mis hijos, ¿no estaré
subvencionando a un criminal?), mientras que ella (yo), rebosante de nombres de
maestras y de acontecimientos existenciales de otros seres humanos que el oso
ignora, ampliará cada vez más la sombra de su ignorancia (yo, por mi parte, he
decidido responder siempre igual a todas las preguntas de historia:
"Federico II de Suabia"; tarde o temprano la respuesta acabará siendo
exacta).
Por otra parte, nos hemos
casado con ellos, y aceptar la diferencia es la única manera de que las cosas
funcionen, y funcionen muy bien. Lo importante del amor, en efecto, es amar
gratis, amar hasta perderlo todo, perder tanto que uno mismo se pierda. El
verdadero amor tiene forma de cruz.
Seguir intentando cambiar al
otro, sometiéndolo probablemente a un lento y constante goteo de
desaprobaciones, comentarios ácidos, ironías, críticas y chistecitos
constituye, si se piensa bien, una especie de pereza femenina. La mujer acaba
empleando también con el compañero, para el que debía ser "una ayuda
semejante a él", como dice el Génesis, la actitud más instintiva y para
ella más fácil, la materna. Hasta cierto punto, intentar configurar a un ser
humano de nuevo cuño comienza siendo nuestra actividad principal (con suerte
desigual, dato que acabo de asimilar ahora que se ven asomar algunas cartas de
Goleador en la zona fronteriza entre Dostoievsky y Dos Passos: debe haber un
almacenamiento abusivo detrás de la letra D de la biblioteca de casa).45
Y así nos resulta cómodo, tanto a Anna como a mí, y creo que no sólo a
nosotras, mantener la misma actitud también con el padre de las criaturas,
incluso fuera del horario sindical, después de haber abatido, quiero decir, de
haber metido en la cama, a los niños.
Anna, no te imaginas con qué
dulzura se abre de par en par el corazón de tu marido cada vez que te tragas y
le ahorras un sermón o una bronca, o que ocultas el morro detrás de una
sonrisa. El problema es que — por increíble que pueda sonar a nuestros oídos—,
aunque la persona con la que habíamos decidido compartir la vida es nuestra, no
es para nuestro uso personal. Al final, cambiarla no es un deber nuestro: la
última palabra la tiene su libertad.
Nosotras podemos abrir camino,
animar, rezar y corregir fraternalmente. El cambio que todas las mujeres
quieren del marido, supuesto que sea realmente necesario — para que se dé esa
irreducible y fecunda diferencia que es el poste indicador del Otro en nuestra
vida—, no lo tienen que llevar a cabo ellos, sino el Señor. Es un trabajo que
hace Dios, y se llama historia de la salvación. Y requiere tiempo, si no, se
llamaría fotografía de la salvación. Hay que resistirse a la tentación del quick
fix (yo, por otra parte, adoro la sección quick fix de los
supermercados americanos, esas enormes farmacias que te prometen hacer de todo
contigo, ¡me gusta tanto creérmelo!),46 a la tentación de la
solución veloz y mágica para los problemas del otro. ¿Crees, de verdad, de
verdad, que Dios ama a tu marido más que tú? También él, que es Dios, se hace
hombre y camina junto a nosotros. Tiene paciencia con nosotros.
Y te hablo a ti, Anna, que
eres buena y que actúas in bonam partem.47 Estás de parte de
tu marido y de su verdadero bien. Pero, si una mujer es manipuladora, si una
mujer quiere apartar a los hijos de un hombre, incluso sin que él se dé cuenta,
entonces está perdida. Porque una mujer maliciosa puede hacer de un hombre lo
que quiera. Y no sólo de uno. Puede tener a varios en un puño con sus técnicas
manipuladoras, desencadenando sentimientos de culpa, instintos de protección y
de inferioridad y otras mil cosas horribles que el desafortunado se beberá como
si nada.
El primer trabajo que cada uno
puede hacer es consigo mismo. No podemos pretender que el otro se vuelva mejor,
pretensión que expresa exquisitamente la verdadera feminidad (el hombre
sermoneador es realmente raro, y los pocos que hay trabajan casi todos en
"La Reppublica").48 Porque el cambio — admitiendo siempre
que sea necesario — sólo sobreviene en la libertad. Y sólo la Gracia cambia
verdaderamente; ciertamente no son nuestras prédicas las que lo hacen, menos
aún con un hombre adulto que, mientras le largamos el sermón, se está
preguntando si, por alguna casualidad, nuestro botón de apagado no estará
colocado en algún sitio accesible aunque poco vistoso, por ejemplo, detrás de
la rodilla.
En cambio, la vía práctica que
sugiere San Pablo siempre funciona: "Considerad a los demás como
superiores a vosotros", y el texto no añade ni una coma "sobre el
amejoramiento del marido", desgraciadamente.49 Un hombre no se
resiste, literalmente, a una mujer que lo aprueba lealmente, honestamente, no
como una táctica, sino porque ella está lealmente de su parte por principio.
Ante una mujer así, el hombre se derrite, se pone a venerarla, y cuanto más le
obedece ella, más se persuade él de que tiene que servirla y complacerla. Aquí
tengo que subrayar con claridad, si es que no lo he aclarado ya como es debido,
que ésta no es otra técnica de manipulación en la que también somos habilidosas
ni una disciplina oriental que enseña el dominio de sí, convenciéndonos, qué sé
yo, de que comamos algas para no prorrumpir en griteríos histéricos. Se trata,
por el contrario, de la convicción auténtica de que el punto de vista del
hombre completa el nuestro, y de que acogerlo nos hace más grandes y más
felices. Se trata de que reconozcamos nuestra tendencia a dominar, y nuestra
necesidad de ser curadas. Cada vez que nos tragamos una crítica damos un paso
adelante hacia nuestra plenitud. Nunca nos arrepentiremos de haber obedecido
por amor.
Como, por el contrario, yo
tendería a acoger a mi marido a la vuelta del trabajo, tras atravesar la ciudad
en solitario sin trineo tirado por perros, tras parar en la farmacia, en la
panadería y en la ferretería, y recoger uno o dos niños con un "Desde
luego, si te hubieras pasado también a recoger la carne sí que me habrías
ayudado de verdad", olvidándome obviamente de darle las gracias, he
decidido, junto con algunas amigas, fundar la compañía de mujeres de Gudbrand
el de la Montaña, y ya nos hemos alistado varias. Se trata de una fábula de la
tradición noruega que, en cierta ocasión, al leérsela a alguno de los niños, me
fascinó.
Gudbrand es un montañés que va
a vender a la ciudad una de sus dos vacas. No encontrando comprador, se vuelve
a casa con el animal. En el camino, encuentra a un hombre con un caballo que le
propone cambiar los animales. Él acepta y, más adelante, en el mismo camino
encuentra a otro con un cerdo, luego a uno con una oveja, luego con una cabra,
con una oca y, finalmente, con un gallo. Gudbrand acepta siempre el cambio que
le van proponiendo: el caballo por el cerdo, el cerdo por la oveja, la oveja
por la cabra y así sucesivamente. Cuando se queda con el gallo entre las manos
ya se había hecho tarde y, cansado y con hambre, encuentra a un hombre que se
ofrece a comprárselo. El precio obtenido, poca cosa, se lo gasta en la cena.
Casi llegado a casa, se detiene en la puerta del vecino, que le pregunta qué
tal han ido las cosas y Gudbrand le cuenta todo. El vecino se lleva las manos a
la cabeza, preocupado por la reacción de la mujer. Pero Gudbrand está seguro:
ella lo quiere mucho y lo admira de forma tan incondicional que considerará que
todas sus decisiones han sido buenas. El vecino apuesta un saco de monedas de
oro a que no sucederá tal cosa, es imposible. Se coloca detrás de la puerta
para escuchar lo que ocurre mientras el montañés entra en su casa y saluda a su
mujer, a la que le dice que ha cambiado la vaca por un caballo. Ella se pone a
gritar de alegría, disfrutando ya de antemano de los paseos en calesa, pero él
la interrumpe para decirle que, en verdad, ha cambiado el caballo por un cerdo.
Aún más contenta, la mujer piensa en el jamón que harán, y, por tanto, él tiene
que confesarle que lo ha cambiado por una oveja, y así hasta el final, y la
granjera, a cada cambio, cada vez más contenta de tener un marido tan bueno,
que le procura leche o lana o plumas o un gallo que la despierte por la mañana.
Finalmente, él se ve obligado a decirle que se ha comido el escaso dinero que
había obtenido por el gallo, y ella lo abraza con lágrimas en los ojos, en el
colmo de la gratitud y del entusiasmo, por haberse salvado y haber vuelto a
casa con buena salud. El vecino, maravillado, tiene que entregarle a Gudbrand
el saco de monedas de oro que, además, era mucho más de lo que él habría podido
obtener por la vaca.
Nosotras, la compañía de
"mujeres de Gudbrand" intentamos hacer las cosas así. Invertimos
nuestra innata inclinación a encontrar siempre algo que no va bien y, por el
contrario, aprendemos a dar las gracias y a encontrar algo bello en todo lo que
hacen nuestros maridos, a su modo, con su estilo, con sus ritmos. Y Gudbrand,
si se piensa un poco, es una imagen de hombre positiva, de un hombre que con
sus iniciativas pone en el mundo su energía positiva, lo fecunda, arroja la
semilla, una semilla que quizás no siempre llega a buen fin, que no siempre da
fruto, pero ése es el deber del hombre. Salir fuera y fecundar el mundo.
Lo importante es tener sobre
él un prejuicio positivo, pensar bien en cualquier caso, a pesar de todo, sobre
todo al comienzo. No quiere esto decir dejar de luchar con él, no se trata de
un amor resignado, sino de un amor acogedor. Es el hombre que me ha entregado
su vida, y yo ni siquiera lo había narcotizado. Además, sigue conmigo aunque ha
sido testigo de mis peores momentos — ni siquiera el hecho de haber dado a luz
poco antes a nuestra cuarta hija puede constituir un atenuante de aquel look
de pandoro con el que fui a la boda de Marco —,50 y ha asistido
también a mis más refinados logros — como dejar dentro del coche, todavía no sé
cómo, a una hija atada al silloncito, con las llaves puestas y los seguros
bajados, porque me distraje con una llamada durante la cual, probablemente,
estaba dando consejos en mi caracterización más conseguida, la de la Madre
Buena (para que conste, después, entré por la ventanilla triangular delantera
forzándola con un destornillador). Vale la pena hacer cualquier esfuerzo por
este consorte heroico, y alistarse en las filas de las mujeres de Gudbrand.
Puedo decir que nuestra
compañía informa de éxitos increíbles en campaña. Como respuesta a nuestra
sincera, y subrayo todas las veces posibles lo de "sincera", e incondicional
aprobación, hemos descubierto en los hombres una dedicación que antes no
existía. Funciona. Funciona de un modo asombroso. No es una táctica. Es el
deseo sincero de amar, de ser leales, de hacer de espejo positivo,
devolviéndole al hombre una imagen suya buena que, a veces, ni siquiera
consigue ver él mismo. Una aprobación que, entre otras cosas, lo estimula a
hacer más, porque, cuando uno se siente mirado con ojos de aprobación total e
incondicional, se ve persuadido a recomenzar.
Por el contrario, las críticas
continuas lo colocan todo en el nivel del dominio recíproco y provocan el
alejamiento del hombre, le proporcionan una coartada para pasarse sin la
familia: creo que ésta es la dinámica que hace a veces que un hombre deje a su
mujer por otra mujer quizás menos exitosa — me gustaría ponerle a ese adjetivo
una decena de comillas—, qué sé yo, por una ayudante, una empleada, una persona
que tenga, probablemente, un curriculum menos prestigioso que la mujer que lo
bombardea con reivindicaciones y quejas. Porque ser acogido, por fin, es
extremadamente relajante. No quiero justificar, sino comprender cómo funciona
el impenetrable y misterioso objeto que nos encontramos al lado (el mío sigue
diciendo que no tiene nada de misterioso: soy yo la que envuelvo en misterio
sus silencios, del todo arbitrariamente, porque un hombre es muy capaz de no
pensar en nada, dice en su argumento favorito, a diferencia de una mujer, que
siempre estará en su túnel de pensamientos de doble fondo).
Anna, no debes olvidar que
tienes enormes expectativas en relación con tu marido. Esperas de él que colme
todos los anhelos de tu trepidante corazón. En tu tendencia a la dependencia,
que no es patológica, sino existencial, eres, como todas las mujeres, un
recuerdo de la condición humana de criatura necesitada de salvación. La mujer,
con su "hágase", expresa más claramente que el hombre la necesidad de
Dios, y esto es lo que rememora su necesidad de amor. Sólo que ningún amor
humano podrá responder jamás a todos los anhelos, porque el hombre, por el
pecado original, se ha separado de Dios, es decir, de la fuente del amor, de la
plenitud verdadera de la vida. Ningún hombre, por tanto, podrá llenar jamás del
todo un corazón femenino, ninguna mujer podrá evitar verse desilusionada en sus
deseos, ni jamás podrá ahorrarse heridas y pequeños o grandes dolores si su
corazón no está colmado por el Señor.
Desde la desconfianza y el
miedo se pasa rápidamente al deseo de dominar al otro. Y el modo en que la
mujer ejercita su dominio no es el de la fuerza — modalidad masculina—, sino el
del control, el de la manipulación. Así, la mujer cesa "de ir en ayuda del
hombre", como dice Edith Stein, "por una decisión personal libre,
para, de ese modo, posibilitarle que llegue a ser aquello que debe ser".
Cesa de amar y, si se desilusiona, se olvida de que, a veces, su deber puede
ser el de amar por dos, hasta volver a despertar en el hombre el deseo de
donarse. Lo mismo que la rebelión de Eva ha traído la muerte al mundo, así,
cada decisión espontánea de servicio y sumisión por parte de cada mujer trae al
mundo nueva vida.
Por el contrario, cada vez que
la mujer se traiciona en su vocación profunda, sufren las personas que están a
su alrededor.
La mujer es como un espejo
para el hombre, y si un marido ve siempre reflejada en él una imagen suya
negativa, queda paralizado o, al menos, muy condicionado, eso cuando no le
provoca el deseo de escabullirse (casualmente con la secretaria: Anna, ¿te has
asegurado de que la de tu marido sea lo bastante fea?).
Hay situaciones en las que
continuar esperando y viendo sólo lo bueno es realmente arriesgado, pero
conozco a mujeres que obstinadamente siguen amando a maridos que las han
desilusionado. Santa Catalina, que tenía una madre imposible, durante algún
tiempo se vio obligada a hacer de criada en su propia casa. Siempre sonreía,
soportando los malos humores de todos. En cierta ocasión, explicó que conseguía
hacerlo porque en esos momentos imaginaba que servía no a los suyos, sino a la
Sagrada Familia. Ciertamente, ella iba muy por delante. Había comprendido que
las cuentas, incluso en una relación, no se ajustan con el hombre o con la
mujer que tenemos al lado, sino con el Señor. El hecho es que el amor no es
solamente un sentimiento, es un mandamiento.
No es el caso de Anna, pero
¿qué hacer realmente cuando tu Gudbrand cambia una vaca por un gallo y vuelve
con las manos vacías? Está claro que es una cosa que puede ocurrir, y
generalmente él sabe muy bien que se ha equivocado, y no quisiera un sermón
adicional, sino sólo un abrazo. Dejar pasar al menos dos días para largarle un
buen sermón es siempre una prudente elección: lo que hayamos olvidado decirle
es porque no era esencial, evidentemente. Lo que siga ahí en la memoria estará
depurado. Y, sobre todo, no hay nada que no se le pueda decir, con dulzura, con
la cabeza apoyada en su hombro, cuando la Roma haya ganado y el ordenador
funcione.
Hay cosas que, sencillamente,
nos ponen de los nervios y, a propósito de ellas, sería precioso aprender a
callarse, hablando, si fuera necesario, única y rigurosamente con seres de la
especie femenina (en la habitación de al lado hay abierta una ventanilla
especial para quejas sobre maridos hostiles a las amigas feas, a las
situaciones agradables, a los aniversarios y a los anillos para celebrarlos).
Hay casos, en cambio, en los que el pecado del hombre es contra un tercero,
entonces, en ¿algunas ocasiones, hay que hablar: se llama corrección fraterna.
Es necesaria, pero es fundamental encontrar un modo de hablar indulgente y no
ofensivo: enarbolando siempre la bandera blanca como signo de rendición y
recordando también siempre que, por supuesto, Dios existe (y que no eres tú).
Al final ocurre que el hombre
de verdad tiene que salir de una ciénaga, de una conducta equivocada, una
conducta que le hace daño a él y al que está cerca, pero en tal caso el que
tiene que hacerlo es él, libremente. Nadie puede imponérselo. Y nadie puede
evitarle ese trabajo. Lo que se puede hacer es aceptarlo, acogerlo, esperar un
cambio. Rezar. Puede que hagan falta años, decenios, incluso. Quizás una vida
(mi abuela le decía a mi abuelo: "Me darás la razón cuando estés
muerto", y ahora he comprendido que no bromeaba).
Lo único que puede hacer la
mujer para invitarlo a la conversión es hacerle ver o, mejor aún, hacerle
intuir la belleza de un camino distinto, de una vida distinta. Hacer que el
hombre la siga con la promesa de esa belleza, que brilla, que cura y que nunca
se agita como un bandera para acusar. Permaneciendo siempre en la lealtad, y
subrayo lo de siempre.
Por otra parte, si queréis una
serie de consejos inoportunos para dar en el momento equivocado a un marido
cansado y nervioso, y asestarle así la estocada final, puedo proporcionároslos
también gratuitamente, pero por la ley de la oferta y la demanda no creo que
estén muy solicitados: hay gran variedad de ellos alrededor.
Incluso Anna, por ejemplo, le
dice cosas muy sabias a su marido, precisamente en ese momento en que él lo
único que quisiera es ser acogido en su casa, acogido sin ser expuesto al
juicio de un tribunal. A veces, las cosas que hay que aceptar son pequeñas,
como el zapping pasivo — estar ahí cuando él cambia el canal de forma
irracional y, pase lo que pase, un segundo antes del beso.
Nos podemos irritar mutuamente
por una nimiedad: mi marido, por poner un caso concreto, afirma que deja los
zapatos en el pasillo con el único propósito de proporcionarme material
literario, qué hombre más noble; yo, por mi parte, cocino así de mal para
animarlo a iniciar un itinerario ascético de renuncia a los placeres de la
gula.
Las excusas para irritarse son
infinitas, porque hombres y mujeres funcionan de modo diferente. "Por fin
he encontrado un sobrenombre para ti", me anuncia mi marido que,
inesperadamente, me dirige la palabra sin que se le haya hecho la pregunta
correspondiente.
Me sobrecoge un escalofrío de
emoción: quién sabe qué maravillosas sílabas le habrá susurrado su corazón.
"¿Mi amada, mi delgadísima, elegantísima y dulcísima consorte?". Un
poco largo como sobrenombre, pero me satisface.
"Gerundio", dice él.
"¿Cómo que gerundio? ¿Qué
sobrenombre es ése?".
"Andando, haciendo,
pasando por allí, guiando".
Está bien, ahora sé, después
de años preguntándome a mí misma qué puedo hacer mientras hago otra cosa, que
ése es mi reflejo condicionado — "mientras tanto" es mi manifiesto
vital—, pero, con todo, pudiendo elegir, yo hubiera preferido como nombre
cariñoso algo así como "reina del universo, mi primer y último amor".
El problema es que, si quiero
oír algo de ese género, tengo que cambiar de marido, ya que el mío es de tal
tipo que, si paso a su lado y le digo "Y ahora puedes besar a la
novia", me dice: "¿De quién?". El programa Empalago 2.0 no está
cargado en su sistema operativo y, algunas veces, si nos ponemos a mirar bien,
ni siquiera el Amable 1.0. Sin embargo, ofenderse por eso es algo totalmente
inapropiado.
Es igualmente inútil intentar
cambiar las cosas, cosas que están efectivamente como están: como mujer,
considero absolutamente normal hacer el zumo mientras preparo las meriendas y
pido cita para el pediatra o concierto una entrevista — apuntando una dirección
al aroma de cebolla en el primer día de marzo que pillo del calendario de
cocina cuando todavía estamos en enero — y, mientras además, separo con un pie
a dos púgiles que necesitan urgentemente el mismo conejito en el mismo momento.
El varón, en cambio, procede
siguiendo un proceso de pensamiento tubular. Una cosa cada vez. Una sola, y no
necesariamente muy complicada. Probablemente, seguramente, bastante bien hecha,
pero una cada vez. Un hombre que tiene el portátil roto, por decir algo, es
solamente, exclusivamente, ontológicamente, sublimemente, un hombre que tiene
el ordenador roto, y hasta que no lo haya arreglado su corazón estará latiendo
a toda velocidad por su amado cacharro: está rigurosamente prohibido molestarlo
con preguntas juveniles sobre la guerra de Crimea, informes sanitarios de la
tía abuela o luctuosas noticias sobre invitaciones a cenar. La concentración
masculina, aun cuando resulte poco elegante para una mujer-gerundio que, en
cuanto ve al marido sentado, piensa que debe plantearle todas las cuestiones
más urgentes acerca de la gestión familiar (comprendida la inaplazable pregunta
sobre la litografía de Santa Ana, si necesita o no un cristal como afirma el
restaurador), tiene su sentido: lleva de la forma más directa posible a la
reparación del ordenador, allí donde cualquier mujer, que se detiene a oler las
rosas en los senderos laterales, acabaría perdiéndose fácilmente. Si por ella
fuera, su PC, al primer atranque, podría ser reciclado inmediatamente como
vasito para una máquina de café, sobre todo si es un Mac Air, que se presta
bastante bien a ese fin (los diseñadores de Cupertino estarán contentos, yo sí
que los aprecio a ellos).51 No obstante, entretanto, ella habrá
tomado una maravillosa, rápida y motivada decisión sobre la litografía.
De acuerdo con mi experiencia,
ésta es una notable diferencia de funcionamiento entre las dos especies, pero
desde hace tiempo está claro para todos, al menos para los de mi casa, que yo,
de los varones, no comprendo realmente nada. Sólo estoy segura de una cosa, de
que hombres y mujeres somos abismalmente distintos: no hay la más mínima
necesidad de leer ningún manual.
Llevo ya años escuchando
desahogos de mujeres, desde que era pequeña y en las reuniones de familia
entendía poco o casi nada de aquellas medias palabras, de aquellos movimientos
de cabeza, de aquellas pullas y de aquellos chistes irónicos. Al ir creciendo,
he acumulado un imponente montón de horas de teléfono con amigas en edades
conflictivas en lo referente a la vida sentimental-matrimonial, y he madurado
la convicción de que nosotras podemos ser realmente, pero que muy realmente,
demasiado susceptibles y exigentes. De amigas y conocidas he recogido quejas
sobre la higiene personal de los hombres, sobre su forma de coger el vaso para
beber, sobre la cantidad de tiempo que pasan en el ordenador, antologías
completas sobre sus carencias a la hora de desenvolverse en las tareas
domésticas, florilegios de ineficacias, olvidos y carencias. He visto cómo se
suscitaban dramáticamente las dudas más sustanciales — ¿me habré casado con la
persona adecuada? — sólo porque el hombre hacía ruido al abrir la persiana o
porque no le abrochaba al niño el cinturón del carrito (un hombre normal sólo
puede aprender una única norma de puericultura al año, resignémonos, y ahora
que ha aprendido a poner y abrochar un body, ya no se debe hablar más de esas
cosas hasta el año siguiente).
Lo bonito es que, a menudo, la
diferencia que más nos cuesta aceptar es precisamente la que nos afecta en
aquel aspecto de nosotras mismas que necesita algún trabajo que hacer. Una cosa
no nos afecta, no nos incomoda, cuando no pone de manifiesto ninguna fragilidad
nuestra. Entonces, si te irrita algo de tu marido, empieza a trabajar en ti.
Una amiga mía me ha dicho que
el día de su boda hizo un pacto con Dios: que ella y su marido subirían al
cielo juntos. Un mismo y único lote, se toma o se deja. Ahora tienen seis hijos
y, tal como yo lo veo, ya les han reservado un sitio. Si no es una tribuna VIP,
poco le faltará.
Querido Pietro: Vale, mira, levanto bandera blanca. Me rindo y te
acepto así como eres, no porque me satisfagas, sino porque quiero comenzar a
descubrir qué bello es no sólo lo que nos une, sino igualmente lo que nos hace
distintos. Quiero dejarme fecundar por nuestra diferencia, y te prometo que
haré todo lo que esté en mi mano, no digo que para no hablar entre dientes —
seamos realistas —sino para hacerlo un poco menos. Me morderé la lengua.
Confío en que seas un caballero, y estoy segura de que no te
aprovecharás de esto con fines deshonestos, como invitar a cenar de improviso
al equipo entero de fútbol-sala cuando esté colocando en la mesa mi especialidad,
la sopa de sobre, o comprar aquel sillón que daba masajes y que ocuparía las
tres cuartas partes de nuestra sala de estar, o el proyector de video de pared
para admirar a tamaño natural el escote de la presentadora de Premium Sport
(pero ¿es que esa tipa no tiene una chaqueta?).
Si, por casualidad, algo de eso ocurriera, así y todo, mantendré
la sangre fría y sabré reaccionar con estilo.
Con amor, Anna.
Á la guerre comme a la guerre52, o Qué es verdaderamente la virilidad
HACE algún tiempo que le vengo diciendo a Alessia que, en mi
opinión, le debería regalar a Andrea una escopeta de caza. Lo sé, sé que no
tiene permiso de armas ni veleidades cinegéticas (si convenimos en no entender
por caza, estrictamente hablando, el hallazgo de un canapé y media aceituna en
la mesa del buffet del congreso), pero ciertamente no estaría mal ver su
terror, la reacción que tendría ante semejante deshonor, ante ese regalo tan
temerario. Quién sabe, puede que la escopeta acabara por reavivar algo entre
ellos, que se arrastran tan trabajosamente, una pareja cansada de estar juntos,
cansada de trabajar, de escalar no ya las más altas cumbres, sino incluso las
pequeñas cuestas de lo cotidiano. No hace falta una ocasión especial, sería un
regalo para recordarle a Andrea que debe ser un hombre.
Está claro, Alessia nunca
escuchará mi consejo — estoy acostumbrada a dar opiniones inútiles—, entre
otras cosas porque ella piensa como su marido. Andrea, de hecho, como casi
todos nuestros contemporáneos, al no creer en Dios, es un adepto a esa nueva
religión impalpable que se respira en el aire, la devoción estólida a la Madre
Tierra (madre mía no es, yo no tengo nada que ver con un tubérculo) y a los
animales, los cuales, como sabemos, "valen exactamente lo mismo que nosotros",
como los textos ministeriales enseñan a los niños desde la escuela primaria.
Desafortunadamente, debe ser un problema mío debido a un retraso en mi
desarrollo, pero yo creo que un abedul es sólo un abedul, y no una alegoría de
una verdad más profunda acerca de mi ser, ni me parece que admirar un rebaño
conlleve preciosas enseñanzas, habida cuenta de que las bolitas que las ovejas
van dejando por el camino se incrustan en las suelas de tanque de los zapatos
de mis hijos.
En cuanto a Andrea, no
obstante ser vagamente ecologista, como yo decía antes, al igual que todos
nuestros contemporáneos, no distingue un fresno de un roble. Pero, con
seguridad, nunca llevaría a casa una liebre muerta, ni aunque hubiera sido ella
la que le implorara que la matara, cansada ya de vivir. Puede ser, también, que
haya visto demasiados dibujos animados, y que a un cervato — si alguna vez se
encontrara en un bosque y se topara con uno, en el supuesto de que levantara
los ojos del móvil — lo defina como "un Bambi". Precisamente gracias
a los dibujos animados, entre otras cosas, se ha difundido ampliamente una idea
completamente irreal de los animales, seres antropomorfos con los cuales es muy
fácil simpatizar desde la calidez del sofá, cuando la actividad predatoria más
agresiva a la que uno se arriesga es intentar desollar el tubo de las fette
biscottate (que, como es evidente, está hecho de forma que, si intentas
abrirlo, toma vida y sale rodando por el suelo).53 Pero volvamos a
Andrea: estoy convencida de que una buena jornada de caza le haría realmente
bien. Aprendería qué quiere decir levantarse cuando todavía está oscuro, a
cargar con las armas y las municiones cuidadosamente preparadas la tarde
anterior, a controlar a un perro que se porta como un perro y no como un
peluche, a caminar helado durante horas, a esperar, a leer los rastros del paso
de los animales, a tener paciencia, y no, no hay un bar para hacer un
descansito para el café, y no, no está uno pendiente del ordenador, porque si
no, te pierdes, tú o tu perro, o tus presas se escapan, y de todas formas,
afortunadamente, no hay cobertura en medio de la maleza, a doce kilómetros de
la antena más cercana. Se vería obligado a tener los ojos abiertos y a leer
señales mudas, a escuchar ruidos, a usar probablemente sentidos y músculos que
ni siquiera sabía que tenía. Aprendería a entretenerse siguiendo las reglas de
la naturaleza: eso sí que sería amarla, y no ir a hacer la compra a la
tiendecita ecológica en la que venden los arándanos por quilates; aprendería a
conocer los animales y sus secretos y, paradójicamente, sería él, que al final
puede que incluso matara alguno, el que los amara más que quien lleva a pelar
el perro con el abriguito de lana. Así se acordaría de que el hombre es el
señor de lo creado, y de que tratar a la naturaleza con respeto significa
también enfrentarse a ella en primera persona. Es obvio, además, que Andrea, y
casi todos los hombres que conozco, abandonados en solitario en un bosque con
seis escopetas y trece cartucheras llenas saldrían de él, como mucho, con un
cestito de miel silvestre, porque apuntar a un animal que vuela o corre no es,
ni mucho menos, una broma.
No quiero decir que un hombre
de verdad, para serlo, tenga que ser necesariamente cazador, faltaría más. Yo
me casé con uno, con un hombre de verdad, que no sale a cazar, y al que jamás
he pensado regalarle un arma, porque no le hace falta. Tampoco quiero decir que
todos los cazadores sean hombres de verdad, no me parece justo. Pero Andrea sí
que debería hacer un curso intensivo, diez noches de caza de jabalí, por
ejemplo, un animal que, si no estás atento, te puede hacer bastante daño;
también le harían bien unas cuantas alboradas en un refugio esperando el paso
de los patos. Le hace falta una terapia de choque, porque ya no sabe qué quiere
decir ser varón. De hecho, no lo ha sabido nunca, porque vive en una época en
la que casi todos se han olvidado.
Ser varón, ser viril, quiere
decir tener valor para la lucha, saber combatir con fuerza, fuerza no tanto
para atacar cuanto para resistir. Ser viril es fundamentalmente tener el valor
de encajar los golpes para hacer de escudo en defensa de las personas que se le
han confiado a uno. Ser hombre quiere decir estar dispuesto a dar la vida por
la esposa y la familia propias o, incluso, por quien esté bajo la custodia de
uno, y además por la misión que uno tenga fuera de casa. Ser varón, en cambio,
no tiene nada que ver con la masculinidad tal como se la entiende vulgarmente:
aunque la potencia sexual sea una realidad positiva, el verdadero varón es el
que sabe controlar esa fuerza, canalizarla y no disiparla.
El problema de los problemas
es que resulta bastante fácil encontrar un varón dispuesto a morir en la
guerra, por un ideal, por la gloria, incluso, en el límite, por su equipo. Pero
es dificilísimo que se enamore de la idea de morir por la familia, por su
mujer, por los hijos, por una cotidianeidad aparentemente mediocre, acción que
sería, en cambio, de lo más heroico que uno se pueda imaginar: no se trata del beau
geste de un momento, sino de un martirio, de una pasión larga y constante e
increíblemente fructífera. Es difícil que un varón capte la belleza de lo
cotidiano, a menudo formado por una diversidad de cargas, quebraderos de
cabeza, contratiempos y frustraciones. Solamente subiendo un escalón, mirando
al horizonte de lo eterno, la pared escabrosa se convierte en un bajorrelieve
audaz y definitivo.
En estos tiempos en los que no
hay que combatir en el campo de batalla una guerra auténtica, la vida se da día
tras día, estando firmes y siendo leales en el puesto de combate de cada uno.
En efecto, precisamente porque hace libres, la decisión de ser heroicos en una
cotidianeidad banal sería aún más valiosa. El hecho de no arrastrarse con la
cara en el barro o de no estar dentro de una trinchera helada no significa que
no haya una vida que dar, una buena batalla que librar.
Andrea no se decide a hacerlo,
pero debo decir en su defensa que no tuvo maestros que se lo enseñaran ni
ejemplos a su alrededor en los que inspirarse. Y así lleva entreteniendo a su
mujer, desde no sé cuántos años hasta ahora, sin querer tener hijos, buscando
el "momento oportuno", las "condiciones favorables" para
cambiar de vida y también de trabajo y probablemente de montura de gafas, no sé
muy bien en qué orden. Flirtea con la idea de un futuro que deberá ser
necesariamente maravilloso, gracias, me imagino, a un repentino cambio de
suerte, que él no hará absolutamente nada para que se produzca. A la espera de
poder desplegar las alas, que hasta ahora cree haber tenido cortadas, tampoco
vive el entretanto, el hoy, con amor, con dedicación.
Cuando hablamos los dos y saco
mis opiniones junto con el hacha, su caballo de batalla es adoptar una
expresión engañosamente bonachona y tranquila y responderme, a mí que me pongo
atacada: "Tú ves las cosas así, yo de otra forma, pero no hay una postura
que sea más verdadera que la otra". Hablando puntodevistamente, a fuerza
de cambiar de punto de vista, de posición, de perspectiva y de ángulo, puede
que él y sus semejantes hayan acabado, dando vueltas y vueltas, perdiendo el
sentido de la orientación y los puntos cardinales. Varón. Hembra. Alto. Bajo.
Eterno. Pasajero.
Hay mucha gente que vive a la
baja, por favor, y ahora no me gustaría emprenderla precisamente con mis
amigos. Si fuera por eso, yo también, de vez en cuando, querría vivir a la baja
y, en cuanto puedo, ciertamente no dejo pasar la ocasión, aunque ahora no sea
el momento de descender a detalles acerca de las penosas condiciones de estilo
en las que me encuentro de noche, cuando escribo hasta el alba. No tengo del
todo claro cómo es que Debbie Reynolds, en Cantando bajo la lluvia,
podía estar tan fresca, parlanchína y maravillosamente cantarína cuando miraba
por la ventana y descubría que había amanecido, y comenzaba a cantar Buenos
días con gracia extrema, en tanto que a mí la vista de la claridad en el
cielo sólo me provoca pensamientos poco nobles acerca de cómo evitar ir a
trabajar (quizás disparándome en una mano, como los campesinos que en la guerra
no se podían permitir abandonar los campos para ir al frente, o fracturándome
un brazo o una pierna con la puerta del lavavajillas, solución más al alcance
de mi mano). De todas formas, me he hecho a la idea de que las veces en que no
vivo a la baja es solamente porque tener una familia te lo impide. Siempre
habrá un hijo que no te dejará instalarte en la comodidad, por ejemplo,
despertándote a las siete y cuarto un domingo por la mañana para anunciarte
como primicia que ha escrito su testamento ("Todos mis juegos van para la
Asociación de Pertenencias de Personas Famosas") y, mientras estás
retomando el sueño, llegará otro para comunicarte que una hermana le ha dicho
que es un cerdo, y tú querrías darle la razón a uno de ellos al azar, y ser
increíblemente bellaca, y ofrecer recompensas en dinero, incluso en sustancias
estupefacientes si pudieras, con tal de dormir sólo otros dieciséis minutos,
pero no hay nada que hacer, ahora ya están despiertos y te quieren a ti.
Por otra parte, se sabe que el
modo de despertarse de los adultos y el de los niños difieren
considerablemente: hay uno para los que están por debajo de los trece años, en
cuanto se pone pie en tierra uno está en condiciones de encontrar un pedazo de
regaliz lleno de polvo debajo de la cama, ir dando saltitos al baño y tirar el
vaso de los cepillos de dientes canturreando: "Sabes por qué toda mi vida
es amarilla y roja".54 Todo eso en los primeros dos minutos y
once segundos de la jornada, mientra que una adulta por encima de los cuarenta
emplea media hora sólo en encontrar las gafas que los niños tiraron debajo de
la cama, rastrear el camino hacia la cocina derrapando ligeramente y,
finalmente, poner la cafetera en el fuego, sin agua, para después quedarse
mirándola fijamente fascinada por el vivaz jugueteo azul de la llama hasta que
el familiar y querido olor a quemado penetra en la nariz para decirle que ha
comenzado un nuevo día, y que ya están corriendo hacia ella con los brazos
abiertos dieciocho maravillosas horas de trabajo. La adulta irá al encuentro de
la jornada constatando desde los primeros minutos de la mañana su propia
incompetencia e intentará en vano, con voz ronca, dar respuestas coherentes a
ráfagas de preguntas sobre teología ("Pero, si Filippo no ha hecho la
comunión, ¿cómo ha podido ponerse así de grande, para hacer la reválida de los
trece años.?"), sobre geografía ("¿Ves? Aquel es el avión de papá que
vuelve de Londres". "¿Avión? Yo creía que Las-sombras estaban
en el suelo")55 y de estilismo ("Si no me visto de rosa,
¿puedo ser igual de elegante?"). Por lo que a mí respecta, si no tuviera
que trabajar, antes de mediodía sólo articularía algunas palabras sueltas,
aunque supiera que, más tarde, cuando estuviera recuperada ya no hubiera nadie
que quisiera escucharme.
Los hijos te convierten porque,
contra tu voluntad, aniquilan al dragón del egoísmo, te privan de casi todos
los cabreos que con tanto gusto te permitirías y hacen emerger con claridad
todo aquello que, dentro de ti, necesita ser curado. Por eso, siempre le digo a
todos mis amigos que los tengan, que tengan hijos, o mejor dicho, que no se
cierren a la posibilidad de acogerlos. Con mayor razón se lo digo a Andrea, que
se arrastra en una relación sin acogida y sin amor, que no pone seriedad ni
pasión en nada, tampoco en el trabajo: en la práctica está allí, como muchos,
viviendo lo que mi padre espiritual llama el equívoco de la tercera vía.
En una de las primeras
catequesis cristianas, la Didajé, aparecen descritas las dos vías, la
del bien, es decir, la de la luz y de la vida, y la del mal, es decir, la de
las tinieblas y de la muerte. O estamos en la primera e, incluso cayendo y
equivocándonos, intentamos hacer el bien o, según la Didajé, estamos en
la segunda; no existe una tercera, es una ilusión. Por eso, las personas que
tratan de recorrerla sufren. Muchos, de hecho, no dejándose ir enteramente por
la vía del mal, no buscándolo conscientemente, acaban incluso comportándose más
o menos bien; ese bien, digámoslo así, que prevé su estado y al que no tienen
el valor de traicionar del todo. Pero, al mismo tiempo, esas personas no
abrazan el bien conscientemente, con fuerza, dejándose moldear por lo
cotidiano: así no tienen la alegría y la recompensa de saber lo que hacen, y de
hacerlo libre y conscientemente. Por eso viven sin Dios, sin fe, sin un
patrimonio que defender y sin la gracia necesaria para hacerlo.
En esta tercera vía, uno va
tirando, pero se está muy mal porque, en realidad, es una vía que no existe y,
entonces, por la derecha lo adelantan a uno tocando el claxon — ¿los sentimientos
de culpa? — y por la izquierda acelerando — ¿las oportunidades? — y uno se
arriesga a que lo aplasten, a que le den un golpe por detrás o a que le
embistan.
Vivir así es una tortura, pero
hay muchísimas personas que lo hacen sin darse cuenta, y viven de mala gana,
sin alegría, sin una decisión libre y, sobre todo, sin la ayuda de una vida de
fe que ilumine su cansancio cotidiano.
Andrea no traiciona a su mujer
cada noche con una distinta, es verdad, pero tampoco acepta morir por ella, ser
su esposo de verdad, darle su vida y darla junto con ella. Puede que en el
trabajo no haga cosas terriblemente deshonrosas, pero acepta muchas componendas
con tal de avanzar dando pequeños pasos hacia sus tristes metas profesionales.
Siempre buscando ahorrar energías (su gran principio guía). Biológicamente es
un hombre, pero no perfecciona su vocación llegando a ser realmente viril.
En el hombre que no acepta
morir, mucho más que en la mujer, surge casi inmediatamente el deseo de vivir a
la baja; el hombre en el que no se da la conciencia, el deseo, de su propia
grandeza tiende de inmediato, mucho antes que su compañera, a vivir
precisamente con el motor al ralentí. Basta una nadería y el hombre, criatura
eminentemente simple que tendería de por sí a la máxima comodidad de su propia
existencia, traiciona su llamada al don. Que levante la mano quien no haya
vislumbrado en los ejemplares masculinos bajo su supervisión directa esta
pronunciada propensión al relajamiento (que quizás alguna vez nosotras, las
mujeres, tendríamos que aprender, pero ésa es otra cuestión), cierto amor por
el sofá — lugar común con un fondo propio de virilidad—, un lazo sentimental
muy intenso con todo género de ratón, tableta o lo-que-sea-inteligente, en fin,
con cualquier dispositivo tecnológico que les permita ausentarse de contextos
desagradables. En algunos casos, lo reconozco, efectivamente, el contexto
doméstico no es particularmente cautivador, como cuando alrededor de las siete
de la tarde el aire resuena gozoso por los gritos encaminados a que se acaben
los deberes y provocados por la revisión en la moviola de las acciones
decisivas del partido de balón-pasillo (la moviola de casa es una acción
repetida con movimientos ralentizados de diferente modo por cada uno de los
jugadores, con los consiguientes alegres y serenos intercambios de puntos de
vista en medio de los estacazos). Desafortunadamente, en el momento de dirimir
la controversia, difícilmente disponemos de una cámara de televisión y un
árbitro federado y, así, el método adoptado es, preferentemente, el único que
permite bajar de 1,3 decibelios el ruido de la casa: darle la razón al hijo más
irritable, método del que, extrañamente, no encuentro rastro alguno en la noble
tradición jurídica itálica, deudora del Derecho Romano (por no hablar de la Pandectas).56
En general, en caso de que
resuenen en el aire tales invitaciones a la colaboración, el hombre adopta
rápidamente el aspecto de un transeúnte que, a pesar de todo, puede incluso
echar una mano, pero quedando claro que él estaba allí sólo por casualidad. Es
inútil que seas meticulosa y le recuerdes que esa casa también es suya. Es
asimismo inútil que entres mucho en detalles acerca del hecho de que los
invitados ya han llamado a la puerta y no hace falta que se ponga, justo en ese
momento, a darle un repasito a los rodapiés, "sólo se necesitan dos
clavos" que seguro que hay en alguna parte, probablemente en la tercera de
las tres cajas de herramientas que abrirá en medio del pasillo, mientras tú,
que lo único que querías es que pusiera los vasos en la mesa, no puedes
decidirte entre dejar que se pase la pasta, quemar el asado o presentarte en la
puerta con la camiseta blanca llena de manchas de arándano (que quién sabe por
qué los habrás puesto, sin ser ni mucho menos Benedetta Parodi; sólo por no
poner otra vez tortilla para la cena).57
Ahora bien, tengo que
reconocer que existen serios atenuantes para los intentos domésticos de
alienación por parte de Andrea: Alessia no solamente pretende dividir por la
mitad con su marido las tareas familiares, sino también que él haga las cosas
como ella dice, porque, como es evidente, meter un suéter de cachemira en la
lavadora y reducirlo cuatro tallas o batir verduras catapultando trozos de
calabacín hasta la lámpara son conductas que podrían suscitar algunas palabras
de censura hasta en una mujer dotada de los prejuicios más positivos posibles
sobre su consorte. El problema es que Andrea no debería verse obligado a hacer
ciertas cosas.
Pero, cuando hombre y mujer
llegan a ser intercambiables, el que desaparece es el hombre, como dice Gamillo
Langone.58 La mujer salta las barreras, se desborda, se expande
imperiosamente, manipula, decide, organiza. Y el hombre elige el camino de la
huida. Se hunde en el silencio o permanece directamente fuera de casa
inventándose tareas, viajes de trabajo, visitas a un tío en grado noveno,
cursos de ajedrez o se ofrece como voluntario para desatrancar el váter de un
primo lejano.
Si Alessia comenzara a adoptar
con Andrea una actitud de servicio, no de esclava, está claro, sino de alguien
que se dona en libertad, probablemente hasta en él mismo surgiría el deseo de
hacer su parte.
Sería un bonito regalo para
acompañar la escopeta de caza. De caza, ¿queda claro? Porque comprender el
sentido de la caza presupone comprender al ser humano y la naturaleza de los
animales; presupone a un hombre que sabe ser grande y dominar lo creado, y que
no tiene nada que ver, obviamente, con los cada vez más numerosos soldados de
mentira — me refiero a adultos, en absoluto a niños de doce años — que, a
decenas de miles por toda Italia, cada domingo por la mañana, se ponen muy
temprano la ropa de camuflaje y van a dispararse con fusiles de balines
plásticos en una guerra simulada por los bosques cercanos a las ciudades, con
misiones de mentira y enemigos de mentira, contra los cuales disparan con armas
iguales que las de verdad, pero que funcionan con gas. Pero, si el ideal por el
cual se muere, y además se juega, es falso, y luego, una vez despojado del
camuflaje, uno se va a la oficina para poder pagar los plazos del ordenador /
coche / cámara, ese ideal no funciona, no basta para convencerlo a uno de que
realmente está combatiendo una buena batalla. No se puede combatir de mentira
si todos los días no se combate de verdad, humildemente, en el sitio de uno; es
algo que no se sostiene, que sabe a falso, más aún para una generación que
nunca ha combatido para obtener cosa alguna.
He advertido a mis amigos más
queridos que me dejen morir serenamente en un asilo, sin molestar demasiado,
cuando haya dado signos definitivos e irreversibles de envejecimiento; en
consecuencia — ya que todavía no me siento preparada para las zapatillas de
lana, sin despreciar, no obstante, la perspectiva de que alguien me cocine
algo, aunque sea un simple caldito y una manzana cocida — no me gustaría
abandonarme ahora, como una viejecita, a una nostalgia irracional de un pasado
que jamás ha existido. Quiero decir que la tendencia de los hombres al egoísmo
y su escasa pasión por el sacrificio siempre han estado ahí. Se llama pecado
original, que, si bien entonces era original, ahora ya está bastante visto (yo
lo veo en mí todos los días). No creo que los campesinos fueran muy contentos a
romperse la espalda en los siglos pasados y, de hecho, apenas pudieron, dejaron
de hacerlo. No quisiera exaltar el pasado como si fuera una imaginaria edad de
oro de la dedicación al deber, de la ética del sacrificio o de una moralidad
generalizada. Creo que las personas fueron más o menos como las de hoy, no
especialmente inclinadas a la ascesis, no especialmente espirituales y no
especialmente felices de ser fieles a su propio estado. Pero la vida, por sí
misma, era increíblemente más dura que ahora (al menos aquí, en este trozo del
mundo). Las comodidades eran inimaginablemente menores, la abundancia no
existía, lo mismo que la certeza de envejecer, la facilidad para obtener comida
y derechos e informaciones y condiciones de vida decorosas. Todo esto
reducía mucho el abanico de opciones que uno tenía ante sí: digamos que la supervivencia,
no la realización de uno mismo, limitaba la existencia. Era la dureza objetiva
de la vida, y no una determinada elección, la que daba razón de ser a una
especie de exoesqueleto, a una serie de andamiajes universalmente reconocidos
que quizás en algunos casos fueran sólo formales, pero cuyo respeto custodiaba
a los hombres. Y dejaba poco espacio para la idea de dejarse ir.
Hoy, entre la masa, también
gracias a condiciones de vida más fáciles, rechazamos la idea de la ascesis y
la de la autoridad que le era connatural. Y así se pudo difundir la gran pifia
de que los hombres eran naturalmente buenos, capaces de elegir espontáneamente
el camino más incómodo o la senda más tortuosa, sólo por ser la más justa. En
la práctica, adiós al pecado original. La ley, por el contrario, es necesaria,
no hay nada que hacer, porque introduce a la Gracia y a la Verdad.
En la barbarie, la pérdida de
referencias absolutas permite, y ése es el diseño subyacente, transformar a los
hombres en hordas de consumidores (o, en tiempos de crisis, de aspirantes a
tales) que deben eliminar de su horizonte cualquier vestigio de sufrimiento, y
callar acerca de la muerte.
Bien, es como mínimo ridículo
que sea yo la que se ponga a regañar por el consumo. Soy el sueño de cualquier
adicto al marketing, una heroica dependienta consiguió venderme sales de baño
de no sé qué mar maravilloso, aunque yo no tengo bañera (después de haber
probado todas las formas posibles de arrodillarme, encogerme y retorcerme en el
plato de ducha, después de haber intentado lanzar las sales hacia arriba para
hacer que me cayeran en la espalda, se las regalé a una colega). No voy a
estigmatizar ese instinto, a veces irracional, de engullir todas las cosas, que
tenemos todos los que formamos parte de esta generación.
De hecho, el hombre, en todas
las épocas, ha funcionado basándose en el principio del máximo placer. El
problema está "solamente" en transferir el placer a un plano más
elevado. Y la vida en Cristo es el más elevado, sublime y pleno de los placeres.
El hecho de que Él esté vivo es la noticia que cambia la historia. No sé qué se
podría hacer para que esta noticia le llegara a Andrea. Una escopeta no
bastará. Es cierto, pero para encontrar a Cristo hace falta un hombre de
verdad.
Querido Andrea: No voy a ser precisamente yo la que te enseñe que
ser viril quiere decir prestarse a encajar los golpes y defender, como un
escudo, a las personas que te han sido confiadas. A veces, en esta batalla,
también puede ser necesaria una escopeta, de caza. Si no la disparas, al menos
te servirá para recordar que tú eres el señor de todo lo creado. No obstante,
también podría servirme a mi si no dejas de decir que tú no rechazas tu parte
femenina. Recházala tú y asila recuperaré yo.
Te prometo que, en el nuevo Andrea, serán aceptados, aunque no
deseados, los silencios, las camisas fuera de su sitio y la compras no
consultadas. Llegados a este punto, te recuerdo que, cacharros para pelar piñas
tropicales, ya tenemos tres.
Alessia.
Sí, quiero, pero... ¿qué has dicho?. O Vale la pena casarse
AHORA que lo pienso, es poco creíble que sea yo la que me ponga a
dar consejos acerca de cómo decirles a los hombres que se casen, pero ya es
tarde para comunicárselo a la editorial. Realmente, no sé qué hacer en esta
situación.
Debería desvelar que yo, al
mío, a mi marido, le tendí una especie de emboscada, organizándole un
matrimonio distraído, algo implícito. Ciertamente lo cité en una pequeña
iglesia y, sí, ciertamente, habíamos hecho los cursillos prematrimoniales. Es
posible que él, partiendo de estas dos cosas, hubiera podido llegar a sospechar
algo, pero todo lo demás — invitados, lista de boda, vestidos, viaje — lo elegí
con un perfil tan bajo (por poner un ejemplo, las peladillas las coció mi
hermana en el horno) que era difícil perder la compostura. Aquella mañana,
entre muy pocas personas, haciéndome la tonta, comencé a hacerle preguntas:
"¿Quieres ir a esquiar? ¿Quieres que Jeff Buckley ocupe el puesto que
merece en la historia de la música?'59 ¿Quieres casarte conmigo?
¿Quieres que la Roma gane la liga?". "Sí, ok, quiero... Pero ¿qué es
lo penúltimo que has dicho?".
Lo he consultado con un amigo
mío, profesor de Derecho Canónico, y dice que, aún así, es válido. Me alegro
por mis cuatro hijos. Mi marido, en cambio, interpelado sobre el tema, se hace
el loco y sostiene que él no dijo exactamente que me amaría y me honraría
todos, pero que todos, los días de mi vida. Uno tiene un límite. Yo me acordaba
realmente de algo así como "finché morte non ci separi", pero
él afirma que oyó torte.60 En ese caso, tendríamos problemas,
porque tartas que merecían la separación he hecho varias en el transcurso de
los años: hundidas por el centro, duras, líquidas, con la manzana cruda y el
bizcocho quemado (nota para el servicio al cliente de la marca Carneo:
nos os paséis de listos, porque yo he conseguido estropear vuestras tartas
incluso antes de meterlas al horno).61
He vuelto a mirar después el
texto del ritual del matrimonio, y no, es verdad que él no dijo "hasta que
la muerte nos separe".62 Ésa es, efectivamente, la fórmula que
usan los protestantes y que se nos queda en la cabeza por las películas (yo
siempre me duermo, pero en el momento del sí mi radar subconsciente hace que
abra los ojos).
Sea como sea, digamos la verdad,
tengo la seria sospecha de que no son sólo las palabras las que hacen tropezar
a mi marido. Por otra parte, las palabras son el medio de expresión menos
utilizado por él, ligeramente por detrás del código Morse, las señales
luminosas y las banderas marítimas. En realidad, él es, para mí y para mis
hijos, concretamente, firmemente, como una roca, que no tiene mucha necesidad
ni de moverse ni de hablar, basta que esté. Y está siempre. Está desde aquel
día en que nos casamos, desde el momento en que la gracia del sacramento
explosionó en nuestra vida, haciendo nuevas todas las cosas.
Sí, porque el sacramento tiene
una fuerza que nosotros ni siquiera podemos imaginar; a veces, una fuerza
secreta y escondida; puede actuar de un modo que quizás sólo comprendamos
cuando lleguemos a nuestra patria eterna, un modo potentísimo que, sin embargo,
necesita partir del sí de nuestra libertad. Nuestro sí puede ser tímido y
vacilante, nuestra elección puede hacerse hasta con una conciencia ridícula,
pero Dios nunca bromea. Y además, cuanto más serios somos con él, más serio es
él con nosotros, y nos responde con una prontitud impresionante, sin dejarse
ganar nunca a generosidad.
Si la gente lo supiera, habría
colas delante de las iglesias para casarse, en lugar de caer en picado el
número de matrimonios. Por el contrario, conozco a muchísimas mujeres — y digo
mujeres porque era cosa nuestra, antes de que nos perdiéramos, custodiar la
llamada del hombre al amor — solteras (me niego a usar la palabra singlé)
o pluridivorciadas que han quemado sus vidas y sus amores dando oídos a
chácharas psicologizantes y modernoides, rollos como el de encontrarse a uno
mismo, seguir el propio instinto, curarse las heridas, dejarse guiar por los
signos, por el destino y algunas cosas del karma de las que no entiendo
un pimiento: todo, obviamente, sin tener en cuenta a Dios, que sería el único
que podría hacer esas cosas — curarnos, realizarnos, encontrarnos — por
nosotras. Desde que, en su lugar, las ciencias humanas adoptaron la locura
general como punto de partida, como dato fisiológico sobre el que construir y
proyectar la persona estándar, como hardware sobre el que configurar el
sistema operativo de la sociedad, empezó el declive acelerado de nuestra
civilización en su conjunto.
En particular, en todos los
lugares, de todos los modos y en todos los momentos posibles — me parece que
ésta es la batalla del siglo—, se intenta negar que el matrimonio entre un
hombre y una mujer (o la vida consagrada, que es un modo aún más íntimo y
profundo de casarse con alguien) corresponda al deseo profundo del corazón
humano: que la belleza de una unión totalizante y para siempre es lo que todo
el mundo desea, incluso aquel que pasa de una historia a otra, incluso los que
defienden el derecho al divorcio y la belleza de la familia extensa. Todo el
mundo comienza una historia de amor pensando que será para siempre, y que la
armonía experimentada en ciertos momentos pueda, deba, durar para siempre.
El hecho es que, en el
matrimonio, se parte, se debería partir, de esta pregunta: "¿Quién soy yo,
qué es el hombre?", para llegar a comprender — algunos pronto, otros
después de muchos años de matrimonio — que el esposo es solamente humano y que
no estará nunca en condiciones de satisfacerte plenamente. "No soy
yo", escribe Clive Staple Lewis, "yo sólo soy un recordatorio.
Mírame. Mírame. ¿A qué te recuerdo?".
Entonces, el matrimonio se
convierte en una electrizante aventura hacia lo eterno, del cual el otro, con
su belleza, es un recordatorio, el camino que Dios ha elegido para cuidar de
ti, para amarte, pero también para hacerte atravesar ese misterio que concierne
a la vida de cada uno, la cruz. La cruz es el signo de cada llamada, también de
la llamada al matrimonio, porque el amor también es luto, náusea, frustración,
indiferencia, cansancio y pesadez, no para tolerar, sino para abrazar.
El problema es: ¿Cómo
convencer a un hombre de la grandeza que hay en elegir el matrimonio? ¿Cómo
hacer que se enamore de la idea de morir por algo tan poco heroico?
Porque ese deseo de
estabilidad, las mujeres, si no lo sofocan bajo montones de periódicos y
películas llenos de la ideología de la independencia feminista, lo reconocen en
sí mismas con más facilidad. Por poner un ejemplo, Michelle Pfeififer, que
quiere encontrar junto a sí, cuando se despierte, a Robert Redford, cuando él
le dice: "Hasta ahora siempre me has encontrado, aunque no sé cómo lo has
hecho", le replica: "Sí, pero necesito saber que tienes que dejarte
encontrar porque la ley te obliga".63 Alguno opinará que el
ejemplo no viene a cuento, porque, seamos serios, ¿quién no le iba a decir algo
así a Robert Redford? (Una vez que vino a la redacción su doblador para ponerle
voz a un documental, yo estaba de espaldas y él dijo: "Buenas tardes, ¿me
necesitabais?". Yo, al oír su inconfundible voz, tuve un breve pero claro
bloqueo de la actividad cardiaca sólo de pensar que él estuviera a un
centímetro de mí. Desafortunadamente, al final, se trataba de un señor anciano
y muy normal de voz celestial, muy buen doblador pero privado de mandíbula
marcada y hoyuelos en la piel.)
La cuestión, con Redford o sin
Redford, es que un hombre puede estar dispuesto a dar la vida, como decía, de
repente, por algo heroico, pero convencerlo de morir poco a poco es difícil. Es
difícil hacerle ver el heroísmo, la grandeza, el anticonformismo que hay en
decidir luchar por su familia, en salvar el mundo paso a paso, como Mister
Increíble, que se pone a hacer de agente de seguros,64 en morir por
una mujer humana, humanísima (o incluso subhumana, cuando, por ejemplo, intenta
sacar dinero del cajero automático con la tarjeta de la perfumería o hace una
llamada de teléfono transoceánica desde debajo del sofá para decirle que hay un
murciélago en casa y, al final, era una polilla).
Por todo esto es por lo que
tanto me gustaría que se casaran mis jóvenes amigos Matteo y Simona, aunque son
novios desde hace muy poco y aunque me doy cuenta de que estoy dando la cara
por una chica un poco irritante, en el sentido de que es la única que conozco
personalmente, aparte de las modelos, claro está, a la que le sientan
estupendamente los vaqueros blancos. Sé muy bien que Inés de la Fressange
considera que son una pieza imprescindible en el guardarropa de una señora de
verdad, porque "van bien con todo y con una chaqueta plateada de
lentejuelas te permiten entrar hasta en el Elíseo",65 pero yo:
a) no tengo ninguna chaqueta plateada de lentejuelas; b) no recibo
habitualmente invitaciones para ir al Elíseo; c) si me los pusiera provocaría
con total seguridad un efecto de piernona enyesada que induciría a cualquiera a
impedirme la entrada, no sólo al Elíseo, sino incluso a una reunión casera con
demostración a traición de juego de sartenes. Simona, por el contrario, los
luce con una gran clase.
No sé quién de los dos será el
que no se decide: si será él, atemorizado precisamente por la idea de esas
famosas alas cortadas, y atemorizado, asimismo, por la idea de una elección
definitiva e inmutable para la eternidad. O si será ella, que de boquilla
parece dispuesta a casarse, pero que tiene demasiadas expectativas: es una
mujer tipo "alto coste de mantenimiento" de manual, y yo puedo
decirlo con conocimiento de causa, porque, según mi marido, soy la de más alto
coste de mantenimiento del globo, y del peor de los tipos (alto coste de
mantenimiento sin tener pinta de serlo, según los cánones establecidos en Harry
y Sally).66
Es verdad, las mujeres siempre
tienen que comprobar, muchas veces, si podrían (o hubieran podido) encontrar a
alguien un poco más. Añádase ahora la lista de adjetivos que se
prefiera. Profundo, noble, espiritualmente elevado pero igualmente robusto de
cuerpo, brillante, guapo, rico pero noblemente desinteresado en cuanto al
dinero, ambicioso, afectuoso, psicólogo agudo, filósofo pero igualmente un poco
fontanero, estable y tranquilo pero decidido si llegara el caso, profundo
conocedor de la Biblia, quizás de los textos como mínimo latinos, aunque
también de la más vivaz generación dramática contemporánea, deportista, capaz
de escuchar, rudo pero enamorado, ordenado pero creativo, un poco
gastroenterólogo pero no hipocondríaco, amante de la literatura y del arte pero
práctico y concreto, ebanista y filólogo, generoso pero responsable, de
decisiones firmes pero capaz de mediar, en condiciones de recordar fechas y
detalles de las primeras citas pero también de ir al grano, capaz de notar que
te has puesto un esmalte nuevo pero no afeminado, capaz de arreglárselas con
las tareas domésticas aunque igualmente de hacer las guías para una instalación
eléctrica y cariñoso con los niños, pero con autoridad. Y me paro aquí, pero
sólo porque tengo que hacer: siendo ya casi verano, mi amado marido monotarea,
en un ataque de activismo, ha decidido colocar en su sitio los esquíes (hay
cerca de treinta grados aquí en Roma, y parece que realmente no vaya a nevar).
Creo que mi consorte, abandonado a sí mismo, podría frustrar en pocos segundos
todo mi meticuloso trabajo de organización del trastero, y he aprendido a
quererlo no a pesar de ello, sino también por ello, porque sin su
brusco sentido de la realidad estaría perdida, abandonada a mis neurosis. No se
lo digáis, pero lo quiero aun cuando me parece que, en vez de estar casada con
una persona, lo estoy con dos. Para ser precisos, con los dos viejecitos del Muppets
Show67 que siempre encuentran justamente algo que criticar, y
justamente sobre cualquier tema, como él. Y hay otra cosa, pero ésa no se la
reveléis a él ni bajo tortura: la mayoría de las veces se da el caso de que
tiene razón.
Es verdad que la mujer debe
hacer un camino de conversión, no para aspirar a ser menos, sino para valorar
lo que es, aprendiendo a partir de lo real. Al hombre, por el contrario, le
cuesta trabajo volar un poco más alto. Ver la belleza y la grandeza de su
llamada.
Con frecuencia, el matrimonio
no es fundamental para él, sino que él se casa para agradar a una mujer
verdaderamente bella, de la que se haya enamorado profundamente. El hombre
puede ser fiel no en el plano del deber, sino solamente en el de un placer
todavía mayor, que surge cuando en ella ve el placer infinito. Cuando siempre
tiene ganas de estar con ella, porque ella refleja el infinito. Entonces, el
hombre está dispuesto a hacerse matar por la mujer, en la que llega a ver tal
unicidad que le hace olvidar a las demás.
Por consiguiente, estoy
convencida de que Matteo, a fuerza de oraciones, de novenas y de sutiles
presiones psicológicas (por mi parte) acabará decidiéndose a hacerle la
fatídica propuesta a Simona, que es una mujer realmente bella también en lo
espiritual, y que no transige sobre este particular: tiene que ser él el que lo
pida. Y, por supuesto, alrededor de dos días después, la propuesta vendrá
colmada de dudas, siempre por culpa de la famosa historia del alto coste de
mantenimiento.
Por otra parte, incluso
Chesterton, que fue un tenaz defensor del matrimonio, escribió:
"¡Matrimonios imprudentes! Pero decidme: ¿dónde se ha visto alguna vez en
el cielo o en la tierra un matrimonio prudente? ¡Otro tanto se podría pensar
sobre los suicidios prudentes!". Intervienen las variables humanas, los
sentimientos, las convicciones, las decisiones y las dudas. En particular, una
de las dudas de Simona juega al tenis, tiene las espaldas tan anchas como mi
biblioteca y está bronceado todo el año: es su ex (no puedo hacer nada si ella
tiene un ex digno de un guión rechazado escrito por un escritor indolente, pero
la poco brillante es la realidad, no yo). Intento explicarle a Simona que,
cuando se toma un camino definitivo, siempre hay un momento en el que todos los
demás te parecen de pronto maravillosamente atrayentes, incluso los más
banales, incluso aquellos cuya inconsistencia habíamos tocado con nuestra
propia mano.
También ella, que es prudente
e inteligente, creció en un mundo en el que tiene mucha fuerza la mitología del
amor como llamarada que se consume y que después se apaga en la cotidianeidad —
"sólo hay un amor que resiste: el que no es correspondido", creo que
decía Jodie Foster en Sombras y niebla — y creo que esta idea alocada,
superficial y emotiva deja su rastro incluso en los más prudentes, en los más
inmunes y convencidos defensores del matrimonio.68
Nada de original desde el
Génesis hasta ahora: el diablo, que quiere ver cómo vamos a la perdición
eterna, y que vayamos con nuestras propias piernas (si no, no vale), intenta
desde hace unos cuantos millares de años convencer al hombre de que todo lo que
es bueno para él, lo que le hace vivir, realizarse, lo que exalta sus
potencialidades, los dones, los talentos, lo que le da la verdadera felicidad,
es, por el contrario, algo aburridísimo, feo, doloroso, trabajoso, una
auténtica desgracia.
Y, como el diablo es el
príncipe de este mundo, estas ideas las repiten como papagayos todas las cajas
de resonancia de la voz del mundo: la televisión, los periódicos, el cine y
casi toda la narrativa contemporánea. Toda la comunicación, y ahora, ¡qué
lástima!, también la información, es "emocional", palabra de
marketing. Encuéntrate a ti mismo — ése es el mantra, encuentra tu verdadera
libertad, no te dejes limitar por las instituciones, por los esquemas, haz lo
que sientas. "El matrimonio es una cosa absurda, es como si uno que
tuviera hambre se comprara el restaurante", dice un personaje de Renato
Pozzetto, que copia mal a Jack Lemmon: "¿Ha estado casado usted alguna
vez?". "Una vez, pero me liberé. Ahora las alquilo".
Y, obviamente, si no lo
sientes — ¿qué querrá decir sentir en un asunto tan serio?—, cortas también esa
"relación". Para acabar finalmente, todos, incluyendo a los
libertinos más endurecidos, poniéndose a buscar a su alma gemela, con la cual,
esta vez sí, será para siempre, lo presiento.
Desafortunadamente, por otra
parte, reconozcámoslo con resignación, con desconsuelo, si alguien exalta el
matrimonio, a menudo lo hace con palabras sobadas y apagadas, y con esas
fotitos de familia rigurosamente en calzado cómodo y chándal para tiempo libre,
que provocan siempre, hasta en el auditor más voluntarioso, aunque sea
profundamente católico, el deseo de tomar cualquier otro camino, incluido en el
límite, para evitar el ataque de claustrofobia, huir a las Barbados con el
mecánico transexual de la melena rubio platino.
Es difícil encontrar palabras
que sepan exaltar la familia como una aventura para tipos realmente duros, un
desafío fantástico y apasionante donde es algo obligado, entre otras cosas,
continuar seduciéndose y reírse muchísimo, aun cuando se esté cansado. Porque
el cansancio se da, pero el amor tiene una única medida: aquello a lo se está
dispuesto a renunciar.
Sé que dicen que, a pesar de
todo, en caso de divorcio, la pena se supera, que es bueno para los hijos tener
más casas y estar con los nuevos compañeros de mamá y de papá, porque todos
somos hermanos y podemos querernos mucho todos. Pero los lazos verdaderos
tienen una gran fuerza carnal y visceral, están hechos de sangre o, en
cualquier caso, de paternidad y maternidad (incluidas las adoptivas), porque el
amor también es un sentimiento violento y fuerte, y ser celoso es justo, porque
también Dios es celoso con nosotros, tanto que, para no perdernos, se hizo
matar.
El punto de partida para
aniquilar la familia fue la "normalización" del sexo, hacerlo lo más
semejante posible a una forma de actividad física que no tenga ninguna
relación, como a veces ocurre en realidad, con algunos conceptos grabados en lo
más profundo de nosotros, los conceptos de pureza y contaminación, de
inviolabilidad y profanación, como dice Roger Scruton.69 El deseo
liberado de los vínculos morales es un estado de ánimo nuevo y extremadamente
artificial. Por otro lado, también la inmortal Sally se lo dice a Harry después
de haber hecho el amor.
"¿Por qué te comportas
como si todo hubiera cambiado?", pregunta él.
"Porque todo
cambiado".70
El deseo tiene como referencia
no sencillamente un cuerpo, sino a una persona, con un carácter, una conciencia
y una dimensión trascendente: el verdadero deseo es arriesgado y amenazador
porque es una súplica que pide reciprocidad. Esa persona no se puede sustituir
por ninguna otra (al contrario que en la pornografía), y sobre esta base
profundamente humana se fundamenta el matrimonio, que no es un contrato de
cohabitación, sino un voto de unidad.
Haber liberado el sexo de
tantos vínculos, resonancias e implicaciones, haberlo separado sobre todo, con
la contracepción, de la posibilidad de acoger la vida, ha privado al matrimonio
de su significado profundo de rito de iniciación, haciéndolo cada vez menos
necesario, determinante y único. Ahora se ha convertido en poco más que un
pacto que sanciona el deseo de estar juntos, al menos durante un tiempo,
probablemente después de haber hecho un ensayo general. En una ocasión para
hacer una fiesta — que a veces llega a ser directamente un obstáculo
("Debemos ir ahorrando el dinero") — y, en cualquier caso, en un
acuerdo más o menos privado para el cual el reconocimiento de la Iglesia, de la
sociedad, de las generaciones pasadas y futuras es cada vez más irrelevante.
Pero Simona y Matteo, si se
casaran, podrían entrar con respeto en la estancia secreta en la que se
transmite la vida, porque lo que hay en juego es mucho, y entrar en ella con
apertura. La visión de ese lugar sagrado es o fascinante, si entras quitándote
el calzado, o tremenda, si vas para destruir, pero nunca se puede decir que sea
una visión neutra. Entonces, en esa estancia se cubre una la cabeza, como al
entrar en un templo (está claro que, ahora, en nuestras iglesias, se entra
igualmente con pantaloncitos, y con el móvil encendido...). Quien entra con
respeto pone su propia vida y la de los hijos que pudieran venir (pero que igualmente
pudieran no venir) en manos de Dios, que jamás traiciona nuestra confianza.
Estar abiertos a la vida, con responsabilidad pero con disponibilidad, nos
asegura el apoyo del alto y glorioso Dios, para el cual todo es posible. Se
entra, entonces, en una dinámica de confianza que quita todos los miedos,
porque estamos con el Todopoderoso, como dice mi amiga Isabel.
La aparentemente conquistada
libertad sexual tiene un precio altísimo, que pagan en primer lugar los hijos,
que, por lo pronto, son pocos, y que además adolecen de una seguridad mucho
menor y de un menor sentido de pertenencia a una comunidad organizada y dotada
de puntos de referencia estables. Una sociedad que ya ni siquiera es líquida,
sino que está directamente atomizada, es decir, en la que los vínculos que se
estaban licuando se han fragmentado definitivamente.71
Para que conste, yo remo a
contracorriente, y en mi casa se celebran siete u ocho matrimonios al día: las
aventuras de los personajes de mis hijas, sean Barbies, princesas, ardillas o
niñas con nariz de botón, siempre concluyen con una solemne promesa de
fidelidad eterna. De hecho, los protagonistas de la historia base, si es hora
de cenar y hay que ir rápido, son al menos un él, una ella (lo sé, somos un
poco retrógrados y políticamente incorrectos, pero en nuestra casa siempre se
casan y además un varón con una hembra) y "el que lo registra", es
decir, el celebrante. No necesariamente un sacerdote, porque en el caso del
matrimonio de una gallina y un caballo, o entre dos dinosaurios, se admite el
rito civil, desde el momento en que — lo sé, también en esto somos
políticamente incorrectos — los animales no tienen un alma espiritual e
inmortal. Debo admitir, siempre para que conste, que sólo he conseguido
infundir este intenso celo matrimonial en mis hijas, porque los varones
prefieren liquidar gente por todos los medios posibles — desde los soldaditos
de Lego, pasando por las escopetas de balines de plástico, hasta los
videojuegos — y si yo intervengo en el juego se dirigen a mí como
"muñeca" o "nena", es decir, como a una mujer a la que como
máximo se le puede decir: "Necesito cerveza e información frescas"
(pero luego se conforman con pan y nutella.72 Quizás desvele
un secreto demasiado íntimo, pero quisiera decir que hay también momentos muy
privados en los que recibo propuestas de matrimonio. O, si he besado demasiado
lascivamente a un hijo, me convierto en causa de altercados masculinos,
generalmente a cojinazos, al grito de "quita tus sucias manos de mi
chica".
Dicen que un niño liberado de
presiones culturales podrá, en su día, elegir su orientación sexual entre las
diversas posibilidades existentes porque, por si no lo sabéis, no hay sólo dos
— qué retrógrados sois—, sino cinco. Evidentemente, mi marido y yo somos
crueles manipuladores de conciencias, porque los varones y las hembras de
nuestra casa tienen gustos, actitudes, inclinaciones y capacidades tan
distintas que a veces me parece imposible haberlos parido yo a todos (¿esos dos
cazadores de recompensas que oigo cuchichear juntos hasta bien entrada la noche
no serán de otra especie?).
Precisamente por ser varón,
Matteo tiene que ser el que le pida a Simona que se case con él, porque para
hacerlo hace falta valor, y el valor es cosa de hombres. Un hombre tiene que
saber cuándo es el momento de dar el salto, de cortar por lo sano, de romper
con las vacilaciones.
Los dos novios tienen también
dos casas en las que viven solos, pero afortunadamente están resistiendo a la
tentación de hacer una prueba de convivencia, y creo que están viviendo este
periodo en castidad, otro dato que me permite esperar una rápida clausura del
dossier (hasta que no veo casados a mis amigos no encuentro la paz). Está claro
que la libertad sexual tiene un efecto disuasorio potentísimo respecto del matrimonio,
mucho más que las dificultades laborales, los graves problemas habitacionales,
la precariedad e incluso que la crisis de fe. Como decía Paul Newman, que, para
que conste, estuvo casado con la misma mujer toda la vida, "¿para qué me
voy a comprar una vaca si yo puedo ordeñar la leche gratis?". El concepto
es brutal, pero, a fin de cuentas, contiene algo de cierta ruda sabiduría.
En cuanto a la convivencia a
la que se ha resistido Simona — ha sido suyo el mérito—, con respecto al
matrimonio, supone una revolución copernicana: cuando convives estás junto
mientras las cosas van bien. Da igual que luches con todas tus fuerzas, que te
desgastes seriamente, pero admites ya desde el comienzo la existencia de un
nivel b. Ni siquiera hay necesidad de que vayas al juez, ni de que derroches en
abogados.
Cuando dos se casan, ya no son
sólo él y ella, sino una tercera cosa, una sola cosa. Una tercera cosa que los
psicólogos llaman de muchas maneras, pero que nosotros, los creyentes, llamamos
sacramento, operado por el Espíritu Santo y enriquecido por sus dones, que son
amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, clemencia y dominio de sí.
Dios les hace estos regalos a todos los hijos que se los piden, de hecho, más
que mandárselos los inunda de ellos, no por él o por ella, sino por esa cosa
nueva que son los dos juntos.
Como decía al comienzo, aunque
me han estado vendiendo como astuta consejera, ni siquiera sé cómo convencer a
un hombre para que se case. Apenas lo conseguí con el mío, y todas las
maquinaciones que he intentado entre mis amigos han fracasado estrepitosamente
(no obstante, soy una buena asesora de amigas ya dotadas de hombre, pero sólo
porque todas sus equivocaciones ya las he cometido yo antes).
Como siempre, estoy convencida
de que, en este caso, las palabras son de lo menos adecuado para desenredar la
situación: si Simona empieza a hablarle a Matteo acerca de su necesidad de
seguridad, él se pone fatal.
Pienso que, al hombre, es
razonable pedirle una fecha, aunque sea lejana, pero una fecha: de hecho,
disponer de un límite que le sirva para organizarse no lo perturbará tanto.
Matteo está más preocupado que Simona por los aspectos prácticos del
mantenimiento de la futura familia. Naderías como el salario y una casa donde
vivir, cosas que el hombre siente que son su responsabilidad aunque sean dos
los que trabajan, mientras que yo, por ejemplo, considero más alarmantes una
mirada fría o una mala palabra que las facturas de la comunidad de vecinos.
Puede que Matteo no haya
reflexionado bastante sobre el hecho de que hay un tiempo para cada cosa y que,
cuando ese tiempo pasa, no vuelve. Puede que se haya tragado el cuento de las
puertas giratorias, de las ocasiones que se van presentando en la vida de vez
en cuando y que nos van llevando a encrucijadas siempre nuevas y siempre
excitantes. Puede que piense que las decisiones que se toman son como una rueda
que gira y que siempre va presentando nuevas oportunidades, cuando en realidad
nuestras decisiones son, más bien, como las ramificaciones de un árbol. Cada
elección — o no elección — que hacemos determina la dirección definitiva que
tomará nuestra rama, y una vez tomada una ramificación ya no se puede volver
sobre los propios pasos, como saben las mujeres que vuelven atrás demasiado
tarde, para descubrir que el tiempo oportuno para ser madres ya pasó.
Para curar a Matteo de su
juvenilismo, de la idea de que en el horizonte siempre hay un futuro lleno de
posibilidades, Simona podría regalarle un molesto, anticuado y ruidoso reloj de
péndulo. Lo obligaría así a darle cuerda, tomando conciencia de este modo de
que los días pasan. El mecanismo emitiría un fastidioso tic-tac, sobre todo en
los momentos de silencio, también de noche, cuando él intentara distraerse
navegando o viendo una peliculita poco exigente (la idea de que la distracción
es necesaria siempre y de cualquier modo, y de que es un bien, es otra de las
grandes mentiras contemporáneas, otra de las victorias de Escrutopo).73
Y, con el regalo, podría escribirle una bonita nota.
Querido Matteo: Me gustarla decirte que estoy aquí, pero no para
siempre. Mientras que no nos juremos amor eterno, siempre podré irme. Me
gustaría decirte que me estoy poniendo lo más guapa que puedo, por ti. Si, sé
que tú, aunque tengo la colección completa de rojos Essie,74 no te
das cuenta, y si me pongo en las uñas una laca color geranio para hacerme
irresistible a tus ojos, tú, a mi pregunta "¿Me notas algo?", me
contestas que me he cortado el pelo. De hecho, me estoy poniendo guapa para ti
también de otra forma. Intento no angustiarte con problemas inútiles, sólo me
quejo con las amigas y sobre todo encomiendo nuestro verdadero bien a Dios en
la oración, que está abriendo mi corazón, haciendo que siempre esté más
dispuesto a acogerte a ti y a las nuevas vidas que quizás algún día pongamos en
marcha. No obstante, tú escucha el péndulo que marca las horas, y sabe que, en
la vida, el momento oportuno sólo llega una vez. Y perdona los borrones en la
nota. Me estaba poniendo el esmalte que, para que conste, hoy es de un exquisito
color ruleta rusa.
Con amor, todavía no eterno, Simona.
He dicho "Dios", no "bio", o La educación debe tener un fin elevado
CUANDO veo a Giuseppe con sus hijas, la alarma DON'T PANIC que
habitualmente intento tener encendida en beneficio propio en el lóbulo
occipital del cerebro — me basta cerrar los ojos para verla — se apaga, y
comienza a encenderse una gigantesca alarma panic parpadeante. Eso no me ocurre
ni siquiera cuando me doy cuenta de que he salido con un calcetín más corto que
otro (cosa que no sólo revela que soy boba, sino también un horrible secreto,
que de vez en cuando me pongo calcetines altos hasta la rodilla: todas queremos
hacer creer que llevamos siempre liguero, pero debajo de los vaqueros es
inhumano, ¡vamos!, ni siquiera Lulá de la Falaise), ni cuando me cita la
profesora de primaria (¿cuántos puntos de madre he sacado?, ¿he aprobado el
examen?, ¿hay otra madre mejor que yo?, está claro que, en caso de respuesta
afirmativa, lo reconoceré deportivamente, pero no podré hacerlo sin subrayar
que la otra es bajita y un poco ancha de caderas), ni tampoco cuando un hijo se
queja de un fuerte dolor en el cuello ("¿será meningitis
fulminante?", me pregunto con mi admirable equilibrio de siempre;
normalmente, sin embargo, el enfermo, tras un cuarto de hora de sofá, se
levanta, se estira y dice: "Me encanta el olor a napalm por la mañana
temprano"; por tanto, concluyo que no, que no era meningitis, que
solamente había estado leyendo un tebeo en una posición incómoda).
Mantener la calma, DON'T
PANIC, siempre. Incluso cuando un hijo vomita espaguetis desde lo alto de la
litera acertando de lleno con trayectorias audaces precisamente en el interior
de la caja de los Lego, o cuando un joven aspirante a suicida decide
demostrarle al hermano que es mayor y que también sabe nadar sin manguitos y se
ahoga solo sin previo aviso (se hunde como el plomo, para mí que no sabía
nadar), o cuando una aceituna se atranca en la garganta de una niña que la ha
robado del plato con su mano gordita (tiene razón, la aceituna está mejor que
la papilla de verdura y cordero): en todos estos casos, una madre consigue
sacar una dosis de fuerza y sangre fría que no sospechaba tener, poner bocabajo
a la niña como a un conejo y darle un golpe seco en la espalda para que salga
la aceituna, repescar del agua al hijo por los pelos y comprobar que está bien
antes de dejarse llevar de una crisis de histeria y recoger cadáveres de
espaguetis sin sentir náuseas (para después jurar no comer nunca más).
Pero cuando veo a un padre,
como Giuseppe, que dirige, decidido, voluntarioso y convencido, la educación de
sus hijas hacia el vacío absoluto, no consigo experimentar más que pánico: la
alarma empieza a parpadear, me siento perdida. El padre es el que debe indicar
a sus hijos el sentido, y si un padre equivoca el camino, si no hace de padre,
¿quién podrá hacerlo en su lugar?
Por tanto, digamos sin más
que, personalmente, cuando comienzo a leer o a escuchar algún discurso sobre la
"educación en valores", el cerebro se me cierra instantáneamente como
ante la tabla periódica de los elementos químicos. No comprendo, ni siquiera sé
que se entiende por el término "valores".
Es toda una puesta en escena.
Educar de verdad, pero de verdad, es un trabajo dificilísimo que sólo Dios
puede hacer con nosotros, con una buena cantidad de tiempo y de gracia, y con
nuestra colaboración: tiempo, cansancio, lealtad, sacrificio y oración. Estamos
hechos de barro, y no basta una vida para limpiarnos y ponernos presentables.
Lo máximo que los padres podemos conseguir son comportamientos socialmente
aceptables. Por lo cual, las peroratas sobre la educación en valores me hacen
morirme de risa, por muy de moda que estén. Me parecen tan incisivas como las
pulseras de goma "stop al hambre en el mundo" o "contra la
violencia" (¿hay alguien que esté a favor del hambre en el mundo?), o como
ciertas formas de protesta: mi hijo, leyendo la historia de los Beatles, se
convenció de la bondad de las formas de protestar contra la guerra del estilo
de John Lennon y, lo mismo que él, pretendía pasar mucho tiempo en la cama
(pero fue obligado a levantarse para arreglar la habitación, una causa menos
noble, lo reconozco). A pesar de todo, yo también me ofrezco a protestar de ese
modo contra cualquier plaga, contra la extinción de las chinchillas o contra la
ineficacia de la línea ferroviaria adriática. Puedo dormir gratis por la
batalla civil que sea, me presento voluntaria.
La idea de educar en valores
me da la risa porque pienso que el hombre, por sí solo, es fundamentalmente
malo; lo dice el Evangelio, no yo. Por eso, dice Jesús: "Sin mí, no podéis
hacer nada".75 Por tanto, se trata sencillamente de estar con
él, que "sabía lo que hay en el corazón del hombre y no se fiaba",76
pero que nos ama igualmente, y nos ama hasta morir por nosotros.
En cambio, Giuseppe piensa que
su deber de padre es permitir que sus hijas saquen afuera libremente todas sus
potencialidades, sin limitaciones, sin presiones, libres un día para elegir en
qué creer. Y hasta aquí podríamos llegar con él: el riesgo educativo conlleva
siempre la libertad definitiva del hijo. El problema es que, para él, creer en
algo e intentar comunicar la buena noticia a los hijos significaría dañar su
libertad y su derecho a la autodeterminación: una idea que podría tener un vago
vestigio de sentido si el hombre fuera bueno por sí mismo, si no tuviera
necesidad de educarse en un combate espiritual hasta derramar la última gota de
su sangre, si no estuviera herido para siempre y marcado hasta en sus vísceras
por el pecado original. Por debajo de los diez años, más o menos, los niños
carecen de sentido moral autónomo y, para ellos, las normas llegan sólo a
través de las sanciones. Pequeños castigos demostrativos, por supuesto, nada de
malos tratos, pero señales claras (te quedaste sin helado, te quedaste sin
jueguecito) que sirvan para hacer que el niño respete las reglas simplemente
porque le conviene, antes de ser lo bastante mayor para interiorizarlas. Por el
contrario, para mis amigos, que aborrecen la idea de que exista una guía, el
padre no es más que un proveedor de servicios, que se encarga sobre todo de la
atención física y sanitaria y de la manutención; después, en el límite, más
tarde, un amigo que hace con él una parte del camino.
Creo que así se explican las
obsesiones contemporáneas de los padres por la atención médica o, en cualquier
caso biológica, de los hijos. No digo que haya que llegar a mis excesos
(siempre respondo al azar a los requerimientos de mis hijos sobre las enfermedades
infecciosas, ¿y hay alguien que se acuerde de todo?, mi única esperanza es la
memoria de mi tía hipocondríaca, yo me despreocupo), pero ciertamente Giuseppe,
y también su mujer, hacen que me angustie, disertan en la mesa sobre el
equilibrio del sistema endocrino como nosotros hablamos de peonzas, y tienen
una serie muy rígida de normas de tipo médico-físico: creo que su idea del mal
absoluto se parece mucho más a una enorme ración de patatas fritas del Burger
King (que, permitidme decirlo desde el púlpito de mi amplia experiencia de
madre blandengue, son mucho mejores que las del McDonald's) que a la
condenación eterna, lo único a lo que yo, personalmente, temo de verdad. Para
compensar el desinterés por la suerte del alma y por la felicidad profunda de
los hijos, mis amigos se preocupan muchísimo de su suerte inmediata, física: no
hay golpe de tos o manchita en la piel que no tengan que ser analizados, no hay
tarde que no esté ocupada por una actividad sana y estimulante, no hay comida
que no haya sido sometida a la comisión examinadora.
Lo sé, está claro que, en
cuanto al consumo de verduras por parte de mis hijos, yo podría mejorar:
digamos que tengo miedo de que, de un momento a otro, irrumpa en mi casa, a la
hora de comer, un grupo de hombres armados de la Food and Drug
Administration,77 y no sé si se conformarían con las dos o tres
sopas de verduras semanales que suministro y que, no obstante, que lo sepan, me
cuestan mantener pulsos extenuantes, hasta tal punto que mis hijos han decidido
reescribir la Constitución Italiana. El objetivo final, según dicen, es un
referéndum para abrogar el calabacín, su enemigo jurado. He aquí los primeros
artículos: 1. Esta casa es una democracia basada en los niños. 2. Esta casa
repudia su utilización del puré de verduras como instrumento de tortura y de
resolución de conflictos alimentarios. 3. Los deberes se equiparan al trabajo
en negro y, por consiguiente, son declarados ilegales.
Como nuestra casa no es una
democracia, y menos aún basada en los niños, mi marido y yo tenemos votos de
calidad, somos Grandes Electores, y la nueva Carta no ha sido aprobada, pero,
ciertamente, por aquí se ven pocos niños sonriendo ante un plato de brócoli.
Una vez, lo confieso, obligué a mi hija Lavinia a comerse una pera. Soy consciente
de ello, soy un monstruo de insensibilidad y sé que esa horrible experiencia la
marcará de un modo indeleble. Para expresarme todo su desdén, la pobrecita niña
de cuatro años, me miró a los ojos y sentenció: "¡Conque ahora eres
bio!". En casa, de hecho, "biológico" es sinónimo de las peores
vilezas, porque normalmente nuestros amigos biológicos comen horribles
caramelos de miel con forma de ositos (para nosotros, los caramelos, para ser
homologados, tienen que estar cargados de colorantes y conservantes), organizan
meriendas de degustación de acelgas, visten tejidos de algodón orgánico de
diseños llamativos y juegan con elefantitos de madera y tambores hasta la edad
de pasar directamente al primer porro (característico del joven criado a base
de principios bio, el cual, apenas le aflojas las riendas te las gasta de todos
los colores: cuando vienen invitados a mi casa, son claramente ellos los más
famélicos consumidores de comida basura).
En cuanto a las preocupaciones
médicas, mi principio guía es, por el contrario, la táctica del avestruz, que
queda condensada en la siguiente reflexión: "Si te haces una revisión, te
encontrarán lo que no esté bien; por tanto, no te hagas revisiones y todo
seguirá bien". En caso de duda, siempre llevo en el bolso, junto con los
productos de primera necesidad, como el Eau de Beauté de Caudalie y las
tiritas,78 un botecito de aceite bendito procedente de Loreto,
adonde vamos todos los años a encomendarnos: hasta el momento, la Virgen, Salud
de los Enfermos, siempre ha resuelto nuestros problemas físicos.
Como soy un poquito
consciente, sé que, en cambio, esa táctica del avestruz no la puedo aplicar con
mis hijos; por eso, por lo que a ellos respecta confío en una pediatra muy
lúcida, muy rubia y muy tranquila, que nunca se preocupa, pero que tiene todo
bajo control. Cumplo diligentemente todo lo que me dice, no tengo nada contra
la medicina tradicional (sé que tiene efectos colaterales, pero me basta y me
sobra con que te cure), no hago preguntas, no me interrogo, no consulto a otros
médicos, no busco en Internet, porque cada vez que tecleo el nombre de una
enfermedad en Google descubro que la tengo. Todas excepto, quizás, el cáncer de
próstata.
Tengo un montón de amigas que,
en cambio, conservan el médico de la ASL "sólo para las recetas
rojas",79 pero para todo lo demás acuden a algún médico de pago
fuera de serie, que a su vez solicita otros controles y verificaciones,
principalmente para demostrarles que no han tirado su dinero (detecto
igualmente, en algunos médicos, una alegre disposición a aconsejar
intervenciones quirúrgicas, que serán, por supuesto, más fiables si se realizan
en clínicas privadas). Por definición, dos opiniones médicas siempre serán
discordantes, de tal modo que proporcionarán material ansiógeno siempre fresco,
pero dando la sensación de que, al menos, hacemos algo por nuestros hijos.
Hijos que, aunque perfectamente alimentados y sanitariamente impecables, pronto
llegan a estar descontentos y a ser incontrolables. De hecho, ocuparse sólo del
cuerpo, deja fuera de las preocupaciones de los padres la parte fundamental, es
decir, la mente y el alma del niño. Y, por otro lado, las cosas no mejoran
cuando el niño se convierte en muchacho: se intenta intensificar la única
atención que los padres sabemos gestionar, la biológica, considerándolo siempre
un poco niño, y no un joven o una joven que aceptan su libertad y deciden cómo,
o mejor, para quién usarla.
El problema es: ¿cómo se le
dice a un padre que haga de padre, si no lo hace por sí solo? Es obvio que al
hombre se le cierran automáticamente los oídos cuando una mujer intenta darle
consejos, sobre todo si la mujer, casualmente, resulta ser también su mujer.
No tengo más remedio que
decírtelo a ti, Valeria, a ti que hablas mi lengua, la de las mujeres: hay muchas
cosas que puedes hacer para favorecer el nacimiento de un padre en tu marido,
Giuseppe. Por el momento, podrías dejar de alimentar resentimientos contra él
cada vez que se pone ante el ordenador, que ve la televisión o que se pone a
trajinar con algún dispositivo tecnológico, que es claramente la forma favorita
de relajarse de casi todos los pertenecientes al género masculino. Durante
algún tiempo, me hubiera gustado aclarar de alguna forma esta inexplicable
atracción, pero hace mucho que renuncié a entenderla. Convivo serenamente con
esa diversidad entre mi marido y yo, porque si nos encontramos con una amiga y
nos dice "Me he peleado con Andrea, pero no consigo llamarlo porque se me
ha roto el iPhone", yo grito angustiada: "¡No! ¿Que te has peleado con
Andrea?" en el mismo instante en que mi marido estalla abatido: "¿Que
has roto el iPhone?". Cuestión de prioridades.
De todas formas, Valeria, si
tu marido se escaquea de vez en cuando, sea cual sea su modo de hacerlo, debes
dejar de condenarlo por eso, y quizás incluso debieras aprender de él de vez en
cuando. También Dios descansó el séptimo día, hazlo también tú. Deja de pesar
en una balanza la contribución de cada uno a las tareas de la casa. Deja de
medir todo lo que viene de él, si es más o menos, mejor o peor que lo que haces
tú: así no lo respetas y, ciertamente, ése no es el modo de enseñar a tus hijos
a que lo respeten. No lo critiques nunca delante de ellos, no intentes ponerlos
de tu parte, porque vuestra parte debe ser una sola. Defiende su derecho a ser
distinto de ti, y si los niños lo asaltan cuando viene del trabajo, intenta
enseñarles que su papá no ha estado tomando el sol bajo un cocotero, y que
necesita descansar, porque no es capaz de pasar de una tarea a otra como mamá,
que de hecho tiene los nervios un poco frágiles y probablemente dentro de poco
tendrá un ataque cardiaco y así se decidirá a ralentizarse, cosa que será buena
para todos. Por otra parte, papá no se puede ordeñar incesantemente como mamá,
la cual, obviamente, para los niños no es más que una continuación de sus
propios cuerpos, un ser completamente carente de necesidades suyas autónomas
(recupera el derecho a meterse en la cama con fiebre sólo después de varios
años en los que, aun con fiebre, se arrastraba de un cuarto de los niños a
otro, a gatas, cabizbaja, con el paso de un jaguar, segura de caer si hubiera
intentado ponerse en pie; años en los que se dormía en la tienda cuando probaba
la almohada para las cervicales o en la camilla del angiólogo o cuando le
lavaban la cabeza en la peluquería).
Con objeto de que él, después,
empiece también a tomar decisiones en lo que se refiere a los hijos, no vale
decirle: "Tienes que decirle a Ludovica que no puede seguir así". Y
estaría muy bien que tampoco le dijeras: "Me gustaría que le dijeses a
Ludovica". Sería perfecto decirle: "Ludovica se comporta así"
(es verdad, no se da cuenta, es verdad, se distrae, es verdad, parece que no le
importe gran cosa, pero precisamente para eso estás tú a su lado) y añadir: "¿Qué
piensas? ¿Qué podemos hacer?". El buen padre tiene la lucidez para tomar
la decisión justa, porque se involucra menos afectivamente, no ve peligros por
todas partes y tiene el valor de afrontar también los desafíos que se les
plantean a sus hijos.
Por el contrario, una de la
técnicas preferidas de Giuseppe es hacerse el tonto, porque odia tomar
decisiones, una tara bastante extendida entre los varones contemporáneos. Quien
no decide, luego sufre de forma particular por las decisiones que toman los
demás, por los vacíos propios que algún otro llena después, por una
expropiación real de un territorio que se ha dejado demasiado libre. La única
manera de inducirlo a tomar decisiones es, por tanto, que te hagas la sueca,
que no busques soluciones por él, que no llenes sus vacíos y que le replantees
continuamente la cuestión. Replantearla no como un desafío, sino con el deseo
leal de escuchar su respuesta y, esto sí que me lo tienes que prometer, de
acogerla. Porque, querida Valeria, que no responda como tú habías pensado no significa
que se esté equivocando. Tienes que prometerme que lo que te diga lo escucharás
de verdad, intentando honradamente acallar todas las objeciones que se te
agolparán en la boca. Deberás decir que sí a sus indicaciones acerca de vuestra
casa y de vuestros hijos, confiando en su modo irreduciblemente distinto de
actuar en el mundo. Tu lealtad lo conmoverá. ¿Y sabes qué pasará? Si, por una
vez, las cosas no se hacen a tu manera, no pasa nada: ¿no te acuerdas de cuando
estuviste enferma de verdad?, soltaste las riendas y, como diría Jimmy Fontana,
"el mundo no se ha parado nunca ni un solo momento".80
Podrías descubrir, incluso, que él puede tener razón y que, aunque se haya
equivocado, el haberlo obedecido hubiera sido, a pesar de todo, un acto de
dominio de ti misma, de voluntad, de amor generoso para con él. Pienso que las
primeras veces que le des la razón, Giuseppe se sentirá un poco mal y se
preguntará, suspicaz, qué hay por debajo. Comenzará a temerse que le ocultas
algo terrible, por ejemplo, que tienes un amante, que has decidido separarte o,
aún peor, que le has estropeado su colección de discos de Nick Drake.81
Será difícil convencerlo de que lo único que quieres es fiarte de él, un
precioso espectáculo para los hijos, y un bonito desafío para él, que así se
verá obligado, la próxima vez, a preguntarse sobre el significado de ser padre.
Yo, personalmente, sé lo que quiere decir ser madre (tener mucho sueño), pero
no estoy en condiciones de decir lo que es ser padre.
No bastan, y ni siquiera son
necesarios, los manuales que infestan los estantes de las librerías de todo el
mundo, llenos de instrucciones de uso encaminadas a producir prestaciones cada
vez más elevadas (¿cómo se ha podido pasar la humanidad sin esos manuales
tantos miles de años?). No hacen falta porque lo de ser padres no es una
técnica, no son habilidades que haya que adquirir, aparte de algunas
fundamentales bastante intuitivas: no hundir el chupe en el barro antes de
ponérselo en la boca a un recién nacido, si es posible darle el pecho o, en
caso negativo, no añadirle licor alguno al biberón y no animar a los aprendices
de electricistas a cortar los cables con las tijeras o a meter estufas
eléctricas en la bañera llena de agua y con alguna hermana dentro. Hay que dar
cuanto antes signos definitivos y coherentes que expresen quién manda en casa:
manda quien esté en condiciones de comprender qué es lo bueno para todos, por
lo tanto, no mandan los niños de dos años, y quien esté dispuesto a servir,
para alcanzar ese bien, hasta llegar incluso a morir; por tanto, manda el
padre.
Misteriosamente, además, la
mayoría de los manuales limita a la infancia el radio de acción de los padres,
como si, pasado el tiempo de los cuidados biológicos, los padres hubieran
acabado su trabajo y como si, por el contrario, no comenzara el desafío más
exigente, la presencia de un hijo adolescente en casa, que será un severísimo
examen para nuestra coherencia de vida.
Lo que nos consuela y alivia
es que nosotros no damos la vida, nos es entregada por Dios, y a él se la
volvemos a entregar. Los hijos que nos son confiados no son producto de
nuestras habilidades, del control que hayamos conseguido ejercer, de las
técnicas que hayamos aprendido en los manuales.
Giuseppe, por ejemplo, es un
consumidor compulsivo de libritos de instrucciones acerca de la infancia. Se
esfuerza sinceramente en hacer su papel de padre, se lo ha trabajado: hizo de
él su única misión y, por eso, aprobó una oposición a un puesto fijo que no le
gustaba, pero que estaba hipergarantizado, se puso resignado su traje gris
(hasta aquel momento usado sólo en calidad de invitado a una boda) y todas las
mañanas ofrece heroicamente su cuello al nudo corredizo. Sus dos hijas son lo
único que activa su entusiasmo, toda su esperanza para el futuro, el veredicto
sobre su éxito personal; en cuanto a Valeria, se entregó con celo misionero a
su función materna, que la ha absorbido totalmente (os lo ruego, decidme que yo
no era así también, capaz de disertar durante horas sobre la consistencia de la
deposición de mi prole en el pañal, y más tarde sobre las notas del colegio y,
obviamente, sobre la incapacidad de la maestra para valorar plenamente las
potencialidades ocultas de mis muchachos).
Esta actitud, una inmersión
totalizante, un sumergirse sin traje de buceo en el mar de la paternidad, es el
estilo imperante y explica la proliferación de blogs, páginas de Internet y
libros que hablan de lo increíblemente perturbadora que resulta la llegada de
un niño y de las crueles renuncias que debe hacer una pobre pareja (piénsalo,
nunca más podrás irte de improviso a Formentera aprovechando una oferta de
último minuto, es realmente para que te den escalofríos) por causa del pequeño
soberano sin poder entregarse al conformismo más obvio: hacer todo lo que se te
pasa por la cabeza apenas te pasa y con el máximo de libertad (cuando, por el
contrario, la libertad es retar a duelo a nuestro egoísmo).
Será que, como estoy tan
pasada de moda, nunca disfruté de las noches locas de Formentera, ni antes ni
después del nacimiento de mis hijos, y ni siquiera sé lo que es un mojito, pero
la llegada de los niños no me resultó tan perturbadora, excepto por el hecho de
que ya no puedo correr maratones, porque habitualmente mi tiempo libre son tres
minutos y doce segundos al día (los uso para limpiar las manchas de moho de la
pared). Al contrario, si es por eso, mi tasa de mundanidad ha experimentado una
brusca subida: pizzas de fin de año con las maestras, fiestas de cumpleaños y
ensayos de danza.
Me resulta extraño que se
perciba tan a menudo a los niños como perturbadores, descontrolados e
invasores. Probablemente sea un efecto colateral del hecho de que su nacimiento
ya no es un acontecimiento natural. Adquieren por esa razón un enorme peso, se
convierten en el centro de las vidas de sus progenitores: rendición absoluta e
incondicional frente al niño. Yo, personalmente, si en el parque se me acerca
una madre con carrito, bajo la mirada y empiezo a hojear frenéticamente un
libro cualquiera, adoptando una expresión absorta y esforzada mientras releo
por octogésimo séptima vez un apasionante volumen que habla de un cierto Timmy
en el Polo Norte, todo ello con el objetivo de no hablar un solo minuto de lo
difícil que es convencer al pequeño de que deje el chupe (si el pequeño no es
mío, no me importa para nada su chupe). Entre paréntesis, cualquiera que
conozca a los niños sabe que "convencer" y "niño" son dos
palabras que nunca van juntas, lo mismo que el "a mí me" es un error
de gramática existencial. Un niño se dejará convencer para comprar un bidón de
palomitas algo más pequeño solamente a cambio de tres paquetes de cromos, una
clase de tratos a la que un padre jamás debería rebajarse. Un niño no se
convence nunca de algo razonable que limite, aunque sea mínimamente, su placer
inmediato. Un niño debe ser contenido, inducido y, a veces, obligado. Pero no
convencido.
Hoy día, en cambio, como los
adultos no están equipados para acogerlos, por estar desprovistos de
coordenadas educativas, los dejan adueñarse del entorno a su antojo, y se sabe que
un niño llega hasta donde se le deje llegar: hasta ocupar todo si no se le
contiene. No solamente no es necesario que el nene esté de acuerdo con las
líneas educativas, sino que es incluso indispensable que no lo esté, para así
ayudarle en los primeros pasos de la batalla que le espera de mayor, en el
combate espiritual, en el cuerpo a cuerpo contra el pecado.
¿Alguien ha oído alguna vez
decir a un niño: "Basta ya, he visto bastante televisión, creo que me iré
a la cama con una bonita edición de las opera omnia de Quinto Horacio
Flaco"? ¿Existe por casualidad algún pequeño que esté en condiciones de
decir, sin relación alguna con los estupefacientes: "No, querido
progenitor, te ruego que no me compres tampoco hoy un juego de construcción. Prefiero
la sobriedad, quiero usar mi fantasía e inventarme algo con lo que ya
tengo"? Si conocéis a alguno, quiero estrecharle la mano, llamadme a
cualquier hora del día o de la noche (abstenerse bromistas).
Cuando hay una pared y el hijo
quiere atravesarla como si nada, la madre intentará romperla para ver si es
posible hacer en ella una puerta. En cambio, el padre es la realidad: si esto
es una pared, es una pared, y si es una puerta, es una puerta. Por tanto, el
padre es la norma, la ley, pero también el descubrimiento, la búsqueda, el
conocimiento.
Antes de comprender esto, me
disgustaba que mis hijos le pidieran confirmación a su padre de todo lo que yo
decía: estaba segura de que tal cosa ocurría porque yo no lograba disimular mi
ignorancia, quizás había llegado al límite cuando les dije que Pancho Villa era
el ayudante de El Zorro, o quizás porque todo lo que funciona en casa lo hace
funcionar papá y, si el reproductor de vídeo se atasca, es mejor que yo salga
de la habitación. Después, me fui dando cuenta de que la culpa no es de mi
incompetencia — de todos modos, cuando esté jubilada pienso rellenar algunas de
mis lagunas—, sino de lo específico de la paternidad: el padre es el que indica
el origen y el destino del hombre. Por eso adoptamos el apellido de nuestro
padre (mientras la ley lo siga consintiendo), porque le pertenecemos a él. Un
padre que ciertamente no es más que un pálido reflejo del Padre al que
tendemos, pero que, así y todo, nos cuenta nuestra historia, de dónde venimos y
adonde vamos. Por eso, en nuestra casa, el padre, además de arreglar las cosas,
expulsa todos los miedos, da la valentía para experimentar. De hecho, el padre
tiene la fuerza necesaria para fijar objetivos difíciles de alcanzar, observa
al hijo, lo conoce y, por eso, establece las reglas (como decía Konrad
Adenauer, los diez mandamientos son tan claros porque no salieron de un debate
parlamentario). La ley no es limitación, sino que es lo que nos saca de la
esclavitud de Egipto: nos hace vivir mejor aquí en la Tierra (cuánta
infelicidad hay en torno a las personas que son su propia cabeza y que dicen
pertenecerse sólo a sí mismos...) y nos hace vivir para siempre.
Sí, Valeria, sé que a veces
ocurre que Giuseppe abronca a tus hijas de forma no exactamente proporcional a
lo que han hecho, sino proporcional a la importancia del partido que esté
viendo. Entiendo que tu instinto sea agarrar la liana y tirarte abajo a
defender al cachorro de los gritos del padre, pero eso es algo terminantemente
prohibido. Los padres son los que cortan el cordón que une a la mamá, de hecho,
deben salvar a los hijos de su abrazo sofocante y a veces mortal, porque ella
está programada para intuir y satisfacer todas sus necesidades. No se puede ni
siquiera imaginar la existencia de un hombre que fuera capaz de adivinar el
número de estratos de camiseta que necesita un bebé o que esté en condiciones
de descifrar un llanto infantil, ni siquiera lo consiguen los miembros de esa
rara especie que forman los pediatras varones.
Entre las dotaciones básicas
de las que están desprovistos los hombres está también la percepción de los
peligros. Cuando estoy con Giuseppe, las niñas hacen triples Axel — sin
patines, bastan los calcetines — para doblar las esquinas, se lanzan por las
escaleras para ver si pueden volar como la Antorcha Humana, ingieren botones y
tocan ollas hirviendo.82 Él, inadaptado e inconfesablemente aburrido
por hacer este trabajo forzado e ininterrumpido de baby-sitter, apenas
puede se distrae — hojea un libro, pone un mensaje, da una cabezadita — y las
dos aspirantes a suicidas, de una inventiva riquísima, se aprovechan
inmediatamente. Además, digamos la verdad, como no es una madre, el padre no
posee ese instinto que le hace adivinar una fiebre sólo por el tono de la voz
en el teléfono, una caída estando a dos habitaciones de distancia o una mala
nota por un golpe de tos. Un hombre no está capacitado para prever los peligros
y las insidias como una mujer, a menos que sea un neurótico hipocondríaco
declarado. Por consiguiente, ¿por qué obligarlo a que lo haga? Si la seguridad
fuera una preocupación masculina, los padres tardarían menos de dos horas y
cuarto en aprender a abrochar las correas del asiento infantil para el coche, y
no sudarían tanto.
Propongo, pues, una recogida
de firmas para salvar al hombre, al hombre al estilo antiguo, claro, de las
insidias de la visita a la pediatra, tarea extremadamente trabajosa para él,
durante la cual se verá expuesto a una serie de preguntas incomprensibles (¿qué
entenderá exactamente un hombre por tos seca?). La pediatra, por tal de
ayudarle, seguro que irá bajando progresivamente la dificultad de la prueba,
proponiéndole al final una pregunta de rescate, sólo por no echarlo a la calle,
como cuántos años tiene el niño (una especie de "háblame de tu autor
favorito"), y ésa sí que se la sabe, se acuerda porque el niño nació
exactamente después del título de liga.
Sin embargo, tal como lo veo
yo, el confín extremo de lo ignoto para un hombre sería recoger firmas para que
readmitieran a la antigua maestra de teatro. En primer lugar, debería saber que
su hijo hacía teatro en la escuela (en sus tiempos, en la escuela se aprendía a
leer y escribir). Después debería haber sabido que había una maestra para
enseñar teatro. Memorizar su nombre aunque fuera fea. Saber que la habían
sustituido. Indignarse. Redactar una carta de más de cuatro palabras. Contactar
con otros padres — se los encuentra cada año, pero sólo reconoce a uno de
ellos, y porque lleva una cien de sujetador—, escuchar sus razones, sintetizar,
mediar, aceptar objeciones y suavizar asperezas. Llevar la carta a la
directora. Mantener una conversación. Imposible.
Por otra parte, hay muchas
cosas que hace un padre y que una madre no sabe hacer, por mucho que a
nosotras, afectadas de delirios de omnipotencia, nos cueste trabajo admitirlo.
El padre propone nuevas experiencias y enseña a afrontar los problemas;
protege, pero cuando es conveniente permite arriesgar y ofrece un modelo para
los hijos varones; y aprueba y confirma a las hijas. Como él es el que ha
establecido las normas, también puede perdonar. Y, cuando está presente, está
presente con todo su ser, y puede apasionarse jugando como si tuviera diez
años, algo que aprecian enormemente los cachorros bípedos.
Llegados a este punto, tengo
que insertar aquí un agradecimiento a mi marido, que impide que en nuestra casa
entre en vigor la democracia, cosa que nos conduciría a un neto predominio de
la Pepsi Twist sobre el agua, de la lucha libre sobre el estudio y de las
actividades relacionadas con la peluquería sobre las de ordenar los juegos. Lo
que dice papá se escucha, porque papá es generoso y no tiene nada para sí
mismo. Me gustaría darle las gracias a mi marido porque siempre hace el trabajo
pesado, el menos creativo, pero el más útil para todos nosotros; porque es
sólido y lógico; gracias porque es de opción única — como un sofisticado
navegador que permitiera seleccionar nuevas mechas para la consorte — pero sin
averiarse nunca; sólo recibe SMS del Touring Club, pero para nosotros está
siempre (no como otra — ¿yo? — que siempre estaría comunicando); corrige con
mano firme, apaga las luces por la noche, quita los chupes y dice basta de
caramelos; siempre sabe distinguir entre la travesura y la impertinencia, y
siempre mantiene los enfados sin salirse del cauce; pide que le ayuden en los
trabajos de jardinería aun teniendo los cuatro ayudantes más incoherentes del
centro de Italia; le doy las gracias porque viaja, ve cine, explica guerras,
escucha opiniones incongruentes sobre táctica futbolística y aventuras
surrealistas de muñequitos Lego, pone (y oye) los despertadores y está
dispuesto a hacer todas las cosas que yo no sabría ni por dónde empezar; porque
nos guía, pero siempre me pide opinión (y cuando después hace lo que le gusta
siempre nos lleva); le doy las gracias porque es el rey de la chapuza y con una
creatividad totalmente suya — saliva o un clavo torcido — arregla práctica e
increíblemente todo. Le doy las gracias porque, aun pudiendo mejorar en el
aspecto de los cumplidos (¿siempre hay que decir toda la verdad?), estaría
dispuesto a morir por cualquiera de nosotros.
Querido Giuseppe: Tengo una sorpresa para ti. Me he decidido a
hacerte caso y he ordenado el ático. He encontrado tus viejas botas para andar
por el campo, aquellas capaces de aguantar un ataque nuclear, fabricadas por
aquí cerca cuando todavía no existía el made in China. Están un poco
endurecidas y puede que sean un poco pesadas (parecen dos planchas), pero creo
que están tan pasadas de moda como cuando salías al campo con ellas. Te las he
limpiado, les he cambiado los cordones y las he engrasado un poco. ¿Por qué no
pruebas aponértelas de nuevo? Tienen pinta de poder llevarte lejos, de estar
adaptadas al paso animoso de alguien que va abriendo camino. Por mi parte,
prometo que te seguiré y estaré ahí para controlar que nuestros hijos también
lo hagan. También porque tú vas delante, y apenas te giras para ver si alguno
se pierde.
A este respecto, que sepas que la pequeña me ha contado que te la
dejaste olvidada en el balancín: he fingido que no lo sabia. Por otra parte, si
uno es un jefe de aventureros, difícilmente puede estar preocupado por el
sombrero.
Con amor, Valeria.
Una sonrisa, please, o Estar de buen humor es un trabajo difícil, pero alguien tiene que hacerlo
EL problema principal, el motivo por el que no puedo seguir
censurando tanto a mi amiga Cecilia por sus quejas es, fundamentalmente, porque
tiene razones de verdad para estar descontenta. Hace un trabajo que no le
gusta, ella quería diseñar y fotografiar, en cambio, rellena hojas de datos en
una oficina con baja tasa de fecundidad, junto a colegas que van de leopardo y
lentejuelas ya desde las ocho de la mañana, con un carácter que se va agriando
de año en año (creo que es la sede provincial de la tristemente famosa Oficina
de Complicación de Asuntos Simples). Para ir y volver de ese lugar de tortura
hace tres horas de coche al día a una media de once kilómetros por hora; cuando
finalmente llega a casa, por la noche, tiene el tiempo justo de limpiar las
manchas de leche y cacao esparcidas por sus dos hijos preadolescentes que
juegan a la Play, de abrir el armario de la ropa y volver a cerrarlo
inmediatamente para que no se derrumbe el montón y de ponerse esas tristes
zapatillas por las que le vengo regañando desde hace años para después, acoger
finalmente a un hombre cuya locuacidad, cuyo brío y cuya simpatía harían
palidecer a Kim Jong-il.83
Cecilia es una persona firme,
que mantiene el sentido de la realidad, y cuando se queja sabe lo que hace. No
se parece en nada a mí, que de vez en cuando contraigo tumores letales en el
cerebro porque me parece que he perdido la vista, me hago un control urgente en
el oculista y, después, todavía a la espera de un diagnóstico seguro sobre el
raro mal que me aflige, descubro que únicamente me he cambiado de ojo las
lentillas, que he aburrido inútilmente a mi marido con mi última voluntad y las
disposiciones correspondientes para quien cuide de mi prole después de mí (esa
gorda pérfida que ocupará mi lugar en el corazón de mis niños) y que el solo
hecho de haberme puesto finalmente la lentilla derecha en el ojo derecho me ha
curado milagrosamente.
Decía que Cecilia, por el
contrario, sólo se queja de problemas reales. Pero se queja realmente mucho. Y,
tengo que decir la verdad, en mi opinión, contribuye a que su marido se vuelva
pesado, taciturno e increíblemente rígido (aunque hay quien asegura haberlo
visto reír, al parecer hacia finales de los noventa). Porque no hay nada que
hunda más a un hombre que tener a su lado a una mujer quejumbrosa, un tipo de
mujer que, por otra parte, es el modelo más corriente en el mercado.
A mi amiga no se le puede
regañar por muchas más cosas: es una madre buenísima y, a pesar de ser un poco
blandengue — a causa de la ingenuidad patológica que la aflige, sus hijos
consiguen engañarla prácticamente desde que saben usar más de seis o siete
palabras—, es generosa y lúcida. No es tampoco ese tipo de madre, tan habitual
en nuestros días, que no puede embarcarse con los niños en ninguna situación
trabajosa a no ser que la relación entre la cantidad de adultos y de niños sea
como mínimo de uno a uno, o de uno a dos como máximo. Ha sido capaz incluso de
gestos heroicos como, por ejemplo, hacer la compra con dos pequeños o ir a
buscar a los abuelos a doscientos kilómetros de distancia, siendo así que la
madre media considera un gesto audaz superar un puesto de peaje con hijos
pequeños detrás y sin un hombre al lado. De hecho, por algún motivo
inexplicable, se está extendiendo una epidemia de mamás incapaces: en la calle,
se reconocen por ir acompañadas frecuentemente por la abuela, que empuja el
carrito y que está dispuesta a intervenir en caso de que la joven deba acometer
alguna ardua empresa, como comprar el pan. Temo que el fenómeno tenga que ver
con la incapacidad contemporánea de contener a los niños, de inducirlos a
soportar terribles sufrimientos como, por ejemplo, estarse sentados en el
carrito o pasar delante de una heladería sin obtener nada o incluso, tortura
cruel, irse de la fiesta cuando su mamá dice que se acabó. A mí, personalmente,
me alecciona una amiga mía, madre de seis hijos, que, "como tiene
tantos", siempre le dejan alguno más, y que sale serenamente al parque con
ocho o nueve chiquillos. En cuanto a mí, nunca he salido con más de seis — por
eso dispongo de un coche de siete plazas, desgraciadamente sin baño, sin
siquiera un mínimo lavabo para limpiar incrustaciones de Pangoccioli en la
barbilla — y creo que ése es el límite manejable por una madre como yo,
desprovista de superpoderes.84
Cecilia también sabe cocinar
bien, otra rara habilidad y, cuando una entra en su casa, un olor bueno a
sofrito recién hecho, no a rancio, y a carne estofada con hierbas aromáticas,
predomina invariablemente sobre su sempiterno perfume Amarige, dando
siempre la sensación de que te estaban esperando.85 Es una habilidad
infravalorada por las mujeres de hoy, que se jactan alegremente de no saber
hacer nada en la cocina (aunque en mi caso no es jactancia, sino un lúcido
análisis de la realidad), no obstante que saber crear platos con ingredientes
básicos — no vale mezclar dos salsas preparadas y una pasta al huevo comprada —
es un modo incomparablemente elocuente de decirle a alguien que estamos
cuidando de él, y que lo hacemos sacrificando nuestro tiempo.
Mi sabia amiga Elisabetta, por
ejemplo, siempre les regala a las novias jarroncitos con hierbas aromáticas
cultivadas en su jardín, pero eso es demasiada tela para mí: necesitaría saber
cuáles son las hierbas, plantarlas, no dejar que murieran, recogerlas y ponerlas
a secar. Para tal fin, necesitaría asimismo tener en casa un rincón a salvo de
balonazos: dejé un huevo de Pascua en una panera y se suicidó en el instante en
que salí de la habitación ("un golpe de viento", siguen diciendo mis
dos terroristas de pasillo; al parecer en mi casa se originan corrientes de
aire peligrosísimas, responsables de misteriosos acontecimientos cuyos autores
son imposibles de encontrar jamás: acceso a la Xbox en días prohibidos y
raciones de tarta desaparecidas; lo único que no consigue hacer el viento,
desgraciadamente, es levantar del suelo los tristemente célebres calcetines).
Asimismo, Cecilia sabe hacer
manualidades de diversas clases: desgraciadamente, también fabrica sospechosos
artefactos de collage barnizado que, de cuando en cuando, amenaza con
regalarme, pero ésa es una falta leve. Y además cose y borda, está bastante más
arriba del nivel medio de la mujer trabajadora, que alcanza más o menos el
estadio "coser un botón". Si es por eso, yo también estoy en el nivel
básico, y puedo decir que me queda mucho por hacer: en efecto, si tenemos un
estilo propio de familia, nosotros seis, es probablemente porque casi siempre
nos falta a todos a la vez al menos un botón. Es bonito tener una familia con
un estilo uniforme, aunque preferiría ser una de esas madres rubias y un pelín
bronceadas, con camisa blanca, seguidas de pequeños hombrecitos y mujercitas de
altura escalonada, también ellos con camisas blancas y polos de Ralph Lauren,
una familia entera en pendant,86 que generalmente sale junta
para ver el estreno del musical y que, para nosotros, será siempre modelo
invariable de delicadeza.
Así que no se sabe bien por
qué criticar a mi amiga. Si ve una película, se acuerda del título mucho
después de haber bajado las escaleras del cine y, por tanto, está en
condiciones de mantener una conversación coherente sobre el tema, porque no se
duerme como yo hago normalmente. Memoriza nombres de directores y escritores y
formula sobre ellos juicios articulados y motivados, no como si en los últimos
años sólo hubiera leído La Pimpa y Zio Colombino o las páginas web de
cotilleo que debaten acerca de quién es la que lleva mejor las combinaciones de
color de Stella McCartney (yo voto por Kate Moss).87
Sólo que Cecilia nunca está de
buen humor, nunca es agradable, nunca sonríe, y para un hombre la gravedad de
este defecto supera con mucho las múltiples virtudes. De hecho, corresponde a
la mujer el deber de mantener alta la moral de la tropa, siempre. No en el
sentido de las pin-up que mandan al frente — por mucho que el no ser
irreparablemente feas y haber pasado de secundaria también ayude (creo) a ese
fin—, sino en un sentido más profundo.
Todo el mundo sabe, en efecto,
que una mujer, en el momento que tiene una familia, ya no se podrá abandonar,
al menos no todas las veces que quisiera, a periodos de abatimiento, porque de
su humor depende el de todos los suyos. Una mujer siempre habrá de tener en sí
un espacio soleado en el que acoger, en el que combatir contra el pozo negro al
que, de vez en cuando (o cada poco), la llama una vocecita interior, porque, si
se hunde en él, ¿a quién se agarrarán los demás? Tendrá que dejar de ver lo que
falta y sonreír a todo lo que hay y, a veces, incluso fingir un poco que hay
algo, no porque sea falsa o hipócrita, sino porque espera, espera siempre.
Se olvidará de sí, no porque
sea buena, sino porque se verá forzada: cuando quiera revitalizar su pelo de
hortensia seca, deberá lavar el de sus hijos; cuando por fin esté para
sentarse, después de no se sabe cuántas horas, saltará justamente entonces la
"alarma pompis" (un sofisticado mecanismo que emite puntualmente el
reclamo "maamaaá" cuando el trasero de una progenitora se acerca
peligrosamente a una superficie horizontal); cuando al final de la jornada abra
el periódico, las noticias, aun siendo ya viejas, tendrán que esperar otra
media hora, porque siempre habrá alguno que quiera escuchar Pollicina.88
Tendrá que dejar pasar los malhumores, los momentos de tristeza, los de
cansancio y miedo; y, si no pasan, seguirá adelante igualmente de la mejor
manera posible, porque, como dice el inmortal héroe Buzz Lightyear, si
no puedes volar, al menos intenta caer con estilo.89
"Voy a hacerle una ayuda
adecuada",90 dijo Dios al crear a la mujer y, según glosa Edith
Stein, esa que debe convertirse en su compañera, mediante una decisión personal
libre, puede decidir ir en ayuda del hombre y permitirle llegar a ser lo que
debe ser. San Pablo, en la Carta a los Efesios, controvertida desde hace una
veintena de siglos, minuto más o menos, invita a las mujeres a la sumisión.91
A mí, que sobre ese tema me he devanado los sesos hasta escribir un libro, me
parece que la sumisión tiene que ver algo, mejor dicho, mucho, con el buen
humor, entendido como capacidad de sostener, de abrir senderos en los días más
oscuros a fuerza de sonrisas, entendido como voluntad granítica de no dejarle
nunca al mal la última palabra.92 Estar literalmente por debajo, o
sea, aguantar cuando aparece la tentación de ceder, sostener al otro cuando se
abandona a sí mismo, permitirle ser lo mejor que pueda, incluso animarlo a
ello. Como escribía Joseph Ratzinger, siendo cardenal, "la mujer conserva
la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades
orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección".93
Para eso hace falta nuestra especial capacidad de resistir en medio de las
dificultades, de hacer posible la vida en situaciones extremas: todo ello para
hacer que vivan quienes nos han sido confiados, ciertamente no para nosotras
mismas.
Yo, por decir algo, para
mantenerme en forma, hago, para beneficio exclusivo de mi persona, ejercicios
de catástrofe prêt-à-porter. De hecho, desde que soy madre, para mí el
mundo está poblado de insidias, como, por ejemplo, aviones que hacen ruidos
siniestros que antes del primer parto yo no habría notado; como, por ejemplo,
análisis de sangre de la prole y boletines de notas, que son mapas de mi
eficacia materna de los que extraigo lentamente la información con los ojos
entrecerrados y la madura serenidad de un jugador de póquer que ha hipotecado
la casa; como, por ejemplo, comidas ligeramente más peligrosas que el cianuro
de las que hay que mantener alejadas las mandíbulas de los nenes (que además
son los mismos alimentos amenazadores que yo engullía a lo loco durante las
noches de estudio en la universidad y que, en honor a la verdad, no me han
llevado a una muerte lenta y dolorosa, sino sólo a un incremento neto del
contorno de muslos).
En cuanto a ti, Cecilia, me
dices que estás tan cansada que, cuando te encuentras con Massimo, por la
noche, después de los hijos y el trabajo, el tráfico, la compra y otra vez los
hijos, ya se te han terminado las reservas de sonrisas y buen sentido y la
paciencia, y él nota que los tienes precisamente para todos excepto para él.
Por descontado, te ahorro ahora el correspondiente sermón sobre lo de no darse,
porque la teoría nos la sabemos todas muy bien (yo he comprado libros sobre el
matrimonio a kilos, aunque algunos los he reciclado como rollos de papel de la
cocina), pero tú sabes que él tiene razón.
Si no eres capaz de
presentarte ante él con un tacón del doce y un vaso en la mano y fingiendo que
has encontrado interesantísimo ese artículo sobre la orden ejecutiva n° 11.110
y las políticas monetarias de Kennedy en los años sesenta que él te ha mandado
a la oficina para darte un poco de brío en tu jornada, intenta al menos no
llegar al sofá arrastrándote y no dormirte al instante, aunque no hayas cerrado
los ojos desde hace diecinueve horas. Sabes muy bien que la mujer da lo que ni
siquiera tiene ella y, cuando se ocupa de los otros, se cura a sí misma (una
madre que tiene hambre reparte bocadillos a todo el que se le pone a tiro, y
cuando tiene frío empieza a ponerle sudaderas a unos hijos que no tienen culpa
de nada).
Sabes también que, cuando, ya
por la noche, lo único que nos gustaría es estar sentadas e inmóviles,
descalzas, contemplando con éxtasis y devoto recogimiento nuestros dedos de los
pies por fin ya libres, depende de nosotras aquietar riñas, acallar caprichos,
ablandar, suavizar, sonreír hasta la parálisis facial, ver el destello de luz,
aminorar los contratiempos, ocultarlos si es posible o encontrar en ellos una
oportunidad maravillosa y compartir con el marido no todos los problemas, sino
sólo aquellos en los que él puede echar realmente una mano; decisiones
educativas rápidas, eliminación de caprichos o negociaciones, emisión de
opiniones seguras, así como la resolución de todos los problemas de
funcionamiento de cualquier objeto más complejo que una cafetera. Pero, en
cuanto a la temperatura, a la calidez, a la luz que debe permanecer encendida
en casa, puede que nosotras nos doblemos pero nunca nos quebramos, como se dice
en el estadio. Yo sé que mi marido va tirando del carro, pero yo soy buenísima
para animarlo (es cómodo, lo reconozco). La mujer tiene que llevar la
esperanza, una esperanza que no es un vago y buen sentimiento, sino que se
fundamenta sólo en una noticia: en que Jesús verdaderamente ha resucitado,
porque, al final, el miedo a la muerte es el miedo de todos los miedos.
La sonrisa tiene sentido de
verdad, profundamente, sólo si se enraiza en la esperanza de haber vencido la
muerte. Si no, ¿de qué otra esperanza se puede hablar? Y, de hecho, la noticia
de la resurrección le llega en primer lugar a las mujeres, el mensaje de ir
hasta los confines de la Tierra (por otro lado, está claro que, si quieres que
algo se sepa en todas partes, se lo tienes que decir a una mujer).
Lo admito, es verdad que tu
marido no anima al buen humor, sus más chispeantes contribuciones a la
conversación acostumbran a ser descarnadas intervenciones del tipo "Me
gustaría saber exactamente dónde has escondido el Maalox", "Invéntate
una excusa, pero el sábado por la tarde no, di que tendré dolor de
cabeza", "Se me ha caído otro botón del abrigo, dentro de poco lo
usaré como albornoz" o, para terminar, "Yo no aguanto más, me voy a
la cama". Justo para darte un último latigazo de determinación, de buen
humor y de energía antes de afrontar la última parte de la jornada: preparar la
ropa de los niños, emparejar calcetines, rastrear pechugas de pollo para
descongelar escondidas tras vasos de plástico con huevos de dinosaurio
hibernados y, finalmente, intentar acordarte del motivo por el que un día te
decidiste a casarte con él (tienes la foto, por tanto, fue un acontecimiento
real).
Pero si tú no resistes, lo
sabes, él no lo hará primero. No sé por qué es así, pero nos corresponde a
nosotras abrir la pista. En cambio, sí sé por qué lo hago: porque vale la pena.
De ti depende la felicidad de los que tú quieres, y también la tuya. Cuando
ignoras tu cansancio, la tristeza, el bajón, esa "relajante"
sensación de llevar el mundo a cuestas, cuando finges que no pasa nada porque
tienes que pensar en los demás, entonces pasa todo.
Considero algo fundamental el
aprender a hacer como si. Hacer como si es, para mí, una de las reglas
básicas del matrimonio. Cuando te parece que no lo soportas, que todo lo que
hace te pone de los nervios — puede ocurrir — o cuando te critica continuamente
y te parece que incluso el muchachote afásico que viene a entregarte el paquete
con los cascos en las orejas, los piercing la mirada vacía sería un
compañero más apacible para un aperitivo (por otra parte, también a tu marido
se le ocurrirá quedarse con la señorita del navegador — esa que dice:
"Tome la salida"—, que es más encantadora que tú), entonces es el
momento de hacer como si. Como si lo quisieras aunque las reservas te
parezcan agotadas. El amor es una extraña práctica en la cual a veces ocurre
que los sentimientos siguen dóciles como corderitos a nuestras palabras,
gestos, manos y brazos. A veces sucede, sí, sucede que se hace necesario un
esfuerzo de nuestra voluntad, al cual sigue, no obstante, un florecimiento
espontáneo y abundante.
Me preguntas dónde encontrar
las fuerzas. Bien, reconozco que no es fácil. Trabajo e hijos, hijos y trabajo,
nunca nada para ti, siendo tú prácticamente un sentimiento de culpa viviente.
Además, también estás a dieta, admítelo y, reconócelo, tu idea sobre el aporte
de grasas consiste en tener en el frigorífico un panecillo de mantequilla y
paseártelo por delante nerviosamente una media hora. Eso no ayuda a estar de
buen humor. La verdad es que lo único que ayuda a estar de verdad de buen humor
es una relación lo más viva posible con Jesucristo, que es el punto
arquimediano de la historia, el único puente hacia la presencia santa e
inaccesible de Dios. El sí que entiende de yugos: es el único que podrá
aligerar el tuyo y que podrá hacerte sonreír de verdad. Con una sonrisa que no
es una máscara, que no es una técnica psicológica ni el fruto de una meditación
oriental. Para nosotros, cristianos, esa sonrisa no procede de nuestra
valentía, de nuestro esfuerzo disciplinado, sino de la alegría de quien ha sido
amado totalmente, agraciado de tal modo que, después, no puede dejar de vivir
sobre la espuma de la ola, con la felicidad desbordante de hacer algo para
restituir a su alrededor esa abundancia de la que él ha sido saciado.
Tu marido trabaja aún más que
tú, pero, como es varón, ignora el tormento que nosotras conocemos tan bien, y
puede volver a casa tranquilamente, saludar, tirar la chaqueta y coger la bolsa
del fútbol-sala para salir de nuevo, sin sentirse un padre degenerado. Como
sabes, yo le doy la razón, porque la presencia que debe exigirse de un padre es
muy distinta de la que debe exigirse de la madre: no es necesario que esté
siempre ahí para cuidar, sino que diga las cosas importantes cuando hace falta,
que señale el límite, que encuentre tiempo para estar en exclusiva con sus
hijos, sin hacer nada más, sólo hablando con ellos, jugando, haciendo juntos
alguna cosa propia de hombres. Tú sabes que él hace mucho más que eso y, por lo
tanto, cuando le haga falta, hace bien en salir: tu marido sabe de qué tiene
necesidad, sabe que debe hacer un poco de deporte para estar bien y, como es
una criatura simple, como todos los varones, intenta satisfacer sus
necesidades, porque sabe que, al final, eso es mejor para todos.
Si, además, tú no consigues
hacer lo mismo que él — no insisto porque yo también soy campeona olímpica de
sentimiento de culpa—, entonces no te queda más que abrazar con alegría tu
pequeño y cotidiano morir, a pedacitos, pero morir. Convéncete y enamórate del
hecho de que estás haciendo un trabajo oscuro cuyos resultados no sabes si
verás. Lo que estás construyendo, tu familia, es una catedral, una obra eterna
que permanecerá para generaciones, para la eternidad, y que solamente tú puedes
hacer. Si no, quedará incompleta.
Es cierto que hay días, meses,
quizás años, en los cuales te limitas a esculpir una estatua bajo una bóveda,
algo que no ve, desde abajo, quien entra en la iglesia. Menos aún lo ve tu
marido, que por lo tanto se olvidará regularmente de agradecértelo, pero no te
lo puedes tomar a mal. Sabes que los hombres tienen un poco limitado su campo
visual, una tara que les impedirá percibir las camisas en los armarios y las
botellas en los frigoríficos, por no hablar de las flores en las mesas o las
novedades del vestuario de su consorte. Imagínate entonces si van a estar en
condiciones de ver todo lo que hacemos durante la jornada, sobre todo cuando
ellos no están (las madres son las únicas que poseen sensores que les permiten
ver a tres habitaciones de distancia, de hecho, yo digo de vez en cuando de
forma aleatoria: "Lavinia, recoge lo que has tirado", y lo bueno es
que siempre acierto).
Se da así una bonita
complicación, porque la mujer es mucho más sensible que el hombre a las miradas
que se posan sobre ella. Necesita ser reconocida, necesita gustar, necesita ser
admirada. Es una necesidad profunda, una especie de nostalgia de aquella
primera mirada recibida en el momento de la creación. Como si la eternidad
hubiera posado sus ojos sobre ella, dejándole para siempre una marca indeleble.
Una nostalgia que mantendrá siempre vivo su deseo de abrir la puerta, de
acoger, de dar. El dilema es ser capaces de dar sin reservas y de dar sin
perderse.
De hecho, la necesidad de amor
puede convertirse en la gracia de ser acogedoras, generosas y amables, pero el
pecado original ha transformado la gracia en fragilidad. La mujer, separada de
Dios, perdió aquello que realizaba su plenitud y entró en una lógica de dominio
con el hombre. "Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará",
dice el Génesis;94 y, así, la mujer volcó sobre él todas sus
expectativas y entonces comenzó en ella un deseo espasmódico de gustar, y aquí
habría que abrir un paréntesis acerca de lo que se invierte en contrarrestar el
envejecimiento. Son brindis al sol. Es decir, que basta que veamos a una chica
de dieciséis años dándose una vuelta con sus shorts para que se dispare
el instinto de ir al baño, coger la Crème de la Mer o cualquier otro
artículo que la dependienta nos haya vendido, por una cifra indecorosa, y decidirnos
a echársela al gato.95 Después, una se olvida, y al día siguiente
está otra vez dispuesta a creer cualquier promesa ("¡Ten cuidado, dicen
que eso da cáncer!". "Sí, pero ¿adelgaza?").
Depender de la mirada del otro
abre a la posibilidad de una herida, nos expone a la infelicidad, puede ser
humillante, es verdad. Todos somos identificados por una mirada, pero sólo Dios
nos conoce realmente y sólo El nos ama en todo nuestro misterio infinito. Y
solamente si Lo tenemos a Él en el corazón estamos en condiciones de ver el
bien en el misterio de quien está cerca.
Una vez llamé a mi amigo
Giovanni para felicitarlo por el día de su santo: se celebraba ese día al
"discípulo amado" de Jesús, y yo estaba segura de que él la
consideraría como su fiesta. Me había olvidado de que mi amigo, siendo
decididamente varón, festeja igualmente el día de San Juan Bautista, porque el
Evangelio lo define como "el mayor de entre los nacidos de mujer".96
"¿Por qué iba a tener que elegir?", me respondió. Precisamente porque
eres un hombre. Yo no tendría duda alguna si tuviera que elegir entre todos los
San Juan del calendario. Con toda seguridad, me gustaría ser la más amada.
Si su sed no es satisfecha en
profundidad, entonces la mujer busca otras compensaciones: le gustaría ser la
más bella del mundo, la más inteligente, la más algo, un deseo que el hombre
también conoce, pero de un modo totalmente distinto. El necesita sentirse
poderoso, porque en el fondo del corazón quiere saber que su estar ahí es útil.
Para una mujer es distinto.
Por ejemplo, si le contáis a vuestra amiga que habéis visto a su ex con otra,
ella comenzará a bombardearos con preguntas: ¿Cómo era? ¿Cómo estaba? ¿Qué
hacía? Pero no hablará de él. Querrá saberlo todo de ella. Cómo iba vestida,
cuántos años tenía, si parecía feliz o si, quizás, podría ser, esperemos, tenía
en los ojos esa extraña luz de la mujer que no es amada de verdad. Está claro
que, llegados a este punto, existe un prohibición total de hablar bien de la
otra, de esa tía desagradable, de la cual siempre diremos que era fea, baja,
gorda y muy triste, probablemente porque cuando esté a punto de ser abandonada,
si llega el momento, tendremos que dar nuestra opinión sincera.
Esta hambre atávica de amor,
querida Cecilia, te hizo andar completamente desorientada en la primera época
de tu matrimonio, cuando el impacto con la realidad ocurrió de un modo
completamente distinto a como tú lo habías imaginado. Por eso te dormías
llorando tantas noches, esperando que él no se diera cuenta (aunque, probablemente,
roncando es difícil notar algo que esté ocurriendo silenciosamente, aunque
ocurra junto a tu almohada). Por eso te has entristecido una infinidad de
veces, y continúas haciéndolo, no obstante que los años pasan y que, en teoría,
deberías saber que hay algunos callos que no llegan a formarse jamás.
El paso verdadero se da cuando
aceptamos el traspaso del corazón. Convenzámonos de que ese traspaso no sólo
depende de la presunta "maldad" del hombre, sino también de nuestra
fragilidad y, entonces, lo ofreceremos y, sinceramente, lealmente, ya no
pretenderemos cambiar al hombre que tenemos al lado. De ese modo, él podrá
realizarse en la verdad, libre de nuestras presiones, pero a la vez mirándose
en el espejo de nuestra lealtad, que nunca lo acusa, porque siempre parte de
una aceptación verdadera, profunda y sincera. No se trata de una acogida pasiva
que, al final, bien vista, es narcisismo, es dejar de luchar por el otro, por
su verdadero bien, porque el exceso de paciencia — la acogida pasiva,
justamente — puede significar igualmente dejar de creer que él es capaz de un
bien mayor: es una especie particular de desamor, que se parece mucho a la
resignación y que no tiene nada que ver con la estima profunda.
Porque, si el Dios pastor te
ama y te colma una y otra vez, entonces a tu marido lo dejas en paz. Estás
saciada, puedes entrar y salir del aprisco, y dejar que él lo haga también.
Esta docilidad conmueve a Dios, y asimismo conquista al hombre. Una mujer
"de buen humor" le permite al hombre dar lo mejor de sí mismo, hace
fecunda su fuerza viril, lo estimula con el ejemplo, casi lo provoca.
Por eso, querida Cecilia, no
sabes qué milagros realizaría el hecho de que dejaras repiquetear tu buen humor
en los oídos de tu marido. ¡Por favor! Entiendo que si uno no tiene sentido del
humor, no se lo puede inventar (hace algún tiempo, mi hija Lavinia se vestía
sola en su habitación y una vez, con mis propios oídos, la oí decir: "Ahoda
nos ponemos la camiseta, los lotardos, el buen humor..."), pero no
sé, haz algo poco prudente, de vez en cuando, algo estúpido, algo insensato. Y
no vale, como idea de tarde animosa, irse a un prado a recoger flores y
meterlas en el horno, para eso ponte a hacer la declaración de la renta, al
menos el contable que hay dentro de tu marido se pondrá contento. ¡Eres
demasiado sosa! No pretendo ni mucho menos que organices un viaje sorpresa a
Nueva York para el desfile de Betsey Johnson o que hagas un curso de burlesque.97
Bastaría seguramente con que de cuando en cuando salieras con él, una vuelta
por la ciudad, vosotros dos, sin ver ni siquiera un sofá o un pariente o un
partido de fútbol de categoría juvenil: finge estar en una canción de Sergio
Caputo, "puede que esté triste, pero mi corazón no lo sabe", y
aprende que "arruinarle la tarde no es chic".98
Pero no todo es cuestión de
ligereza, de columna sonora o de accesorios adecuados: el hecho es que nos
separa un abismo de diferencias. La mujer le plantea incesantemente al hombre
una exigencia, de generosidad y dedicación, que a menudo acaba en desilusión y
herida. Porque él es egoísta, pero también porque ella es exigente. Porque,
además, pensándolo bien, esa exigencia es otra forma de egoísmo, es decir, de
falta de amor: es el egoísmo de la mujer que no consigue nunca olvidarse de sí
misma, de su propio mundo interior. Es difícil ser delicada y estar relajada
con esa herida a cuestas, una herida probablemente abierta muchas veces cada
día. Es difícil llegar a decir, como Santa Teresita: "Grande es mi alegría
por estar sin alegría".
En muchos casos, basta activar
el traductor automático, así se les da sentido a los gestos del hombre,
preocupado por aspectos concretos, por la gestión, por el pan, por su acción en
el mundo. Ésta, por ejemplo, es una conversación corriente en mi casa:
"Eh".
"¿Me has llamado,
querido?".
"He podado los
limoneros".
"Sí, yo también te quiero
mucho, querido" (ahora sé que él me lo dice con gestos concretos).
Por otra parte, también el
hombre queda desilusionado en su deseo de la mujer perfecta que lo acoja, y que
sea grande y adulta en su belleza. Mi padre espiritual sostiene que toda mujer,
aun la más adulta espiritualmente, sufre de vez en cuando ataques epilépticos.
Si es leal, si es buena. Si, por el contrario, es maliciosa, o problemática,
sufre también ataques de histeria. En esos momentos pierde la cabeza, "se
le va la pinza", da patadas, se vuelve loca o, en resumen, cada uno que lo
exprese como quiera.
Yo soy buenísima para verlos,
esos ataques, en mis amigas, pero, obviamente, cuando se trata de mí misma
siempre me parece estar dotada de un admirable equilibrio. Excepto cuando, bien
pasada la hora en que una madre templada apaga las luces de los dormitorios,
Lavinia me anuncia que no puede recoger los Lego porque ha tenido un
"occidente de muerte" y le duele la mano y, por otra parte, Livia,
para no ser menos, emerge de un encuentro de lucha libre ("No estoy
muerta, sólo estoy un poco apaleada") y quiere una medicación profesional
para una herida imaginaria que le ha hecho Bernardo, el cual, en ese momento,
se acuerda de que tiene que llevar al colegio un bote y algunas perlas para el
trabajo de Navidad, pero son las diez de la noche y a mí me parecería ya algo
muy satisfactorio encontrar todos los pijamas, no digo los correspondientes a
cada uno, sino al menos de tallas compatibles, así que imagínate pensar en las
perlas, y mientras rebusco en el cesto, Tommaso me sale con un análisis del
escenario de Medio Oriente y una ráfaga de preguntas sobre la posición de
Turquía, y yo me arrepiento de haberle comprado todos aquellos juegos
estimulantes cuando era pequeño: ésas no son preguntas para hacerle a un ama de
casa. Pues bien, en estos casos, para conseguir que, como mínimo, alguien
recoja del suelo una Barbie o un libro, puede ocurrir, efectivamente, que mi
tono no sea acompasado, firme y lleno de autoridad, como conviene a una madre.
Puede que, no lo niego, haya ocurrido alguna vez que yo haya lanzado el cubo de
Rubik contra una pared (para después pasarme el resto de la noche intentado
arreglarla) o que haya dicho algo ruin y falso acerca de lo bien que se
comportaban los niños en mi época, haciendo una descripción inspirada, en
realidad, mucho más en el relato de Mujercitas, lleno de guantes de lana
y hermanas enfermas, que en mi infancia, llena de un hermano y una hermana
saludables con los que me liaba a puñetazos (exactamente como hacen mis hijos)
y junto con los cuales me dejaba la carne en el plato porque tenía grasa
(exactamente como hacen mis hijos). En cuanto a lo de tapar los rotuladores, no
puedo asegurar que fuera tan ejemplar como les cuento, pero después de todo,
¿quién lo va a descubrir alguna vez?
Bien, Cecilia, me duele
bastante, pero tengo que decirle a Massimo que ahora le toca a él. A veces debe
dejar que te pierdas un poco cuando pierdes contacto con la realidad. Cuando
sintonizas el canal de mis-lamentaciones, el canal de porqué-precisamente-a-mí,
el canal en-todas-partes-menos-aquí, cuando pones en antena en tu pantalla
interior los programas especiales "Por qué nadie me comprende" y "Todos
la toman conmigo", uno de tus mayores éxitos. No tiene que entrar en
sintonía contigo, no debe responderte. Un hombre verdaderamente noble sabe
custodiar y coger en brazos a aquella que en ese momento es su niña. La coge en
brazos, pero no la secunda: desconecta el volumen, no se deja arrastrar.
No obstante, es cierto que,
para hacer esto, hace falta un hombre sólido, concreto y rocoso. Pero estoy
segura de que nuestros maridos son mucho más capaces de lo que creemos de
cogernos en brazos. Cuando mis amigas me cuentan sus pequeños litigios, o
incluso divergencias, conyugales y las respuestas firmes y bruscas que reciben
de sus maridos — ¿puedo decir la verdad?—, a menudo entiendo la profunda
sabiduría masculina para saber acabar con los "caprichos", las
lamentaciones, las desorientaciones y las quejas.
Esto de hacer cada uno su
propia parte, escuchando al otro sin dejarse condicionar por él, es
fundamental, y para hacerlo hay que ser verdaderamente, plenamente, hombre y
mujer. Si contemplamos la dinámica que se da entre Adán y Eva, Adán se deja
llevar por Eva, mientras que Jesús, nuevo Adán según el paralelismo
paulino-joánico, le dice a María: "No sigas reteniéndome". Jesús no
permite nunca que sean las mujeres las que conduzcan la relación con él, sino
que siempre es él el que lleva las riendas de la relación.
Querido Massimo: me gustarla regalarte un abono anual para uno de
esos canales que programan películas en blanco y negro, Totó y Peppino,99
comedias americanas de los años cincuenta, El gordo y el flaco. Esas
que te ponen de buen humor (lo sé, eres un mártir retro), sobre todo si las
echan los domingos por la mañana y puedes retreparte en el sofá, perdiendo un
montón de tiempo de modo sanamente irracional Prometo que ya no volveré a
intentar que te levantes para hacer cosas constructivas, y que alzaré una
barrera en torno al sofá, de modo que los niños te dejen tranquilo.
Intentaré también oscurecer la señal de mi canal personal vía
satélite "Crisis-Histérica". Cuando lo sintonice, no obstante, debes
prometerme que me cogerás del brazo y que me apagarás la televisión, como se
hace con una niña pequeña y caprichosa. Yo intentaré fiarme de ti, y también,
si cojo una rabieta, no me hagas caso.
Con amor (y una sonrisa final), Cecilia.
Durmiendo con su enemigo,100 o Extraño pero cierto: Pon lo primero el amor, también en el matrimonio
BEATRICE, además de trabajar fuera, es un ama de casa, modelo Italia
antes del boom económico: cocina, limpia y ordena. Borda, cose y hasta
decora muebles. Organiza, invita y recibe. Hace compras semanales monumentales,
planificando la vida familiar con la capacidad de un general (que estuviera
preparando la campaña de Rusia, creo yo, a juzgar por la cantidad).
Es capaz de venir a cenar a mi
casa y traer dos cacerolas con el primer y el segundo platos, prácticamente
todo el menú, y de darme las gracias después por haber pelado la fruta y haber
volcado en una ensaladera una bolsa de verduras crudas compradas ya limpias; se
comporta de un modo tan creíble que, al final, acabo convencida de que
realmente la comida la he hecho yo. Así, mientras ella, con unos pocos gestos
decididos, se hace con el control de mi cocina, yo me sumerjo con toda la
prole, los míos y los suyos, en actividades más adaptadas a mí: ensartar
collares con las pequeñas o hacer para los mayores el papel de la princesa
Leila, con un velo en la cabeza y en el corazón una pena lacerante por no poder
vivir como quisiera mi amor por Han Solo.101 "¿Cómo se puede comparar
una lasaña con alcachofas con el dolor que me veo obligada a soportar?",
me pregunto con voz desgarrada por la emoción, mientras les digo dónde está el
abrebotellas (probablemente debajo de ese montón de viejas revistas Runner's
World leo cuando finjo cocinar).102
En el frente de operaciones, a
Beatrice no se le puede reprochar realmente nada, al contrario, yo me sentiría
menos inútil como ama de casa si ella lo fuera un poco más. Imagino que me
considera algo superficial desde que, habiéndome dicho una vez que la sopa se
podía hacer también sin pastillas de caldo condensado, yo celebré el fascinante
descubrimiento como una nueva frontera de la ciencia.
Si la tenéis que invitar, aun
así, tenedla siempre ocupada; basta con algo relajante como desbarnizar puertas
y ventanas. Porque cuando está inactiva comienza a hacer planes y, antes de que
haya puesto en el platito la taza de café, ya ha montado una celebración para
alguna fiesta creada adrede — qué sé yo, el aniversario de la operación de
tibia de la señora del cuarto piso—, en la que debe intervenir todo el
vecindario (a mí me asignará normal y piadosamente la única tarea de escribir
los nombres en los vasos de papel, por algo una es escritora...).
El problema, sin embargo, es
que con Paolo, precisamente con su marido, toda esa capacidad de cuidar, de
organizar, de establecer relaciones entre las personas, de encargarse de los
demás, parece desvanecerse. Sólo para empezar, digamos que, como él tiene un
sistema cardiocirculatorio normal, después de sus ocho o diez horas de trabajo,
le gustaría descansar de cuando en cuando. Nunca se aventura a expresar esta
rara aspiración, porque ella lo fulminaría. Y así, entre ellos, se activa
ineluctablemente un círculo vicioso: cuando más le ordena ella que les eche un
vistazo a los niños, más experimenta él una morbosa e irrefrenable atracción
hacia todo lo que pueda distraerlo del encargo. El periódico, por ejemplo. Lo
mira con avidez mientras intenta, con el rabillo del ojo, controlar a la
pequeña para que no se pegue en mitad de la frente con el tablero de la mesita.
Lee vorazmente la publicidad de la consulta de un dentista que pone prótesis
vanguardistas o el artículo sobre el reciclado diferenciado de la basura en el
suburbio de Torchiagina, se bebe cualquier página que encuentre abierta delante
(no puede ir pasándolas porque siempre tiene un biberón en la mano y una
manecita regordeta en la otra). Se queda extasiado contemplando el folio como
si contuviera el secreto de la aparición de la vida en la Tierra.
El pensamiento de acoger a su
marido cuando vuelve del trabajo intentando hacer que se sienta bien,
pensamiento, por otro lado, no especialmente excéntrico, jamás ha rozado la
mente de Beatrice o, si lo ha hecho, ella lo ha alejado con firmeza. Me temo
que cree tener el deber de respetar un rígido contrato de convivencia según el
cual las cargas se dividen con precisión milimétrica, y desperdicia un montón
de energía en controlar que tal cosa se realice: exactamente lo contrario del
amor, más o menos. El amor quiere que uno rivalice en hacer aquello que le
gusta al otro, en quitarle cargas, en anticiparse incluso a sus deseos.
En particular, no sé cómo esa
actitud soldadesca de Beatrice les puede permitir disfrutar de una vida íntima
rica y feliz. La sexualidad masculina, me ha explicado un sacerdote — un hombre
que conoce a sus semejantes mejor que ningún otro — es la más desconocida.
Nosotras creemos que, para seducirlos, hemos de adoptar un actitud de pantera,
mientras que lo más importante es que el hombre no se sienta juzgado. La mujer
ha de convertirse en acogida infinita: como juzgue al hombre, éste escapa,
porque una mujer así no pone en movimiento la espiritualidad; esto es cierto en
todas las fases de la vida sexual masculina, la fase juvenil en la que busca a
personas más grandes, la fase poderosa y generadora y aquella última fase en
que se transforma en una corriente de ternura. Todos estos aspectos, vividos en
el matrimonio, pueden ser muy placenteros, a condición de que por parte de la
mujer haya una aprobación total.
El amor conyugal funciona si
se encuentran dos amores. Por ejemplo: el hombre querría que la mujer no
llevara las riendas, el hombre hace feliz a la mujer tomando la iniciativa.
Funciona cuando ambos se quieren hacer felices uno al otro, cuando se
encuentran estas dos actitudes y, a veces, eso ocurre por casualidad. Es
decisivo que haya una corriente de ternura, sonrisas y consideración, que
después se pueden transformar también en genitalidad, pero ese amor conyugal
también es en el hombre, contrariamente a lo que se cree, mental y espiritual.
Me resulta difícil ver ese
respeto y esa delicadeza en casa de mis amigos. Mientras Beatrice sigue
señalándole a Paolo lo que no hace, él intenta hurtarse de lo que ella le pide
y, objetivamente, se escabulle, se escurre y se escapa (especialidad
masculina), abasteciendo siempre de nuevos materiales el cahier de doléances103
aniversarios olvidados con precisión suiza, cabelleras de los hijos lavadas por
encima después de salir de la piscina porque el frío templa el carácter
(imagina que a mí, Paolo, el otro día, ese cuello rígido tuyo, más que
carácter, me parecía un problema de cervicales), encargos sin hacer (un hombre
podrá acordarse, como máximo, de comprar un cuaderno, pero nunca con la portada
rosa y con la Winx adecuada; no se las arregla).104
Todos ellos, defectos
corrientes en los hombres de otras generaciones, pero inadmisibles en el Buen
Padre y Buen Marido que la mayoría prefiere hoy.
Beatrice, junto con su marido,
parece repudiar todos los talentos femeninos que tiene y que, en realidad, vive
plenamente en muchas otras relaciones: siempre tiene un regalo que hacer a
alguien, una palabra que dar y las puertas de la casa abiertas. Una generosidad
que, a su marido, misteriosamente, se le niega.
El cáncer que corroe hoy a las
parejas es cierto sentido de la igualdad mal entendido. La idea de que las
diferencias entre los géneros son solamente condicionamientos sociales, idea
enormemente extendida y ahora aparentemente imposible de erradicar, junto con
el hecho de que, objetivamente, se realicen cada vez más las mismas tareas
(trabajos fuera de casa, competencias similares, objetivos comparables) hace
que estar juntos sea mucho menos imprescindible que antes. En primer lugar,
desde un punto de vista práctico, porque se acaba negociando cada vez, de modo
extenuante, quién hace cada tarea. Además, desde un punto de vista más
profundo, porque se corre el riesgo de hacer del otro algo ontológicamente
superfino. Si yo me autodetermino, de hecho, y me basto a mí misma porque ya
estoy completa, ¿de qué me sirve elegir a un hombre, para siempre, y entregarme
a él? O, más sencillamente: si lo que hace el otro me pone de los nervios, me
saca de mis casillas, me parece equivocado, ¿por qué no decírselo y no hacer
algo para que no vuelva a suceder (si no basta con discutir, lo dejo)?
Cuando mis amigas me hablan de
las cosas que se esfuerzan en aceptar de sus maridos, nunca se me ocurre pensar
que se hayan equivocado al elegir a esa persona — es la primera duda que el
divisor, el diablo, nos susurra al oído apenas puede—, sino que deben seguir
trabajando en ellas mismas, porque lo que nos contraría de los demás nos está
diciendo algo sobre nuestros defectos, sobre el camino que nos queda por hacer.
Sólo nos afecta el mal que encuentra eco en nosotros, de otro modo, vuelve
atrás sin molestarnos. Como predicar bien no cuesta nada, al contrario, con muy
poco esfuerzo se da una muy buena impresión, a mis amigas que están en modo
"lamentación" les aconsejo, cuando las irrita algo en sus maridos,
que hagan como María, que guardaba todo en el silencio de su corazón.
Pospongamos la queja, intentemos comprender si esa irritación no nos está
diciendo algo importante sobre nosotras mismas (lo sé, marido, son palabras muy
bonitas, pero son para mis amigas, en absoluto para mí). Hablo en femenino
porque conozco bien mi especie: para contrastar opiniones sobre estos asuntos
con una mujer no hace falta, como con un hombre, haber estudiado siempre
juntos, desde la guardería hasta la licenciatura, o haber bebido o encontrarse
en medio del campo esperando ya dos horas y cuarto a que llegue la grúa o estar
increíblemente tristes, sólo basta con tener ganas de hablar. No obstante, sé
con seguridad — tengo mis fuentes — que a muchos hombres les gusta pensar que
tienen las alas cortadas por culpa de su mujer, que quién sabe lo que hubieran
hecho si no se hubieran casado, qué aventuras hubieran vivido al otro lado del
océano, qué salvajes conquistas. Me temo que son los mismos que dan vueltas por
la casa planteándole a la mujer preguntas lastimosas de todo tipo, como
"¿Qué quieres que haga, la cocina o el baño?".
El hecho es que, en cualquier
caso, tenemos límites, sea cual sea la vida que elijamos. Y está bien que sea
así, porque somos limitados. No podemos ignorar que habitualmente somos
incapaces de ver lo que es bueno para nosotros, incapaces incluso de pedir en
la oración lo que nos hace falta. Esto nos convence de que "no es bueno
que el hombre esté solo",105 de que cada uno de nosotros debe
entregar a alguien su propia vida. A una criatura o, directamente, a su
Creador. Esa criatura, por sí sola, no podrá colmarnos definitivamente, pero
nos acompañará en el camino, porque nadie debe, ni puede, caminar solo. Nadie
ve en sí mismo todo lo que tiene que ver, es la mirada de otro la que te dice
quién eres.
A Beatrice nunca se le ha
pasado por la cabeza que Paolo la pueda completar, que le pueda decir lo que le
falta para ser más santa, por consiguiente, más feliz. Su marido, desde el día
en que se casó con ella, es su camino hacia Dios, y no puede elegir uno
alternativo cuando "se siente" contrariada.
Lo que nos limita, incluso, lo
que a nosotros nos parece que nos limita, aunque no siempre nos demos cuenta,
en realidad, nos sostiene. Nos mantiene en pie, nos impide caer, perpetrar
desastres en la vida, permanecer solos, estériles y egoístas, infantiles y
frágiles. Eso mismo es lo que hace la obediencia en las personas consagradas, y
no encuentro una imagen mejor para decirlo que la elegida por Giotto, que, de
hecho, de imágenes sabía un poco: la obediencia sostiene a San Francisco, en la
bóveda de la Basílica Menor de Asís, como una especie de andador de niño
pequeño que lo sujeta por la espalda. Parece impedir sus movimientos, pero, en
realidad, lo hace estar derecho. Es un alivio, una ayuda para caminar, lo mismo
que el que se usaba hace años para los niños que daban sus primeros pasos
(también la puericultura tiene sus modas, como sabemos muy bien nosotros,
crecidos con botas ortopédicas, que en los años setenta eran lo mínimo para
ganarse el Cupón de Mamá Concienzuda).
A mi amiga, estos discursos le
provocan crisis asmáticas o la urgente necesidad de terminar la conversación
telefónica para ir a extraer níquel de una mina boliviana en la que no haya
cobertura para móvil, y es que, según yo lo veo, no sólo no es creyente, sino
que no tolera ningún discurso relacionado con Dios. No sé qué le habrán dicho,
pero lo considera un sádico que la quiere fastidiar con órdenes costosísimas de
cumplir, tristes y exigentes. A mi amiga le bastaría con darle oído, por una
vez, a esa inquietud que la persigue, a esa sensación de falta de plenitud, a
esa rabia que exige una respuesta, a esa rabia de la que no es responsable su
marido.
"¿De qué marca
eres?", me preguntó una vez una amiga a la que yo no sabía explicarle mi
desasosiego de aquel día. Comencé a buscar entre las cosas que llevaba puestas,
por si acaso, por error, llevaba algo de marca (no llevaba).
"Yo soy de marca
vacío", respondió ella en mi lugar; yo continuaba buscando alguna firma y
sólo encontré un arañazo en la nariz siempre goteante de mi hija Livia, pero no
creí que fuera homologarle como marca de moda. Pero, realmente, como dijo ella,
todos somos de esa marca, "vacío"; está escrito dentro de nosotros,
se nota en esa nostalgia inexplicable, en esa tristeza que está en el fondo de
cada cosa humana. También en cada cosa espiritual, desde el momento en que
nuestro ser en la Tierra es siempre un "todavía no", un ver "de
modo imperfecto, como en un espejo".106 Se trata de la falta de
plenitud que pone de manifiesto la declaración de amor más bella que yo haya
escuchado jamás, la de San Anselmo de Aosta a Dios: "Que, deseándote, yo
te busque y, buscándote, te desee; que, amándote, yo te encuentre y, encontrándote,
te ame".107
Nuestro ser macho y hembra
está empapado de ese ser en tensión que busca la plenitud. El Génesis dice que
Dios crea al hombre "a su imagen, macho y hembra".108 No
se trata, por consiguiente, de una carrocería externa que reviste a seres
humanos indiferenciados, sino de una naturaleza profunda que, precisamente en
la diferencia, dice algo de Dios. La tensión entre lo masculino y lo femenino
tiene algo esencial que decir de la imagen de Dios. La relación entre masculino
y femenino es figura de la Trinidad, del amor que une a las tres Personas. En
el amor subsisten eternamente las tres Personas, pues cuando San Juan escribe
que "Dios es amor" no habla de una cualidad de Dios, o sólo de la
relación trinitaria, sino también de la misma esencia divina.109
Ambos, hombre y mujer, están
llamados al "sacerdocio real",110 a la perfección, pero
llegan a él según su don particular propio, según su "acentuación
existencial" propia, como la llama Pavel Evdokimov, dos acentos que actúan
juntos potenciándose y exaltándose el uno al otro: el instinto masculino de la
agresividad, de la guerra, si consigue armonizarse con el de la mujer, se
transforma.111 La cuerda tensa llega a ser capaz de producir música,
para lo cual hace falta, sin embargo, que sean más de una las cuerdas que
suenan juntas.
Las cuerdas de la mujer son el
instinto de la vida, de la construcción, de custodia de lo sagrado. La mujer
acoge, interioriza, guarda las palabras en el secreto de su corazón; el hombre,
en cambio, es más dado a salir fuera, a prolongarse, a fecundar, a construir.
La mujer custodia la vida y
siempre llamará al hombre a pensar en su propia dignidad, en su propio valor
único e irrepetible. Y lo hace porque tiene una relación más íntima que él con
los misterios de la fe y de los sacramentos, a los cuales también conduce a sus
hijos, sean o no sean de carne, porque una mujer completa siempre es madre.
Precisamente por estar más cerca de la raíz de la vida y de su sentido, la
mujer no tiene miedo de sus propios límites, ni siquiera de reconocerlos y de
nombrarlos; tampoco tiene miedo del tiempo — le debo también esta imagen al
gran teólogo ortodoxo ruso Evdokimov — porque sabe que el tiempo hace falta,
como en la gestación, para fabricar una nueva vida, la del niño, la de las
personas que le son confiadas. La mujer es capaz de ir a lo esencial de lo que
hace falta para la vida de cada uno, pero más aún para la vida del hombre. En
efecto, en el Génesis se puede leer literalmente que es "una ayuda que
está frente a él". La mujer es como un espejo que refleja ante el hombre
su rostro mismo, se lo revela y se lo desvela.
Un pequeño paréntesis poco
teológico: los espejos, aparte del de la reina malvada de Blancanieves, no
hablan. Reflejan las imágenes sin hacer comentarios. Eso es lo que nosotras
debemos hacer con nuestros hombres. Convencerlos con nuestra belleza, dejar que
vayan tras ella, a veces que la intuyan solamente, porque en el fondo de
nuestro corazón hay un Sancta Sanctorum en el que, de cuando en cuando,
nadie puede entrar, salvo Dios. Dejemos de echar sermones, hablemos por medio
de la vida, con paciencia, porque el tiempo que hace falta para que despunte el
brote no es una preocupación que nos concierna a nosotras. Mis pocas, pero bien
aprendidas, lecciones de hombrología barata me dicen que el hombre sólo se
convence de una manera: cuando algo toca su corazón, cuando nuestra bondad y
coherencia lo obligan a mirarse en el espejo de una belleza feliz, para él
profética.
Una vez mirada su imagen en
nuestro espejo, el hombre puede ir más allá de su propio ser, hacia fuera,
prolongarse en el mundo del cual es dueño y señor, un dominus
inspirado por nosotras en su misión, y completado por nosotras.
Esta dinámica maravillosa de
lo masculino y lo femenino es un prodigio, y sólo la fantasía de Dios podía
haberle confiado a este prodigio la transmisión de la vida, es decir, la
generación de los hijos destinados a vivir in eterno. No me explico que
esto haya podido conducir a la lucha entre los sexos, pero las mujeres están
mal desde que adoptaron las lógicas masculinas.
Cuántos desahogos he recogido
en ese sentido — "Me he equivocado en todo, he peleado y me he gastado por
cosas equivocadas..."—, cuántas confesiones a medias, cuántos valientes
reconocimientos — "Te envidio, porque has puesto la familia en el primer
lugar, a mí ahora ya no me queda nada". Cuántas mujeres se han dejado
convencer de que lo justo era ponerse las primeras a sí mismas, porque yo lo
valgo, porque yo soy mi primer amor, porque si no estoy bien conmigo misma no
puedo estar bien con los demás (como si no fuera al contrario, o sea, que
estamos bien porque amamos y cuidamos a aquellos que nos son confiados), porque
yo dependo sólo de mí misma (como si no fuera verdad que cada uno de nosotros,
hombre o mujer, es un ser en relación — dependiente: de Dios y, una vez colmado
de él, dependiente en algún sentido incluso de las personas que amamos).
Me parece ahora claro,
demostrado, enojosamente reiterado como perejil de cada salsa, el hecho de que
las mujeres están en condiciones de hacer las mismas cosas que los hombres (en
el debate, normalmente, en este momento se propone una lista de ejemplos
comprensibles hasta por los niños de primaria, como astronauta, jefe de estado,
físico nuclear, para probar de lo que son capaces las mujeres, lista que da
lugar a lugares comunes como "el verdadero sexo fuerte", "es que
yo siempre las he respetado", "imagínate yo", "y además mi
abuela estudió").
Está bien, lo sabemos hacer,
pero, me pregunto, ¿a qué precio? ¿Cuánto tiempo y energías les han sido
sustraídos al marido y a los niños con objeto de llegar así de alto? ¿Cuántas
tatas habrán enjugado las lágrimas que deberíamos haber consolado nosotras?
¿Cuántos deberes habríamos podido corregir con calma, enseñando a nuestros
hijos a usar mejor sus cerebros? ¿Cuántos cuentos les habríamos podido leer?
¿Cuántos arrebatos consolar, cuántas conversaciones, con sus amigos en la
habitación de al lado, escuchar para intuir muchas cosas de nuestros hijos? Es
verdad, las mujeres están obligadas a elegir, porque el día tiene veinticuatro
horas. Efectivamente, yo también lo considero una grave injusticia. Me dirigiré
al Tribunal de Justicia de Estrasburgo.
¿Y cuántas mujeres, por otra
parte, además del trabajo, se han dejado embrollar con la retórica del tiempo
para mí, para la peluquería, para el gimnasio, para las amigas, dejando para
los hijos las migajas, olvidando que los años vuelan y que los hijos crecen...
tan rápido?
Ahora no me parece el momento
oportuno para profundizar en el asunto del trabajo femenino, porque lo único
que yo quería era darle unos consejos a mi amiga Beatrice, intentando hacer que
vislumbre la posibilidad de hacer de mujer con su marido, si la idea no le
parece demasiado extravagante. Sobre el trabajo, de todas formas — aun estando
fuera de tema la tentación es demasiado fuerte—, me basta con repetir mi
mantra: horarios flexibles para las madres. Hemos entrado en el mundo del
trabajo, intentemos ahora, por favor, cambiar sus reglas. No para entrar en los
consejos de administración, problema, imagino yo, candente para una mujer de
cada cien mil. Para todas las demás, para nosotras, para las normales, el
verdadero sueño sería que nos valoraran por la productividad y no por la
permanencia en el puesto de trabajo, por la audacia, y no por la disponibilidad
para dejar a los hijos aparcados hasta la noche. Una madre a la que se le da la
oportunidad de mantener juntas todas las facetas de su vida será extremadamente
leal y agradecida con quien le permite sobrevivir, y no ahorrará esfuerzos:
trabajará en casa si tiene fiebre, hará contactos yendo a la ortopedia con un
hijo, escribirá un artículo o un informe mientras mira un partidillo de fútbol,
para librarse de la cola en la cafetería irá con el plátano en el bolsillo
(para marcar tendencia) y los pocket coffee en el bolso para no ir al
bar (dicen que el forro de un Roger Vivier empringado de café y pegajoso
por las chocolatinas derretidas es la última frontera de la elegancia).112
Ya he encontrado el regalo que
Beatrice debería hacerle a Paolo para que fueran un poco más felices: un escudo
y una espada, nada más y nada menos.
El escudo le serviría a Paolo
para recordar que es un guerrero, para defender a su familia de los muchos
ataques que sufre, desde dentro y desde fuera. La lista es larga: todo va
contra la familia, la cultura, la organización de la vida, el trabajo y los
ritmos de la ciudad. Pero, como contra ciertas cosas es inútil combatir (esto
seguramente será un sabio dicho popular de los pieles rojas acerca de este
tema), la primera cosa para la que le servirá el escudo es para defender a su
familia de ese sentido de la paridad mal entendido que lleva a su mujer a
adueñarse de la casa, a sermonearlo, a criticarlo y a darle órdenes
continuamente.
Con que sólo comprendiera que
realmente vale la pena, le sería muy fácil a mi amiga hacer que su marido se
sintiera antes que nada liberado, y después acogido, amado y cuidado. Bastaría
con cualquier pequeña atención, permitirle que se relaje cuando lo necesita y
que contribuya a las tareas de casa según su capacidad, quizás a su ritmo y a
su modo. Porque una de las reglas básicas es que, si se le pide ayuda a
alguien, se tiene que aceptar la ayuda que puede dar. No se debe pretender que
quien nos echa una mano haga las cosas como las haríamos nosotros, y Beatrice
no tiene ni idea de lo amplia que es la compañía de la que forma parte, de la
cantidad de mujeres que exigen a sus maridos la división de las tareas
domésticas, para después pretender que el hombre siga en la práctica sus
órdenes. Si se tiene que pedir ayuda, se agradece la que venga, y se acabó. No
se puede hacer que un hombre se levante de noche para dormir a un bebé, y
después seguir presionándolo: "Dale golpecitos en la espalda, recoge el
chupe, lava el chupe, échatelo sobre el hombro, ponte a patita coja y canta sin
respirar «La fiamma traballa, la mucca è nella stalla» seis veces
seguidas".113 Él tiene su estilo que hay que respetar; si no,
debería levantarse una (algo, por otra parte, cálidamente aconsejable).
Es cierto que la idea que
tiene Paolo de lo que significa una cena sana para una prole cuya edad media es
de cinco años es de juzgado de guardia, pero paciencia (si a la mañana
siguiente se despiertan, o sea, si siguen con vida, eso quiere decir que tienen
una constitución sana y robusta). En cuanto a la idea de orden que tiene el
consorte, está bien que Beatrice sepa de antemano que si a él se le encarga
ordenar una habitación, descubrirá de pronto, después de sólo cinco años de
permanencia en esa casa, que sus hijas disponen de un armario, que ese armario,
además, tiene cajones y que la locución "las camisetas interiores ponías
en el cajón de la derecha", evidentemente, le sonará de un modo
completamente extraño. Sin embargo, antes de haber conseguido traducir la
frase, habrá decidido, con rapidez masculina, engrasar un poco las guías del
cajón, que no corre bien, y para hacerlo habrá tirado al suelo un kilo de ropa
interior femenina. Está claro que Paolo profesa el credo "una cocina
inmaculada es signo de una vida desperdiciada", al cual yo, para que
conste, también me adhiero.
A menudo, las mujeres se
someten voluntariamente a ciertas esclavitudes en relación con la casa porque
quieren mantener su criterio de perfección (enfermedad femenina), para después
quejarse o exigir ayuda de quienes no comparten su mismo celo higienista. Una
ayuda que, entre otras cosas, al hombre le cuesta más que a nosotras, porque no
queda recompensado por el placer de contemplar con alegría una casa brillante y
ordenada. Si, por poner un ejemplo, le pregunto a mi marido, después de haber
ordenado la casa como una loca durante dos horas (mi casa alcanza el estado de
gracia sobre las doce de la noche, mucho después del toque de retirada para los
niños), que si está contento, probablemente me responderá: "Sí, bastante,
aunque el árbitro no ha pitado una falta a favor nuestro".
Además, hay ocasiones en que
Beatrice patalea como una niña de cinco años; ella también tiene sus caprichos,
como sus dos hijas, en lugar de comportarse como una señora firme y adulta.
Aunque, en ese caso, el escudo le servirá a Paolo para defenderse. Cuando sus
peticiones sean en realidad las exigencias de una niña que nunca ha tenido un
padre que la confirmara, función principal del padre para con su hija, su
marido está autorizado a no contentarla, porque él es precisamente el marido,
no el padre. Por otra parte, a cierta edad, una debe reconciliarse con su
infancia herida, sobre todo si, a su vez, tiene hijos. En cierto momento es
hora de dejar de dar patadas al vacío, o al marido.
Y, además, tenemos la espada.
Beatrice se gasta en mil cosas, pero cuando llega el momento del marido está
reventada. La espada es para cortar todo lo que no hace falta y, en esto, los
hombres son mucho, pero que mucho, más lúcidos y valientes que nosotras. Paolo
tendrá que ser capaz de podar unas pocas ramas con el filo de su hoja, tendrá
que contener ese ardor de Beatrice por tener siempre gente alrededor, por
invitar, organizar, acoger, abrir las puertas, tener la casa siempre llena,
todo sin preguntarse qué piensa acerca de ello su marido y, sobre todo, sin
reservar para él la mejor parte de esas energías, de esos afectos, de esos
impulsos. Siempre está dispuesta a correr en ayuda de quien sea — a expensas de
su familia o, al menos, de su compañero, pues nada se hace sin quitarle algo a
otro—, poniendo siempre a su marido el último de la lista. Ciertamente, puede
que sea indispensable desramar un poco este árbol, para que crezca recto. Puede
que sea un poco doloroso, pero hay que hacerlo, y sólo un hombre está en
condiciones de hacerlo.
Querido Paolo: Puede que no me convenga, pero aquí tienes una
espada y un escudo. Te servirán para defender a nuestra familia y, a veces,
también para defenderte de mi cuando soy irrazonable y caprichosa. Te servirán
para cortar todo lo que no nos hace falta ni a nosotros dos ni a nuestras
niñas. Estoy de acuerdo por fin en que lo hagas, aunque puede que en el momento
en que lo hagas me ponga a patalear de nuevo.
Por mi parte, intentaré estar más guapa, para hacer que vuelvas a
desear seguirme. Tú tendrás que vencer tu indolencia memorable.
Intentaré ser, con mi belleza, el espejo que refleje tu verdadero
rostro y que, al revelarlo, lo corrija. La buena noticia es que los espejos, no
lo vas a creer, no hablan.
Beatrice.
Eres grande, grande, grande, o Sobre la eterna adolescencia
"SÉ tu mismo" — o "encuéntrate a ti mismo",
además de dar lugar también a esa exótica excitación por los viajes—, es una
idea, un eslogan viejuno aunque siempre eficaz, para vender dispositivos
tecnológicos, zapatillas de correr o billetes de avión, que, a pesar de todo,
no me resuelve una duda. Si tú mismo eres realmente una inmundicia, ¿de
verdad te tienes que buscar?
Yo, a Michele, no le confiaría
ni siquiera un cactus, ni siquiera la tortuguita de agua que tenía en primaria:
está dedicado de tal forma a la búsqueda de sí mismo que las más de las veces
ni siquiera encuentra la factura del gas, no tiene tiempo para dedicar a esas
pequeñas minucias del estilo de respetar una fecha límite u ocuparse de algo
(no, no hablamos de alguien) que lo limite.
Con él me hago la superior,
pero en lo referente a la falta de habilidad, a decir verdad, si yo no
compartiera con mi marido la responsabilidad de los niños, no bromearía. Por
eso, Michele y yo somos amigos desde hace muchos años, desde que, durante las
prácticas de periodismo, le pregunté a un ministro: "Perdone, ¿es usted
por casualidad el ministro o quizás un pariente suyo?". Sólo después he
aprendido que: a) si vas a entrevistar a un miembro del gobierno, debes saber,
al menos, qué pinta tiene; b) niega siempre que no lo sabes y, aun cuando
recojas las declaraciones de un sindicalista de tercera fila, le preguntas más
tarde el nombre a un colega, nunca al entrevistado. Por eso, al final de las
conferencias de prensa, todos hablamos por lo bajo y decimos cosas de este
tipo: "Pero ¿quién era ése?", así como: "¿Dónde sirven el
buffet?".
Somos amigos desde entonces,
aunque hoy llevemos vidas muy distintas. Yo soy una anciana cuarentona que
trabaja y hace de madre, él es un joven cuarentón que trabaja y me mira atónito
cuando, buscando el móvil en el bolso, saco un diente de leche, un gorro de
piscina, seis caramelos de gelatina sin envoltorio y llenos de pelusa, un
volumen del oficio de lecturas, ropa interior (me estaba molestando el tirante)
y un trozo de queso parmesano (mi almuerzo). Mi sueño es poder dormir diez
horas, el suyo ser enviado especial a las elecciones presidenciales americanas,
aunque en las cosas del trabajo está tan relajado que siempre parece estar a
punto de meter todo el contenido de su mesa en una caja de cartón, dejar su
puesto fijo e irse a vivir descalzo a una playa de Saint-Juan-lès-Pins,
alimentándose de pescado asado y tocando la guitarra con Brigitte Bardot;114
yo voy a las fiestas del parque, él frecuenta las reuniones mundanas; yo me
emociono cuando veo a mi marido y a mi hijo hablando de la Segunda Guerra
Mundial como dos hombres, él está siempre a la caza de emociones frescas (no me
cuenta todas las cosas, ni mucho menos, pero yo he aprendido a traducir y ahora
sé que "he estado cerca de Alessandra en estos momentos difíciles"
quiere decir "nos hemos acostado un par de veces").
El hecho es que Michele es un
muchachito, y eso está bien. Pero si hablo de él, es porque hablo de mí misma,
de la que yo probablemente sería si no hubiera elegido la vida en familia,
mejor dicho, si Dios no me hubiera elegido para regalarme a mi marido y formar
una familia: en el fondo, todos somos un poco muchachitos, somos gente pobre,
contradictoria, indolente, incoherente y herida. Para nada nobles, como solemos
pintarnos a nosotros mismos; somos, por el contrario, un misterio, pero
cognoscibles: sólo la familia o la vida consagrada nos impiden liarla
demasiado, son los cauces que nos permiten correr hacia mar abierto.
"El hombre no es
solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí
mismo", dice Benedicto XVI.115 Tú tienes una naturaleza que no
constriñe tu libertad, pero que sí es una condición para hacer que te realices.
Juega las cartas que tienes en la mano como tú quieras, pero no te puedes
fabricar otras, porque eso es hacer trampas y, si haces trampas, antes o después
acabarás fuera del juego.
Experimentar tantas cosas,
probarlo todo, no jugarse la vida seriamente, no aceptar todas las
responsabilidades, no encargarse de nada, escapar de la limitación, es una
tentación siempre presente. Pero el límite es precisamente lo que nos define,
porque la percepción del límite se convierte en una petición de ayuda.
"Vine entre ellos y los encontré a todos borrachos, ninguno de ellos tenía
sed", dice Jesús en un fragmento de los Agrapha, que los más
consideran auténtico.116 En este punto voy a hacer una pausa de unos
pocos años para reflexionar sobre ese misterio, sobre el límite que, en lugar
de encerrarnos en un recinto, hace que, por el contrario, tengamos sed y
nos abramos al infinito, a Dios. Lo importante del bautismo es descubrir que tu
problema es tu ego. Tenemos un hardware viejo, una carcasa anticuada que
ya no aguanta, con un sistema operativo lentísimo. El programa funciona, corre,
sólo si nos fiamos de Dios y renunciamos a nosotros mismos.
Son precisamente nuestras
limitaciones las que nos hacen amables, porque nos obligan, si queremos
sobrevivir, a pasárselas a Dios. En efecto, cada vez que tengo un contratiempo,
si realmente me quiero quejar, llamo a Giuliana, que me dará un par de
palmaditas en la espalda, y no a mi padre espiritual que no dejará de decirme
que cada obstáculo en el camino es una gracia maravillosa (yo no quería
agradecer nada, sólo quería soltar algunas imprecaciones). Sólo de este modo,
en determinado momento, uno puede comenzar a convertirse en una persona seria.
Comienza a ocuparse de sus tareas, probablemente también de las de los demás.
Me ha llevado bastante tiempo comprender qué significaba "bienaventurados
los que no funcionan", una bienaventuranza acuñada por un sacerdote santo
para resumir todas las demás del Sermón de la Montaña. Somos bienaventurados si
no funcionamos porque en nosotros aparece con claridad algo que, a pesar de
todo, es verdad para todos: que tenemos necesidad de Dios.
A menudo, el límite, para
muchos de nosotros, es sencillamente esa "mediocridad" que nos salva,
es permanecer en nuestro lugar con adhesión apasionada, es eso que Madeleine
Delbrêl define como la pasión de los actos de paciencia, es "el autobús
que pasa abarrotado, la leche que se derrama, el teléfono que se vuelve loco,
las ganas de callarse y el deber de hablar, las ganas de hablar y la necesidad
de callarse, y el deseo febril de todo cuanto no nos pertenece".117
Mi pasión de los actos de paciencia, para ser precisos, normalmente tiene que
ver más con la solicitud de los cromos que le faltan a mi hijo para completar
el álbum y que me he olvidado de echar al correo (voy a salir en el boletín de
noticias de las madres), con cerdos de goma atrapados dentro de la impresora y
con el hecho de que, en mi casa, desgraciadamente, no llueve nunca sobre los
tamariscos salados, sino siempre sobre el vestido para la representación de
mañana en la escuela que después dejo olvidado en la percha (un pensamiento in
requiem por mi secadora, que ha mordido el polvo después de haberme
sostenido lealmente en tantos momentos difíciles).
Pero en permanecer fielmente
en el puesto propio de cada uno hay un misterioso poder salvífico. Y el signo
de la madurez es justamente desear tener lo que uno tiene, ser lo que uno es,
sin acusar a los demás, sin buscar excusas, sin decir "no es culpa
mía", tuve una infancia infeliz, "no me han comprendido",
"no me valoran", "nadie sabe lo que estoy pasando",
"es también un poco por culpa del metabolismo" — de verdad, y de la
crisis — y "he pinchado", y "llovía" — sí, puede que
incluso llovieran ranas y que los semáforos estuvieran todos en rojo.
Sencillamente, resulta que la
vida es difícil, lo es de por sí, y no es que nosotros, los cristianos,
busquemos el sufrimiento, es que en cierto momento llega. La diferencia es que
nosotros, los cristianos, lo llamamos cruz. Muchos conocidos nuestros lo llaman
desgracia, y así le quitan su poder salvífico. La desgracia la exorcizas con
talismanes, la cruz la abrazas para no perder ni una migaja, y te salva.
¿Cuánta infelicidad hay
alrededor de nosotros? Quiero decir, infelicidad de verdad, no de esa que a
veces me inflijo a mí misma, por ejemplo, cuando me ofrecí a coser a mano las
muñecas para la venta benéfica de la guardería (después también las compré yo
todas, todas las que hice yo, porque muñecas afectadas de alopecia no tienen
mucho tirón en el mercado) o cuando le dije que sí a mi marido, que me había
propuesto ver, desafortunadamente a condición de que no roncara, una
retrospectiva completa de Stanley Kubrick.
Estoy segura de haberme
internado en un terreno que no es el mío, quizás más filosófico o teológico,
pero, por otra parte, ¿a qué territorio le podría llamar mío verdaderamente?
¿Al amamantamiento acrobático? ¿A la orientación deportiva (la actividad que me
sirve por la mañana para recorrer el pasillo sin lentillas hasta llegar a la
cafetera)? ¿Al lanzamiento de hijos, categoría más de quince kilos (sirve para
hacer entrar niños en la escuela por la rendija del portón unas centésimas de
segundo antes de que lo cierre el bedel)? Ahora, no obstante, estoy aquí, en
este territorio que no es mío, y me gustaría intentar concluir mi razonamiento.
Inmersos en esta sopa
cultural, esperamos que todo nos venga dado, no sabemos soportar las
incomodidades para las que, de algún modo, generaciones enteras han estado, por
el contrario, preparadas: todas nos pillan de sorpresa, como si no fueran la
norma y, en cuanto a ocuparnos de las de los demás, la propuesta suena extraña
a nuestros oídos. Para nuestros contemporáneos parece existir sólo el presente,
lo inmediato, la ilusión del control por medio de la técnica, en un intento de
cancelar la muerte y el sufrimiento.
Michele cree ser
anticonformista (por otra parte, ¿quién se atrevería a decir de sí mismo lo
contrario?), pero a mí me parece en realidad un medioman, una prueba
viviente de que la infelicidad está garantizada si eliminas a Dios de tu
horizonte Y te pones tú en el puente de mando, siguiendo tus instintos,
pasiones, emociones, ideas centradas en ti mismo, sin confrontación alguna con
el Padre que te sirva de espejo y de punto cardinal. En cuanto a los miedos que
debería haber alejado de nosotros la supresión de Dios, sería suficiente con
echar un vistazo a su botiquín medicinal, tan grande más o menos como un garaje:
tiene en él tantas medicinas que yo creo que se las toma un poco al azar o que
quizás las elige a juego con el color de su polo. Creo, además, que ciertos
tonos pastel de Lacoste — tan tristemente pastel que cuando Michele sale de la
tienda, el dependiente invita a los amigos a brindar — los compra adrede porque
van bien con el optalidón. Hacer con él un viaje en avión, por otro lado, es
bastante instructivo: lo he visto con mis propios ojos aferrarse a los brazos
del asiento con extrema seriedad, convencido de que tal es su deber, para
permitir así al piloto llevarnos a salvo a todos los pasajeros (de todas
formas, se sabe que las posibilidades de lo real son demasiado terroríficas
para un hombre que está solo, y que quien no cree en Dios está dispuesto a
creer en un montón de cosas: tarot, rituales, signos, iluminaciones y
maldiciones varias). Pero la habilidad más refinada de Michele, más aún que
sostener los aviones en el aire, es su capacidad acrobática para justificar sus
desastres sentimentales: esencialmente, según su versión, la otra estaba
siempre muy sola (traduces: se acostó con ella), pero él no puede ilusionarla,
a pesar de todo, con un futuro que todavía no sabe si puede prometerle (no
piensa hacerlo), porque antes tiene que madurar por sí solo la decisión de
estar de nuevo con una persona (y ahora, perdóname, me voy, que esta tarde
salgo con otra). Los Michele siempre llevan un gran amor, y un gran futuro,
sobre los hombros. Una de las mayores preocupaciones que me afligen, teniendo
en cuenta mi muerte prematura, que llegará con certeza si sigo durmiendo tan
poco, es, sí señor, la de llevarme algunos secretos a la tumba — dónde están
las cartillas de vacunación, cómo se hace un bizcocho glaseado con arena y
piedras o en qué punto exacto hay que golpear la tubería para que llegue el
agua al cuarto de baño pequeño — pero, sobre todo, la de no verlo
sentimentalmente ordenado.
Una de las deidades tutelares
de la revuelta antiautoritaria fue Freud, con su idea de que la naturaleza del
hombre está constituida por pulsiones instintivas. Estas pulsiones fueron
legitimadas por el descubrimiento del inconsciente: desde entonces parece que
necesariamente han de ser reveladas, autorizadas, animadas y plenamente
satisfechas (¿comprendido, Michele?, no se trata de que todo lo que se te pasa
por la cabeza esté bien sólo porque se te ha ocurrido a ti). El hecho es que
Freud odia a Dios, de hecho, el exergo de La interpretación de los sueños
reza así: Flectere si nequeo Superos, Acheronta movebo, uno de los más
terribles versos de la Eneida: "Si no puedo doblegar al Cielo,
moveré al Aqueronte", o sea, los infiernos. Legitimar el inconsciente,
conceder derecho de ciudadanía y de libre expresión a todo lo que surge de él,
equivale a entregarse a lo demoníaco, sin ni siquiera intentar oponerle alguna
resistencia o, en vez de ello, escapar directamente, que es lo mejor (Santa
Catalina decía que el diablo es malo, pero que está atado con una cadena, y si
no te acercas demasiado no puede morderte). Y se sabe que el demonio quiere
nuestra muerte, nuestra infelicidad definitiva, cuando nos anima a seguir
nuestros instintos.
Por el contrario, durante
siglos, la narraciones, todas las sagas, la épica, a partir de la Iliada
y la Odisea, han sido la historia de los intentos del hombre por
superarse, por consiguiente, la historia de su ascesis; la historia de la lucha
de un ser pequeño contra la enormidad de su destino y contra su debilidad.
Poemas sobre la sed de gloria, sobre obstáculos que superar, sobre caminos
nunca frecuentados, sobre bellezas imposibles, pero también sobre el respeto
por el enemigo y la sed de sabiduría. Que, después, singularmente,
secretamente, privadamente, esta lucha la combatieran todos es algo que está
por ver, pero ésa es harina de otro costal.
Tú también, Michele, eres un
hombre de inteligencia multiforme, pero ¿adonde conduce tu viaje? ¿A qué
tempestades y sirenas y enemigos te enfrentas? ¿Y para llegar
adonde?
No me digas que estás contento
así, contento de tu jornada que, aparte del trabajo, viene como viene, porque,
si no gastas tu vida por nadie no estás contento de verdad, y tú lo sabes. Sé
que está de moda decir que uno se puede contentar con pequeños placeres, el
mando a distancia que sigue funcionando aunque tenga las pilas descargadas, los
cigarrillos que no se han acabado, quedaba uno más, o el supermercado que tiene
tu marca favorita de yogur. En la lista de cosas por las cuales merece la pena
vivir, tu gurú Saviano ha incluido la mozzarella de búfala; estúpida de
mí que siempre pensé que eso era algo que sólo servía para comérselo.118
Me gustaría muchísimo que
encontraras a una muchacha que tuviera el valor de proponerte algo
verdaderamente audaz, verdaderamente increíble, verdaderamente excitante: la
castidad prematrimonial. Te lo digo por escrito porque sé que, si te lo digo de
viva voz, me pegas. Sin embargo, mira a esos amigos míos, casados desde hace
veinte años, con cinco hijos: en mi opinión, su vida íntima tú ni te la
imaginas. Que la tienen y bien intensa se intuye en cómo se miran, se sonríen y
se rozan; y no hace falta preguntar, porque de ese tema, como sabes, yo no
hablo nunca. Está bien que la puerta del sexo, el laboratorio en el que se
transmite la vida, se mantenga cerrada con muchos pestillos, con el pudor que
merecen las cosas más preciosas (quien no tiene sentido del pudor, ¿cómo puede
tener intimidad consigo mismo?). De todos modos, que sepas que Clarissa y
Andrea se conocieron con delicadeza y se fueron acercando gradualmente, ése es
el sentido del noviazgo: cuando el otro no es tuyo, tú no pretendes que cambie,
sino que, más bien, estás dispuesto a acogerlo y a cambiar, sin sentido de
posesión, sino en la libertad. Puede que así, finalmente, encuentres a
"la" que te conviene.
Lo que los chicos como tú no
comprenden es que con las muchachas deberían hacer como con los zapatos, que te
los pruebas en la tienda sobre la moqueta, teniendo cuidado de no ensuciarlos.
Así te puedes probar todos los que quieras, de hecho, es bueno que lo hagas.
Pero si empiezas a andar fuera con esos zapatos, sin haberlos elegido
realmente, los ensucias y, si después los quieres devolver, tienes que empezar
a decir un montón de mentiras.
En la historia de mis amigas,
la castidad ha evitado muchas confusiones, les ha dado esa mirada transparente que
se obtiene cuando, si digo sí con el cuerpo, es porque lo estoy diciendo con
toda el alma. Después de que en una relación ha entrado el sexo, cambia todo:
el hombre pierde la tensión de la conquista que lo hacía estar atento a los
detalles (el mío, en honor a la verdad, ya estaba distraído antes), mientras
que, por el contrario, la mujer, desafortunadamente, precisamente en ese
momento, comienza a buscar mayores seguridades. Por eso estoy segura de que Every
little thing she does is magic fue escrita para una mujer que, digámoslo
así, todavía no le había permitido al hombre cruzar la línea de sombra.119
Sólo por eso, él encuentra mágica cada acción de la amada. Y sólo en esos
momentos de la historia, él podría escuchar absorto ese largo razonamiento de ella
acerca de por qué es mejor plantar allí, en ese rincón, narcisos en lugar de
rosas. Después, normalmente, tenderá a salir de la habitación y a dejarla sola
hablando (cosa que, vuelvo a decir en honor a mi marido, él siempre ha hecho
con coherencia viril desde el primer día en que nos conocimos, para no
acostumbrarme mal).
Sabemos muy bien que el sexo
está increíblemente banalizado, así que no te voy a echar ningún sermón acerca
del asunto. Solamente me gustaría decir que es bueno guardarse durante la espera,
si no por profundísimos motivos teológicos que, por otro lado, comparto, al
menos por motivos simplemente humanos: cuando dos no están casados, ella se
ofrece porque lo quiere retener junto a sí, él se desahoga y se aleja, entonces
ella se vuelve a ofrecer aún más. Comienza la farsa de las mentiras dichas con
el cuerpo y con la vida, con una vida que, en lo cotidiano, no corresponde a lo
que hace el cuerpo: de la unión absoluta y total que se realiza en el amor
físico se hacen eco dos vidas separadas, que no van en la misma dirección, y se
comienza a mentir para mantenerse en una situación falsa. Ciertamente, para ti
que estás habituado a algo totalmente distinto, me gustaría una mujer
inteligente, lo bastante autónoma como para saber que, con el sexo, abre su
sagrario y que, aunque la televisión y el cine y los libros y los periódicos
intenten convencerla de lo contrario, no es verdad que de antes a después no
cambia nada, porque cambia todo. Ella acabará sufriendo si a esa apertura total
no le corresponde una coherencia vital. Lo hemos llamado conquista, como la del
aborto, pero somos nosotras las primeras en sufrir por su causa, y en volver a
encontrarnos solas.
Me gustaría mucho que una
mujer especial, valiente, que vaya a contracorriente, te invitara, con su
pudor, signo de una vida interior maravillosa que merece ser defendida, a
hacerte cargo de tu responsabilidad. Una mujer que, dejándose seguir, te guiase
hacia Dios, como ha hecho Clarissa con su marido. Lo ha tumbado en la lona para
siempre, deberías ver cómo la mira (está bien, a veces también la mira un poco
como a una loca, como cuando en su lucha perenne contra los kilos de más, se
adhiere a teorías nutricionales digamos que poco razonables, como esa del poder
adelgazante de los pistachos, teorías que, por otro lado, yo también estoy
dispuesta siempre a creer con fe ciega).
No obstante, como sacar de
debajo de las piedras una Clarissa para ti no es, desgraciadamente, algo que
esté en mi mano, sólo puedo invitarte, entretanto, a que te hagas cargo de tu
responsabilidad en el trabajo. Es verdad, sé que no estás todo el día en el
sofá con el mando a distancia con las pilas medio gastadas en la mano, sé que
trabajas, pero ¿estás seguro de que lo haces con la dedicación que merece, y
que tú merecerías? Porque el trabajo es buena parte de lo que define al hombre,
al varón. Hasta la época industrial, se promovía una ética laboral que hiciera
aceptable para las personas sacrificarse por construir a favor de las
generaciones que vendrían después. Eso servía para la estabilidad de las
relaciones, de los proyectos, de las normas. El hecho de que la vida fuera dura
no sólo se daba por supuesto, sino que, más bien, se veía como algo natural,
funcional. Puede que el trabajo, incluyendo el trabajo en la fábrica, no fuera
tan noble como el viaje de Ulises, pero contenía en sí la idea de dejarle algo
a los hijos de uno (un título, un campo, un taller, un oficio, algunos
conocimientos o incluso dinero) y el sabor de la batalla, de la superioridad
del hombre sobre lo creado. Creo que esta idea no ha sido cultivada por mi
fontanero, a no ser que trabaje tan mal porque se haya encariñado con mis hijos
y quiera verlos crecer día tras día. Seguro que no ha sido cultivada por el
operador número 88 de la central de llamadas que me respondió el otro día y
menos aún por quien le puso los botones a mis pantalones, la señora con número
de control de calidad 56, motivo por el cual algún día de éstos emprenderé un
viaje a Turquía expresamente para estrechar la mano de una persona, ejemplar
único en el mundo, que cose los botones peor que yo.
Veo a tanta gente que trabaja
mal, sin cuidado, sin competencia, de modo aproximativo, sin preparar, con
negligencia, que pienso que el fenómeno transciende con mucho las dimensiones
personal y psicológica, y que involucra algunos otros factores.
En la sociedad narcisista e
infantil — al igual que los niños, tenemos que satisfacer rápidamente todas las
necesidades—, se da un empobrecimiento que no es sólo salarial, factor que
probablemente motiva el escaso entusiasmo de los señores 88 y 56 citados
anteriormente, sino también de los saberes y de las responsabilidades que exige
el trabajo industrial. La calidad del trabajo es cada vez menos relevante,
porque lo que producimos parece cada vez menos relevante y significativo:
¿habéis intentado alguna vez pedir que os cambien la correa de un reloj para
correr, en vez de tirarlo? Os mirarán como a una pobre loca abandonada que va
por detrás del destino y del progreso, y para encontrar la pieza de recambio,
que costará más que un reloj nuevo, llamarán a Bill Bowerman en persona,
sacándolo de la cama en el cuartel general de Nike en Oregón, así de excéntrica
les parecerá vuestra petición. Lo que se disfruta hoy no es el producto del
trabajo, sino el ámbito completo de la imaginación y de las pulsiones humanas:
no me vendieron un reloj hecho para durar, sino la emoción de ser una
deportista, tú también puedes ser de los nuestros, esfuérzate al máximo, eres
fantástica (conmigo siempre funciona la adulación, me la creo inmediatamente).
El reloj que me regalaron en mi comunión era lo bastante triste como para ser
aprobado por una comisión de tías, pero todavía funciona, muchos años y muchas
correas después.
Hay, además, otro aspecto de
la cuestión. "Vivir no es hacer lo que se sabe hacer, es hacer lo que no
se sabe hacer", escribe el poeta escocés Kenneth White, "es sentir y
vivir la rugosidad de lo viviente, generar encuentros y actos inesperados,
crear y hacer vivir relaciones que nos aumentan".120 Aprender
la dificultad de hacer cosas nuevas esforzándose, probar, equivocarse, chocar
con el otro. Usar las manos, por ejemplo, significa literalmente tocar con la
mano cuanto haga falta para encaminar las cosas hacia nuestro proyecto,
hacerlas bien, avanzar paso a paso, mejorar siempre un poco, pero es algo que
ni siquiera está garantizado. Yo también tuve mi época de "cobertor de
retales" y quien la ha pasado sabe de qué estoy hablando: es un secreto
horrible que mi desván custodia en la más absoluta reserva junto con el cajón
de los trabajos de Navidad (pero ¿por qué son tan sádicas las maestras?,
deberían saber que una madre siempre corre el riesgo de oír, incluso en mitad
de agosto, cómo le hacen la fatídica pregunta: "Pero, ¿mi belén de pasta de
sal lo guardaste?").
La idea de un trabajo bien
hecho y con cuidado es dulce al corazón, aunque me doy cuenta de que la mística
del trabajador silencioso y experto, al estilo de San José, es romántica pero
cara. Está claro que las cosas hechas a mano y a medida costarán mucho más,
pero debe seguir habiendo trabajadores así que sean una profecía o, al menos,
un recordatorio. El hombre artesano podrá llamar a la responsabilidad a una
economía ficticia y distante de la realidad.
Ciertamente, esto está muy
lejos de una generación de bárbaros digitales, es decir, de una generación que
disfruta del trabajo de otras personas, sin saber hacer por sí sola
prácticamente nada, sin sospechar ni siquiera que los objetos que usa con
indiferencia no brotan en el campo.
Yo soy de esa partida con
todas las de la ley, faltaría más, soy tan inconsciente de cómo se produce cada
cosa de las que uso que llego incluso más lejos: ni siquiera la sé usar. Ayer
por la noche ni siquiera logré programar el despertador del reloj, y he pensado
que quizás esté poseído por mi madre, que me prohibía dormir tan poco (me tenía
que despertar a las tres para escribir): mi marido sostiene, no obstante, que
los despertadores digitales habitualmente no dan consejos.
El trabajo puede convertirse
en el aspecto más concreto, aunque árido y duro, del amor de uno hacia Cristo.
Entonces, si se vive de ese modo, se pueden aprender la atención, el respeto y
la paciencia cuando los quebraderos de cabeza se dilatan en el espacio y en el
tiempo. Puede llegar a ser una magnífica cura contra los males que afligen al
hombre que vive en el país de los juguetes, un narcisista perseguido por la
ansiedad, porque no tener certezas — y, en el caso de encontrar alguna, aunque
fuera por equivocación, ser lo bastante ilustrado como para no considerarla
absoluta — proporciona un sentido de relajación y tolerancia que solamente es
superficial. Debajo queda la profunda inquietud de estar solo en el mundo, sin
un límite dentro de uno, sin un recinto alrededor, cuando, por el contrario, el
recinto, como dice Carl Schmitt, determina profundamente el mundo construido
por los hombres: el recinto es lo que produce el lugar sagrado sustrayéndolo a
lo habitual, entregándolo a lo Divino.121
El trabajo, por consiguiente,
considerado como terapia para la adolescencia patológica de Michele. Bonitas
palabras, pero desgraciadamente, hay un problema. Mi amigo hace de periodista
como si jugara al póquer. En la mayoría de las ocasiones va de farol. Si le
mencionas a un economista escandinavo conocido por tres personas en todo el
mundo, y del cual obviamente jamás ha tenido noticia, no alterará lo más mínimo
los músculos faciales. Dirá, incluso, que recientemente ha leído uno de sus
ensayos, algo igual de probable que el hecho de que yo me arriesgara a hacer
una quiche de alcachofas sin telefonear a mi madre. Siendo como es algo
inadaptado para la vida práctica, todo el tiempo que permanece fuera del
trabajo no lo emplea leyendo ensayos de economistas finlandeses, sino
intentando encontrar dónde aparcó el coche cerca de la casa de la última amiga,
de la cual debería recordar, como mínimo, el nombre si no la dirección, o
intentando rastrear comida no precocinada, deshacerse de las verduras compradas
en su último impulso saludable, experimentado hace quince días, que yacen
exánimes en el frigorífico.
Si consiguiera abrazarse a su
trabajo como a un servicio que hace, con humildad y dedicación, como una labor
que lo salva, se curaría. Todo trabajo puede ser iluminado por esa luz, también
el sello que se pone en la oficina de correos, que en ese momento, incluso,
para la viejecita es tan fundamental como la mano del cirujano más puntero,
porque a la señora que está en la cola de la oficina de correos en ese momento
lo que le hace falta es la pensión y no una luminaria de la ciencia. Por tanto,
también la rutina, un trabajo oscuro y repetitivo, o uno duro, uno insensato
incluso, pueden ser fecundos. Fecundos para el mundo al cual contribuyen a
salvar, y fecundos j)ara la familia de quien trabaja, que vive gracias a ese
trabajo. Esta fue la gran intuición de San Josemaría Escrivá de Balaguer, que a
comienzos del siglo pasado tuvo el valor de decir, por primera vez, que todo el
mundo puede llegar a ser santo, también los empleados insignificantes, y no a
pesar de su trabajo, sino gracias a él.
El trabajo tiene, para el
hombre y la mujer, dos significados completamente distintos. A una mujer
también le podrá gustar, pero no es lo que la define (y cuando lo es, pierde el
centro de sí misma), mientras que para el hombre es decisivo. Si bien la mujer
se realiza en la acogida, el hombre tiene una profunda necesidad de saber que
le está sirviendo a alguien. Una mujer tiene terror al abandono, mientras que
la forma particular de la soledad para el hombre es sentirse inútil. Un hombre
funciona cuando entiende que, para él, la vida es servir, servir y servir,
puede que silenciosamente, pisando poco el escenario. Dios los quiere así,
hombres fuertes, responsables de sus propios hermanos, capaces de hacerse cargo:
si quieres ser aliado de Dios, nunca te pongas en contra de un hombre. A Dios,
ese hombre le ha costado su sangre, y él lo sostiene. Si te declaras a favor de
los hermanos, él te obedece, te sirve y te resuelve todos los problemas, está
contigo.
En mi casa funcionamos así: yo
decoro y adorno con lazos, escribo cartas, libros y diarios, besuqueo, abrazo,
hablo, mimo y vuelvo a hablar. Mi marido ahorra mucha saliva y se remanga.
Durante mis maravillosas y presuntas conversaciones con él, de vez en cuando me
convenzo de que ha muerto, porque no es sólo que no responda, y ésa es la
norma, sino que además desaparece. Siempre pienso que se ha ido a exhalar el
último respiro en un rincón aislado como una ballena varada en la playa,
cuando, por el contrario, habitualmente ha ido silenciosa y rápidamente a
resolver el problema que yo le estaba planteando.
El hombre, más que la mujer,
que fundamentalmente es madre, aunque no lo sea biológicamente, coopera con su
trabajo al plan salvífico de Dios. La virilidad no es un hecho biológico, sino
que se aprende, se conquista. Hay un modo viril de realizar incluso los
pequeños gestos cotidianos, un modo, diría yo, de resistir firmemente ante el
mal y de aceptar dócilmente las cargas. Pero la virilidad, a diferencia de la feminidad,
que es principalmente una llamada a custodiar la vida, no puede agotarse nunca
del todo en el horizonte biológico: el hombre de verdad está dispuesto a morir
por algo que está totalmente en otro lugar. Por tanto, hacer mal el propio
trabajo, descuidadamente, con negligencia, de forma incompetente, significa
traicionar el deber que uno tiene en el mundo. Por otra parte, la misma
traición se comete cuando uno se hace esclavo del trabajo, cuando hace de él un
ídolo. En muchas empresas se crean mecanismos letales que absorben
implacablemente las fuerzas, las energías, las inteligencias y, a veces,
incluso los afectos ("Todos formamos una gran familia, no nos puedes
traicionar de esa forma"). Entonces sólo se puede avanzar al precio de
digerir absurdos tours de forcé, reuniones a las ocho de la tarde, brainstormings
vacíos, encuentros de trabajo, planificaciones de marketing, donde el inglés
sirve de cortina de humo, porque trabajar hasta las diez para armonizar un poco
las ideas fastidia un poco, mientras que si es para un brainstorming,
entonces se hace.122 Hay muchos modos de traicionar la propia
virilidad trabajando, pero sólo hay una vía para santificar el trabajo, y no es
incensar al director general, al menos no al de esta tierra.
Querido Michele: Te voy a dar una sorpresa. Hoy, para variar, no
te voy a decir que te tienes que casar. Te voy a hacer un regalo distinto. Un
rosario para que lo lleves en el bolsillo, para que, de vez en cuando, recites
alguna decena de avemarias, mientras estás en la cola de la circunvalación (se
admite incluso la variante con imprecaciones contra el que te la juega para
adelantarte por la derecha), mientras caminas buscando el mejor encuadre para
la conexión o mientras esperas las proyecciones de los resultados electorales.
Es pequeño y discreto, no da mala impresión, y puedes tenerlo en la mano dentro
del bolsillo, porque, es verdad, si te descubren con él en la redacción estás
acabado (obviamente, nadie diría una palabra si te viera recitar un mantra
budista, que, sin embargo, a mí no me gustan, porque no funcionan). Comienza
poco a poco, unos minutos cada día. Cambiará tu vida. Sé que no eres (todavía)
exactamente un creyente convencido, pero a ti te hace falta una terapia de
choque. Cogido a la cadena que nos une al cielo, acabarás siendo un hombre de
verdad, dispuesto a morir por alguien (no, no lo voy a decir, lo he prometido,
no diré la palabra "mujer"). Llegarás a ser más fuerte y más noble.
En mi opinión, incluso adelgazarás un poco. Si yo fuera tú, lo probaría.
Con afecto, tu amiga C.
Agradecimientos
COMO "gracias" es una de las expresiones que uso con más
frecuencia (junto con "perdona por el retraso", "¿me ves
gorda?" y "cuento hasta tres y después me enfado"), no podía
dejar escapar la ocasión de darles las gracias miles de veces de un solo golpe
a todos lo que han contribuido a que vea la luz este segundo libro mío.
Antes debo hacer un mención
especial a la valiosa estufita que ha luchado conmigo durante las noches de
invierno y que, para morder el polvo, ha esperado, heroica, hasta la entrega
del preciado manuscrito. Una madre que trabaja nunca puede escribir antes de
medianoche, y a la hora de la escuela tiene que estar, en cualquier caso, en
condiciones de poner ropa de abrigo sin la intervención previa de un
reanimador. Gracias, por tanto, a la cafetera, a las sudaderas de color gris
sucio absorbe-manchas, al pocket coffee, a los bedeles de la escuela
tolerantes y al nuevo túnel de la autovía que me ha permitido llegar a tiempo
al trabajo. Gracias a mi tata Antonella que ha suplido mi ineficacia como ama
de casa y que siempre ha encontrado el modo de excusarme, aun cuando he quemado
ollas, olvidado hijos y confundido detergentes.
Gracias a mi editora Patrizia
(llevaba una vida deseando decirlo, ahora sí que me siento como una escritora)
y a Francesca.
Gracias a todos mis
"viejos" amigos que no me han negado el saludo aun cuando me he
estado dando aires de escritora, y que han aceptado seguir viéndome aun
temiendo que de un momento a otro me presentara con un viejo jersey harapiento,
una cruz al cuello y pinta de existencialista: a Marina, antes que a nadie, y
después a Ale, a Carmen, Chiara B. y M., Claudia, Costanza, Cristiana, Daniela,
Elisabetta, Fabiana, Federica, Francesca, Gabriele, Luca, Lucia, Marinù, Noemi,
Paola, Patrizia, Stefania y Silvana. Gracias a Paolo, que siempre es cosa
aparte, como la nata o la salsa para Sally.123
Gracias a los amigos del blog,
una aventura comenzada a regañadientes por las presiones de una amiga demasiado
tecnológica e inteligente, Elisabetta, y que se ha revelado como un
extraordinario medio de profunda comunicación. Gracias a aquellos que, como
Raffaella Frullone, Cyrano, Paolo Pugni, don Fabio Bartoli, Fra Filippo Maria,
Daniela Bovolenta, Claudia Mancini y Maria Elena Rosati, me han ayudado a
escribirlo, y gracias a aquellos que con sus comentarios lo mantienen siempre a
un altísimo nivel, aun cuando yo tendería al pop y a escribir posts sobre la
laca de uñas y el tráfico: Alessandro, Andreas, Angelo XL, Alvise, la Dada,
Daniela B. y C., Erika, Fefral, Luigi, Maxwell, Principessa, Roberto, Salvatore
y Vale.
Gracias a Benedetta, de nombre
y de hecho, a Elisabetta, hermana en la fe, a Giuliana, amiga refugio, a la
rutilante Luisa, a la animosa Ana, al generoso Livio, al queridísimo Stefano,
dispuesto a intervenir cuando mi autoestima desciende por debajo del nivel de
alarma, a mi faro Daniela, desgraciadamente lejana, y a aquellos que, conocidos
gracias al primer libro, se han transformado en amigos: Alessandro y Mario,
Alessio, Claudia, Daniela C., don Luca, Elisabetta, Ettore y Francesca,
Francesco, Gabriele, Gianluigi, Giovanni, Laura, Manu Red y Black, Maria
Cristina, Paola y Sabina.
Gracias de nuevo a Gamillo
Langone, al que debo el coraje de haber comenzado a escribir, por su preciosa
amistad.124
Gracias al amigo fraterno
Giovanni Marcotullio, que ha pasado por el tamiz de su desmesurada cultura cada
renglón de este libro, corrigiendo los despropósitos teológicos más
impresentables y tolerando con esfuerzo las imprecisiones. Para ver
alguna muestra, de todas formas, dirigios a él (para las felicitaciones a mí).
Gracias a mis padres que,
aunque al leer la apología de la sumisión comentaron "hemos criado un
monstruo", en el fondo, en el fondo, están orgullosos de mí, pero no lo
admitirán jamás (porque el educador prusiano no se jubila nunca). Gracias a mi
hermano Giovanni, más que un abogado un ansiolítico, y a mi hermana Chiara, que
se ha fiado de mí. Os quiero mucho.
Gracias a mis hijos, Tommaso,
Bernardo, Livia y Lavinia, por ser tan divertidos, surrealistas e hilarantes:
no me he inventado nada, ellos forman en realidad un óptimo guionista. Gracias
porque hacen mi vida así de afortunada y llena (incluso demasiado) de alegría.
Os quiero con todo el corazón.
Gracias a mi marido Guido,
arquitrabe de la familia, que — al contrario que yo — habla poco pero hace
mucho, y me sostiene y me apoya de todas las formas posibles, también con sanas
críticas constructivas que yo siempre me tomo con poca deportividad. Gracias
por todo el amor recibido y dado, gracias por ser un padre firme, con autoridad
y dispuesto a dar la vida; y gracias por ser también, además de especial, un
poco el modelo básico de ser humano (me has ahorrado el trabajo de estudiar a
los hombres de las demás).
Gracias al padre Emidio
Alessandrini, al que le debo muchas de las intuiciones que he revendido
despachándolas como mías (él dice que en la Iglesia no existe el copyright,
y que se puede coger lo que uno quiere como del frigorífico de casa). Gracias
al padre Maurizio Botta por ser un sacerdote como los pensó Jesús, que da la
vida por sus ovejas. Gracias a todas las personas que me han transmitido el depositum
fidei: de pequeña don Ignazio y después la doctora Tenda, sor Elvira, sor
Chiara Serena, el padre Bernardo y el padre Arsenio.
A Chiara Corbella, por su
luminoso ejemplo.
Gracias a toda la Iglesia, de
la que formo parte con orgullo. A los santos y a las santas que nos han
precedido, sobre todo a mis amigos íntimos: Teresita de Lisieux, que es mi
verdadero agente literario, Teresa de Ávila, Catalina, Teresa Benedicta de la
Cruz, y al beato Karol Wojtyla, el gigante que ha llevado a la Iglesia en medio
de la tormenta, y además a Francisco, Agustín, Bernardo, Tomás, Piergiorgio
Frassati, Gianna Beretta Molla y a toda la multitud.
Gracias al Papa, Benedicto
XVI, que sigue en la tormenta,125' por su desconcertante humildad,
por su delicadeza, por la inteligencia y por la firmeza con la que difunde la
Verdad: con su existencia nos garantiza que lo que creemos es verdad, y basta
mirarlo a él para entender el lugar de uno mismo en el mundo.
Gracias a nuestra madre
celestial, a la Virgen: si supiéramos cuánto nos ama, lloraríamos de alegría.
No habríamos podido encontrar mejor abogada (parece que está algo emparentada
con el juez, por eso yo, personalmente, espero una sentencia clemente).
Finalmente, gracias a Dios
porque nos ha creado para la vida eterna. Porque nos ha creado inquietos y
deseosos de él. Porque se deja encontrar por quien lo busca. Porque es Padre y de
él nunca viene nada que no sea bueno.
Esta iniciativa editorial se sostiene principalmente gracias al trabajo, la conanza y la buena voluntad de las personas que creen en ella. Si usted desea colaborar en este proyecto puede enviar su donativo a: Arzobispado de Granada Fundación Nuevo Inicio Plaza Alonso Cano s/n 18001 Granada, España Banco Santander Central Hispano CC: 0049 0004 95 2814422084
Notas a pie de página
1 Michel Houellebecq (1958) es
un poeta, ensayista y novelista francés. Sus obras más conocidas puede que sean
Las partículas elementales (finalista del premio Goncourt, 1998), Plataforma
(2001) y El mapa y el territorio (2010).
2 La expresión inglesa new
wave ("nueva ola") define un tipo de música rock, posterior al
llamado punk, nacido alrededor de 1970 y que alcanzó su esplendor en la
década de los ochenta.
3 La llamada "Comisión
Trilateral" es un organismo privado fundado en 1973, por iniciativa de
David Rockefeller, para estimular las relaciones entre Estados Unidos, Europa y
Japón. Sus miembros, personas vinculadas al poder político y económico,
han sido acusados de promover en la sombra el adoctrinamiento de las masas a
favor de las clases dominantes.
4 Pequeña advertencia; No me
refiero a un dios cualquiera ni a un hálito de bien ni a una entidad superior
genérica, sino exactamente al Dios Trinidad, al de la Iglesia católica, al de
la tradición de los Apóstoles y de los Padres, confirmada por el Papa. Espero
que a estas alturas ya no puedan ustedes devolver el libro o cambiarlo por un
manual de papiroflexia o cualquier otra cosa con tal de liberarse del libro de
una católica. Espero que lo conserven aunque sean alérgicos. Les ruego que se
fíen: aun cuando no crean en ella, aun cuando no lean la Biblia, la Biblia es
la que los lee a ustedes, la que nos dice cómo funcionamos, cómo están hechos
la cabeza y el corazón del hombre, sea éste creyente o no.
5 La autora cita a Dante, Inferno,
II, 9: Qui si parrà la tua nobilitate, pero cambia el posesivo tua
("tu"), referido a la memoria de Virgilio, por sua
("su"), referido al hombre que recupera su identidad junto a la
mujer.
6 En inglés en el original:
"El rey de Roma no ha muerto".
7 Fulton John Sheen
(1895-1979) fue un arzobispo católico estadounidense, escritor prolífico. Fue
muy conocido por dirigir y presentar diversos programas de televisión.
8 La WWF (World Wildlife
Fund, en español "Fondo Mundial para la Naturaleza") es la mayor
organización internacional conservacionista, fundada en Suiza en 1961 por un
grupo de entusiastas ecologistas encabezados por el príncipe Bernardo de los
Países Bajos. En cuanto al oso marsicano que cita la autora, es una subespecie
del oso europeo endémico de la zona de los Apeninos italianos.
9 Peter Cincotti (1983)
("el hombre más sexy de la tierra", según "People") es un
joven cantante, compositor y pianista americano que inició su catrera artística
como precoz pianista de jazz y ha acabado haciendo papeles en televisión,
grabando discos de cierta fama y produciendo musicales.
10 El título italiano del
libro a que alude Miriano es La parigina. Guida allo chic. Nosotros lo
citamos con el título de la edición española. Su autora es Inés de la Fressange
(1957), hija de un aristócrata francés y una modelo argentina. Fue durante
bastantes años la modelo de la marca Chanel. En la actualidad regenta una
cadena de pequeñas tiendas de moda. La parisina pretende ser una guía de
compras en París para aquellas mujeres que se identifiquen con el estilo de la
autora.
11 San Agustín, Obras
completas, vol XIb, tercera edición, Cartas (3°), BAC, Madrid, 1991, Carta
262.
12 2 Pe, 3, 5-6.
13 "Valleverde" es
una marca italiana de zapatos que se anuncian como "clásicos y
cómodos".
14 Se refiere la autora a dos
cantos marianos antiguos, el primero de ellos dedicado a la Virgen de Lourdes.
15 El lap dance es un
tipo de baile que se originó en los clubes de alterne de Las Vegas que se
caracteriza porque la bailarina se mueve sensualmente directamente sobre el
regazo de los espectadores
16 Véase 2 Re, 5.
17 Virgilio, Eneida II,
49: "Temo a los griegos aunque traigan regalos". Frase que pronuncia
el sacerdote Laocoonte ante el famoso "Caballo de Troya" para
advertir a sus conciudadanos que no se fíen de los sitiadores griegos
aparentemente huidos.
18 Para jugar a "las
estatuas" se escoge a uno de los participantes que tiene que poner en pose
a los demás, todos en fila sobre un escalón. El "maestro del juego"
se acerca a algún jugador y lo coge de la mano. El jugador "tocado"
debe quedarse inmóvil inmediatamente, en la posición que quiera. Acabado el
turno, el "maestro del juego" proclama la "estatua"
vencedora, (que puede ser la más bella, la más original o la más divertida).
Esa "estatua" pasa a ser el nuevo "maestro del juego", y
todo empieza otra vez. También se puede aplicar otra regla: todos los
participantes deben estar quietos en sus posiciones. Quien no resista y se
mueva, queda eliminado. Para el juego de las "cuatro esquinas" hacen
falta cinco jugadores. Se necesita un espacio cuadrado, para que cuatro de los
jugadores ocupen un ángulo. El quinto participante se coloca en el centro. Los
otros cuatro tienen que cambiar sus posiciones, sin permitir que el quinto
ocupe el ángulo que queda libre. Si no fuera así, el que pierde su esquina
tiene que irse al centro.
19 Nora Ephron (1941-2012) fue
una periodista, guionista y directora de cine estadounidense. Se hizo famosa
por el guión de la película When Harry met Sally ("Harry y
Sally", en los cines españoles), dirigida en 1989 por Rob Reiner, que
cuenta la historia de un hombre y una mujer que se conocen accidentalmente en
su época de estudiantes. Él tiene la certeza de que es imposible que un hombre
y una mujer mantengan una relación sólo de amistad. Ella piensa lo contrario.
Las circunstancias los separan y los acercan de cuando en cuando y su amistad
resiste. Al final, el espectador se da cuenta de que la historia es la
narración de una gran historia de amor entre los dos.
20 Natalino Sapegno
(1901-1990) fue un crítico literario italiano experto en el siglo XIV. La
autora se refiere a una conocidísima y valiosa edición hecha por este estudioso
de la obra de Dante.
21 Christine Marie Evert
(1954) es una antigua jugadora profesional de tenis natural de los Estados
Unidos y ganadora de dieciocho títulos de Grand Slam.
22 En latín en el original:
"Dichosos los tuertos en la tierra de los ciegos", un equivalente a
nuestro "En el país de los ciegos, el tuerto es el rey".
23 Standard and Poor's es
una de las llamadas agencias de calificación de riesgo. Su calificaciones sobre
solvencia de entidades financieras y estados (esa "A" a la que se
refiere la autora irónicamente) suelen guiar los movimientos de los inversores.
24 El Telefono Azurro
("Teléfono Azul") es una asociación benéfica nacida en Italia en
1987, de la mano del neuropsiquiatra infantil Ernesto Caffo, que proporciona
una línea telefónica para "dialogar con niños y adolescentes y con sus
padres y educadores en situaciones de conflicto". Desde 2003, el gobierno
italiano le ha asignado la tarea de gestionar el servicio de emergencias
infantiles.
25 "Brandina" es una
marca italiana, muy conocida, de somieres, colchones y tumbonas de piscina y
playa.
26 En inglés en el original. Never
complain significa "no quejarse nunca" y el always
explain de la autora, "explicar siempre".
27 En inglés, bright side
(literalmente, "lado brillante") es el lado bueno de una cosa o de un
acontecimiento. De modo que atribuirle el apellido Brightside a una persona es
algo parecido a llamarle "optimista" con cierta carga de ingenuidad.
La autora hace referencia seguramente al titulo, Mr. Brightside, de una
famosa canción del grupo estadounidense The Killers.
28 La autora se refiere aquí a
un spot publicitario de televisión de la conocida marca italiana de
vinos aperitivos protagonizado por el actor americano George Clooney, en el que
la frase clave es precisamente: No Martini, no party ("Sin Martini
no hay fiesta"). En cuanto a la canción Roadhouse blues, que la
autora canta a gritos con sus hijas, es una de las más famosas del grupo The
Doors, escrita por Jim Morrison en 1970.
29 "AD" es un
acrónimo de Arquitectural Digest, una revista de decoración de
interiores, cuya versión española lleva por subtítulo "Las mejores casas
del mundo".
30 Miriano se refiere a la
final de la Copa de Europa de la temporada 1983-1984 que se disputó en el
Estadio Olímpico de Roma entre el Liverpool y la Roma, y que este
último equipo perdió precisamente en la tanda de penaltis.
31 Esos cartógrafos aparecen
el relato de Borges titulado "Del rigor en la ciencia". Buscando
trazar un mapa exacto del Imperio, construyen una copia exacta, de modo que el
Imperio y el mapa llegan a ser indistinguibles, lo cual lleva a la ruina del
Imperio.
32 Gambero Rosso
("Gamba Roja") comenzó siendo una empresa italiana que comercializaba
comida y vinos típicos del país. En la actualidad publica guías de vinos, edita
una revista mensual y tiene un canal de televisión dedicado a la gastronomía.
El nombre Gambeto Rosso está tomado del cuento de Pinocho, donde los
personajes del Gato y el Zorro cenan en cierta ocasión en una taberna que lleva
ese nombre.
33 El "Birkin" es
uno de los bolsos más famosos que fabrica la marca de lujo francesa Hermés.
Lleva ese nombre en honor a la actriz y cantante Jane Birkin. De hecho, ella
misma lo diseñó cuando coincidió accidentalmente en un viaje en avión con el
presidente de dicha compañía. El precio de las versiones más económicas está en
torno a los 6.000 euros, pero puede llegar hasta los 55.000, si es de piel de
cocodrilo o a los 120.000 si la piel es de cocodrilo negro.
34 El término
"preterintencional" se suele usar en Derecho Penal. Se denominan
"preterintencionales" aquellos actos que causan efectos de mayor
gravedad que los que se pretendían causar. Cuando la autora aplica este término
al amor verdadero, lo que quiere expresar es que ese amor da lugar a vínculos
mucho más sólidos que los que los amantes pretendían en un principio con su
relación.
35 Erec et Enide
("Erec y Enide") es la primera novela de Chrétien de Troyes,
escrita en 1176. De hecho es la primera que conocemos del ciclo medieval del
rey Arturo y resulta algo extraña dentro de este ciclo, pues su culminación no
es el matrimonio. Por el contrario, el matrimonio es su comienzo y su argumento
principal. La princesa Enide se enamora de Erec por sus dotes caballerescas.
Cuando se casan, él abandona su vida de aventuras y peligros por estar junto a
ella. Pero ni uno ni otra pueden ser felices; él por haber abandonado su
vocación, la caballería, y ella por haber perdido la admiración por él. La
novela narra el proceso de superación de este fracaso y acaba con la coronación
de ambos cónyuges como reyes de Nantes.
36 Denis de Rougemont
(1906-1985) fue un escritor y filósofo suizo. Es considerado como uno de los
padres del federalismo europeo.
37 El trauma infantil puede
habérselo causado la Roma, que en la temporada 2000-2001 perdió el título de
liga italiano por un solo punto frente a la Juventus y que, desde entonces, no
ha estado en condiciones de ganarlo. Roberto Saviano (1979), el de los
sermones, es un escritor napolitano que cobró mucha fama con su primera novela,
Gomorra, sobre la trama delictiva de la camorra. La novela se tradujo a
numerosos idiomas y le valió serias amenazas de muerte que le hicieron salir de
Italia. En la actualidad lidera una cadena de televisión propia, Zero Zero
Zero Tv, en la que diserta periódicamente sobre toda clase de temas. Por
supuesto, Alex es el malvado protagonista de la película de Kubrick, La
naranja mecánica, al que curan de su violencia patológica haciéndole ver
imágenes extremadamente violentas con un aparato que sujeta sus párpados para
que no pueda cerrar los ojos.
38 Se refiere a la famosa
película de Joseph Rubén, estrenada en 1991, y protagonizada por Julia Roberts.
En ella, una mujer, dentro de un matrimonio de apariencia perfecta, vive
durante cuatro años la violencia obsesiva de su marido. Cansada de ello, simula
su muerte y cambia de identidad y de vida. Su antiguo marido la descubre y
decide perseguirla para vengarse.
39 Giovannino Guareschi
(1908-1968) fue un periodista y, sobre todo, un escritor humorístico italiano.
Es el creador de los célebres personajes de Don Camilo, el cura que habla con
el Cristo del altar mayor de su iglesia, y de Peppone, el aguerrido alcalde comunista,
que cultivan en un pequeño pueblo de provincias una entrañable e íntima
enemistad.
40 Martha Stewart (1941) es
una empresaria y presentadora de televisión estadounidense. Es una de las
mujeres más ricas del mundo y ha hecho su fortuna con un grupo multimedia
basado en programas y revistas de cocina, de decoración, estilismo y buenas
maneras.
41 Si la cosa funciona
(Whatever Works, en el inglés original) es una película de Woody Alien
estrenada en 2009. Es una comedia romántica algo ácida y de personajes planos.
Cuenta la historia de un neoyorquino maduro y raro que decide empezar una vida
bohemia. Emprende una relación con una guapa joven sureña y se interna en toda
una trama de enredos familiares y sentimentales.
42 Fausto Coppi (1919-1960),
italiano, apodado Il campionissimo, es uno de los más grandes ciclistas
de todos los tiempos. Ganó varias veces el Giro de Italia y el Tour de Francia.
43 Sári Gábor (1917), de
origen húngaro, conocida como Zsa Zsa Gabor, es ahora una anciana de 96 años,
pero fue una de las actrices del cine norteamericano más famosas de los años
cincuenta y sesenta. Se casó por primera vez a los veinte años y en la
actualidad disfruta de su noveno matrimonio, el más estable de todos
(veintisiete años). Su indiscutible experiencia en divorcios y matrimonios
solubles, junto con su gran ingenio, ha hecho que se hago famosas algunas de
sus "reflexiones" sobre el tema, como la que, por ejemplo, cita
Miriano. Otras perlas de la Gabor son las siguientes; "Debo de ser una buena
ama de casa porque, cuando me divorcio, siempre me quedo con la casa", o
también: "Cuando observo a una mujer, no me fijo ni en su vestido ni en su
elegancia, me fijo en su marido".
44 Centro Suono Sports
una cadena de radio romana, especializada en deportes y particularmente en
fútbol. Por supuesto, Totti es el delantero más famoso de la Roma.
45 Se trata de una colección
de cromos de futbolistas de la liga italiana. Por lo visto, alguno de los hijos
de la autora los escondía tras ciertos libros de la biblioteca familiar.
46 En inglés en el original: quick
significa "arreglo rápido" y es el reclamo típico de los talleres de
reparación de coches o de calzado. La autora lo refiere a las zonas donde se
venden cosméticos en los grandes supermercados, donde se realizan pruebas de
maquillaje al momento.
47 En la terminología del
Derecho Penal, la expresión latina in bonam partem se usa para indicar
que se interpreta la ley en beneficio del reo.
48 "La Reppublica"
es el diario italiano de mayor tirada. Se edita en Roma y fue fundado en 1976.
Su tendencia política es, en general, la de la izquierda liberal moderna y
moralizante.
49 Flp 2,3.
50 El "pandoro" es
un dulce típico de Verona. Tiene forma de tronco de cono con base de estrella
de ocho puntas. Su interior es de color amarillo intenso por la vainilla y el
huevo. Por fuera va cubierto de azúcar en polvo. A diferencia del
"panettone", no está relleno de crema ni de frutas confitadas.
51 Cupertino es una localidad
californiana del condado de Santa Clara. Está en la famosa zona del Silicon
Valley y en ella está la sede de la empresa informática Apple.
52 En francés en el original.
El sentido del refrán francés A la guerre comme ll la guerre,
(literalmente, "En la guerra como en la guerra") es que, en circunstancias
adversas, hay que usar remedios extraordinarios. En español existe un refrán
muy parecido aunque poco conocido: "A la guerra, con la guerra".
Otros más conocidos que expresan una idea análoga podrían ser: "En campaña
como en campaña", "En el amor y en la guerra, todo es válido",
"En tiempo de guerra cualquier hoyo es trinchera" o "Cual el
tiempo, tal el tiento".
53 Las fette biscottate
(literalmente, "rodajas bizcochadas") son cualquier tipo de rodajas
de pan o de bizcocho tostado deshidratado, normalmente de forma rectangular,
aunque también las hay redondas, que se suelen tomar en el desayuno.
54 El amarillo y el rojo son
los colores del equipo de fútbol de la Roma (la signora in giallo-rosso).
55 El texto italiano original
dice: "Quello è l’aereo del babbo che torna da Londra".
"Aereo?" Io credevo che Lombra stava per terra". El
niño confunde Londra ("Londres") con l'ombra ("la
sombra"). De ahí se sigue el retruécano difícilmente traducible al
español.
56 La Pandectas es el
nombre griego de la recopilación legislativa llevada a cabo por el emperador
Justiniano. Su nombre latino es Digestum ("Digesto", en
español).
57 Benedetta Parodi (1972) es
una presentadora de televisión, escritora y periodista que, hasta 2008, ha sido
la conductora del telediario de mediodía del canal "Italia 1". Desde
ese año dirige un programa culinario de gran audiencia. Cotto e mangiato.
Ha publicado exitosos recetarios.
58 Camilo Langone (1967) es un
periodista y escritor italiano residente en Parma, polemista brillante y autor
de varios libros. Aparte de haberse ganado las críticas más acerbas por sus
críticas al darwinismo, una de las últimas polvaredas levantadas por Langone se
ha debido a un artículo suyo escrito en noviembre de 2011 y titulado Togliete
i libri alle donne: tornerano a far figli ("Quitadle los libros a las
mujeres: volverán a tener hijos").
59 Jeff Buckley (1966-1997)
fue un compositor y cantante estadounidense que sólo llegó a editar un único
álbum, Grace, en 1994, pues murió ahogado mientras nadaba en un río tres
años después. A pesar de ello, es considerado como uno de los mejores músicos
americanos de los años noventa.
60 Hemos preferido dejar el
italiano original para que se mantenga la similitud fonética entre morte
("muerte") y torte ("tartas"), las dos palabras que
confunde el marido de Costanza. Él afirma que no oyó decir finché morte non
ci separi ("hasta que la muerte nos separe"), sino finché
torte non ci separino ("hasta que las tartas nos separen").
61 Como ya habrá adivinado el
lector. Carneo es una marca italiana de tartas y otros productos
precocinados. En su publicidad, alardean de que "cualquiera puede
triunfar" con sus dulces "caseros".
62 Es cierto que, en el ritual
católico del Sacramento del Matrimonio, en el escrutinio previo al
consentimiento de los contrayentes, sólo en la última fórmula el ministro que
preside habla de "hasta que la muerte os separe". En las primeras
fórmulas del ritual, las más antiguas y las más usadas, se habla de "todos
los días de vuestra vida" o de "toda la vida".
63 La autora hace alusión a la
película Up close & personal ("Íntimo y personal", en
español), realizada en 1996 por Jon Avnet. Narra la historia de amor de una
joven deseosa de triunfar en televisión y un periodista un poco fracasado que
ya está de vuelta del triunfo en el trabajo.
64 Míster Increíble es el
protagonista de la película de animación Los increíbles, rodada en 2004.
En ella, la actuación de tres superhéroes liderados por este protagonista llega
a desencadenar, en su afán por hacer el bien, tal oleada de quejas y denuncias
que deben ocultarse llevando una vida normal. En esa nueva vida, Mister
Increíble trabaja como agente de seguros.
65 Véase la nota "c"
del Capítulo 1.
66 Véase la nota "a"
del Capítulo 2.
67 El Muppets Show fue
un programa de televisión británico, emitido entre 1976 y 1981, en el que actúa
todo un grupo de muppets ("títeres"). Muchos de los
personajes, entre ellos los dos viejecitos gruñones a los que alude Miriano,
aparecieron en los programas de televisión emitidos en España con los títulos
de Los teleñecos y Barrio Sésamo.
68 "Sombras y
niebla"("Shadows and Fog", fue su título inglés original)
fue una película rodada en 1992 por Woody Allen, en la que intervienen como
actores el mismo director, Mia Farrow, Madonna, Jodie Foster y otros. Es una de
las cintas más extrañas del célebre director americano, rodada en blanco y
negro y llena de guiños al cine expresionista de los años treinta.
69 Roger Scruton (1942) es un
filósofo inglés, catedrático de Estética en la Universidad de Oxford. La cita
de la autora está tomada del ensayo de Scruton titulado Sexual Desire: A
Philosophical Investigation ("Una investigación filosófica sobre el
deseo sexual"), publicado en 1986 y del que no existe traducción española.
70 Véase la nota "a"
del Capítulo 2.
71 Los conceptos de sociedad o
de pensamiento "líquidos", últimamente muy de moda, se deben al
filósofo polaco Zygmunt Bauman (1925), que desde los años setenta prefiere
hablar de la contraposición entre "modernidad sólida" y
"modernidad líquida" donde otros hablan de "modernidad" y
"posmodernidad". Según Bauman, en la "modernidad líquida"
desaparecen las identidades fijas, y la única virtud moral consiste en la necesidad
de hacerse con una identidad flexible y versátil que le permita al sujeto mutar
convenientemente a lo largo de su vida.
72 Nutella es una marca
comercial de crema de cacao azucarado y avellanas para untar en el pan.
73 Escrutopo, por supuesto, es
el nombre que toma en la versión española el personaje principal de Cartas
del diablo a su sobrino (The Screwtape Letters, en su versión inglesa
original), del escritor inglés C. S. Lewis. Es un diablo malvado y voraz que
intenta adoctrinar a su sobrino Orugario en las artes de la seducción
pecaminosa.
74 Essie es una marca
americana de cosméticos. La autora se refiere a colores de esmalte para uñas,
como queda claro más adelante.
75 Jn 15, 5.
76 Jn 2, 24-25.
77 La U.S. Food and Drug
Administration es la agencia gubernamental estadounidense que se encarga de
regular y autorizar todo lo relativo a alimentos (para humanos y animales),
medicamentos (también veterinarios), cosméticos y toda clase de productos
biológicos.
78 Caudalie es una
marca farmacéutica francesa que comercializa algunos cosméticos muy caros. El Eau
de Beauté ("Agua de Belleza"), según la citada marca, se inspira
en "el célebre elixir de la juventud de la reina Isabel de Hungría".
79 En Italia, la ASL (Azienda
Sanitaria Locale), integrada en el SSN (Servizio Sanitario Nazionale),
se ocupa de la asistencia médica pública no hospitalaria. Serían los organismos
análogos a nuestros Ambulatorios y Centros de Salud. La ricetta rossa
("receta roja") es la receta en la que se prescriben los medicamentos
en ese servicio nacional de salud, con la cual se adquieren los medicamentos en
las farmacias con la correspondiente bonificación.
80 Jimmy Fontana (1934-2013),
en realidad Enrico Sbriccoli, fue un cantante italiano muy famoso en los años
sesenta. En España alcanzó un gran éxito con la canción El mundo, a cuya
letra pertenece la cita que hace la autora. También compuso la balada ¿Qué
será?, popularizada por José Feliciano.
81 Nick Drake (1948-1974) fue
un cantautor inglés nacido en Birmania. Tocaba la guitarra, el piano, el
clarinete y el saxofón. Sólo llegó a editar tres álbumes, que no tuvieron mucha
difusión porque él se negaba a conceder entrevistas o a actuar en directo.
Sufrió de insomnio toda su vida y se sumió en hondas depresiones. Murió a los
veintiséis años a causa de una sobredosis de somníferos.
82 El "axel" es un
tipo de salto que se ejecuta en el patinaje sobre hielo y que fue inventado por
el noruego Axel Paulsen. Se despega con el filo externo del pie contrario al
del aterrizaje y patinando hacia delante, por eso permite un giro mayor que
otro tipo de saltos. El triple "axel", ejecutado por primera vez en
1978 por un canadiense, se considera el salto más difícil del patinaje sobre
hielo y en él el cuerpo del patinador realiza tres revoluciones y media. La
"Antorcha Humana" es uno de los Cuatro Fantásticos, personajes de
ficción de la factoría Marvel.
83 Kim Jong-il (1942-2011) fue
el último dirigente comunista de Corea del Norte, padre del gobernante actual
Kim Jong-un.
84 Los pangoccioli (de pane
gocciolio, literalmente "pan con gotas") son bollitos llenos de
tropezones de chocolate.
85 Amarige (un anagrama
de mariage, "matrimonio" en francés) es una de las marcas de
perfume que comercializa la casa francesa Givenchy.
86 En francés en el original: en
pendant, o sea, "bien puestos", "arreglados".
87 La Pimpa, una
perrita de orejas largas, blanca y con motas rojas, es un personaje de la
literatura infantil italiana creado por el guionista e ilustrador Francesco
Tullio-Altan (1942). Colombino es un pollo, uno de los mejores amigos de
La Pimpa. Los otros dos personajes, reales, que cita la autora en este
párrafo, Stella McCartney y Kate Moss, son mucho más conocidos. La primera,
hija de Paul McCartney, el famoso miembro de los Beatles, es una gran
diseñadora de ropa femenina. Kate Moss es una famosa modelo.
88 En 1835, Hans Christian
Andersen publicó el cuento de hadas Tommelise, título que en italiano se
suele traducir por Pollicina y en español por Pulgarcita (en
italiano, "pulgar" se dice pollice) o Almendrita. Es la
historia de una niña que nace de un grano de cebada para que la cuide una mujer
estéril. Es pequeña como un dedo pulgar y correrá diversas peripecias hasta
encontrar al príncipe Cornelius con el que acabará casándose.
89 Buzz Lightyear es
uno de los héroes de la serie de largometrajes de animación Toy Story.
Es un "guardián espacial" y hace de antagonista y compañero del
vaquero llamado Woody.
90 Gn 2, 18.
91 Ef 5, 22-24.
92 El libro al que se refiere
la autora es Sposati e sii sottomessa: Pratica estrema per donne senza paura,
Vallecchi, Firenze, 2011. Versión española: Cásate y sé sumisa: Experiencia
radical para mujeres sin miedo. Nuevo Inicio, Granada, 2013.
93 Congregación para la
Doctrina de la Fe, Carta a tos obispos de la Iglesia Católica sobre la
colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, 31 de mayo de
2004, Capítulo 3, n. 13.
94 Gn 3, 16.
95 Crème de la Mer
("Nata Marina") es una marca francesa de cosméticos, famosa por sus
cremas hidratantes y anti-envejecimiento. Algunos de sus envases de alrededor
de 150 centilitros alcanzan precios que oscilan entre los centenares y los
miles de euros.
96 Mt 11, 11.
97 Betsey Johnson (1942) es
una famosa diseñadora de moda norteamericana. Sus diseños, muy femeninos y
caprichosos, son clasificados como de estilo vintage y chic. En
cuanto al término burlesque, se suele usar en todos los idiomas para
referirse a un trabajo artístico que trata un tema de forma irreverente con
ánimo de ridiculizarlo. La autora lo usa para referirse al estilo típico de los
cabarets americanos surgidos en el siglo xx que pretenden rememorar los
espectáculos de la primera mitad de siglo, con un alto contenido erótico.
98 Sergio Caputo (1954) es un
compositor y cantante italiano, encuadrado en lo que se suele llamar jazz
latino.
99 Totó, en realidad Antonio
de Curtis (1898-1967) fue un actor y poeta italiano. Su trabajo en el teatro,
el cine y la televisión lo colocan a la altura de los grandes iconos del cine
en blanco y negro, como Buster Keaton o Charles Chaplin. Uno de sus compañeros
de aventuras fue, en muchas de su producciones, Giuseppe "Peppino"
de Filippo (1903-1980), uno de los principales actores cómicos italiano de
principios del siglo pasado.
100 Véase la nota
"b" del Capítulo 4
101 Personajes de la saga de La
guerra de las galaxias.
102 Runner's World
("El mundo del corredor") es la revista para corredores más leída del
mundo, con información sobre entrenamientos, calendarios de pruebas, material
deportivo, etc.
103 En francés en el original.
Los cahiers de doléances (literalmente, "cuadernos de quejas")
eran unos memoriales de peticiones o de reclamaciones que se rellenaban en cada
circunscripción encargada en Francia de elegir diputados para los llamados
Estados Generales. Especialmente célebres fueron los redactados en 1789, cuando
se inició la Revolución.
104 Personajes femeninos de
dibujos animados.
105 Gn 2, 18.
106 1 Co, 13, 12.
107 La autora habla de Anselmo
de Aosta, monje benedictino, más conocido por Anselmo de Canterbury. En efecto,
este santo doctor de la Iglesia nació en la ciudad italiana de Aosta en 1033 y
murió en la ciudad inglesa de Canterbury en 1109, como titular de esa sede
arzobispal. La cita que tanto impresiona a Miriano está sacada del comienzo de
su Proslogion, obra filosófica escrita en forma de meditación. En ella
es donde se encuentra el célebre "argumento ontológico" de la
existencia de Dios.
108Gn 1, 27.
109 ª Jn 4, 8.
110 1 Pe 2, 9.
111 Pavel Evdokimov
(1901-1970) ha sido uno de los principales teólogos ortodoxos del siglo XX.
Estudió teología en Kiev antes de la revolución bolchevique y, tras el
asesinato de su padre, en 1921, se exilió a Turquía y posteriormente a Francia.
Casado y con cuatro hijos, fue director del Centro de Estudios Ortodoxos de
París y observador de la Iglesia Ortodoxa en el Concilio Vaticano II. La autora
cita de su obra Il matrimonio, sacramento dell'amore, Qiqajon, Roma,
2008.
112 Roger Vivier es una
marca francesa de zapatos y bolsos de lujo.
113 "La llama temblando,
la vaca en el establo". Son el tercer y cuarto versos de una nana popular
italiana que comienza así; Stella, stellina / la notte s'aviccina
("Estrella, estrellita / la noche se avecina").
114 Saint-Juan-lès-Pins es una
pequeña ciudad de la Costa Azul francesa, entre Niza y Cannes. Es un
lugar de descanso que suele frecuentar la "alta sociedad"
internacional.
115 La autora cita el discurso
de Benedicto XVI ante el Parlamento alemán del día 22 de abril de 2011. En
cierto momento, el papa se refería a la ecología en estos términos: "La
importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de
la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar
seriamente un punto que — me parece — se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay
también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él
debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente
una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es
espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él
respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite
que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la
verdadera libertad humana".
116 Los llamados Agrapha
(del griego agraphon, "no escrito") de Jesús son frases o
dichos atribuidos al Señor que no están escritos en los evangelios canónicos.
En el Evangelio de Juan se dice claramente que no todo lo que dijo Jesús estaba
escrito. Ello dio pie a que se fueran recogiendo a partir de diversas fuentes
esos pretendidos dichos no escritos. La primera colección fue publicada por el
teólogo alemán A. Resch en 1899.
117 Madeleine Delbrêl
(1904-1964) fue una escritora y trabajadora social francesa que se convirtió al
catolicismo a los veinte años. Pasó su vida en los barrios obreros de
Ivry-sur-Seine, en las afueras de París. El texto que cita la autora está
dentro del párrafo titulado Passion des patiences, en la obra La joie
de croire (versión española; Madeleine Delbrêl, La alegría de creer.
Sal Terrae, Santander, 1997).
118 Véase la nota
"a" del Capítulo 4.
119 Every little thing she
does is magic ("Cada cosa insignificante que hace ella es
mágica") es el titulo de una canción del grupo británico de rock The
Police, que pertenece a su cuarto álbum, Ghost in the machine
("El fantasma en la máquina", una frase acuñada por el filósofo
Gilbert Ryle (1900-1976) en alusión al dualismo cartesiano), editado en 1981.
120 Kenneth White (1936) es un
poeta, ensayista y académico escocés. Da clases en Edimburgo, Glasgow y La
Sorbona.
121 Carl Schmitt (1888-1985)
fue un filósofo y teólogo político alemán.
122 En inglés en el original.
El llamado brainstorming (literalmente, "tormenta de ideas" o
"lluvia de ideas") es una técnica de trabajo en grupo para facilitar
la búsqueda de ideas creativas sobre un tema preciso.
123 Véase la nota
"a" del Capitulo 2.
124 Véase la nota “f” del
Capítulo 6.
125 Nótese que este texto fue
escrito antes del verano de 2012, bastante antes de la dimisión de Benedicto
XVI en febrero de 2013.
Table of Contents
Datos del libro
Introducción. Regalos para los hombres
Hasta que el hijo os separe, o Sobre el amor en la vida cotidiana
Esta casa no es un hotel, o Sobre la autoridad paterna
El problema del amor es que muchos lo confunden con la gastritis, o
El amor no es sólo una emoción
¿Somos tatas o sargentos?, o Si lo quieres, déjalo hacer de hombre y
cesa de darle órdenes
La mujer de Gudbrand el de la montaña, o Sobre la necesidad de tener
sobre él un prejuicio positivo
Á la guerre comme a la guerre 52 , o Qué es verdaderamente la
virilidad
Sí, quiero, pero... ¿qué has dicho?. O Vale la pena casarse
He dicho "Dios", no "bio", o La educación debe
tener un fin elevado
Una sonrisa, please, o Estar de buen humor es un trabajo difícil,
pero alguien tiene que hacerlo
Durmiendo con su enemigo, 100 o Extraño pero cierto: Pon lo primero
el amor, también en el matrimoni
Eres grande, grande, grande, o Sobre la eterna adolescencia
Agradecimientos
Notas a pie de página
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